37 Fuerza de luz

Min observaba en silencio a Rand mientras éste se vestía. Los movimientos del hombre eran tensos y cuidadosos, como los pasos de un acróbata que avanza por la cuerda floja en un espectáculo ambulante. Se abrochó el puño izquierdo de la blanquísima camisa moviendo los dedos con deliberada lentitud. El puño derecho ya estaba abrochado; de eso se habían ocupado sus sirvientes.

La noche caía en el exterior. No estaba muy oscuro todavía, aunque ya se habían cerrado los postigos. Rand se puso una chaqueta negra con bordados dorados, metiendo primero una manga y después la otra. A continuación abrochó los botones; con eso no tenía problemas; cada vez tenía más soltura para manejarse con una sola mano. Botón tras botón. Primero, segundo, tercero, cuarto…

A Min le entraron ganas de gritar.

—¿Quieres que hablemos de ello? —le preguntó.

—¿De qué? —preguntó él a su vez, sin dejar de mirarse en el espejo.

—De los seanchan.

—No habrá paz —contestó mientras se colocaba bien el cuello de la chaqueta—. He fracasado. —La voz sonó impasible, aunque en cierta forma tensa.

—Es normal que te sientas frustrado, Rand.

—La frustración carece de importancia. La ira carece de importancia, ni la una ni la otra cambiarán los hechos, y el hecho es que no puedo perder más tiempo con los seanchan. Tendremos que correr el riesgo de sufrir un ataque por la retaguardia al marchar hacia la Última Batalla sin que haya estabilidad en Arad Doman. No es lo ideal, pero es lo que hay.

El aire reverberó por encima de Rand y apareció una montaña. Las visiones eran tan comunes en torno a él que, por lo general, Min hacía un esfuerzo para no prestarles atención a menos que fuera algo nuevo, aunque algunos días les dedicaba tiempo a todas procurando escogerlas y catalogarlas. Ésta era nueva y atrajo su atención. La colosal montaña estaba resquebrajada por un lado, con un agujero irregular en la ladera. ¿El Monte del Dragón? Se hallaba envuelto en sombras, como oscurecido por las nubes suspendidas en lo alto. Qué extraño; siempre que veía la montaña ésta se alzaba más alta que las propias nubes.

El Monte del Dragón en sombras. Sería importante para Rand en el futuro. ¿Qué era ese minúsculo haz de luz que llegaba desde el cielo hasta la cumbre de la montaña?

La visión se desvaneció. Aunque Min entendía lo que significaban algunas, ésta la desconcertó. Con un suspiro, se recostó en el mullido sillón rojo. A su alrededor había libros esparcidos por el suelo; cada vez dedicaba más y más tiempo a estudiar, en parte porque percibía la sensación de urgencia de Rand y en parte porque no sabía qué más hacer. Siempre le había gustado pensar que era capaz de cuidar de sí misma, y tiempo atrás había empezado a considerarse como una última línea de defensa para Rand.

No hacía mucho, Min había descubierto su validez como tal «línea de defensa». ¡Tan útil como una criatura! De hecho, fue un obstáculo, una herramienta que Semirhage utilizó contra él. Se había indignado cada vez que Rand sugería mandarla lejos y le soltaba un buen rapapolvo por el mero hecho de mencionarlo. ¡Mandarla lejos! ¿Por su seguridad? ¡Pero qué estupidez! Ella sabía cuidarse.

O eso era lo que siempre había creído, pero ahora sabía que él tenía razón.

Saberlo la ponía enferma. De ahí que estudiara y procurara mantenerse apartada. Aquel día Rand había cambiado, como si una luz se hubiera disipado dentro de él a semejanza de un candil que titila y se apaga al acabarse el aceite, para quedar sólo el recipiente. Ahora la miraba de un modo diferente. Cuando esos ojos la observaban, ¿sólo veían una responsabilidad?

Sintió un escalofrío e intentó desechar esa idea de la cabeza.

Rand se calzó las botas y se las abrochó.

Luego se puso de pie y recogió la espada que tenía apoyada en el baúl de la ropa. A la luz, el laqueado dragón rojo y dorado relució en la vaina negra. Qué arma tan extraña encontrada por aquellos estudiosos debajo de la estatua hundida; la espada irradiaba antigüedad. ¿La llevaba hoy Rand como un símbolo de algo? ¿Tal vez una señal de que cabalgaba a la batalla?

—Vas tras ella, ¿verdad? —preguntó Min, casi de forma involuntaria—. Graendal.

—He de solucionar los problemas que pueda.

Rand extrajo la espada de la vaina y examinó la hoja. No tenía marca de la garza, pero la esbelta cuchilla de acero relucía con la luz de la lámpara mostrando las líneas onduladas de los dobleces realizados en el metal durante su elaboración. Rand decía que estaba forjada con el Poder. Parecía saber cosas respecto al arma de las que no hablaba. Entonces la envainó en la negra funda y volvió la vista hacia ella.

Soluciona los problemas que están a tu alcance y no te agobies por lo que no está en tu mano resolver. Eso es algo que Tam me dijo en cierta ocasión. Arad Doman tendrá que resistir contra la invasión de los seanchan por sí mismo. Lo último que puedo hacer aquí por la gente es librarla de la Renegada que huella su tierra.

—Quizá te espera, Rand —advirtió Min—. ¿Se te ha ocurrido pensar que el chico que Nynaeve encontró era un infiltrado, puesto allí a propósito para que lo descubrieran y así conducirte a una trampa?

El vaciló y después sacudió la cabeza.

—Era real, Min. A Moghedien se le podría pasar por la cabeza un truco así, pero a Graendal no. Le ha preocupado mucho la posibilidad de ser rastreada. Hemos de actuar deprisa, antes de que le llegue la noticia de que se encuentra en una situación comprometida. He de atacar ahora.

Min se puso de pie.

—Entonces, ¿vas a venir? —le preguntó Rand, sorprendido.

«¿Y si las cosas van tan mal con Graendal como con Semirhage? —pensó al tiempo que enrojecía—. ¿Y si me convierto en un arma contra él?»

—Sí —respondió, sólo para demostrarse a sí misma que no se daba por vencida—. Por supuesto que voy. ¡No creas que vas a irte sin mí!

—Ni en sueños —dijo él con voz inexpresiva—. Vamos.

Min había esperado más oposición.

De la mesilla de noche él recogió la estatuilla del hombre que sostenía en alto una esfera. Dio la vuelta al ter’angreal en la mano, lo examinó y después alzó la vista hacia ella, como si la desafiara a decirle algo, a pesar de que Min no hizo intención de hablar.

Se guardó la figura en el bolsillo grande de la chaqueta y después salió de la habitación con la antigua espada forjada con el Poder ceñida a la cintura.

Min se apresuró a ir en pos de él, que echó una ojeada a las dos Doncellas que hacían guardia en la puerta.

—Voy a combatir —les dijo—. No vengáis más de veinte.

Las Doncellas intercambiaron una breve conversación con el lenguaje de señas; después una de ellas echó a correr, adelantándose, y la otra se situó detrás de Rand y lo siguió por el pasillo. Min aceleró para no quedarse descolgada; el golpeteo de sus pasos en las baldosas resonaba como un eco de los latidos del corazón. No era la primera vez que Rand se lanzaba a luchar contra los Renegados, pero por lo general dedicaba más tiempo a planearlo. Con Sammael había maniobrado durante meses antes de atacar en Illian. Con Graendal, en cambio, apenas había tenido un día para decidir qué hacer.

Min comprobó los cuchillos y se aseguró de que iban bien sujetos debajo de las mangas, si bien era consciente de que sólo se trataba de un gesto automático dictado por el nerviosismo. Rand llegó al final del pasillo y bajó la escalera, el semblante sosegado, el paso vivo pero sin premura. Aun así, daba la impresión de ser una nube de tormenta refrenada, constreñida, de algún modo dirigida y canalizada hacia un único objetivo. ¡Ojalá hubiera estallado y perdido los nervios como le pasaba antes! Entonces la exasperaba, pero nunca la había asustado. No como ahora, con esos ojos gélidos —indescifrables para ella— y ese halo de peligro. Desde el incidente con Semirhage repetía que haría «lo que tuviera que hacer» costara lo que costara, y Min sabía que debía de estar furioso por no haber conseguido convencer a los seanchan para que se aliaran con él. ¿A qué lo conduciría esa combinación de fracaso y determinación?

Al final de la amplia escalera, Rand se dirigió a un sirviente:

—Ve a buscar a Nynaeve Sedai y a lord Ramshalan. Condúcelos a la sala de estar.

¿Lord Ramshalan? ¿El hombre grueso que formaba parte del círculo de lady Chadmar?

—Rand —dijo en voz baja al llegar al pie de la escalera—, ¿qué planeas?

Él no respondió. Cruzó el piso blanco del vestíbulo y entró en la sala de estar, decorada con rojos intensos para contrastar con el suelo blanco. No se sentó, sino que siguió de pie, con los brazos a la espalda mientras estudiaba el mapa de Arad Doman que había ordenado colgar en la pared. El viejo mapa estaba en el sitio que antes ocupaba una delicada pintura al óleo, y parecía encontrarse fuera de lugar en la estancia.

En el mapa había una marca negra de tinta, al borde de un pequeño lago situado al sudeste. Rand la había hecho a la mañana siguiente de que Kerb muriera. Señalaba Refugio de Natrin.

—Antaño fue una fortaleza —comentó Rand con aire absorto.

—¿La ciudad donde se esconde Graendal? —preguntó Min mientras se acercaba a su lado.

—No es una ciudad —negó él con la cabeza—. He mandado exploradores y es un único edificio construido hace mucho tiempo para vigilar las Montañas de la Niebla, como protección contra incursiones de Manetheren a través de los pasos. No se ha utilizado con propósitos militares desde la Guerra de los Trollocs, y no es de extrañar. Poca preocupación ha de causar una improbable invasión por parte de la gente de Dos Ríos, que ni siquiera recuerda el nombre de Manetheren.

Min asintió con la cabeza, aunque después comentó:

—Sin embargo, Arad Doman fue invadida por un pastor de Dos Ríos.

En otros tiempos eso le habría hecho sonreír, pero ella seguía olvidando que Rand ya no sonreía.

—Hace unos cuantos siglos —prosiguió Rand, con los ojos entrecerrados, pensativo—, el rey de Arad Doman se adueñó de Refugio de Natrin en nombre del trono. Por entonces llevaba un tiempo ocupado por una familia noble de segunda fila, procedente de Punta de Toman, que intentaba establecer allí su propio reino. Eso ocurre de vez en cuando en llano de Almoth. Al rey domani le gustaba el emplazamiento y utilizó la fortaleza como palacio.

Pasaba mucho tiempo allí; de hecho pasaba tanto que varios mercaderes enemigos suyos ganaron en poder en Bandar Eban y el rey cayó, pero sus sucesores en el trono también utilizaron la fortaleza, que se convirtió en un retiro para la Corona cuando el rey necesitaba descansar de la corte. La práctica declinó durante los últimos cien años, más o menos, hasta que se cedió a un primo lejano del rey, hará unos cincuenta años. Esa familia ha vivido allí desde entonces. Para el pueblo domani, Refugio de Natrin cayó en el olvido hace mucho tiempo.

—¿Excepto para Alsalam? —preguntó Min.

—No. —Rand negó con la cabeza—. Dudo que él conociera su existencia. Supe esta historia por mediación del archivero real, que tuvo que buscar durante horas hasta localizar el nombre de la familia que utiliza la fortaleza. No se ha tenido noticias de ellos desde hace meses, aunque solían visitar las ciudades de vez en cuando. Los contados granjeros que hay en la zona dicen que al parecer alguien nuevo vive en el palacio, aunque nadie sabe dónde fueron los dueños anteriores. Parecían sorprendidos de que nunca se les hubiera ocurrido pensar cuan extraño es todo el asunto. —Rand la miró.

Éste es exactamente el tipo de emplazamiento que Graendal elegiría como centro de poder. Es una joya: una olvidada fortaleza, una construcción de belleza y poder, antigua y regia. Lo bastante cerca de Bandar Eban para influir en el gobierno de Arad Doman, pero lo bastante alejada para hacerla defendible y aislada. Cometí un error en mi búsqueda de Graendal; di por sentado que querría una hermosa mansión con jardines y terrenos. Debí darme cuenta; no es sólo belleza lo que colecciona, sino también prestigio. Una magnífica fortaleza para reyes encaja con ella tanto o más que una elegante mansión. Sobre todo si se tiene en cuenta que en la actualidad ésta tiene más de palacio que de recinto fortificado.

Unas pisadas en el vestíbulo atrajeron la atención de Min y unos segundos después un criado entraba con Nynaeve y el emperifollado Ramshalan, con su barba puntiaguda y el fino bigote. Ese día sólo llevaba campanitas diminutas en la punta de la barba y lucía un lunar de adorno en la mejilla, hecho de terciopelo y en forma de campana. Vestía un traje suelto de seda, en verde y azul, mangas muy largas, camisa de chorreras y puñetas que asomaban por debajo. A Min le daba igual lo que dictara la moda, pero ese hombre tenía un aspecto ridículo. Parecía un pavo real desgreñado.

—¿Milord mandó llamarme? —preguntó Ramshalan al tiempo que hacía una reverencia exagerada frente a Rand.

—Tengo una cuestión que plantearte, Ramshalan —le dijo Rand sin apartar los ojos del mapa—. Quiero saber qué opinas.

—¡Por supuesto, milord, decid!

—Bien, pues, respóndeme a esto: ¿Cómo puedo ser más astuto que un enemigo que sé que es más listo que yo?

—Milord —Ramshalan hizo otra reverencia, como si le preocupara que Rand no hubiera advertido la primera—. ¡Sin duda buscáis engañarme! No hay nadie más inteligente que vos.

—Ojalá fuera verdad —susurró Rand—. Me enfrento a algunas de las personas más arteras que jamás hayan existido. Mi actual adversaria conoce la mente de otros a tal punto que me es imposible igualar su maestría. Así pues, ¿cómo la derroto? Desaparecerá en el instante que la amenace y huirá a uno de los otros doce refugios que sin duda tendrá preparados. No se enfrentará a mí cara a cara, pero si destruyo su fortaleza en un ataque sorpresa, corro el riesgo de que se escabulla y yo no sepa si he acabado con ella.

—Realmente es un problema, milord —convino Ramshalan, que parecía desconcertado.

—Tengo que mirarla a los ojos —continuó Rand, como si asintiera para sus adentros—, ver su alma y saber que es ella la que tengo ante mí, y no un señuelo. He de hacerlo sin que se asuste y salga huyendo. ¿Cómo? ¿Cómo puedo matar a mi enemiga que es más lista que yo, una adversaria a la que es imposible sorprender y, sin embargo, tampoco quiere enfrentarse a mí?

Ramshalan parecía abrumado por tales peticiones.

—Yo… Milord, si vuestra enemiga es tan inteligente, entonces quizás la mejor opción sería pedir ayuda a alguien aún más listo.

Rand se volvió para mirarlo.

—Una sugerencia excelente, Ramshalan. Quizá ya lo he hecho.

El hombre se puso hinchado. «¡Se cree que ésa es la razón por la Rand lo mandó llamar!», comprendió Min, que ladeó la cabeza y alzó la mano para ocultar una sonrisa.

—Si tuvieras un enemigo así, Ramshalan, ¿qué harías? —demandó Rand—. Empiezo a impacientarme. Dame una respuesta.

—Establecería una alianza con él, milord —respondió Ramshalan sin dudarlo un segundo—. Cualquier persona que sea tan peligrosa es mejor tenerla como amiga que como enemiga, a mi entender.

«Idiota. Si tu enemigo es tan artero y despiadado, con una alianza sólo lograrías terminar con el cuchillo de un asesino en la espalda», censuró Min para sus adentros.

—Otra excelente sugerencia —habló Rand con suavidad—. Pero aún me intriga el primer comentario que hiciste. Dijiste que necesitaba aliados que sean más listos que yo, y eso es cierto. Es hora, pues, de que te pongas en marcha.

—¿Milord? —preguntó Ramshalan.

—Tú serás mi emisario —anunció al tiempo que movía la mano. Un acceso dividió de repente el aire al otro lado de la sala de estar y hendió la delicada alfombra que había en el suelo—. Demasiados domani del linaje se esconden, repartidos por todo el reino. Los aceptaría como mis aliados, pero ocuparía gran parte de mi tiempo ir a buscarlos a todos ellos. Por suerte, te tengo a ti para que vayas en mi nombre.

Ramshalan parecía excitado con esa perspectiva. A través del acceso Min atisbaba enormes pinos; al otro lado, el aire era frío y cortante. Se volvió para mirar a Nynaeve, de nuevo vestida de azul y blanco. La Aes Sedai observaba el intercambio con interés y Min leyó en el rostro de la otra mujer las mismas emociones que experimentaba ella. ¿Qué juego se traía Rand entre manos?

—Al otro lado de ese acceso —dijo Rand—, encontrarás una colina por la que se baja a un antiguo palacio habitado por una familia de mercaderes domani de segunda fila. Es el primero de los muchos lugares al que te enviaré. Ve en mi nombre y busca a quienes dirigen la fortaleza. Descubre si están dispuestos a apoyarme o incluso si saben algo sobre mí. Ofréceles recompensas por su lealtad; puesto que has demostrado ser inteligente, permitiré que tú determines los términos del acuerdo. No estoy acostumbrado a encargarme de ese tipo de negociaciones.

—¡Sí, milord! —respondió, más hinchado que antes, aunque miraba el acceso preocupado, sin fiarse del Poder Único, como la mayoría de la gente sobre todo cuando lo manejaba un varón.

De ser provechoso, ese hombre cambiaría su lealtad con tanta rapidez como había hecho cuando lady Chadmar había caído. ¿Qué buscaba Rand mandando a un fantoche como ése a reunirse con Graendal?

—Ve —ordenó Rand.

Ramshalan dio unos pasos vacilantes hacia el acceso.

—Yo… Milord Dragón, ¿podría llevar una especie de escolta para el camino?

—No hay por qué asustar ni alarmar a la gente que vive allí —dijo Rand sin quitar la vista del mapa. El aire frío siguió soplando a través del acceso—. Ve deprisa y vuelve, Ramshalan. Dejaré abierto el acceso hasta que hayas regresado. Mi paciencia no es ilimitada y hay muchos a los que podría recurrir para llevar a cabo esta misión.

—Yo… —El hombre pareció calcular los riesgos—. Por supuesto, lord Dragón.

Respiró hondo y atravesó el portal con evidente desasosiego, como haría un gato casero que se aventura a salir a un charco de agua. A Min le sorprendió descubrir que sentía pena por el hombre.

Las agujas caídas de los pinos chascaron cuando Ramshalan se internó en el bosque. Entre los árboles siseaba el aire; era extraño oír ese sonido encontrándose dentro de la cómoda mansión. Rand, todavía sin apartar la vista del mapa, dejó abierto el acceso.

—Está bien, Rand. ¿Qué es este juego? —demandó Nynaeve al cabo de unos minutos, cruzada de brazos.

—¿Cómo la derrotarías tú, Nynaeve? —preguntó él a su vez—. No sé de nada que sea acicate suficiente para que se enfrente a mí, como hice con Rahvin o Sammael. Y tampoco será fácil hacerla caer en una trampa. Graendal conoce a la gente mejor que nadie. Será retorcida, pero también es taimada y no se la debe subestimar. Recuerdo que Tohrs Margin cometió ese error, y ya sabes la suerte que corrió.

—¿Quién? —preguntó Min, fruncido el entrecejo, y miró a Nynaeve.

La Aes Sedai se encogió de hombros.

—Creo que la historia lo conoce como Tohrs el Despedazado —añadió Rand, mirándolas de soslayo.

Min negó con la cabeza de nuevo y Nynaeve se unió a ella. Ninguna de las dos estaba muy versada en historia, cierto, pero Rand actuaba como si tuvieran que conocer ese nombre. Él endureció el gesto y les dio la espalda, un poco sonrojado.

—La pregunta sigue planteada —dijo con suavidad aunque con un dejo tenso—. ¿Cómo combatirla, Nynaeve?

—No pienso entrar en tu juego, Rand al’Thor —replicó la Aes Sedai con un resoplido—. Salta a la vista que ya has decidido lo que vas a hacer. ¿Por qué me preguntas, pues?

—Porque lo que estoy a punto de llevar a cabo debería asustarme —le contestó—. Y no me asusta.

Min tuvo un escalofrío. Rand hizo un gesto de asentimiento a las Doncellas que esperaban en la puerta. Con movimientos ligeros, las mujeres cruzaron la estancia, saltaron por el acceso y se desperdigaron por el pinar perdiéndose de vista enseguida. Entre las veinte hicieron menos ruido que Ramshalan.

Min esperó. Al otro lado del acceso, el lejano disco del sol se ponía y teñía el umbrío suelo del bosque con la luz del ocaso. Pocos segundos después, Nerilea se asomó e hizo un gesto de asentimiento a Rand. Vía libre.

—Vamos —ordenó Rand, que cruzó el acceso.

Min fue en pos de él, aunque Nynaeve, de una carrera, llegó antes que ella al acceso.

Salieron a una alfombra de agujas de pino marrones, sucias tras el largo sueño bajo las desaparecidas nieves invernales. Las ramas se rozaban entre sí, mecidas por el aire de montaña, que era más frío de lo que parecía al principio. Min echó de menos la capa, pero no quedaba tiempo para volver a la habitación a buscarla. Rand echó a andar a través del bosque, con Nynaeve trotando detrás y hablando en voz baja.

La Aes Sedai no sacaría nada útil de Rand; encontrándose él en ese estado de ánimo no. Tendrían que esperar a ver qué revelaba. Min sólo atisbó fugazmente a alguna de las Aiel entre los árboles, y eso que se notaba que no ponían empeño en pasar inadvertidas. Desde luego se habían acostumbrado bien a la vida en las tierras húmedas. ¿Cómo era posible que alguien nacido en el Yermo supiera de forma tan intuitiva el modo de ocultarse en un bosque?

Un poco más adelante los árboles acababan al borde de un risco. Min se apresuró a reunirse con Rand y Nynaeve, que se habían detenido en lo alto de un suave declive. Desde allí había una vista por encima de los árboles, que descendían como un mar verde y ocre. Los pinos terminaban a orillas de un pequeño lago de montaña, embalsado en una depresión triangular del terreno.

En lo alto de otro risco, a cierta altura sobre el lago, se alzaba una imponente estructura de piedra blanca. Rectangular y alta, se había construido como torres apiladas una sobre otra, cada cual algo más estrecha que la que había debajo. Eso le daba al palacio una forma elegante; fortificada pero señorial.

—Es precioso —exclamó Min.

—Se construyó en otros tiempos —comentó Rand—. Una época en que la gente todavía pensaba que la majestuosidad de una construcción le prestaba solidez.

El palacio estaba lejos, pero no tanto como para que Min no divisara las figuras de hombres que hacían guardia en las almenas con alabardas al hombro y los petos reflejando la postrera luz del día. Un grupo retrasado de cazadores entró a caballo por las puertas con un gran ciervo atado en el animal de carga; cerca, un puñado de trabajadores cortaba un árbol talado, quizá para leña. Un par de criadas vestidas de blanco subían del lago acarreando pértigas con un cubo colgado en cada punta; a todo lo ancho de la construcción parpadeaban luces en algunas ventanas. Era un predio rústico agrupado en un único y enorme edificio en el que se vivía y se trabajaba.

—¿Crees que Ramshalan habrá dado con el camino? —preguntó Nynaeve, que, cruzada de brazos, trataba de disimular que estaba impresionada.

—Hasta un necio como él no pasaría por alto eso —respondió Rand, que tenía los ojos entrecerrados.

Todavía llevaba la estatuilla en el bolsillo. Min deseó que la hubiera dejado en la mansión; la ponía nerviosa la forma en que Rand la toqueteaba, como si la acariciara.

—Así que mandaste a ese hombre a su muerte —dijo Nynaeve—. ¿Qué conseguirás con eso?

—Graendal no lo matará.

—¿Cómo sabes que no lo hará?

—No es su estilo —repuso Rand—. No si hay una posibilidad de utilizarlo contra mí.

—No creerás que va a tragarse la historia que le has contado —apuntó Min—. Me refiero a enviarlo para tantear la lealtad de los nobles domani.

—No. —Rand negó lentamente con la cabeza—. Espero que considere al menos una parte de esa historia, pero lo dudo. Lo que dije sobre ella es cierto, Min. Es más astuta que yo. Y me temo que me conoce mucho mejor que yo a ella. Le sacará a Ramshalan toda la conversación que tuvimos. A partir de ahí encontrará la forma de utilizar esa conversación contra mí.

—¿Cómo? —se interesó Min.

—Lo ignoro. Ojalá lo supiera. Se le ocurrirá algo ingenioso, y entonces infectará a Ramshalan con una Compulsión muy sutil que yo no seré capaz de imaginar. Así no me dejará más opción que mantenerlo cerca y ver qué hace o mandarlo lejos. Pero, por supuesto, también tendrá en cuenta esa posibilidad y, haga lo que haga yo, pondrá en marcha sus otros planes.

—Lo dices como si fuera imposible que ganaras —intervino Nynaeve, ceñuda.

A ella no parecía afectarla el frío. De hecho, en Rand tampoco hacía mella. Fuera cual fuera ese «truco» para no notar el frío ni el calor, Min nunca había conseguido resolver el enigma. Ellos aseguraban que no tenía nada que ver con el Poder; pero, en tal caso, ¿por qué Rand y la Aes Sedai eran los únicos que lo controlaban? A las Aiel tampoco parecía que las molestara el frío, pero ellas no contaban porque parecían ajenas a cualquier incomodidad que sufriera cualquier persona normal; sin embargo, llegaban a ser muy susceptibles con las cosas más insignificantes y dispares.

—¿Que no podemos ganar, dices? —preguntó Rand—. ¿Es eso lo que tratamos de hacer? ¿Ganar?

—¿Es que ya no respondes a ninguna pregunta? —inquirió la Aes Sedai con una ceja enarcada.

Rand se volvió y miró a Nynaeve. Al encontrarse al otro lado, Min no veía la expresión de él, pero sí vio que Nynaeve se ponía pálida. Era culpa suya. ¿Es que no percibía lo tenso que estaba Rand? Tal vez la sensación de escalofrío que sentía no se debía sólo al aire; se acercó más a él, pero Rand no la rodeó con el brazo como habría hecho antes. Cuando por fin apartó la vista de Nynaeve, la Aes Sedai se inclinó hacia adelante un poco, como si la mirada de él la hubiera tenido alzada en vilo.

Rand no habló durante un tiempo, por lo que permanecieron callados en el borde del risco mientras el lejano sol se hundía en el horizonte. Las sombras se alargaron como dedos que se extendieran para alejarse del sol. Allí abajo, en las murallas de la fortaleza, un grupo de mozos de cuadra se puso a pasear unos caballos para que hicieran ejercicio. Se habían encendido más luces en las ventanas de la fortaleza. ¿Cuánta gente tenía allí Graendal? Docenas, si no cientos.

Un ruido en la maleza atrajo la atención de Min, que oyó también maldiciones y dio un respingo cuando el silencio se hizo de repente.

Un grupo reducido de Doncellas se acercó unos instantes después conduciendo al desarreglado Ramshalan, que llevaba el fino atavío lleno de agujas de pino y con rasgones de las ramas. El hombre se sacudió las ropas y después dio un paso hacia Rand.

Las Doncellas lo sujetaron y tiraron de él hacia atrás. El noble las miró con la cabeza muy erguida.

—¡Milord Dragón!

—¿Está infectado? —le preguntó a Nynaeve.

—¿De qué? —preguntó la Aes Sedai.

—El toque de Graendal.

Nynaeve se acercó a Ramshalan y lo miró un instante. Soltó un resoplido.

—Sí, lo está—dijo—. Rand, está sometido a una fuerte Compulsión.

Hay un montón de tejidos ahí. No tantos como tenía el aprendiz del cerero, o quizás es que son más sutiles.

—Milord Dragón, ¿qué pasa aquí? —dijo Ramshalan—. La dama del castillo de ahí abajo es muy amistosa… Es una aliada, milord. ¡No tenéis nada que temer de ella! Una mujer muy refinada, he de decir.

—¿De veras? —preguntó en voz baja Rand.

Estaba oscureciendo a medida que el sol se metía detrás de las lejanas montañas. Aparte de la tenue luz del ocaso, la única iluminación procedía del acceso todavía abierto tras ellos. Brillaba con la luz de las lámparas, un portal que parecía invitar a regresar al calor, lejos de aquel lugar de sombra y frialdad.

Qué dureza había en la voz de Rand. Más de la que Min había oído en ella nunca.

—Rand —dijo, tocándose el brazo—, regresemos.

—Tengo que hacer una cosa —contestó él sin mirarla.

—Piénsalo un poco más —pidió Min—. Al menos pide consejo. Podemos preguntar a Cadsuane o…

—Cadsuane me metió en un arcón, Min —susurró él.

Tenía el rostro envuelto en sombras, pero al girarlo hacia ella los ojos reflejaron la luz del acceso abierto. Naranja y roja. Había un dejo de ira en el tono de su voz.

«No debí mencionar a Cadsuane», comprendió ella. El nombre de esa mujer era una de las pocas cosas que todavía conseguían provocarle alguna reacción.

—En un arcón, Min —susurró de nuevo—. Aunque el arcón de Cadsuane tenía paredes que eran invisibles, era tan restrictivo como cualquiera en el que me hayan retenido. Su lengua era mucho más hiriente que cualquier vara con la que me hayan lacerado la piel. Eso lo sé ahora.

Rand se apartó para evitar el contacto con Min.

—¿A qué viene todo esto? —demandó Nynaeve—. ¿Enviaste a este hombre a ser víctima de una Compulsión sabiendo lo que le pasaría? ¡No pienso volver a ver a otro hombre retorcerse y morir por el mismo motivo! ¡Lo que quiera que esa Renegada lo haya compelido a hacer, no se lo quitaré! Y si a causa de ello mueres, tú te lo habrás buscado.

—¿Milord? —preguntó Ramshalan. El terror creciente en la voz del hombre le puso a Min los nervios de punta.

El sol se puso. Rand era sólo una silueta ahora, y la fortaleza, un perfil negro con lámparas alumbrando los agujeros de las paredes. Rand se encaramó al borde del risco mientras sacaba del bolsillo la llave de acceso. La figurilla empezó a emitir un tenue brillo, una luz roja procedente de su núcleo. Nynaeve inhaló con un respingo.

—Ninguna de las dos estabais cuando Callandor me falló —le dijo Rand a la noche—. Ocurrió dos veces. Una, cuando intentaba usarla para devolverle la vida a alguien, pero sólo conseguí un cuerpo que no era más que un títere hueco. En la otra, intentaba utilizarla para destruir a los seanchan, pero causé tantas bajas entre mis propios hombres como entre sus filas.

»Cadsuane me dijo que el segundo fallo se debía a un defecto de la propia Callandor. Un solo hombre no puede controlarla, ¿entendéis? Sólo funciona si ese hombre está en un arcón. Callandor es una correa concienzudamente tentadora, pensada para hacerme capitular de forma voluntaria.

La esfera de la llave de acceso se iluminó con un color más intenso que la hizo parecer cristalina. Dentro, la luz era escarlata, con el núcleo radiante, como si alguien hubiese echado una piedra esplendente en un estanque de sangre.

—He encontrado otra solución para mis problemas —continuó Rand, todavía en un susurro—. Las dos veces que me falló Callandor la emoción me hizo ser temerario. Me dejé llevar por los sentimientos. No soy capaz de matar si estoy furioso, Min. Tengo que mantener controlada esa rabia dentro de mí, he de encauzarla igual que encauzo el Poder Único. Cada muerte ha de ser deliberada. Intencional.

Min era incapaz de hablar, de expresar sus temores, de encontrar las palabras que lo detuvieran. De algún modo, los ojos de Rand seguían sumidos en la oscuridad a pesar de la luz líquida que sostenía ante sí. Esa luz alejaba las sombras de su figura, como si él fuera el punto de una explosión silenciosa. Min se volvió hacia Nynaeve; la Aes Sedai contemplaba la escena con los ojos desorbitados y los labios ligeramente entreabiertos. Tampoco ella podía articular palabra.

Min miró de nuevo a Rand. Cuando había estado a punto de matarla con su propia mano ella no le había tenido miedo, pero es que entonces sabía que no era él quien le hacía daño, sino Semirhage.

Pero este Rand —la mano llameante, la mirada tan centrada y sin embargo tan desapasionada— la aterrorizaba.

—Ya lo he hecho antes —susurró él—. Hubo un tiempo en que dije que no mataba mujeres, pero era mentira. Asesiné a una mujer mucho antes de enfrentarme a Semirhage. Se llamaba Liah. La maté en Shadar Logoth. La fulminé y me dije que era un acto de misericordia.

Se volvió hacia el palacio fortaleza que se alzaba allá abajo.

—Perdón —dijo, pero no pareció que se dirigía a Min—, por llamar también a esto compasión.

Algo increíblemente brillante se formó en el aire delante de él, y Min gritó al tiempo que retrocedía. El propio aire pareció combarse, como si se apartara de Rand empujado por el miedo. El polvo se alzó de la tierra en un círculo a su alrededor y los árboles gimieron, alumbrados por la cegadora luz blanca; las agujas de pino chirriaron como cien mil insectos forcejando y trepando unos sobre otros. Min ya no veía a Rand, sólo una cegadora, llameante fuerza de luz. Poder puro acumulado, haciendo que el vello de los brazos se le erizara con la fuerza de su nebulosa energía. En ese momento, tuvo la sensación de ser capaz de entender lo que era el Poder Único. Estaba allí, ante ella, encarnado en el hombre llamado Rand al’Thor.

Y entonces, como un sonido semejante a un suspiro, él lo soltó. Una columna de pura blancura explotó desde él y surcó, abrasadora, el silencioso cielo nocturno iluminando los árboles desde arriba en una oleada. Se desplazó con la rapidez de un chasquear de dedos y golpeó la muralla de la lejana fortaleza. Las piedras se encendieron como si hubieran inhalado la fuerza de la energía. Toda la fortaleza resplandeció y se transformó en un asombroso y espectacular palacio de luz viva, de energía pura. Bellísima.

Y de pronto desapareció. Borrada del paisaje —y del Entramado— como si jamás hubiese existido. Toda la fortaleza, centenares de pies de piedra y todos cuantos vivían en ella.

Algo golpeó a Min, una especie de onda expansiva en el aire. No era una explosión física ni la hizo tambalearse, pero le retorció las entrañas. El bosque en derredor —todavía iluminado por la brillante llave de acceso que Rand sostenía en la mano— pareció encogerse y temblar. Fue como si el propio mundo gimiera de dolor.

Y se replegó con un seco chasquido, pero Min siguió sintiendo aquella tensión. En ese instante fue como si la mismísima sustancia del mundo hubiera estado a punto de hacerse pedazos.

—¿Qué has hecho? —susurró Nynaeve.

Rand no contestó. Min le veía la cara otra vez, ahora que la enorme columna de fuego compacto había desaparecido y sólo quedaba la brillante llave de acceso. Estaba en éxtasis, con los labios entreabiertos, y sostenía ante él la llave, en alto, como en un gesto de victoria. O de reverencia.

Entonces apretó los dientes, los ojos se le desorbitaron y abrió la boca como si estuviera bajo una gran presión. La luz destelló una vez e inmediatamente se apagó. Todo quedó a oscuras. Min parpadeó ante la repentina oscuridad para tratar de acostumbrar los ojos al cambio. Parecía tener grabada a fuego en las retinas la poderosa imagen de Rand. ¿De verdad había hecho lo que ella imaginaba? ¿Había consumido la fortaleza entera con fuego compacto?

Toda esa gente. Los hombres que volvían de la cacería… Las mujeres acarreando agua del lago… Los soldados en las murallas… Los caballerizos en el exterior…

Habían desaparecido. Borrados del Entramado. Asesinados. Muertos para siempre. El espanto hizo que Min se tambaleara, y apoyó la espalda contra el tronco de un árbol para sostenerse de pie.

Tantas vidas desaparecidas en un instante. Muertas. Destruidas. Por Rand.

Una luz apareció junto a Nynaeve; Min se volvió y vio a la Aes Sedai iluminada por el cálido y suave fulgor de una esfera que flotaba sobre la mano de la mujer. Los ojos parecían arderle casi con luz propia.

—Has perdido el control, Rand al’Thor —declaró.

—Hago lo que debo hacer —respondió, ahora hablándoles a las sombras. La voz sonaba exhausta—. Compruébalo, Nynaeve.

—¿Qué?

—Ahonda a ese necio. ¿Sigue todavía la Compulsión en él? ¿Ha desaparecido el tejido de Graendal?

—Odio lo que acabas de hacer, Rand —gruñó Nynaeve—. No. El término «odiar» no es lo bastante fuerte. Abomino lo que has hecho. ¿Qué te ha pasado?

—Ahóndalo —repitió Rand con un susurro peligroso—. Antes de condenarme, descubramos si mis pecados han conseguido algo aparte de mi propia condenación.

Nynaeve respiró profundamente y después miró a Ramshalan, al que todavía sujetaban varias Doncellas. La Aes Sedai le puso la mano en la frente y se concentró.

—No hay nada —dijo—. Borrado.

—Entonces, ella ha muerto —dijo Rand desde la oscuridad.

«¡Luz! —exclamó Min al comprender lo que había hecho—. No utilizó a Ramshalan como emisario ni como cebo. Se valió del hombre como un medio para comprobar si Graendal estaba muerta». El fuego compacto borraba por completo del Entramado a cualquiera, de forma que era como si sus actos más recientes nunca hubieran tenido lugar. Ramshalan recordaría su visita a Graendal, pero la Compulsión habría dejado de existir. En cierto modo, había sido asesinada antes de que Ramshalan se reuniera con ella.

Min se tocó el cuello, donde las marcas de los dedos de Rand todavía no se habían borrado.

—No comprendo —dijo el noble con una voz que era casi un graznido.

—¿Cómo se combate a alguien más listo que uno mismo? —susurró Rand—. La respuesta es sencilla: haces creer a esa persona que estás sentado a la mesa, enfrente de ella, preparado para entrar en su juego. Entonces le das un puñetazo en la cara lo más fuerte posible. Me has servido bien, Ramshalan. Te perdonaré que te hayas jactado ante los lores Vivian y Callswell de que me manejabas a tu antojo.

A Ramshalan se le doblaron las piernas por la impresión y las Doncellas lo dejaron caer de rodillas.

—¡Milord! Había bebido mucho vino esa noche y… —empezó a protestar.

—Silencio —ordenó Rand—. Como decía antes, hoy me has servido bien. No te ejecutaré. Vete. Encontrarás un pueblo al sur, a dos días de camino.

Sin más, Rand dio media vuelta; Min lo veía sólo como una sombra deslizándose por el bosque. Se dirigió hacia el acceso y lo cruzó. Min corrió tras él y Nynaeve hizo otro tanto. Las Doncellas fueron las últimas y dejaron a Ramshalan arrodillado en el bosque, estupefacto. Cuando la última Doncella hubo entrado por el acceso, el portal se cerró, cortando el sonido del llanto de Ramshalan, que sollozaba en la oscuridad.

—Lo que has hecho es una abominación, Rand al’Thor —manifestó Nynaeve en cuanto el acceso se hubo cerrado—. ¡Allí debía de haber docenas, tal vez cientos de personas viviendo en ese palacio!

—Todas ellas convertidas en pobres idiotas por la Compulsión de Graendal —replicó Rand—. Jamás permite que nadie esté cerca de ella sin antes destruirle la mente. El muchacho que envió a trabajar en la mazmorra apenas sufrió una fracción de la tortura que la mayoría de sus mascotas padecen. Las deja sin capacidad de pensar o actuar; todo lo que hacen es arrodillarse y adorarla, tal vez realizar recados que les ordena. Les hice un favor.

—¿Un favor? —repitió Nynaeve—. ¡Rand, utilizaste fuego compacto! ¡Han sido borrados de toda existencia!

—Eso dije —repuso él con suavidad—. Un favor. A veces desearía esa misma bendición para mí. Buenas noches, Nynaeve. Duerme tan bien como sea posible, porque nuestra estancia en Arad Doman ha llegado a su fin.

Min lo vio alejarse y quiso correr tras él, pero se contuvo. Cuando hubo salido de la habitación, Nynaeve se dejó caer en una de las sillas de color castaño, suspiró y reclinó la cabeza en la mano.

Min tenía ganas de hacer lo mismo. Hasta ese momento, no había sido consciente de lo exhausta que estaba. Últimamente, encontrarse cerca de Rand obraba ese efecto en ella, incluso cuando no estaba ocupado en actividades tan terribles como las de esa noche.

—Ojalá estuviera Moraine aquí —murmuró en voz queda Nynaeve, y entonces se quedó paralizada, como si la hubiera sorprendido oírse decir tal cosa.

—Tenemos que hacer algo, Nynaeve —dijo Min.

—Quizá —asintió la Aes Sedai con gesto ausente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, ¿y si él tiene razón? —preguntó—. Aunque sea un botarate cabeza hueca, ¿y si realmente ha de ser así para vencer? El Rand de antes jamás habría destruido una fortaleza llena de gente para matar a una Renegada.

—Por supuesto que no —convino Min—. ¡Entonces todavía le preocupaba matar a alguien! Nynaeve, todas esas vidas…

—¿Y cuánta gente seguiría viva ahora si hubiera sido tan implacable desde el principio? —preguntó Nynaeve desviando la vista—. ¿Si hubiera sido capaz de enviar a sus seguidores al peligro como hizo con Ramshalan? ¿Si hubiera podido atacar sin preocuparse de a quién tendría que matar? Si hubiera ordenado a sus tropas asaltar la fortaleza de Graendal, sus seguidores habrían resistido con fanatismo y habrían acabado muertos de todas formas. Y ella habría escapado.

»Tal vez esto es lo que él tenía que ser. La Última Batalla está encima, Min. ¡La Última Batalla! ¿Enviaríamos a luchar contra el Oscuro a un hombre que no se sacrificaría por lo que tenga que hacerse?

Min sacudió la cabeza antes de objetar:

—¿Y lo enviaríamos a él como está, con esa mirada en los ojos? Nynaeve, ha dejado de afectarlo todo. Para él no hay nada importante excepto derrotar al Oscuro.

—¿Y acaso no es eso lo que queremos que haga?

—Yo… —Se calló—. Que se alce con la victoria no será una victoria en absoluto si Rand se vuelve tan perverso como los Renegados… Hemos de…

—Comprendo —la interrumpió de repente la Aes Sedai—. Así me ciegue la Luz, pero lo entiendo, y tú tienes razón. Lo que pasa es que no me gustaban las respuestas que me daban esas conclusiones.

—¿Qué conclusiones?

—Cadsuane tenía razón —suspiró Nynaeve, que en un susurro apenas audible añadió—: Qué mujer tan insufrible. —Se puso de pie—. Vamos. Tenemos que encontrarla y descubrir cuáles son sus planes.

—¿Seguro que los tiene? —preguntó Min, uniéndose a la Aes Sedai—. Rand fue duro con ella. Tal vez se ha quedado con nosotros sólo para ver cómo titubea y fracasa sin su ayuda.

—Tiene planes, sí. Si hay una cosa que podamos dar por segura con esa mujer es que está tramando algo. Sólo hemos de convencerla para que nos deje participar.

—¿Y si no quiere? —planteó Min.

—Querrá. —Nynaeve dirigió la vista hacia el sitio en el que el acceso de Rand había desgarrado la alfombra—. Cuando le contemos lo de esta noche, accederá. Esa mujer no me cae bien y sospecho que es un sentimiento recíproco, pero ninguna de nosotras está capacitada para dirigir sola a Rand. —Frunció los labios—. Lo que me preocupa es que no podados manejarlo juntas. Vamos.

Min fue tras ella. ¿«Manejar» a Rand? Ése era otro problema. Nynaeve y Cadsuane —las dos— estaban tan preocupadas con «manejar» que no se daban cuenta de que, en vez de dirigirlo, quizá lo mejor sería ayudarlo. A Nynaeve le importaba Rand, pero lo veía como un problema que había que solucionar, en lugar de ver a un hombre necesitado de ayuda.

Así pues, acompañó a la Aes Sedai al exterior de la mansión. Salieron al oscuro patio —con la luz de la esfera de luz creada por Nynaeve— y fueron hacia la parte posterior a buen paso dejando atrás el establo, en dirección a la cabaña del guarda de la finca. Se cruzaron con Alivia en el camino. La antigua damane parecía contrariada; Alivia empleaba mucho tiempo intentando conseguir que las Aes Sedai le enseñaran tejidos nuevos.

Por fin llegaron a la cabaña en la que había vivido el guarda hasta que Cadsuane lo había convencido para que se mudara. Era un edificio de una planta, construido en madera pintada de amarillo y con el techo de bálago. La luz de dentro escapaba por las rendijas de las contraventanas.

Nynaeve se detuvo ante la puerta y llamó en la maciza hoja de roble; enseguida, Merise acudió a la llamada.

—¿Sí, pequeña? —preguntó la Verde como si tratara de aguijonear a propósito a Nynaeve.

—Tengo que hablar con Cadsuane —gruñó la antigua Zahorí.

—Cadsuane Sedai no tiene nada que hablar contigo ahora —replicó Merise, haciendo intención de cerrar la puerta de la cabaña—. Vuelve mañana y quizás acceda a verte.

—Rand al’Thor acaba de borrar del Entramado un palacio entero lleno de gente usando fuego compacto —dijo Nynaeve en voz lo bastante alta para que la oyeran quienes se encontraban dentro del edificio—. Yo estaba con él.

Merise se quedó petrificada.

—Déjala entrar —dijo desde dentro la voz de Cadsuane. A regañadientes, Merise abrió la puerta del todo. Dentro, Min vio a Cadsuane sentada en unos cojines en el suelo con Amys, Bair, Melaine y Sorilea. Las mujeres sentadas casi tapaban la sencilla alfombra marrón que decoraba la pieza principal de la cabaña. Un fuego ardía despacio en el hogar de piedra gris que había al fondo; la leña casi se había consumido y las llamas eran bajas. En un rincón había un taburete con una tetera encima.

Nynaeve apenas dedicó una mirada de reojo a las Sabias; se abrió paso apartando a Merise, y Min la siguió con menos decisión.

—Háblanos de ese suceso, pequeña —dijo Sorilea—. Desde aquí sentimos combarse el mundo, pero ignorábamos la causa. Dimos por sentado que era obra del Oscuro.

—Os lo contaré —empezó Nynaeve, que hizo una profunda inhalación antes de seguir—. Pero quiero tomar parte en vuestros planes.

—Veremos —intervino Cadsuane—. Relata la experiencia.

Min se sentó en una banqueta de madera que había a un lado de la habitación, mientras Nynaeve contaba lo ocurrido con Refugio de Natrin. Las Sabias escucharon con los labios prietos. Cadsuane se limitó a asentir con la cabeza de vez en cuando. Merise, descompuesto el semblante por el espanto, llenó de nuevo las tazas con la infusión de la tetera que estaba en el taburete —a juzgar por el aroma, era té negro de Tremalking— y después la dejó cerca del fuego. Nynaeve acabó de explicar lo ocurrido sin haberse sentado.

«Oh, Rand. Esto debe de estar desgarrándote por dentro», pensó Min. Pero lo percibía a través del vínculo y sus emociones parecían haberse helado.

—Hiciste bien en acudir a nosotras para informarnos, pequeña —le dijo Sorilea a Nynaeve—. Puedes retirarte.

—Pero… —A Nynaeve se le desorbitaron los ojos de rabia.

—Sorilea —intervino Cadsuane con sosiego, atajando a Nynaeve—, esta pequeña podría ser útil para nuestros planes. Sigue estando unida al chico al’Thor; aún confía en ella lo bastante para haberla llevado con él esta noche.

Sorilea miró a las otras Sabias. La anciana Bair y la rubia Melaine asintieron con un gesto. Amys se quedó pensativa, pero no hizo objeciones.

—Quizá —contestó Sorilea—. Pero ¿puede ser obediente?

—¿Y bien? —le preguntó Cadsuane a Nynaeve. Todas parecían hacer caso omiso de Min—. ¿Puedes?

Nynaeve seguía teniendo los ojos muy abiertos, llenos de cólera.

«Luz. ¿Obedecer Nynaeve a Cadsuane y a las otras? —se alarmó Min—. ¡Les explotará en la cara!»

Nynaeve se tiró de la trenza; la asía con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos.

—Sí, Cadsuane Sedai —respondió con los dientes apretados—. Puedo.

A las Sabias pareció sorprenderles que pronunciara las palabras, pero Cadsuane se limitó a asentir de nuevo con la cabeza, como si hubiera esperado esa respuesta. ¿Quién habría imaginado que Nynaeve se mostrara tan…? En fin, tan razonable.

—Siéntate, pequeña —indicó Cadsuane con un gesto de la mano—. Veamos si realmente eres capaz de cumplir órdenes. Puede que de la nueva cosecha seas la única recuperable. —Sus palabras hicieron enrojecer a Merise.

—No, Cadsuane, no es la única —intervino Amys—. Egwene tiene mucho honor.

Las otras dos Sabias asintieron con sendos cabeceos.

—¿Cuál es el plan? —quiso saber Nynaeve.

—Tu parte en esto es… —empezó Cadsuane. ¿Mi parte? —la interrumpió Nynaeve—. Quiero saberlo todo.

—Lo sabrás cuando estemos dispuestas a decírtelo —repuso con sequedad Cadsuane—. Y no hagas que me arrepienta de mi decisión de interceder por ti.

Nynaeve hizo un esfuerzo por mantener la boca cerrada, aunque los ojos le llameaban. Sin embargo no le replicó con brusquedad.

—Tu parte —continuó Cadsuane— es encontrar a Perrin Aybara.

—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Nynaeve, que añadió—: Cadsuane Sedai.

—Eso es asunto nuestro —contestó Cadsuane—. Ha estado viajando por el sur no hace mucho, pero no conseguimos localizar dónde exactamente. El chico al’Thor podría saber dónde se encuentra. Descúbrelo y quizás entonces te explicaré la razón.

Nynaeve asintió con un cabeceo, a regañadientes, y las demás se lanzaron a una discusión respecto a cuánta tensión ocasionada por el fuego compacto soportaría el Entramado antes de destejerse por completo. Nynaeve escuchó en silencio; era evidente que con la intención de recabar más sobre el plan de Cadsuane, aunque de aquella conversación no parecía probable que sacara muchas pistas.

Min sólo escuchaba a medias. Fuera cual fuera el plan, alguien tendría que estar pendiente de Rand. Lo que había hecho esa noche lo estaría destruyendo por dentro, dijera lo que dijera él. Ya había mucha gente preocupada por lo que tendría que hacer en la Última Batalla. A ella le tocaba conseguir que llegara a la Última Batalla vivo y sano, con el alma de una pieza.

De algún modo.

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