Deberías tener más cuidado —se oyó decir a Sarene dentro del cuarto—. Tenemos bastante influencia con la Sede Amyrlin. Si colaborases, quizá podríamos persuadirla para que paliara tus castigos.
El resoplido de desdén de Semirhage llegó sin dificultad a oídos de Cadsuane, que escuchaba en el pasillo —al otro lado de la puerta del cuarto de interrogatorios— sentada en una cómoda silla de caña. La Aes Sedai mayor tomaba sorbos de una infusión de estevia. El pasillo era de madera, cubierto a todo lo largo con una alfombra marrón y blanca, y lo alumbraban titilantes lámparas que semejaban prismas.
Había otras hermanas en el pasillo —Daigian, Erian y Elza— encargadas de mantener escudada a Semirhage. Aparte de Siuan, todas las Aes Sedai del campamento lo hacían por turnos; era demasiado peligroso encargar exclusivamente esa tarea a Aes Sedai de categoría inferior, so pena de arriesgarse a que se agotaran, y el escudo tenía que mantenerse fuerte. Sólo la Luz sabía lo que podría pasar si Semirhage se libraba de él.
Cadsuane sorbió otro poco de infusión, de espaldas a la pared. Al’Thor había insistido en que se permitiera a «sus» Aes Sedai interrogar también a Semirhage, en lugar de limitarse a las que eligiera Cadsuane, la cual no estaba segura de si esa decisión se debía a un intento del chico de hacer valer su autoridad o si creía de verdad que esas mujeres podrían tener éxito en lo que ella —hasta el momento— no había obtenido resultados.
En cualquier caso, tal era la razón de que Sarene se hubiera encargado del interrogatorio ese día. La Blanca tarabonesa era una persona juiciosa, por completo ajena al hecho de que era una de las mujeres más hermosas que había alcanzado el chal en años. Su aplomo no era un rasgo inesperado en alguien perteneciente al Ajah Blanco, como tampoco era infrecuente que las mujeres de ese Ajah se quedaran tan ensimismadas como las Marrones. Sarene ignoraba asimismo que Cadsuane se encontraba fuera, escuchando a escondidas, mediante el uso de un minúsculo tejido de Aire y Fuego. Era un recurso sencillo que las novicias eran muy dadas a aprender; mezclado con el recién descubierto recurso de invertir los tejidos de una misma, el resultado era que Cadsuane podía oír sin que nadie de dentro del cuarto supiera que lo hacía.
Las Aes Sedai que estaban en el pasillo veían lo que hacía, desde luego, pero ninguna de ellas hablaría. Aun cuando dos de ellas —Elza y Erian— se encontraban entre el grupo de necias que habían jurado lealtad al chico al’Thor, se andaban con cuidado teniéndola cerca, ya que sabían lo que pensaba de ellas. Estúpidas. A veces tenía la impresión de que la mitad de sus aliadas se proponían complicarle más el trabajo.
Sarene seguía con el interrogatorio al otro lado de la puerta. La mayoría de las Aes Sedai de la casa habían probado alguna vez a interrogar a la Renegada; Marrones, Verdes, Blancas y Amarillas, todas habían fracasado. La propia Cadsuane aún no había hecho preguntas a Semirhage directamente. Las otras Aes Sedai casi la consideraban una figura mítica, una reputación que ella explotaba y alentaba. Permanecía ausente de la Torre Blanca durante varias décadas seguidas; así se aseguraba de que muchas dieran por sentado que había muerto, y cuando reaparecía, se montaba un revuelo. Había dado caza a falsos Dragones por dos motivos: primero, porque era necesario, y segundo, porque con cada hombre que capturaba crecía su fama entre las otras Aes Sedai.
¡Todo su trabajo apuntaba a estos días finales, y así la cegara la Luz si iba a permitir que el chico al’Thor lo echara todo a perder ahora!
Disimuló el ceño bebiendo otro sorbo de infusión. Estaba perdiendo el control poco a poco, hilo a hilo. Antaño, algo tan espectacular como las disputas en la Torre Blanca habrían despertado su interés de inmediato, pero no podía enredarse con ese problema ahora. La propia creación había empezado a destejerse, y la única forma de combatirlo era dirigir todos sus esfuerzos hacia al’Thor.
Y él se resistía a todos sus intentos de ayudarlo; paso a paso, se iba convirtiendo en un hombre con entrañas de piedra, inamovible e incapaz de adaptarse. Una estatua sin sentimientos no podía enfrentarse al Oscuro.
¡Condenado chico! Y, ahora, también Semirhage, que seguía desafiándola. Cadsuane se moría de ganas de entrar y plantarle cara a esa mujer, pero Merise había hecho las mismas preguntas que ella habría planteado, y sin resultado. ¿Cuánto tiempo aguantaría intacta su imagen si resultaba ser tan incapaz de hacerla hablar, como les pasaba a las demás?
Sarene empezó a hablar otra vez.
—No deberías tratar así a las Aes Sedai —dijo con voz tranquila.
—¿Aes Sedai? —exclamó Semirhage, con una carcajada—. ¿No te da vergüenza utilizar ese título para describiros? ¡Es como si un cachorrito se considerara un lobo!
—Puede que no lo sepamos todo, lo admito, pero…
—No sabéis nada —la interrumpió la Renegada—. Sois niñas que juegan con los juguetes de sus mayores.
Cadsuane dio golpecitos en un lado de la taza con el índice; de nuevo se sorprendía por las similitudes entre Semirhage y ella, y de nuevo esas similitudes le producían comezón por dentro.
Por el rabillo del ojo vio a una criada espigada subir la escalera llevando una bandeja con judías y rábanos cocidos para la comida de Semirhage. ¿Ya era mediodía? Sarene había interrogado a la Renegada durante tres horas y había estado dando vueltas a lo mismo todo el tiempo. La criada se acercó y Cadsuane hizo un gesto indicándole que entrara.
Un instante después la bandeja caía con estruendo en el suelo. El ruido hizo que Cadsuane se incorporara de un salto al tiempo que abrazaba el saidar. Estuvo a punto de entrar corriendo en el cuarto, pero la voz de Semirhage frenó el impulso de la mujer.
—No pienso comer eso —rechazó la Renegada, dominando como siempre la situación—. Me he hartado de vuestra bazofia, de modo que ya estás mandando que me traigan algo apropiado.
—Si lo hacemos, ¿responderás nuestras preguntas? —inquirió Sarene, que estaba a la que saltaba para aprovechar cualquier ocasión que se le presentaba.
—Tal vez —contestó Semirhage—. Veremos si me complace.
Hubo un silencio y Cadsuane miró a las otras mujeres que se encontraban en el pasillo, que también se habían puesto de pie de un salto por el ruido, aunque no oían lo que hablaban dentro. Les indicó con una seña que se sentaran.
—Ve a traerle otra cosa —ordenó Sarene a la sirvienta que había llevado la comida—. Y manda a alguien para que limpie esto.
La puerta se abrió y después se cerró con rapidez cuando la criada se alejó a toda prisa.
—La siguiente pregunta —continuó Sarene— determinará si al final te comes lo que traigan o no.
A despecho de la firmeza de la voz, Cadsuane notó precipitación en las palabras de la Blanca; el repentino golpe de la bandeja en el suelo la había sobresaltado. Todas las que se hallaban cerca de la Renegada tenían los nervios de punta. Y no es que le mostraran deferencia, pero sí la trataban con cierta consideración. ¿Y cómo no? Era una leyenda. Uno no estaba en presencia de semejante ser —una de las criaturas más perversas que hubiera conocido el mundo— sin sentir al menos cierto grado de respeto.
—Ese es nuestro error —susurró Cadsuane. Después parpadeó, se dio media vuelta y abrió la puerta del cuarto.
Semirhage se hallaba en el centro de la pequeña habitación; volvía a estar atada con Aire, los tejidos rehechos probablemente en el mismo instante en que había tirado al suelo la bandeja de latón, que seguía donde había caído mientras el jugo de las judías empapaba las vetustas tablas. Ese cuarto no tenía ventana; había servido de almacén y, llegado el momento, pasó a ser una «celda» para la Renegada. El negro cabello de Sarene, tejido en trencillas rematadas con cuentas, enmarcaba el bello rostro, que denotaba sorpresa por la intrusión; la Blanca estaba sentada en una silla, enfrente de Semirhage. Su Guardián, Vitalien, un hombre de hombros anchos y tez pálida, se encontraba en un rincón de la habitación.
Semirhage no tenía la cabeza inmovilizada y los ojos se desviaron hacia la recién llegada.
Cadsuane se había comprometido; debía enfrentarse a esa mujer ahora. Por suerte, lo que planeaba no requería delicadeza; todo volvía a una única pregunta: ¿qué haría falta para que la propia Cadsuane se desmoronara? La solución era sencilla, ahora que se le había ocurrido.
—Oh, ya veo que la pequeña ha rechazado la comida que le trajeron —dijo con la actitud de quien no aguanta tonterías—. Sarene, suelta los tejidos.
Semirhage enarcó las cejas y abrió la boca para mofarse; pero, en el momento en que Sarene deshizo sus tejidos de Aire, Cadsuane agarró a la Renegada por el pelo y —con un imprevisto barrido de pie— la zancadilleó y la tiró patas arriba en el suelo.
Quizá debería haber utilizado el Poder, pero le parecía apropiado usar las manos para hacer eso. Preparó unos cuantos tejidos, aunque lo más probable era que no los necesitara. Semirhage, aunque alta, era una mujer de constitución esbelta, y Cadsuane siempre había sido más bien corpulenta. Además, la Renegada parecía absolutamente atónita por la forma en que la había tratado.
Cadsuane apoyó una rodilla en la espalda de la mujer y a continuación le metió la cara en la comida desparramada.
—Come —ordenó—. No veo con buenos ojos que se desperdicie la comida, pequeña, sobre todo en los tiempos que corren.
Semirhage barbotó unas cuantas frases que Cadsuane supuso que serían maldiciones, aunque no entendió nada; el significado debía de haberse perdido en la noche de los tiempos. A poco, las maldiciones amainaron y Semirhage se quedó callada, sin ofrecer resistencia. Cadsuane habría tomado la misma decisión, porque conducirse así habría perjudicado su imagen. El poder de Semirhage como cautiva radicaba en el miedo y el respeto que le tenían las Aes Sedai. Cadsuane tenía que cambiar eso.
—Tu silla, por favor —le dijo a Sarene.
La Blanca se puso de pie con gesto pasmado. Habían intentado todo tipo de tortura permitida conforme a los requerimientos de al’Thor, pero todo ello transpiraba respeto; trataban a Semirhage como una fuerza peligrosa y una enemiga digna, lo cual sólo había conseguido reforzar el desmedido amor propio de la Renegada.
—¿Vas a comer? —preguntó Cadsuane.
—Te mataré —expresó Semirhage con tranquilidad—. Serás la primera, antes que todas las demás. Les haré escuchar tus aullidos.
—Ajá. Sarene, ve y di a las tres hermanas que están fuera que pasen. —Cadsuane hizo una pausa, pensativa—. Vi unos criados limpiando los cuartos del otro lado del pasillo. Haz el favor de traerlos también aquí.
Sarene asintió con un cabeceo y salió a buen paso del cuarto mientras Cadsuane se sentaba en la silla y a continuación tejía filamentos de Aire con los que levantó a Semirhage. Elza y Erian se asomaron a la habitación con aparente curiosidad, tras lo cual entraron seguidas por Sarene. Al cabo de unos instantes, Daigian entraba con cinco sirvientes: tres mujeres domani que llevaban delantales, un hombre larguirucho que tenía los dedos manchados de dar otra mano de tintura a los maderos, y un muchacho del servicio. Excelente.
Aun estaban entrando cuando Cadsuane se valió del tejido de Aire para hacer girar a Semirhage y ponerla boca abajo sobre sus rodillas. Sin más, procedió a propinarle azotes a la Renegada.
Semirhage se contuvo al principio, pero después se puso a maldecir y a continuación a barbotar amenazas. Cadsuane siguió dándole a pesar de que la mano empezaba a dolerle. Las amenazas de Semirhage dieron paso a aullidos de indignación y dolor. La criada de la comida regresó con otra bandeja en mitad del incidente, para mayor vergüenza de Semirhage. Las Aes Sedai contemplaban la escena, boquiabiertas a más no poder.
—Bien, dime —dijo Cadsuane al cabo de unos instantes, en medio de los aullidos de dolor de la renegada—. ¿Vas a comer?
—Encontraré a todos los que has amado a lo largo de tu vida —dijo Semirhage con lágrimas en los ojos—. Haré que se coman unos a otros mientras tú lo ves. Les…
Cadsuane chascó la lengua y reanudó la azotaina. Los presentes en el cuarto observaban en silencio, estupefactos. Semirhage se puso a llorar, aunque no de dolor, sino por la humillación. Esa era la clave. A Semirhage no se la podía derrotar con dolor o con persuasión, sino destruyendo su imagen; para ella sería más terrible asimilar eso que cualquier otro castigo. Igual que le habría ocurrido a Cadsuane.
La Aes Sedai dejó darle palmetazos al cabo de unos minutos y soltó los tejidos que inmovilizaban a la Renegada.
—¿Vas a comer? —preguntó.
—Yo…
Cadsuane alzó la mano y Semirhage saltó prácticamente del regazo de la Aes Sedai y se echó al suelo para comer las judías.
—Es una persona —declaró Cadsuane mientras miraba a los demás—. Sólo una persona, como cualquiera de nosotros. Guarda secretos, pero hasta un muchacho tiene algún secreto que se niega a revelar. Recordad esto.
Dicho lo cual, se levantó de la silla y fue hacia la puerta; se detuvo un momento junto a Sarene, que contemplaba fascinada cómo la Renegada engullía las judías del suelo.
—Tal vez te vendría bien reanudar el interrogatorio con un cepillo del pelo en la mano —comentó Cadsuane—. Un objeto tan duro podría resultar muy doloroso.
—Sí, Cadsuane Sedai —contestó Sarene con una sonrisa.
«Bien, pues, ahora le toca a al’Thor —pensó la Aes Sedai mientras salía del cuarto—. ¿Qué hacer con él?»
—Milord —empezó Grady al tiempo que se frotaba la curtida cara—, me parece que no lo entendéis.
—Entonces, explícamelo —pidió Perrin.
Estaban en la falda de una colina desde donde contemplaba el ingente número de refugiados y soldados. Tiendas de muchas formas y colores distintos —pardas y con el techo en pico, de los Aiel; las grandes y coloridas de los cairhieninos; otras de diseño básico con techo de dos picos— se iban alzando a medida que la gente se preparaba para pasar la noche.
Los Aiel Shaido, como se esperaba, no los habían perseguido; habían dejado que el ejército de Perrin se retirara, aunque los exploradores decían que ahora habían avanzado para inspeccionar la ciudad. En cualquier caso, eso también daba más tiempo a Perrin. Tiempo para descansar, para alejarse renqueando, para —ojalá fuera así— utilizar accesos y transportar lejos a la mayoría de esos refugiados.
Luz, cuántos eran. Miles y miles de personas, una pesadilla en cuanto a coordinar y administrar. Los últimos días habían sido un continuo raudal de protestas, objeciones, resoluciones y papeleo. ¿De dónde sacaría Balwer tanto papel? Parecía satisfacer a muchos de los que se presentaban ante Perrin. Los arbitrajes y dictámenes de disputas les parecían mucho más oficiales si se resumían en un trozo de papel. Balwer opinaba que Perrin necesitaba un sello.
El trabajo lo había distraído, lo cual estaba bien, pero Perrin sabía que no podía dejar a un lado sus problemas durante mucho tiempo. Rand se desplazaba hacia el norte, y él tenía que marchar hacia la Última Batalla. Lo demás no importaba.
Sin embargo, esa fijación en una única meta —haciendo caso omiso de todo excepto su objetivo— había sido el origen de gran parte de los problemas que habían tenido durante la búsqueda de Faile. De algún modo tenía que encontrar el equilibrio, tenía que decidir por sí mismo si quería dirigir a esa gente; tenía que hacer las paces con el lobo que llevaba dentro, la bestia que se enfurecía cuando entraba en batalla.
Pero, antes de poder afrontar cualquiera de esas cosas, tenía que llevar a casa a los refugiados; algo que, por otro lado, estaba resultando ser un problema.
—Ya has tenido tiempo de descansar, Grady —dijo.
—La fatiga sólo es una parte del asunto, milord —argumentó el Asha’man—. Aunque, para ser sincero, todavía me siento como si pudiera dormir una semana seguida.
Realmente su aspecto era de estar agotado. Grady era un hombre robusto, con el físico —y también el temperamento— de un granjero. Perrin sabía que ese hombre cumpliría con su deber mejor que la mayoría de los nobles que conocía. Pero a Grady sólo se lo podía apretar hasta cierto límite. ¿Qué le ocurría a un hombre forzado a encauzar tanto? A Grady se le marcaban bolsas debajo de los ojos y estaba pálido a pesar de tener la piel curtida; aunque era un hombre joven, ya empezaban a salirle canas.
«Luz, he exigido demasiado a este hombre —pensó—. A él y a Neald, a ambos». Ese había sido otro efecto de la fijación en una idea, como ahora empezaba a entender. Lo que le había hecho a Aran, o dejar sin liderazgo a quienes lo rodeaban. «He de arreglarlo. He de encontrar el modo de ocuparme de todo».
Si no lo conseguía, cabía la posibilidad de que no llegara a la Última Batalla.
—Ese es el quid de la cuestión, milord. —Grady se frotó la mejilla otra vez mientras observaba el campamento. Los diversos contingentes (mayenienses, guardias de Alliandre, hombres de Dos Ríos, los Aiel, los refugiados de varias ciudades) acampaban por separado, en sus propios grupos—. Hay unas cien mil personas que han de volver a casa. O dirigirse a dondequiera que sea, en cualquier caso. Muchos dicen que se sienten más seguros aquí, con vos.
—No pueden renunciar a volver —protestó Perrin—. Su sitio está con sus familias.
—¿Y aquellos cuya familia está en tierras ocupadas por los seanchan? —Grady se encogió de hombros—. Antes de que llegaran los invasores muchas de estas personas habrían sido felices regresando a casa, pero ahora… En fin, no dejan de repetir que quieren quedarse donde hay comida y protección.
—Aun así todavía podemos llevar a los que quieran irse. Viajaremos más ligeros sin ellos.
—Ahí está el asunto, milord. Vuestro hombre, Balwer, hizo un cálculo. Yo soy capaz de abrir un acceso lo bastante grande para que lo cruce un par de personas al tiempo. Pongamos que tardan un segundo en pasarlo… En fin, llevaría horas y horas conseguir que lo cruzaran todos. No sé el total, pero Balwer afirma que serían días. Y añadió que probablemente era una estimación demasiado optimista. Milord, a duras penas puedo mantener abierto un acceso durante una hora, con lo cansado que estoy.
Perrin apretó los dientes. Tendría que conseguir que Balwer le diera esas cifras en persona, pero tenía la desalentadora impresión de que el secretario no se equivocaba.
—En tal caso, seguiremos en marcha —decidió—. Hacia el norte. Todos los días Neald y tú abriréis accesos para que vuelvan algunos a sus casas. Pero sin agotaros.
Grady, con los ojos hundidos por la fatiga, asintió con un gesto. Tal vez sería mejor esperar unos cuantos días antes de empezar ese proceso. Perrin inclinó la cabeza dando permiso al Dedicado para que se marchara, y Grady regresó al trote al campamento. Perrin se quedó en la ladera inspeccionando los distintos sectores del campamento mientras la gente hacía preparativos para la cena. Las carretas estaban agrupadas en el centro del campamento, cargadas de comida que —se temía— se echaría a perder antes de que hubieran llegado a Andor. ¿O debería dirigirse a Cairhien? Allí era donde había visto a Rand por última vez, aunque las visiones que tenía de él le hacían sospechar que no se encontraba en ninguno de esos dos países. Dudaba que la reina de Andor lo recibiera con los brazos abiertos después de los rumores sobre él y el condenado emblema del Águila Roja.
Perrin dejó a un lado ese problema por el momento. El campamento parecía estar estableciéndose; cada grupo de tiendas enviaba representantes al punto central de abastecimiento para pedir las raciones de esa noche. Cada grupo tenía a su cargo sus comidas; Perrin sólo supervisaba la distribución de las provisiones. Localizó al intendente —un cairhienino llamado Bavin Rockshaw— de pie detrás de una carreta para atender a cada representante por turno.
Satisfecho con la inspección, Perrin bajó al campamento pasando a través de las tiendas cairhieninas de camino a sus propias tiendas, que se encontraban entre las de los hombres de Dos Ríos.
Ahora ya daba por sentado sus sentidos desarrollados; le habían llegado junto con el color amarillo de las pupilas. A la mayoría de la gente que estaba con él no parecía que le llamaran la atención ya, pero era chocante cuando conocía a alguien nuevo. Por ejemplo, muchos de los refugiados cairhieninos dejaban lo que estuvieran haciendo entre las tiendas para mirarlo mientras pasaba y susurraban «Ojos Dorados».
No le importaba mucho el nombre; Aybara era el de su familia y lo llevaba con orgullo. Era uno de los pocos que podían perpetuarlo con sus descendientes. Los trollocs se habían encargado de ello.
Lanzó una ojeada a los grupos cercanos de refugiados, y ellos reanudaron con premura la tarea de clavar estacas para sujetar las tiendas. Entretanto, Perrin pasó junto a un par de hombres de Dos Ríos: Tod al’Caar y Jori Congar. Ellos lo vieron y lo saludaron llevándose el puño al corazón. Para ellos, Perrin Ojos Dorados no era una persona a quien había que temer, sino alguien a quien respetar, aunque todavía cuchicheaban sobre aquella noche que había pasado en la tienda de Berelain. Perrin habría querido poder huir de la sombra de aquel suceso. Los hombres aún estaban entusiasmados y llenos de energía por la derrota de los Shaido, pero ya hacía cierto tiempo que Perrin había notado que no era bienvenido entre ellos.
Aun así, de momento esos dos parecían haber dejado a un lado el desagrado que les suscitaba y, en lugar de poner mala cara, lo saludaron como a su superior. ¿Es que habían olvidado que habían crecido juntos? ¿Dónde quedaban aquellos tiempos en que Jori se burlaba de su lentitud para hablar y opinar? ¿O las veces que hacía un alto en la forja para fanfarronear sobre a qué chicas les había robado un beso?
Perrin se limitó a responder con un cabeceo; no tenía sentido hurgar en el pasado, ya que la lealtad de esos hombres a «Perrin Ojos Dorados» había servido para rescatar a Faile. Sin embargo, mientras se alejaba de ellos su afinado oído captó la charla que sostenían ambos sobre la batalla librada hacía unos pocos días y de la parte que habían tenido en ella. Uno de los dos todavía olía a sangre; no se había limpiado las botas. Lo más probable es que ni siquiera se hubiera fijado en el barro manchado de sangre.
A veces Perrin dudaba de que sus sentidos estuvieran más desarrollados que los de cualquier otra persona. La diferencia radicaba en que él se tomaba tiempo para advertir cosas que a otros se les pasaban por alto. ¿Cómo no se percataban de ese olor a sangre? ¿Y el aire frío de las montañas del norte? Traía olor a casa, aunque estuvieran a muchas leguas de Dos Ríos. Si los demás se tomaran tiempo para cerrar los ojos y prestar atención, ¿no olerían lo mismo que él? Si abrieran los ojos y observaran con más cuidado el mundo que los rodeaba, ¿considerarían que tenían la vista «aguda» como la suya?
No. Eso sería tergiversar las cosas. Sus sentidos estaban más desarrollados; su relación con los lobos lo había cambiado. Hacía tiempo que no pensaba en esa relación; había estado demasiado centrado en Faile. Pero había dejado de ser tan consciente de la peculiaridad de sus ojos; formaban parte de él y, en consecuencia, no tenía sentido refunfuñar por tenerlos así.
Con todo, esa rabia que sentía cuando luchaba, esa pérdida de control, lo preocupaba cada vez más. Lo había notado la primera vez aquella noche, hacía tanto tiempo, en que se había enfrentado a los Capas Blancas. Durante un tiempo no supo si era un lobo o un hombre.
Ahora —durante una de sus últimas visitas al mundo del Sueño del Lobo— había intentado matar a Saltador. En el Sueño del Lobo la muerte era definitiva, y Perrin casi se había perdido ese día. Recordarlo despertó viejos temores, miedos que había dejado a un lado. Miedos relacionados con un hombre encerrado en una jaula y que se comportaba como un lobo.
Siguió camino adelante hasta su tienda a la par que tomaban algunas decisiones. Había ido en pos de Faile con determinación, evitando el Sueño del Lobo igual que había evitado todas sus otras responsabilidades. Había afirmado que ninguna otra cosa tenía importancia, pero sabía que la verdad no era tan sencilla. Se había centrado en Faile porque la amaba muchísimo, pero —además— lo había hecho porque le convenía. El rescate de su mujer había sido una excusa para eludir cosas como su incomodidad con el liderazgo y la borrosa tregua entre él y el lobo que llevaba dentro de sí.
Había rescatado a Faile, pero todavía quedaban muchas cosas que estaban mal. Tal vez las respuestas se hallaban en sus sueños.
Había llegado el momento de regresar.