Egwene, sed razonable —dijo Siuan, cuya imagen resultaba algo translúcida debido al anillo ter’angreal que utilizaba para entrar en el Tel’aran’rhiod—. ¿De qué va a servir que os pudráis en esa celda? Elaida se asegurará de que jamás seáis libre después de lo que me comentasteis que hicisteis en esa cena. —Siuan meneó la cabeza—. Madre, a veces no hay más remedio que afrontar la verdad. Una red sólo puede remendarse un número determinado de veces antes de tener que deshacerse de ella y tejer una nueva.
Egwene estaba sentada en una banqueta de tres patas en uno de los rincones de la habitación, en la parte delantera de una zapatería. Había escogido el lugar al azar para evitar reunirse en la Torre Blanca, por si acaso. Los Renegados sabían que tanto Egwene como las otras caminaban por el Mundo de los Sueños.
Con Siuan, Egwene se comportaba de una manera más relajada, más cómo era ella de verdad. Ambas sabían que Egwene era la Amyrlin y Siuan una subordinada; pero, al mismo tiempo, compartían un vínculo, un compañerismo debido a la posición que habían ocupado las dos. Ese vínculo, extrañamente, se había convertido en algo parecido a la amistad.
—Ya hemos hablado de esto —contestó de forma tajante Egwene, que en aquel momento habría estrangulado a su amiga—. No puedo huir. Cada día que pase en cautiverio sin desmoronarme es otro golpe al mandato de Elaida. ¡Si desaparezco antes de que se celebre su juicio, destruiremos todo aquello por lo que hemos estado trabajando!
—El juicio será una farsa, madre —respondió Siuan—. Y, si no lo fuera, el castigo será leve. Por lo que me habéis dicho, no os rompió ningún hueso cuando os golpeó. ¡Ni siquiera os hizo un corte!
Eso era cierto. Un vaso roto fue lo que había hecho sangrar a Egwene. No los latigazos de Elaida.
—Incluso si la Antecámara se limita a sancionarla con una censura formal, servirá para socavar su autoridad —replicó Egwene—. Mi resistencia, mi rechazo a escapar de la celda, tiene un significado. ¡Hasta las Asentadas vienen a verme! Si huyera, parecería que me he doblegado ante Elaida.
—¿No os acusó de ser Amiga Siniestra? —preguntó Siuan sin andarse con rodeos.
—Sí, lo hizo —repuso Egwene tras dudar un momento—. Pero no tiene pruebas.
La ley de la Torre era compleja, y establecer los castigos adecuados o las interpretaciones también lo era. Los Tres Juramentos tendrían que haber evitado que Elaida utilizara el Poder Único como un arma. Por consiguiente, Elaida debía creer que lo que estaba haciendo no iba contra ellos. Una de dos: o la situación se le había ido de las manos o tenía a Egwene por una Amiga Siniestra. Podía utilizar cualquiera de los dos argumentos en su defensa. La última la exoneraría casi de toda culpabilidad, aunque la primera sería mucho más fácil de probar.
—Podría conseguir que os condenaran —dijo Siuan, al parecer siguiendo la misma línea de pensamiento—. Incluso que os ejecutaran. ¿Entonces, qué?
—No lo logrará. No tiene ninguna prueba de que sea una Amiga Siniestra, y la Antecámara nunca lo permitiría.
—¿Y si os equivocáis?
—Está bien —dijo Egwene tras vacilar un momento—. Si la Antecámara falla mi ejecución, dejaré que me saquéis de aquí. Hasta entonces no, Siuan. Hasta entonces no.
—Tal vez no tengáis esa oportunidad, madre —arguyó Siuan, con un resoplido—. Si Elaida logra acobardarlas, actuará con rapidez. Los castigos de esa mujer pueden ser tan rápidos como un huracán y cogeros desprevenida. Doy fe de ello.
—Si sucediera tal cosa, mi muerte sería una victoria. Elaida sería la que habría cedido, no yo.
—Inamovible como un amarradero —murmuró Siuan al tiempo que sacudía de nuevo la cabeza.
—Hemos terminado con este asunto, Siuan —habló Egwene, tajante.
Siuan suspiró, pero no dijo nada más. Se encontraba demasiado nerviosa para estar sentada, así que no utilizó la otra banqueta que había en la habitación y se quedó de pie cerca del escaparate, a la derecha de Egwene.
En la zapatería había indicaciones de que era un lugar muy concurrido. Un mostrador macizo dividía en dos la habitación y en la pared de detrás había docenas de huecos hechos a propósito para colocar el calzado. A veces, la mayoría estaban ocupados con recios zapatos de trabajo hechos de cuero o lona, con los cordones colgando hacia adelante o las hebillas brillando en la fantasmagórica luz del Tel’aran’rhiod. Pero, cada vez que Egwene volvía a mirar la pared, los zapatos habían cambiado, apareciendo unos y desapareciendo otros. No debían de permanecer mucho tiempo en los huecos en el mundo real, pues sólo dejaban una imagen fugaz en el Mundo de los Sueños.
La parte delantera de la tienda se hallaba abarrotada de banquetas a disposición de los clientes. Había variedad de modelos y patrones en el calzado expuesto en la pared trasera, así como zapatos de muestra para probar las tallas. Los clientes acudían a la tienda, comprobaban su talla y luego escogían el modelo. Entonces, el zapatero —o sus ayudantes, lo más probable— le hacían los zapatos para que los pasara a buscar más tarde. En la ancha ventana del escaparate, unas letras blancas anunciaban que el nombre del zapatero era Naorman Mashinta, y al lado llevaba rotulado un pequeño número tres. La tercera generación Mashinta que regentaba el negocio. Eso no era inusual entre la población. De hecho, a Egwene —esa parte que aún estaba influenciada por Dos Ríos— le chocaba que alguien se planteara abandonar el negocio familiar para dedicarse a otro, a no ser que fuera el tercero o cuarto hijo.
—Ahora que ya hemos tratado de este tema obvio, ¿qué más noticias hay? —continuó Egwene.
—Bien —dijo Siuan, apoyándose en la ventana con la vista puesta en la calle de Tar Valon,—, inquietantemente desierta. Un viejo conocido vuestro ha llegado al campamento.
—¿De verdad? —preguntó Egwene sin darle importancia—. ¿Quién?
—Gawyn Trakand.
Egwene dio un respingo. ¡Eso era imposible! Gawyn había apoyado el bando de Elaida durante la rebelión y jamás se habría pasado al rebelde. ¿Lo habían capturado? Pero Siuan no lo había expresado así.
Durante un fugaz momento, Egwene se convirtió en una chica temblorosa, atrapada en la intensidad de las promesas que él le había susurrado. No obstante, logró mantener la compostura de Amyrlin y rechazó esos pensamientos para volver al presente.
—¿Gawyn? —preguntó en un forzado tono de indiferencia—. Qué extraño. Nunca habría imaginado que aparecería por allí.
—Lo habéis hecho muy bien. —Siuan sonrió—. Aunque vuestra pausa fue demasiado larga y, al preguntar por él, hablasteis con excesivo desinterés. Eso os delató.
—Así te ciegue la Luz —la reprendió Egwene—. ¿Era otra prueba o es verdad que se encuentra en el campamento?
—Aún observo los juramentos, gracias —respondió ofendida Siuan.
Egwene era una de las pocas que lo sabía. Como consecuencia de la neutralización y posterior Curación, Siuan había quedado liberada de los Tres Juramentos. Aun así, al igual que Egwene, había decidido no mentir.
—De todos modos, me gustaría pensar que ya quedó atrás el tener que ponerme a prueba.
—Cualquier persona con la que os relacionéis, madre, os probará. Tenéis que estar preparada para las sorpresas. En cualquier momento alguien podría decidir probaros para ver vuestra reacción.
—Gracias —respondió Egwene con frialdad—. Pero realmente no es menester el recordatorio.
—¿De veras? —inquirió Siuan—. Eso suena un poco a lo que diría Elaida.
—¡No es justo!
—Demostradlo, pues —dijo Siuan con suficiencia.
Egwene se tranquilizó, aunque con esfuerzo. Siuan tenía razón: era mejor aceptar los consejos —y más cuando eran buenos— que quejarse.
—Tienes razón, Siuan —se disculpó Egwene, que se alisó el vestido y al mismo tiempo borró la frustración del rostro—. Cuéntame algo más sobre la llegada de Gawyn.
—No sé mucho más —confesó Siuan—. Os lo tendría que haber dicho ayer pero nuestro encuentro se vio interrumpido.
Se veían con más regularidad últimamente (todas las noches desde que Egwene estaba encarcelada), pero la noche pasada un suceso había despertado a Siuan antes de que hubieran acabado de hablar. Había habido una burbuja maligna en el campamento, le informó; varias tiendas de campaña habían cobrado vida y tratado de estrangular a las ocupantes. De las tres personas muertas, una era Aes Sedai.
—De cualquier manera —prosiguió—, no he oído mucho de lo que haya dicho Gawyn. Creo que vino porque se enteró de que os habían capturado. Se comportó como un auténtico torbellino al llegar, pero ahora permanece en el puesto de mando con Bryne y visita a las Aes Sedai con asiduidad. Planea algo, porque habla con Romanda y Lelaine con frecuencia.
—Preocupante.
—Ellas son los dos centros de poder del campamento —continuó Siuan—. Excepto cuando Sheriam y las otras logran hacerse con un poco de autoridad. Las cosas no han ido bien desde que estáis ausente. El campamento necesita liderazgo. A decir verdad, ansiamos tener una cabecilla tanto como un pescador desea hacerse con una captura. A las Aes Sedai nos gusta el orden, supongo. Sería… Siuan se calló. Lo más seguro es que había estado a punto de ponerse a hablar de nuevo sobre el asunto del rescate. Miró a Egwene y entonces continuó:
—En fin, será estupendo cuando estéis de regreso con nosotras, madre. Cuanto más tiempo estamos sin vos, más fuerza cobran esas facciones. En estos días casi se palpa una línea divisoria en el campamento. Romanda a un lado y Lelaine al otro; hay un número de personas que no quieren tomar partido, pero se reduce día a día.
—No podemos permitirnos otra división —dijo Egwene—. Entre nosotras no. Tenemos que demostrar que somos más fuertes que Elaida.
—Al menos nosotras no nos separamos por Ajahs —respondió a la defensiva Siuan.
—Grupos y escisiones —contestó Egwene, levantándose—, luchas y riñas internas. Nosotras estamos por encima de eso, Siuan. Comunica a la Antecámara que quiero reunirme con ellas. Digamos, dentro de dos días. Mañana tú y yo volveremos a vernos.
—Muy bien. —Siuan asintió dubitativa.
—¿No crees que sea una buena decisión? —preguntó Egwene, que la miró con atención.
—No es eso. Me preocupa que os esforcéis en exceso. La Amyrlin necesita aprender a racionar su energía. Otras mujeres que ocuparon vuestro puesto fracasaron y no por falta de cualidades, sino por forzar esas mismas cualidades más de la cuenta, por correr a toda velocidad cuando deberían haber caminado.
Egwene se abstuvo de señalar que Siuan había pasado la mayor parte de su tiempo como Amyrlin corriendo a una velocidad vertiginosa y bien podría ser ella también el ejemplo de forzar demasiado las cualidades y de caer a resultas de ello. ¿Quién podría hablar con mayor criterio de los peligros de esa actitud que una persona que había sufrido en sus propias carnes las consecuencias?
—Aprecio tu consejo, hija —dijo Egwene—. Pero no hay por qué preocuparse. Paso los días sola, con alguna que otra zurra para darles un poco de interés. Estos encuentros nocturnos me ayudan a sobrevivir.
Egwene se estremeció, apartó la vista de Siuan y miró la calle, sucia y solitaria, a través de la ventana.
—¿Es difícil de soportar? —preguntó Siuan en voz queda.
—La celda es tan estrecha que puedo tocar las dos paredes sin extender los brazos —contestó Egwene—. Tampoco es muy larga. Cuando me tumbo, tengo que doblar las rodillas para caber. No puedo ponerme bien de pie; el techo es tan bajo que tengo que encorvarme. Tampoco puedo sentarme sin sentir dolor, pues ya no me Curan después de recibir los azotes. La paja es vieja y pica, y la puerta, gruesa, con lo que no entra mucha luz entre las grietas de la madera. No estaba al corriente de que la Torre tuviera celdas de este tipo. —Volvió a mirar a Siuan—. Una vez que sea confirmada Amyrlin de pleno derecho, eliminaré ese calabozo y todos los que se le parezcan. Arrancaré las puertas de cuajo y los rellenaré con piedra y mortero.
—Nos aseguraremos de eso, madre —asintió Siuan.
Egwene se dio la vuelta y vio, avergonzada, que había permitido que su camisola se cambiara por el cadin’sor de una Doncella Aiel, además de ir equipada con las lanzas y el arco a la espalda. Hizo reaparecer la camisola y respiró hondo.
—Nadie tendría que estar encerrado en esas condiciones. —Egwene hizo una pausa—. Ni siquiera…
Siuan frunció el entrecejo al ver que Egwene no acababa la frase.
—¿Sí, madre?
Egwene negó con la cabeza.
—Me ha venido a la memoria que… Esto también habrá sido así para Rand. No, debe de haber sido peor. Se dice que lo encerraron en un arcón más pequeño que mi celda. Al menos yo puedo pasar parte de la noche hablando contigo. Él no tenía a nadie. Él no tenía ninguna convicción de que lo que sufría tuviera razón de ser.
Quisiera la Luz que ella no se viera obligada a resistir tanto como Rand; llevaba pocos días encarcelada. Siuan permaneció callada.
—Además, yo tengo el Tel’aran’rhiod. Durante el día mi cuerpo está cautivo, pero mi alma es libre por la noche. Y cada día que resisto es otra prueba de que la voluntad de Elaida no es la ley. No puede quebrantarme. El apoyo que recibía de otras está mermando, créeme.
—De acuerdo —asintió Siuan al tiempo que se levantaba—. Vos sois la Amyrlin.
—Sin duda alguna —respondió Egwene con gesto absorto.
—No, Egwene. Lo digo de corazón.
La joven se volvió hacia ella, sorprendida.
—¡Pero tú siempre has creído en mí! Es decir, casi desde el principio —admitió al ver que Siuan enarcaba una ceja.
—Siempre creí que teníais potencial —la corrigió Siuan—, y lo habéis conseguido. En parte, al menos. En su mayor parte. Termine este tumulto como termine, habéis demostrado una cosa: os merecéis el lugar que ocupáis. ¡Luz, muchacha, puede que acabéis siendo la mejor Amyrlin que haya visto este mundo desde los tiempos de Arthur Hawkwing! —Siuan dudó—. Como comprenderéis, no me ha sido fácil admitir lo dicho.
Sonriente, Egwene asió a Siuan por los brazos. ¡Oh, los ojos de Siuan, llorosos, parecían brillar con orgullo!
—Lo único que hice fue dejarme encerrar en una celda —dijo.
—Y lo hicisteis como una Amyrlin, Egwene. Bien, tendría que regresar. Algunas de nosotras no disfrutamos de unos días tan relajados como los vuestros. Necesitamos dormir de verdad o de lo contrario lo más probable es que nos desmayemos mientras hacemos la colada. —Siuan hizo una mueca y se soltó de las manos de Egwene.
—Tal vez podrías decirle…
—¡Ah, no! No voy a entrar en esa discusión —dijo Siuan, mientras agitaba el índice delante de la joven. ¿Acaso había olvidado que acababa de alabar la actuación de Egwene como Amyrlin?—. ¡Di mi palabra, y antes prefiero acabar en las tripas de un pez que romperla!
—Ni se me había pasado por la cabeza obligarte —respondió Egwene, que pestañeó y disimuló una sonrisa tras la mano al darse cuenta de que la imprecisa imagen de Siuan lucía entonces una cinta de un intenso color rojo en el pelo—. Muy bien, puedes retirarte.
Siuan se despidió con un movimiento de cabeza a modo de reverencia, luego se sentó en una de las banquetas y cerró los ojos. La imagen de la mujer se desvaneció poco a poco del Tel’aran’rhiod.
Egwene dudó, con la vista prendida en el lugar que Siuan había ocupado. Probablemente era hora de regresar al sueño normal y dejar que su mente se recuperara. Pero regresar a ese sueño normal era un paso adelante hacia la vigilia, y al despertar sólo encontraría la oscuridad restrictiva de la minúscula mazmorra. Deseaba permanecer en el Mundo de los Sueños un poco más de tiempo. Se planteó visitar los sueños de Elayne para concertar una entrevista… Pero mejor no; tardaría demasiado… Eso, suponiendo que Elayne pudiera utilizar su ter’angreal del sueño, ya que rara vez tenía oportunidad de hacerlo hoy día.
Sin ser del todo consciente de ello, vio que la zapatería se desdibujaba a su alrededor y salió de Tar Valon para aparecer en el campamento de las Aes Sedai rebeldes. Una elección bastante estúpida, quizás. Si había Amigos Siniestros o Renegados en el Mundo de los Sueños, bien podrían estar inspeccionando el lugar y buscando información, tal como lo había hecho ella misma algunas veces al visitar el estudio de la Amyrlin en el Tel’aran’rhiod para buscar pistas de los planes de Elaida. Sin embargo, Egwene necesitaba ir allí. No se preguntó el porqué; simplemente creía que debía hacerlo.
Las calles del campamento estaban embarradas y llenas de rodadas de las carretas que pasaban por ella. Lo que antaño fuera sólo un prado, las Aes Sedai lo habían convertido en… otra cosa; en parte, un sitio de guerra, con los soldados de Bryne acampados en círculo a su alrededor; en parte, una pequeña ciudad, a pesar de que hasta entonces ninguna villa había albergado tal cantidad de Aes Sedai, novicias y Aceptadas; y en parte, un monumento a la decadencia de la Torre Blanca.
Egwene echó a andar por la calle principal del campamento, donde la hierba había quedado enterrada bajo el barro, que a su vez se había ido prensando a modo de calzada. La flanqueaban las pasarelas de madera, y las tiendas cubrían todo el terreno alrededor. No había gente, sólo alguna que otra aparición fugaz de alguien que soñaba y entraba por casualidad en el Mundo de los Sueños unos instantes. Vio durante un breve momento la imagen de una mujer vestida con una bonita bata verde. Una Aes Sedai que soñaba, quizás, aunque bien podría ser una sirvienta que soñaba que era una reina. Un poco más allá, vio a una mujer vestida de blanco, una mujer de poblada cabellera rubia, demasiado mayor para ser novicia. Eso ya no era insólito. El libro de novicias se tendría que haber abierto a todas las mujeres hacía tiempo. La Torre Blanca era demasiado débil para permitirse rechazar cualquier recurso.
Las dos mujeres se desvanecieron casi tan deprisa como habían aparecido. Pocas personas dormidas pasaban mucho tiempo en el Tel’aran’rhiod, para permanecer más tiempo hacía falta poseer una habilidad especial, como Egwene, o un ter’angreal como el anillo que Siuan utilizaba. Había una tercera posibilidad: quedar atrapada en una pesadilla viviente. Últimamente no había habido ninguna de ésas, gracias a la Luz.
El campamento tenía un aspecto raro al estar desierto. Hacía mucho tiempo que Egwene había dejado de ponerse nerviosa ante la escalofriante ausencia de gente en el Tel’aran’rhiod. Pero ese campamento era, de alguna manera, diferente. Su aspecto era el que tendría un campamento de guerra después de que todos los soldados hubieran perecido en el campo de batalla. Desierto, si bien una bandera aún proclamaba que allí había vivido gente. Egwene sintió que casi podía ver la división a la que se había referido Siuan: las tiendas estaban agrupadas como manojos de flores silvestres.
Sin gente de por medio, Egwene podía apreciar las evidencias, los problemas que las aquejaban. Ella podría acusar a Elaida de propiciar las escisiones entre los Ajahs en la Torre Blanca; sin embargo, la unidad entre sus propias Aes Sedai empezaba a romperse también. A decir verdad, si tres Aes Sedai se reunían era raro que dos de ellas no se aliaran. Era saludable contar con mujeres que hacían planes y se preparaban; el problema venía cuando empezaban a ver a sus iguales como enemigas, en lugar de simples rivales.
Por desgracia, Siuan tenía razón. Egwene no podía pasar mucho más tiempo alimentando sus esperanzas de una reconciliación. ¿Qué sucedería si la Torre no deponía a Elaida? ¿Y si, a pesar de todo el esfuerzo de Egwene, las disputas entre los Ajahs no se superaban jamás? ¿Qué ocurriría entonces? ¿La guerra?
Había otra opción, una opción que nadie había pensado: descartar para siempre la reconciliación y crear una segunda Torre Blanca. Sería dejar a las Aes Sedai divididas, quizás a perpetuidad. Egwene se estremeció ante semejante perspectiva; sintió una comezón en la piel que era su forma de rebelarse contra esa idea.
¿Y si no había otra opción? Debía tener en cuenta todas las posibles consecuencias, aunque le parecieran desalentadoras. ¿Cómo iban a animar a las Allegadas o a las Sabias a que se unieran a las Aes Sedai si ellas mismas eran incapaces de estar unidas? Las dos Torres Blancas se convertirían en fuerzas opuestas, confundirían a los dirigentes de las naciones cuando las Aes Sedai intentaran utilizar los países para alcanzar sus propósitos. Aliados y enemigos por igual perderían el respeto a las Aes Sedai, y bien podía ocurrir que los monarcas crearan sus propios centros para mujeres con la capacidad de encauzar.
Egwene domeñó las emociones y relegó el desánimo mientras caminaba por la pasarela embarrada y las tiendas cambiaban a lo largo del camino; las lonas de entrada —ora abiertas, ora cerradas, ora abiertas de nuevo— al efímero estilo del Mundo de los Sueños. Egwene notó que la estola de Amyrlin le aparecía alrededor de los hombros, demasiado pesada, como si estuviera tejida con plomo.
Conseguiría que la Torre Blanca se pusiera bajo su dirección. Elaida sería depuesta. Pero si no… Entonces Egwene haría lo necesario para proteger a la gente y al mundo del Tarmon Gai’don.
Se alejó del campamento, de las tiendas y de las rodadas; las calles vacías quedaron atrás, desaparecieron. De nuevo, no sabía muy bien adónde la llevaría la mente. Viajar por el Tel’aran’rhiod de esta manera —dejando que fuera la necesidad la que la guiara— podía ser peligroso, pero también muy revelador. En ese caso, ella no buscaba un propósito, sino conocimiento. ¿Qué era lo que necesitaba saber? ¿Lo que necesitaba ver?
Todo a su alrededor se volvió borroso para después quedar enfocado de nuevo. Se encontraba de pie en medio de un pequeño campamento; delante de ella, un fuego ardía con lentitud en un agujero para lumbres y de él salía una fina espiral de humo que ascendía hacia el cielo. Eso era extraño. El fuego solía ser demasiado fugaz para reflejarse en el Tel’aran’rhiod. De hecho, no había llamas, a pesar del humo y del brillo anaranjado que calentaba los cantos de río que formaban el círculo del hoyo para lumbres. Alzó la vista hacia el cielo tormentoso y demasiado oscuro. Esa tormenta silenciosa también era otra anomalía en el Mundo de los Sueños, a pesar de que últimamente se había convertido en algo tan usual que ya ni reparaba en ella. ¿Acaso podía decirse que algo era normal en ese lugar?
Sobresaltada, se fijó en que a su alrededor había carromatos de vívidos colores verdes, rojos, naranjas y amarillos. ¿Estaban ahí hacía un instante? Se encontraba en un claro grande en el interior de un bosque de fantasmagóricos álamos blancos. La maleza era espesa allí; los altos y débiles dedos de la hierba crecida brotaban en matojos irregulares. Una calzaba cubierta de hierbajos avanzaba sinuosa entre los árboles, a la derecha; las coloridas carretas formaban un círculo alrededor de la lumbre. Pinturas alegres adornaban los costados de los vehículos cuadrados, que tenían paredes y tejados, como casas minúsculas. Los bueyes no se reflejaban en el Mundo de los Sueños, pero sí se veían platos, copas y cucharas que aparecían y desaparecían cerca del hoyo para lumbres o en los asientos de las carretas.
Era un campamento del Pueblo Errante, los Tuatha’an. ¿Por qué había aparecido en ese sitio? Egwene caminó ociosamente alrededor del hoyo de la lumbre mientras contemplaban las carretas, con las capas de pintura recientes, sin rastro de agrietamiento ni de manchas. Esta caravana era mucho más reducida que la que Perrin y ella habían visitado hacía tanto tiempo, pero irradiaba las mismas sensaciones que aquélla. Casi podía oír las flautas y los tambores, casi imaginaba que esa titilación en el hoyo de la lumbre eran las sombras de hombres y mujeres que bailaban. ¿Aún bailarían los Tuatha’an, con ese cielo tan cargado de tristeza y oscuridad, con los vientos tan cargados de malas noticias? ¿Qué lugar había para ellos en un mundo que se preparaba para la guerra? A los trollocs los traía sin cuidado la Filosofía de la Hoja. ¿Ese grupo de Tuatha’an iba en busca de un lugar donde esconderse de la Última Batalla?
Egwene se acomodó en los peldaños laterales de una carreta situada de forma que estuviera de cara a la hoguera cercana. Por un instante dejó que su vestimenta cambiara a un sencillo vestido verde de paño de Dos Ríos, muy semejante al que llevaba puesto cuando había estado con el Pueblo Errante. Miró fijamente las inexistentes llamas, sumida en recuerdos y reflexiones. ¿Qué habría sido de Aram, Raen e Ila? Seguramente se encontraban sanos y salvos en algún campamento igual que ése, esperando para ver qué hacía con el mundo el Tarmon Gai’don. Egwene sonrió al evocar esos días en los que había coqueteado y bailado con Aram bajo la ceñuda y desaprobadora mirada de Perrin. Qué tiempos aquellos, tan sencillos y sin preocupaciones; claro que los gitanos parecían capaces de hacer que los tiempos fueran siempre sencillos y sin preocupaciones para ellos.
Sí, ese grupo seguiría bailando. Bailarían hasta el día en que el Entramado ardiera, tanto si encontraban su canción como si no, aunque los trollocs arrasaran el mundo o el Dragón Renacido lo destruyera.
¿Se había permitido a sí misma perder de vista todas esas cosas que eran más preciadas? ¿Por qué luchaba con tanto empeño por asegurar su posición en la Torre Blanca? ¿Por poder? ¿Por orgullo? ¿O porque creía de verdad que era lo mejor para el mundo?
¿Iba a exprimirse hasta no dejar nada dentro de sí mientras libraba esa batalla? Había —o habría— elegido el Verde, no el Azul. La preferencia no era sólo porque le gustara la forma en que las Verdes se plantaban firmes y luchaban; a ella le parecía que las Azules estaban demasiado centradas en un fin. La vida era más compleja que una sola causa. La vida era vivir. Era soñar, reír y bailar.
Gawyn estaba en el campamento de las Aes Sedai. Ella decía que había elegido el Verde por su agresiva determinación; era el Ajah de Batalla. Sin embargo, una parte de sí misma —más oculta, más sincera— admitía que Gawyn era también otro motivo para tomar esa decisión. Entre las hermanas del Ajah Verde era muy corriente casarse con el Guardián. Egwene tendría a Gawyn como su Guardián. Y como su esposo.
Lo amaba. Lo vincularía. Esos deseos de su corazón eran menos importantes que el destino del mundo, cierto, pero no por ello dejaban de ser asimismo importantes.
Egwene se incorporó de los peldaños al tiempo que el vestido volvía a convertirse en el atuendo blanco y plateado de Amyrlin. Dio un paso adelante y dejó que el mundo cambiara.
Se encontró frente a la Torre Blanca. Alzó los ojos siguiendo la línea del níveo fuste, elegante y delicada y aun así poderosa. Aunque el cielo bullía en una negra agitación, algo arrojaba una sombra desde la Torre que caía justo sobre Egwene. ¿Sería algún tipo de visión? La Torre la empequeñecía y sintió su peso, como si la sostuviera en pie por sí sola, apuntalando esas paredes, impidiendo que se resquebrajaran y se vinieran abajo.
Siguió largo rato allí, bajo el cielo hirviente, con el perfecto fuste de la Torre proyectando su sombra sobre ella. Contempló la cúspide intentando decidir si había llegado el momento de dejarla caer.
«No, todavía no. Unos pocos días más», pensó de nuevo.
Cerró los ojos y entonces los abrió a la oscuridad. El dolor la asaltó de repente, con feroz intensidad; el trasero, en carne viva por los azotes, le ardía; los brazos y las piernas sufrían calambres por verse forzada a yacer encogida en la diminuta celda. Olía la paja vieja y húmeda, y sabía que si no estuviera acostumbrada a ello también habría olido la peste de su propio cuerpo, falto de aseo. Ahogó un gemido; fuera había mujeres que la vigilaban y mantenían el escudo a su alrededor. No permitiría que la oyeran quejarse, ni siquiera un gemido.
Se incorporó un poco; llevaba aún el mismo vestido de novicia que tenía la noche de la cena de Elaida. Las mangas estaban tiesas por la sangre seca, manchas que se agrietaban cuando se movía, además de arañarle la piel. Tenía la boca seca, pues nunca le daban suficiente agua; pero no protestaba. Ni gritos, ni chillidos, ni súplicas. Merced a un esfuerzo se sentó, a pesar del dolor, y sonriendo para sí al ver cómo se sentía. Cruzó las piernas, apoyó la espalda en la pared y —uno tras otro— fue estirando los músculos de los brazos. Después se puso de pie y se inclinó hacia adelante para estirar la espalda y los hombros. Por último, se tendió boca arriba y estiró las piernas en el aire mientras torcía el gesto al sentir los calambres de los músculos. Tenía que mantener la flexibilidad. El dolor no era nada. Nada en absoluto comparado con el peligro en el que estaba la Torre Blanca.
Volvió a sentarse con las piernas cruzadas e hizo respiraciones profundas mientras se repetía que deseaba estar encerrada en esa celda. Podría huir si quisiera, pero seguía allí, porque quedándose debilitaba a Elaida. Porque demostraba que algunas no se doblegarían ni aceptarían en silencio la caída de la Torre Blanca. Ese encarcelamiento tenía un significado.
Las palabras, repetidas para sus adentros, la ayudaban a alejar el pánico y considerar la posibilidad de pasar otro día en esa celda. ¿Qué habría hecho sin los sueños nocturnos para conservar la cordura? De nuevo le llegó el recuerdo del pobre Rand, encerrado en un espacio reducido. Ahora ellos dos tenían algo en común. Una afinidad más allá de la infancia compartida en Dos Ríos. Los dos habían sufrido los castigos de Elaida; pero no habían quebrantado a ninguno.
Sólo quedaba esperar. Más o menos a mediodía abrirían la puerta y la sacarían para recibir los azotes. No sería Silviana quien aplicaría el castigo. Propinar las palizas se consideraba una recompensa para las hermanas Rojas, una retribución por tener que pasar todo el día sentadas en las mazmorras, vigilándola.
Tras los azotes, Egwene regresaría a la celda y le darían un cuenco con unas gachas de avena insípidas. Día tras día era lo mismo, pero no se derrumbaría, sobre todo mientras pudiera pasar las noches en el Tel’aran’rhiod. De hecho, en muchos sentidos las horas nocturnas eran sus días —vividas en libertad, activa— mientras que las horas diurnas eran sus noches, sumida en una oscuridad inactividad. Se repitió eso con convicción.
La mañana transcurrió con lentitud. Por fin, las llaves de hierro tintinearon al girar una de ellas en la antigua cerradura. La puerta se abrió y un par de esbeltas hermanas Rojas se perfilaron al otro lado del umbral, apenas unas siluetas, ya que Egwene apenas distinguía sus rasgos al no tener los ojos acostumbrados a la luz. Las Rojas la sacaron sin miramientos a pesar de que no ofreció resistencia y la tiraron al suelo. Oyó el látigo cuando una de ellas lo golpeó contra la otra mano, con impaciencia, y Egwene se preparó para los azotes. La oirían reír, igual que todos los días precedentes.
—Esperad —dijo una voz.
Los brazos que la sujetaban se pusieron en tensión. Egwene, con la mejilla pegada contra la fría baldosa, frunció el entrecejo. Esa voz… Era la de Katerine.
Despacio, las hermanas que la sujetaban le soltaron los brazos y tiraron de ella para que se pusiera de pie. Egwene parpadeó al herirle en los ojos la brillante luz de las lámparas y vio a Katerine de pie en el pasillo, a corta distancia, cruzada de brazos.
—Hay que ponerla en libertad —dijo la Roja con un timbre que, curiosamente, sonaba a estar muy satisfecha de sí misma.
—¿Qué? —preguntó una de las carceleras.
Al acostumbrársele los ojos a la luz, Egwene vio que se trataba de la larguirucha Barasine.
—La Amyrlin ha comprendido que está castigando a la persona equivocada —dijo Katerine—. El fallo no hay que achacárselo del todo a esta… insignificante novicia, sino a la persona que debió meterla en cintura.
Egwene observó a Katerine y entonces todo encajó en su sitio.
—Silviana —musitó.
—Por supuesto —confirmó Katerine—. Si no se puede controlar a las novicias, ¿cómo no va a ser responsabilidad de quien debe enderezarlas?
De modo que Elaida se había dado cuenta de que no podía demostrar que ella era una Amiga Siniestra. Desviar la atención hacia Silviana era un movimiento inteligente; si a Elaida se le imponía una sanción por utilizar el Poder para golpear a Egwene, pero a Silviana se la castigaba mucho más por permitir que Egwene se insubordinara, entonces la Amyrlin salvaría las apariencias.
—Creo que la Amyrlin tomó una sabia decisión —añadió Katerine—. Egwene, a partir de ahora serás… instruida sólo por la Maestra de las Novicias.
—Pero dijiste que Silviana es quien ha fallado —comentó Egwene, desconcertada.
—No hablo de Silviana —la contradijo Katerine; la satisfacción se hizo más patente en la Roja—. Me refiero a la nueva Maestra de las Novicias.
Egwene le sostuvo la mirada a la mujer.
—Ah, ¿y crees que tú tendrás éxito en lo que Silviana no consiguió? —le dijo.
—Ya lo verás. —Katerine dio media la vuelta y se alejó pasillo adelante—. Llevadla a su cuarto.
Egwene movió la cabeza con incredulidad. Elaida era más competente de lo que ella había dado por sentado. Al comprender que el encarcelamiento no funcionaba, había encontrado un chivo expiatorio, en cambio. Pero ¿Silviana destituida de su puesto como Maestra de las Novicias? Eso sería un golpe tremendo para la moral de la propia Torre, para muchas hermanas que consideraban a Silviana una Maestra de las Novicias ejemplar.
De mala gana, las Rojas empezaron a conducir a Egwene hacia el sector de las novicias, ahora en su nueva ubicación en la vigésima segunda planta. Parecían irritadas por haber perdido la oportunidad de azotarla.
No les hizo caso. Después de pasar encerrada tanto tiempo, el mero hecho de poder caminar era maravilloso. ¡No era estar en libertad, con ese par de guardianas, aunque se le parecía mucho! ¡Luz! ¡No estaba segura de cuántos días más habría aguantado en ese agujero insalubre!
Pero había ganado. Hasta ese momento no había caído en la cuenta. ¡Había vencido! ¡Había aguantado los peores castigos que Elaida había sido capaz de maquinar y había salido victoriosa! La Amyrlin sería castigada por la Antecámara y ella quedaría libre.
Cada pasillo parecía brillar con una luz de felicitación y cada paso que daba era como una marcha victoriosa de un millar de hombres a través del campo de batalla. ¡Había vencido! La guerra no había acabado, pero esa batalla se la apuntaba Egwene. Subieron una escalera y después entraron en los sectores más poblados de la Torre. Enseguida vio pasar a un grupo de novicias que susurraron entre ellas al ver a Egwene y después cada cual se fue en direcciones distintas.
Al cabo de unos minutos, la reducida comitiva de Egwene empezó a cruzarse por los pasillos con más y más personas. Hermanas de todos los Ajahs que parecían atareadas, si bien aflojaban la marcha para ver pasar a Egwene. Aceptadas con vestidos blancos y bandas de colores en el repulgo se mostraban mucho menos disimuladas; se paraban en las intersecciones y miraban a Egwene boquiabiertas. En los ojos de todos ellas había sorpresa. ¿Por qué estaba libre? Parecían tensas. ¿Había ocurrido algo que Egwene no sabía?
—Ah, Egwene —dijo una voz al pasar por un pasillo—. Excelente, ya estás libre. Quiero hablar contigo.
Egwene se volvió parar mirar estupefacta a Saerin, la resuelta Asentada Marrón. La cicatriz que tenía en la mejilla siempre la hacía parecer mucho más… intimidante que la mayoría de las Aes Sedai, una impresión que acrecentaban los mechones blancos del cabello, el indicativo de su considerable edad. A pocas hermanas del Marrón se las describiría como intimidatorias, pero desde luego Saerin era una de ese grupo selecto.
—La llevamos a su cuarto —dijo Barasine.
—Bien, pues hablaré con ella mientras la acompañáis —resupo con serenidad la Marrón.
—No tiene que…
—¿Vas a prohibírmelo, Roja? ¿A una Asentada? —inquirió Saerin.
—A la Amyrlin no le complacerá enterarse de esto —argumentó Barasine, que había enrojecido.
—En ese caso, ve corriendo a contárselo —animó Saerin—. Mientras, discutiré algunos asuntos importantes con la joven al’Vere. —Miró con fijeza a las dos Rojas—. Retiraos un poco de nosotras, si hacéis el favor.
Las dos Rojas no consiguieron hacer que bajara la vista, así que se quedaron un poco retrasadas. Egwene observó el intercambio con curiosidad. Parecía que la autoridad de la Amyrlin —y desde luego la de todo su Ajah— había menguado un tanto. Saerin se volvió hacia Egwene e hizo un gesto, de modo que las dos echaron a andar pasillo adelante, seguidas por las hermanas Rojas.
—Corres un riesgo al dejar que te vean hablando conmigo así —dijo Egwene.
—Hasta salir de los propios aposentos es correr un riesgo hoy día — repuso la Marrón con un resoplido—. Me siento cada vez más frustrada por lo que está pasando para andarme ya con sutilezas. —Hizo una pausa y después miró a Egwene—. Además, en la actualidad dejarme ver en tu compañía puede ser más una ventaja que un riesgo. Quería constatar una cosa.
—¿Qué? —preguntó Egwene con curiosidad.
—Bueno, de hecho quería comprobar si se las podía mangonear. La mayoría de las Rojas no se han tomado muy bien tu liberación. Lo ven como un gran fracaso por parte de Elaida.
—Tendría que haberme matado —concluyó Egwene al tiempo que asentía con la cabeza—. Hace días.
—Eso también se habría interpretado como un fracaso.
—¿Un fracaso igual que verse obligada a destituir a Silviana? —preguntó Egwene—. ¿O decidir de repente que vuestra Maestra de las Novicias es la culpable, al cabo de una semana de que ocurriera el hecho?
—¿Es eso lo que te han contado? —se interesó Saerin con una sonrisa, y mirando hacia adelante—. ¿Que Elaida tomó «de repente» esa decisión por sí misma?
Egwene enarcó una ceja.
—Silviana demandó ser oída por el pleno de la Antecámara mientras estábamos reunidas —explicó Saerin—. Se plantó ante nosotras, delante de la propia Elaida, e insistió en que el tratamiento que se te estaba dando era ilegal. Cosa que, probablemente, es cierta. Aunque no seas una Aes Sedai no tendrían que haberte tenido en unas condiciones tan terribles. —Saerin miró a Egwene—. Silviana exigió tu liberación. Yo diría que parece respetarte mucho. Al hablar de cómo recibías sus castigos se le notaba orgullo en la voz, como si fueras una estudiante que había aprendido bien la lección. Denunció a Elaida y pidió que fuera destituida como Amyrlin. Fue… En verdad extraordinario.
—Por la Luz… —se asombró Egwene—. ¿Qué le hizo Elaida?
—Le ordenó que se pusiera el vestido de novicia —informó Saerin—. Eso ocasionó un escándalo en la Antecámara. —Saerin hizo una pausa—. Silviana se negó, por supuesto. Elaida ha anunciado que será neutralizada y ejecutada. La Antecámara no sabe qué hacer.
—¡Luz! —exclamó Egwene con una punzada de miedo—. ¡No debe ser castigada! Tenemos que impedir tal cosa.
—¿Impedir? ¡Pequeña, el Ajah Rojo se está desmoronando! Se revuelven unas contra otras, igual que lobos que atacan a miembros de su manada. Si a Elaida se le consiente que lleve adelante su propósito de ejecutar a una hermana de su propio Ajah, todo el apoyo que tuviera en sus filas se evaporará. Vaya, pero si no me sorprendería que, cuando pase la tormenta y las cosas vuelvan a la normalidad, nos encontremos con que el Ajah se ha debilitado tanto a sí mismo que te sería fácil disolverlo y acabar con él para siempre.
—Pero es que no quiero disolverlo —argumentó Egwene—. ¡Saerin, ése es uno de los problemas en la forma de pensar de Elaida, para empezar! La Torre Blanca necesita a todos los Ajahs, incluso al Rojo, para afrontar lo que se avecina. De ningún modo podemos permitirnos perder a una mujer como Silviana sólo para demostrar que nos asiste la razón. Reúne todo el apoyo que puedas. Hemos de movernos con celeridad para detener esta burda parodia.
—¿De verdad crees que tienes controladas las cosas aquí, pequeña? —preguntó la Marrón con un parpadeo.
Egwene le sostuvo la mirada antes de preguntar a su vez:
—¿Quieres controlarlas tú?
—¡Luz, no!
—Bien, pues, ¡deja de ponerme trabas y muévete! Hay que destituir a Elaida, sí, pero no podemos permitir que toda la Torre se nos desmorone encima mientras llega el momento de llevarlo a cabo. ¡Regresa a la Antecámara y mira qué puedes hacer para detener esto!
De hecho, Saerin asintió con la cabeza en un gesto de respeto antes de alejarse por un pasillo lateral. Egwene se volvió y lanzó una mirada a las dos ayudantes Rojas.
—¿Habéis oído lo que se ha dicho aquí?
Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Claro que lo habían oído.
—Imagino que querréis ir a comprobar por vosotras mismas lo que ocurre —les sugirió Egwene—. ¿Qué hacéis todavía aquí?
Las dos mujeres la miraron con gesto contrariado.
—El escudo —aclaró Barasine—. Se nos ha dado instrucciones de que haya siempre dos hermanas al menos para mantenerlo.
—Oh, es por eso… —Egwene respiró hondo—. Bien, y si juro que no abrazaré el Poder hasta que esté de nuevo bajo la custodia de otra hermana Roja, ¿será garantía suficiente para vosotras?
Las dos la observaron con suspicacia.
—Ya lo imaginaba —dijo Egwene. Se volvió hacia un grupo de novicias que se encontraban en un pasillo lateral haciendo como si fregaran los azulejos de la pared mientras miraban boquiabiertas a Egwene—. Tú —señaló a una de ellas—. Marsial, ¿verdad?
—Sí, madre —respondió con un graznido la muchacha.
—Ve a buscar un poco de infusión de horcaria. Katerine tendrá algo en el estudio de la Maestra de las Novicias, que no está lejos. Dile que Barasine la necesita para usarla conmigo. Cuando la tengas, llévala a mis aposentos.
La novicia salió disparada a cumplir el encargo.
—Me tomaré la dosis y entonces una de vosotras al menos podrá irse —comentó Egwene—. Vuestro Ajah se está desmoronando y va a necesitar de todas las mentes lúcidas que puedan acudir; tal vez podréis convencer a vuestras hermanas de que es imprudente permitir que Elaida ejecute a Silviana.
Las dos Rojas intercambiaron una mirada de incertidumbre; después, la larguirucha cuyo nombre Egwene ignoraba, maldijo entre dientes y se alejó a paso rápido en medio del frufrú de la falda. Barasine la llamó, pero la otra Roja no hizo caso.
Barasine miró a Egwene y masculló algo en voz baja, pero no se marchó.
—Esperaremos que traigan la horcaria —dijo, sosteniendo la mirada a Egwene—. Sigamos hacia tu habitación.
—De acuerdo, pero cada minuto de retraso podría costaros muy caro.
Subieron la escalera hasta el nuevo sector de las novicias, que se encontraba incrustado junto a la parte que quedaba del sector Marrón en la Torre. Se detuvieron ante la puerta de Egwene para esperar la horcaria. Mientras aguardaban en el pasillo, las novicias empezaron a agruparse alrededor. En los pasillos alejados, algunas hermanas y sus Guardianes se movían por ellos con un aire de urgencia. Con suerte, la Antecámara conseguiría hacer algo para frenar a Elaida. Si esa mujer llegaba al extremo de ejecutar a hermanas por el mero hecho de estar en desacuerdo con ella…
La novicia —desorbitados los ojos— llegó por fin con una copa y un paquetito de hierbas. Barasine lo examinó y por lo visto lo encontró a su satisfacción, porque lo volcó en la taza, que después tendió a Egwene con impaciencia. Suspirando, Egwene la aceptó y apuró la infusión. La dosis era suficiente para impedir que encauzara siquiera un hilillo, pero con suerte no estaría tan fuerte que la dejara inconsciente.
Barasine se dio media vuelta y se alejó a toda prisa, dejando a Egwene sola en el pasillo. Y no sólo eso, sino también en condiciones de hacer lo que quisiera. No se le presentaban muchas oportunidades así.
En fin, tendría que ver qué podía sacar de ello. Pero antes debía cambiarse ese sucio vestido manchado de sangre y también asearse. Abrió la puerta de su habitación.
Y se encontró a una persona sentada dentro.
—Hola, Egwene —saludó Verin, y dio un sorbo a una humeante taza de té—. ¡Vaya! Empezaba a preguntarme si tendría que asaltar esa celda en la que estabas encerrada para poder hablar contigo.
Egwene hizo un esfuerzo para salir de la estupefacción. ¿Verin? ¿Cuándo había regresado esa mujer a la Torre Blanca? ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía?
—Pues ahora no tengo tiempo, Verin —respondió mientras abría con rapidez el pequeño ropero donde guardaba el otro vestido de repuesto—. Tengo cosas que hacer.
—Mmmm… Sí —se mostró de acuerdo Verin, que dio otro sorbo de té—. Supongo que sí. Por cierto, ese vestido que llevas es verde.
Egwene frunció el entrecejo al oír aquella absurda frase y bajó la vista hacia el vestido. Pues claro que no era verde. ¿A qué diantres jugaba Verin? ¿Es que se había vuelto…?
De pronto se quedó paralizada y miró a la mujer.
Lo que había dicho era una mentira. ¡Verin podía mentir!
—Sí, imaginé que eso te llamaría la atención —dijo Verin con una sonrisa—. Deberías sentarte. Tenemos mucho que hablar y poco tiempo para hacerlo.