Siuan se despertó sobresaltada. Algo iba mal. Algo iba muy, pero que muy mal. Al tiempo que se levantaba de su jergón, una sombra empezó a moverse al otro lado de la tienda. Se oyó el chirrido metálico de una hoja de acero al ser desenfundada. Siuan se quedó inmóvil, abrazó la Fuente de manera instintiva e hizo aparecer una esfera de luz.
Gareth Bryne estaba de pie, alerta, empuñando la desnuda espada con la marca de la garza, lista para arremeter. Iba vestido sólo con la ropa interior, y Siuan tuvo que refrenarse para no mirar el cuerpo bien musculado, mucho más en forma que el de la mayoría de los hombres a los que les doblaba la edad.
—¿Qué sucede? —preguntó él, tenso.
—¡Luz! —respondió Siuan—. ¿Dormís con la espada?
—Siempre.
—Egwene se encuentra en peligro.
—¿En qué tipo de peligro?
—No lo sé —reconoció Siuan—. Estábamos reunidas y ella desapareció de pronto. Creo… Me temo que Elaida puede haber decidido ejecutarla. O al menos sacarla de la celda para… hacerle algo.
Bryne no preguntó más detalles. Envainó la espada y fue a ponerse unos pantalones y una camisa. Siuan aún llevaba la blusa y la falda —ahora arrugada— de color azul. Tenía por costumbre cambiarse de ropa al finalizar las reuniones con Egwene, cuando Bryne llevaba ya rato dormido.
Sentía una ansiedad que no podía describir. ¿Por qué estaba tan nerviosa? No era inusual que algo despertara a una persona mientras se encontraba en el Tel’aran’rhiod.
Sin embargo, Egwene no era como la mayoría de la gente. Ella dominaba el Mundo de los Sueños. Si algo la hubiera despertado accidentalmente, una vez resuelta la situación habría vuelto para calmar la preocupación de Siuan. Pero no había regresado, a pesar de que Siuan la había esperado durante lo que le pareció una eternidad.
Bryne se acercó a ella abotonándose el alto cuello de la chaqueta del uniforme; lucía tres estrellas en la pechera izquierda y charreteras doradas en los hombros. También vestía el pantalón gris del protocolario uniforme.
—¡General Bryne! ¡Mi general! —llamó una voz agitada desde fuera.
Bryne miró primero a Siuan y luego a las lonas de entrada de la tienda.
—Adelante —dio permiso Bryne.
Un soldado joven con el cabello negro bien arreglado entró en la tienda y lo saludó de manera brusca. No se disculpó por despertarlo a esas horas de la noche; Bryne había facultado a sus hombres para que lo despertaran en caso de necesidad.
—Un informe de los exploradores, señor. Algo sucede en la ciudad.
—¿«Algo», Tijds? —preguntó Bryne.
—Los exploradores no están seguros, señor —respondió el joven, que torció el gesto—. Cielo cubierto, noche cerrada. Los visores de lentes no sirven de mucho. Se han observado estallidos de luz cerca de la Torre, como un espectáculo de los Iluminadores, pero hay sombras en el cielo.
—¿Engendros de la Sombra? —preguntó de nuevo Bryne mientras abandonaba la tienda.
El joven soldado y Siuan, esfera de luz en mano, lo siguieron. La luna era tan sólo una fina rodaja en el cielo y, con esas nubes perpetuas, ver algo resultaba difícil. En derredor, las tiendas de los oficiales seguían sumidas en la oscuridad del sueño nocturno. La única luz que se distinguía con claridad era la de las hogueras encendidas por los guardias de la entrada del recinto empalizado.
—Podrían ser Engendros de la Sombra, milord —respondió el soldado, que apretó el paso para alcanzar a Bryne—. Corren historias sobre criaturas de la Sombra que vuelan como éstas, pero los exploradores no saben con seguridad qué es lo que ven. Lo que se puede asegurar, no obstante, es que hay estallidos de luz.
Bryne asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la entrada al tiempo que impartía órdenes:
—Alertad a la guardia nocturna. Los quiero despiertos y equipados, por si acaso. Que los corredores lleven el mensaje a los diferentes puestos del cerco a la ciudad. ¡Y conseguidme más información!
—¡Sí, señor! —El soldado saludó y echó a correr.
Bryne miró a Siuan a la luz de la esfera luminosa que flotaba por encima de la mano de la mujer.
—Los Engendros de la Sombra no se atreverían a atacar la Torre Blanca —empezó Bryne—. A menos que contaran con un apoyo terrestre considerable y, sinceramente, dudo que haya cien mil trollocs esperando tras la casi inexistente cobertura que proporcionan estas llanuras. ¿Qué diantres sucede?
—Los seanchan —respondió Siuan, que notó un nudo en el estómago—. ¡Tripas de pescado, Gareth! Tienen que ser ellos. Egwene lo predijo.
—Sí —dijo Bryne asintiendo con la cabeza—. Los rumores dicen que los seanchan montan Engendros de la Sombra.
—Bestias voladoras, no Engendros de la Sombra —lo corrigió Siuan—. Egwene dice que se llaman raken.
El hombre la miró dubitativo.
—Y ¿cómo es posible que los seanchan sean tan imprudentes que atacan sin contar con apoyo terrestre?
Siuan asintió. Siempre había pensado que el ataque seanchan contra la Torre Blanca sería una invasión a gran escala y, según Egwene, aún faltaban meses para que sucediera. ¡Luz! Por lo visto Egwene también se equivocaba.
Bryne se volvió para mirar las hogueras; el fuego estaba bien alimentado por la noche, e irradiaban luz frente a la empalizada. En el interior del recinto cercado, los oficiales empezaban a despertarse y a avisar a las tiendas contiguas. Candiles y farolillos comenzaron a encenderse.
—Bien —asintió Bryne—, mientras sigan atacando Tar Valon, no es problema nuestro. Sólo tenemos que…
—Voy a sacarla de allí —lo interrumpió Siuan, sorprendiéndose incluso a sí misma.
Bryne giró con rapidez sobre sus talones y se acercó a ella. Por la luz de la esfera, Siuan vio que el general tenía en la cara una sombra de barba que le había empezado a crecer por la noche.
—¿Qué?
—Hemos de ir allí a buscar a Egwene. ¡Este ataque nos ofrece una oportunidad perfecta, Gareth! Podemos entrar y sacarla sin que nadie se dé cuenta.
Bryne la miraba con fijeza.
—¿Qué? —preguntó Siuan.
—Disteis vuestra palabra de no rescatarla, Siuan —respondió él.
¡Luz! Qué bonito era oírle decir su nombre. «¡Céntrate!», se reprendió Siuan para sus adentros.
—Eso no importa ahora. Está en peligro y nos necesita —dijo en voz alta.
—No quiere nuestra ayuda —le contestó Bryne con severidad—. Tenemos que centrarnos en que nuestro ejército se mantenga a salvo. La Amyrlin está segura de saber cuidar de sí misma.
—Yo también lo creía y mirad cómo he terminado —respondió Siuan. Negó con la cabeza y miró la lejana Torre de Tar Valon. Una explosión de luz la iluminó ligeramente durante unos instantes—. Cuando Egwene habla acerca de los seanchan, siempre se estremece. Pocas cosas la alteran. Ni los Renegados, ni el Dragón Renacido. Gareth, no sabéis lo que los seanchan hacen a las mujeres que encauzan. —Siuan lo miró a los ojos—. Tenemos que ir a buscarla.
—No tomaré parte en esto —respondió con terquedad Bryne.
—De acuerdo —barbotó Siuan casi escupiendo las palabras. ¡Menudo estúpido!—. Id a cuidar de vuestros hombres. Creo saber quién me ayudará.
Siuan echó a andar en dirección a una tienda en el interior de la empalizada.
Egwene apoyó la espalda contra la pared del pasillo para no perder el equilibrio mientras toda la Torre se sacudía de nuevo. Incluso las piedras temblaban. Laminillas de argamasa caían del techo y un azulejo de la pared se soltó y se hizo trizas en el suelo. Nicola chilló y se asió a Egwene con todas sus fuerzas.
—¡El Oscuro! —gritó—. ¡La Última Batalla! ¡Ya está aquí!
—¡Nicola! —espetó Egwene mientras se erguía—. Contrólate. No es la Última Batalla. Son los seanchan.
—¿Los seanchan? ¡Pero si creía que se trataba de un rumor!
«Estúpida muchacha», pensó Egwene, que echó a andar a toda prisa por un pasillo lateral. Nicola corría a pasitos cortos detrás de ella, con el candil. A Egwene no le falló la memoria y, tal como recordaba, en el siguiente pasillo se encontraron el muro exterior de la Torre, por lo que había una ventana que daba fuera. Hizo una seña a Nicola para que se apartara a un lado y después se arriesgó a echar una ojeada a la oscuridad de la noche.
Y claro que en la negrura del cielo distinguió el perfil de unas formas oscuras que aleteaban en el aire. Demasiado grandes para tratarse de raken. Entonces, eran to’raken. Se lanzaban en picado, muchos de ellos envueltos en tejidos relucientes y vibrantes a los ojos de Egwene. Estallidos de fuego surgían de repente e iluminaban parejas de mujeres montadas a lomos de los to’raken: damane y sul’dam.
Allá abajo, partes de las alas de la Torre estaban envueltas en llamas y, para su espanto, Egwene vio varios agujeros enormes abiertos en los lados de la Torre. Los to’raken se aferraban a la pared de la Torre y trepaban como murciélagos a los agujeros para descargar soldados y damane dentro del edificio. Mientras Egwene observaba, uno de los to’raken saltó al vacío desde la pared. El picado desde esa altura le permitió alcanzar la velocidad requerida para remontar el vuelo cerca del suelo. No era tan grácil como los raken, más pequeños, pero su jinete hizo un gran trabajo y consiguió dirigirlo de vuelta al aire. La criatura pasó junto a la ventana desde la que miraba Egwene y el viento levantado a su paso le echó el cabello hacia atrás. Egwene oyó gritos débiles mientras el to’raken pasaba de largo. Gritos aterrorizados.
No era un ataque a gran escala. ¡Era una incursión! ¡Un asalto para capturar marath’damane! Egwene se apartó a un lado cuando un estallido de fuego pasó zumbando frente a la ventana y alcanzó la pared a corta distancia. Oyó el estruendo de piedras cayendo y la torre se sacudió con violencia. Polvo y humo impulsados por el estallido se extendieron por el pasillo donde desembocaba aquel en el que se encontraban ellas.
Enseguida aparecerían soldados. Soldados y sul’dam. Con esas horrendas correas. Egwene se estremeció y se ciñó con los brazos. El frío metal sin fisuras ni uniones. Revivió la náusea, la degradación, el pánico, la desesperación y, para su vergüenza, la culpabilidad de no servir a su ama con su máxima capacidad. Recordaba la mirada acosada de una Aes Sedai cuando consiguieron quebrantarla. Sobre todo, recordaba su propio terror.
El terror de comprender que, con el tiempo, acabaría siendo como las demás: otra esclava más, feliz de poder servir.
La Torre tembló. A lo lejos, el fuego brillaba en los pasillos, acompañado por gritos y chillidos de desesperación. Olía a humo. ¡Oh, Luz! ¿De verdad estaba pasando aquello? No volvería a vivir lo mismo. No permitiría que la atasen a la correa otra vez. ¡Tenía que escabullirse! Tenía que ocultarse, huir, escapar…
¡No!
Se puso erguida.
No, no huiría. Era la Amyrlin.
Nicola, acurrucada en el suelo contra la pared, lloriqueaba.
—Vienen por nosotras —susurró—. ¡Oh, Luz, vienen por nosotras!
—¡Que vengan! —bramó Egwene mientras se abría a la Fuente.
Gracias a la Luz, había pasado bastante tiempo para anular un poco el efecto de la horcaria y consiguió absorber un chorrillo mínimo de Poder.
Era pequeño, tal vez la menor cantidad de Poder que había encauzado en toda su vida. Ni siquiera podría tejer un filamento de Aire para levantar un trozo de papel, pero sería suficiente. Tenía que bastar.
—¡Lucharemos! —declaró.
Nicola sorbió por la nariz y alzó la vista hacia ella.
—¡Pero si apenas podéis encauzar, madre! —gimió—. Lo veo. ¡No podemos combatirlos!
—Podemos y lo haremos —afirmó Egwene con certeza—. ¡En pie, Nicola! Eres una iniciada de la Torre, no una medrosa moza vaqueriza.
La chica alzó la vista de nuevo.
—Te protegeré —le dijo Egwene—. Lo prometo.
Al parecer la muchacha recobró el ánimo y se puso de pie; Egwene echó un vistazo hacia el lejano pasillo donde había sonado la explosión. Estaba oscuro, con las lámparas apagadas, pero le pareció distinguir unas sombras. Se internarían en el edificio y atarían a la correa a cualquier mujer con la que toparan.
Se volvió a mirar hacia el otro lado. En aquella dirección todavía sonaban gritos amortiguados. Eran los que había oído después de que Nicola la despertara. Ignoraba dónde estaría la guardiana Roja apostada en su puerta y, a decir verdad, tampoco le importaba mucho.
—Vamos —dijo al tiempo que echaba a andar asida al minúsculo hilo de Poder como se aferraría a una cuerda de salvamento una persona que se estuviera ahogando.
Nicola la siguió; todavía sorbiendo las lágrimas, pero la siguió. Unos instantes después Egwene descubría lo que había confiado en encontrar. El pasillo se hallaba repleto de muchachas, algunas con el vestido blanco, otras en camisón. Las novicias estaban apretujadas unas contra otras, y muchas chillaban con cada explosión que sacudía la Torre. Seguramente habrían querido encontrarse abajo, donde había estado siempre el sector de las novicias.
—¡La Amyrlin! —exclamaron varias al entrar Egwene en el pasillo.
Daba pena verlas, presas de terror, iluminadas por velas sujetas por manos temblorosas. Las preguntas brotaron con la rapidez y el empuje de las setas de chopo en primavera:
—¿Qué ocurre?
—¿Nos están atacando?
—¿Es el Oscuro?
Egwene levantó las manos y las chicas, gracias a la Luz, se callaron.
—Los seanchan están atacando la Torre —informó con voz sosegada—. Vienen a capturar mujeres encauzadoras y tienen medios para obligar a esas mujeres a servirlos. No es la Última Batalla, pero corremos un grave peligro. No voy a permitir que se lleven a ninguna de vosotras. Sois mías.
El pasillo se sumió en el silencio. Las chicas la miraban esperanzadas, nerviosas. Había cincuenta, o puede que más. Tendría que arreglarse con ellas.
—Nicola, Jasmen, Yeteri, Inala —nombró Egwene a algunas de las que estaban entre las novicias más fuertes en el Poder—. Adelantaos. Las demás, prestad mucha atención. Voy a enseñaros algo.
—¿El qué, madre? —preguntó una de las chicas.
«Esto tiene que funcionar», se dijo Egwene para sus adentros.
—Voy a enseñaros cómo coligaros —anunció en voz alta.
Se oyeron muchos respingos. Egwene sabía que eso no se les enseñaba a las novicias, ¡pero así evitaría que las sul’dam encontraran presas fáciles en el sector de las novicias!
Enseñarles el método llevó largos y angustiosos minutos porque cada dos por tres se producía otra explosión seguida de más gritos. Las novicias estaban asustadas y a muchas les costaba trabajo abrazar la Fuente, cuanto más aprender una técnica nueva. Durante su aprendizaje Egwene había dominado el tejido tras unos pocos intentos, pero con las novicias la asimilación del proceso se alargó cinco tensísimos minutos.
Nicola era una ayuda —había aprendido a coligarse en Salidar— y colaboraba en las demostraciones. Mientras practicaban, Egwene se unió a Nicola. La joven novicia se había abierto a la Fuente, pero se detuvo justo a punto de rendirse al Poder y dejó que Egwene lo absorbiera a través de ella. ¡Funcionaba, bendita fuera la Luz! Egwene sintió una oleada exultante cuando el Poder Único —que tanto tiempo le había sido negado en cantidades significativas— fluyó en ella. ¡Qué dulce era! El mundo parecía más vibrante a su alrededor, los sonidos eran más gratos, los colores más hermosos.
Sonrió por la emocionante sensación. Percibía a Nicola, notaba su miedo, las emociones que bullían dentro de la joven. Egwene había formado parte de suficientes círculos para saber cómo separarse de Nicola, pero Egwene recordaba aquella primera vez y la sensación de ser arrastrada hacia algo mucho más grande que ella.
Se necesitaba una habilidad especial para abrirse a un círculo. No era difícil de aprender, pero tampoco disponían de tiempo. Por suerte, algunas de las muchachas lo pillaron enseguida. Yeteri, una rubia bajita que estaba en camisón, fue la primera. Inala, una larguirucha domani de tez cobriza, tampoco tardó mucho más. Egwene se apresuró a formar un círculo con Nicola y las otras dos novicias. El Poder fluyó en su interior.
A continuación hizo que las otras se pusieran a practicar. Por las conversaciones sostenidas con las novicias durante su estancia en la Torre, tenía una vaga idea de cuáles eran más diestras con los tejidos, así como las más sensatas. No siempre coincidían en las mismas chicas esas cualidades con la de ser fuertes en el Poder, pero eso no tendría importancia si contaban con la fuerza del círculo respaldándolas. Egwene las apremió a formar grupos mientras explicaba cómo aceptar la Fuente a través de una coligación. Con suerte, al menos algunas de ellas lo captarían.
Lo importante era que Egwene asía ahora el Poder, una cantidad aceptable, casi tanto como manejaba sin sufrir los efectos de la horcaria. Sonrió con expectación y empezó un tejido cuya complejidad dejó sobrecogidas a varias novicias.
—Lo que estáis viendo —advirtió Egwene— es algo que no debéis intentar hacer, ni siquiera las que dirijáis los círculos. Es muy difícil y aún más peligroso.
Una fina línea de luz hendió el aire al fondo del pasillo y rotó sobre sí misma. Egwene confiaba en que el acceso se abriera en la ubicación correcta; se guiaba por las indicaciones de Siuan, que habían sido un tanto vagas, aunque también tenía la descripción original de aquel sitio a través de Elayne.
—Asimismo —añadió en tono severo—, no repetiréis este tejido para nadie sin mi permiso expreso, ni siquiera a otra Aes Sedai.
Dudaba que se diera el caso, ya que el tejido era complejo y pocas novicias tendrían ya la habilidad requerida para repetirlo.
—¡Madre! —dijo con un timbre agudo una chica de nariz aguileña llamada Tamala—. ¿Vais a escapar? —En la voz de la muchacha había miedo y también no poca esperanza, como si pensara que Egwene iba a llevarla también.
—No —repuso con firmeza—. Regresaré dentro de unos instantes. ¡Y, cuando vuelva, quiero ver formados al menos cinco buenos círculos!
Con Nicola y sus otras dos ayudantes pisándole los talones, entró por el acceso a una estancia oscura. Tejió una esfera de luz, y el resplandor reveló un almacén con estantes que cubrían las paredes. Soltó un suspiro de alivio. Había salido a la ubicación correcta.
Esos estantes, así como dos filas cortas de repisas que sobresalían en el suelo, estaban repletos de objetos de diseños curiosos. Globos de cristal, estatuillas exóticas; aquí, un colgante de cristal al que la luz arrancaba reflejos azules; allá, una colección de guanteletes de metal con los puños guarnecidos de gotas de fuego. Egwene entró en la habitación, y las tres novicias se quedaron mirando de hito en hito, maravilladas. Seguramente percibían lo que Egwene sabía: que eran objetos del Poder Único, ter’angreal, angreal, sa’angreal. Reliquias de la Era de Leyenda.
Egwene recorrió los estantes con la mirada. Los objetos de Poder resultaban terriblemente peligrosos de usar si no se sabía con exactitud su función. Cualquiera de esas cosas podría matarla. Si sólo…
Sonrió de oreja a oreja y se subió a una repisa para alcanzar la vara blanca y estriada, larga como su antebrazo, que descansaba en el estante de arriba. ¡La había encontrado! La sostuvo con aire reverente durante unos instantes y después buscó el Poder Único a través de la vara. Un torrente asombroso, casi abrumador, fluyó a través de ella.
Yeteri ahogó un grito al notarlo. Pocas mujeres habían absorbido jamás tanto Poder. La inundó como si lo hubiera absorbido con una profunda inhalación; le entraron ganas de gritar de gozo. Miró a las tres novicias con una gran sonrisa.
—Ahora sí estamos preparadas —les dijo.
Que intentaran las sul’dam escudarla mientras empuñaba uno de los sa’angreal más poderosos que poseían las Aes Sedai. ¡La Torre Blanca no caería mientras ella fuera Amyrlin! Al menos, no sin antes librar una batalla que rivalizaría con el mismísimo Tarmon Gai’don.
Siuan encontró iluminada la tienda de Gawyn, con la sombra del joven proyectada en las paredes de lona mientras él se movía dentro. La tienda estaba montada sospechosamente cerca del puesto de guardia; le habían dado permiso para instalarse dentro de la empalizada, quizá con la intención de que Bryne —y los soldados de guardia— no lo perdieran de vista.
Bryne —más puñetero y cabezota que un pulpo— no se quedó en la entrada de la empalizada como ella le dijo, sino que la siguió, maldiciendo y llamando a sus asistentes para que fueran con él, en vez de reunirse todos en el puesto de guardia. Siuan llegaba a la tienda del joven Gawyn cuando Bryne, apoyada la mano en el pomo de la espada, apareció detrás de ella y la miró con aire descontento. ¡Bien, pues, no iba a permitirle ser juez de su honor! Haría lo que le diera la gana.
Aunque hacerlo casi seguro que tendría por resultado que Egwene se enfadara mucho, mucho, con ella. «Pero al final lo agradecerá», pensó.
—¡Gawyn! —bramó desde fuera.
El apuesto joven salió a toda prisa de la tienda dando brincos para meterse la bota izquierda a base de pisotones. Llevaba la espada envainada en la mano, con el cinturón a medio poner.
—¿Qué? —preguntó a la par que recorría el campamento con la mirada—. ¿Nos atacan?
—No. —Siuan lanzó una ojeada a Bryne—. Pero quizás a Tar Valon sí.
—¡Egwene! —gritó Gawyn mientras acababa de abrocharse el cinturón a toda prisa. Luz, ese chico era de ideas fijas.
—Muchacho —empezó Siuan, cruzada de brazos—, estoy en deuda contigo por sacarme de Tar Valon. ¿Querrás aceptar mi ayuda para entrar en la ciudad y saldar esa deuda contigo?
—¡Con gusto! —accedió, anhelante, Gawyn, que metió la espada en el cinturón—. ¡Quedará saldada más que de sobra!
—Bien. Ve a buscar caballos. Es posible que sólo seamos nosotros dos.
—Correré el riesgo. ¡Por fin!
—No utilizaréis mis caballos en esa absurda misión —advirtió Bryne con severidad.
—En sus establos hay monturas que pertenecen a las Aes Sedai, Gawyn —informó Siuan, que hizo caso omiso de Bryne—. Ensilla una para mí. Una tranquila, ojo. Muy, muy tranquila.
Tras asentir con la cabeza, Gawyn echó a correr y se perdió en la noche. Siuan fue tras él a un paso más sosegado mientras discurría un plan. Todo sería mucho más fácil si fuera capaz de crear un acceso, pero no tenía suficiente fuerza en el Poder para ese tejido. Habría tenido de sobra antes de que la neutralizaran, claro, pero desear que las cosas fueran diferentes era tan inútil como desear que el lucio plateado que uno había capturado fuera en cambio un pez lanceta. Se vendía lo que se tenía y se agradecía cualquier clase de captura conseguida.
—Siuan —empezó en voz queda Bryne, que se acercó a ella. ¡Por qué no la dejaba en paz!—. Escuchadme. ¡Esto es una locura! ¿Cómo vais a entrar?
—Shemerin salió —repuso.
—Eso fue antes de que poner sitio a la ciudad, Siuan. —Se notaba la exasperación del hombre en el tono de voz—. Ahora hay mucha más vigilancia.
—Shemerin estaba vigilada estrechamente —repuso mientras negaba con la cabeza—. Salió por la boca de una especie de canal cubierto que da al río; apuesto a que no está vigilado, ni siquiera ahora. Yo ignoraba que existía, y fui Amyrlin. Tengo un plano con la localización.
Bryne vaciló un momento; entonces endureció el gesto.
—Eso no importa. Los dos solos no tendréis la menor oportunidad.
—Pues, entonces, venid con nosotros —replicó Siuan.
—No tomaré parte en algo que os haga romper de nuevo un juramento.
—Egwene dijo que podíamos intervenir si creíamos que corría peligro de que la ejecutaran —arguyo Siuan—. ¡Me dijo que entonces sí permitiría que la rescatáramos! Bien, pues, por la forma en que desapareció de nuestra reunión esta noche, me inclino a pensar que se encuentra en peligro.
—¡Pero ese peligro no proviene de Elaida, sino de los seanchan!
—No lo sabemos con seguridad.
—La ignorancia no es una excusa —dijo Bryne con seriedad, acercándose más a ella—. Habéis abusado en demasía de romper una promesa cuando os viene bien, Siuan, y no quiero que lo convirtáis en una costumbre. Aes Sedai o no Aes Sedai, Amyrlin o no Amyrlin, la gente ha de marcarse unas reglas y unos límites. ¡Eso, sin tener en cuenta el hecho de que probablemente conseguiréis que os maten al intentar lo que os proponéis!
—¿Y vais a impedírmelo? —Todavía abrazaba la Fuente—. ¿Creéis que seréis capaz de hacerlo?
El general rechinó los dientes, pero no dijo nada. Siuan le dio la espalda y echó a andar hacia las hogueras encendidas en la entrada del recinto empalizado.
—Condenada mujer —oyó maldecir a Bryne detrás—. Acabaréis conmigo.
Ella se volvió para mirarlo y enarcó una ceja.
—Iré —dijo Bryne, que asía con todas sus fuerzas la empuñadura de la espada envainada. Presentaba una estampa imponente en la noche, el corte recto de la chaqueta en consonancia con el gesto tirante del rostro—. Pero con dos condiciones.
—Decid.
—La primera es que me vinculéis como vuestro Guardián.
Siuan dio un respingo. ¿Qué él quería…? ¡Luz! ¿Bryne quería ser su Guardián? La asaltó una oleada de emoción.
Sin embargo, no se había planteado tomar un Guardián desde la muerte de Alric. Perderlo había sido una experiencia terrible. ¿Querría pasar de nuevo por lo mismo?
¿Se arriesgaría a dejar pasar la oportunidad de tener a ese hombre vinculado a ella, sentir sus emociones, tenerlo a su lado? ¿Después de todo lo que había soñado y todo lo que había deseado?
Con una sensación reverente, caminó de vuelta hacia Bryne y entonces puso una mano en el pecho del hombre, ejecutó los tejidos de Energía requeridos y los arraigó en él. El hombre inhaló con brusquedad cuando una nueva percepción floreció dentro de ambos, una nueva conexión. Siuan notaba sus emociones, la preocupación que sentía por ella, que era sorprendentemente intensa. ¡Estaba por encima de la preocupación que sentía por Egwene y la responsabilidad hacia sus soldados! «¡Oh, Gareth!», se emocionó, y se dio cuenta de que sonreía al percibir la dulzura del amor que le profesaba.
—Siempre me pregunté qué se sentiría —dijo Bryne mientras alzaba la mano y la cerraba y la abría varias veces a la luz de las antorchas. A juzgar por el timbre de la voz estaba asombrado—. ¡Ojalá pudiera darles esto a todos los hombres de mi ejército!
Siuan resopló con sorna.
—Dudo muchísimo que sus esposas y familias lo aprobaran —respondió.
—Lo aprobarían si de ese modo se consiguiera mantener vivos a los soldados —afirmó Bryne—. Sería capaz de correr mil leguas sin quedarme sin resuello. Podría enfrentarme a cien adversarios a la vez y reírme de todos ellos.
Siuan puso los ojos en blanco. ¡Hombres! Le había dado un vínculo profundamente personal y emocional con otra persona —uno que ni siquiera experimentarían unos esposos— ¡y todo lo que se le ocurría pensar era lo mucho que podría mejorar en el combate!
—¡Siuan! —llamó una voz—. ¡Siuan Sanche!
Se volvió. Gawyn, montado en un caballo negro, se acercaba. Otra montura trotaba detrás de él, una yegua marrón y peluda.
—¡Bela! —exclamó Siuan.
—¿Os parece apropiada? —preguntó Gawyn, algo jadeante—. Bela fue la montura de Egwene hace tiempo, creo recordar, y el jefe de cuadras dijo que era la más tranquila que tenía.
—Servirá a la perfección —contestó Siuan, que después se volvió hacia Bryne—. Dijisteis que había dos condiciones.
—Os diré la segunda más adelante. —Bryne aún parecía estar algo falto de aliento.
—Una respuesta muy ambigua. —Siuan se cruzó de brazos—. No me gusta prometer algo sin saber qué es.
—Bueno, pues, tendréis que hacerlo de todos modos —respondió Bryne, que le sostuvo la mirada.
—De acuerdo, pero más vale que no sea nada indecente, Gareth Bryne.
El hombre frunció el entrecejo.
—¿Qué? —inquirió Siuan.
—Es extraño —dijo él con una sonrisa—. Noto vuestras emociones ahora. Por ejemplo, diría que… —Se interrumpió y ella percibió que empezaba a sentirse un tanto azorado.
«¡Ha notado que casi quería que me exigiera algo indecente! —intuyó Siuan, consternada—. ¡Maldición!» Notó que se ruborizaba. Aquello iba a ser muy incómodo.
—¡Oh, por la Luz bendita! Acepto vuestros términos, grandísimo patán. ¡Moveos! Tenemos que marcharnos.
Él asintió con la cabeza.
—Dejad que aperciba a mis capitanes para que se encarguen de todo, en caso de que la lucha se extienda fuera de la ciudad. Llevaremos una guardia con los mejores cien hombres. Es un grupo lo bastante pequeño para entrar, dando por sentado que esa puerta sea realmente accesible.
—Lo será —afirmó ella—. ¡Id!
De hecho la saludó, el gesto impasible, pero Siuan percibía que por dentro se reía… y que probablemente él sabía que lo había notado. ¡Qué hombre tan insufrible! Se volvió hacia Gawyn que, sentado en su caballo, parecía desconcertado.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el joven.
—Que al final no iremos solos. —Siuan respiró hondo y después se armó de valor para subir a la silla de Bela. Los caballos no eran de fiar, ni siquiera esa yegua, aunque fuese mejor que la mayoría—. Lo cual significa que las oportunidades de sobrevivir el tiempo suficiente para rescatar a Egwene acaban de mejorar. Lo que es una suerte, ya que si llevamos a cabo lo que estamos a punto de acometer, seguro que después Egwene exigirá tener el privilegio de matarnos personalmente.
Adelorna Bastine corría por los pasillos de la Torre Blanca. Por una vez, lamentó el acrecentamiento de los sentidos que proporcionaba tener abrazado el Poder. Los olores le parecían más penetrantes, pero lo único que olía era madera quemada y carne consumiéndose. Los colores eran más intensos y lo único que veía eran cicatrices cenicientas en la piedra resquebrajada, allí donde las explosiones de las bolas de fuego habían impactado. Los sonidos eran más claros, pero sólo oía gritos, maldiciones y las llamadas roncas de esas bestias horrendas en el aire.
Avanzó a trompicones por un pasillo oscuro, respirando con jadeos, hasta que llegó a una intersección. Se detuvo y se llevó la mano al pecho. Tenía que encontrar grupos de oposición; Luz, no podían haber caído todas, ¿verdad? Un puñado de Verdes había estado luchando con ella. Había visto morir a Josaine con un tejido de Tierra que destruyó la pared que estaba al lado y había visto que capturaban a Marthera con alguna clase de correa metálica que le ciñeron al cuello. Adelorna no sabía dónde estaban sus Guardianes. A uno lo habían herido. Otro vivía. El último… No quería pensar en eso. Quisiera la Luz que al menos pudiera llegar enseguida al herido Talric.
Se enderezó y se limpió la sangre que le goteaba de la frente, donde una lasca de piedra la había alcanzado. Había tantos invasores, con esos extraños yelmos y esas mujeres utilizadas como armas. ¡Y qué diestras eran con aquellos tejidos mortíferos! Adelorna se sentía avergonzada. ¡Y se llamaban a sí mismas el Ajah de Batalla! Las Verdes que habían combatido a su lado sólo había aguantado unos minutos antes de caer derrotadas.
Respirando con agitación, siguió pasillo abajo. Se mantuvo apartada de la pared exterior de la Torre, donde era más probable que se topara con los invasores. ¿Habría despistado a los que la perseguían? ¿Dónde se encontraba? ¿En el nivel veintidós? Había perdido la cuenta de los huecos de escalera por los que había huido.
De pronto se quedó paralizada; percibía encauzadoras acercándose por la derecha. Podrían ser invasoras o podían ser hermanas. Vaciló, pero apretó los dientes. ¡Era la Capitán General del Ajah Verde! No podía huir y esconderse.
Del pasillo en cuestión irradió la luz de una antorcha que proyectaba las sombras ominosas de soldados con extrañas armaduras. Un pelotón de invasores apareció doblando la esquina del pasillo; llevaban un par de mujeres con ellas, de las que estaban conectadas por una correa. Adelorna soltó un corto grito a su pesar y salió disparada tan deprisa como los pies podían llevarla. Sintió el empuje de un escudo, pero asía el saidar con demasiada firmeza y dobló la siguiente esquina antes de que se encajara a su alrededor y la aislara de la Fuente. Siguió huyendo, aturdida, jadeante.
Dobló en otra esquina y casi se precipitó por un agujero abierto en la pared exterior de la Torre. Se tambaleó al borde del vacío al contemplar el cielo repleto de monstruos terribles y haces de fuego. Reculó a trompicones, con un grito, y dio la espalda al agujero. A su derecha había escombros y trepó por encima de las piedras. ¡Allí seguía el pasillo! Tenía que…
Un escudo se interpuso entre ella y la Fuente, está vez encajando a la perfección. Boqueó y cayó al suelo. ¡No permitiría que la apresaran! ¡No podían apresarla! ¡Eso no!
Intentó seguir adelante, pero un flujo de Aire le ciñó el tobillo y la arrastró por el suelo de baldosas rotas tirando de ella hacia atrás. ¡No! La llevaban directamente hacia el escuadrón de soldados, ahora acompañados por dos parejas de mujeres conectadas por correas. En cada par había una que llevaba un vestido gris y otra con vestido rojo y azul adornado con el dibujo de un rayo.
Otra mujer de rojo y azul se acercó; llevaba algo plateado en las manos. Adelorna gritó con rechazo mientras forcejeaba con el escudo. La tercera mujer se arrodilló con tranquilidad y le ciñó al cuello un collar plateado.
Aquello no estaba pasando. No podía estar pasando.
—Ah, muy bonita —dijo la tercera mujer hablando de un modo que arrastraba las palabras—. Me llamo Gregana, y tú serás Sivi. Sivi va a ser una buena damane, lo sé. He esperado mucho tiempo que llegara este momento, Sivi.
—No —susurró Adelorna.
—Sí. —Gregana sonrió de oreja a oreja.
Entonces, de forma inesperada, el collar se desabrochó del cuello de Adelorna y cayó al suelo. Gregana se quedó estupefacta durante un instante, antes de que la consumiera un estallido de fuego.
Adelorna abrió los ojos con sorpresa y reculó de la repentina radiación de calor. Un cadáver envuelto en un ennegrecido vestido rojo y azul se desplomó en el suelo ante ella, humeando y apestando a carne quemada.
Fue entonces cuando Adelorna fue consciente de la fuente encauzadora extremadamente poderosa que llegaba de atrás.
Los invasores chillaron y las mujeres de gris tejieron escudos. Eso resultó ser una mala decisión, ya que las correas de ambas se desataron cuando unas líneas retorcidas de Aire las soltaron con rápida destreza. Un instante después, una de las mujeres de rojo y azul desaparecía en un destello cegador mientras la otra quedaba envuelta en lenguas llameantes que semejaban serpientes atacando. Chilló y murió, y un soldado gritó. Debía de ser la orden de retroceder, porque los soldados huyeron dejando atrás a las dos aterradas mujeres a las que los filamentos de Aire habían desatado de la correa.
Adelorna se giró con incertidumbre. Una mujer de blanco se encontraba encima de un montón de escombros, a corta distancia, envuelta en un inmenso halo de poder, con el brazo extendido en dirección a los soldados que huían al tiempo que los seguía con una mirada intensa. La mujer se erguía como la encarnación de la venganza, el poder del saidar semejante a una tormenta a su alrededor. El propio aire parecía encendido, y el cabello castaño se agitaba con el aire que entraba por la grieta abierta en la pared. Egwene al’Vere.
—Deprisa —dijo Egwene.
Un grupo de novicias trepó por encima de los escombros y llegaron junto a Adelorna para ayudarla a ponerse de pie. La Verde se incorporó, estupefacta. ¡Estaba libre! Varias novicias se apresuraron a aferrar a las dos mujeres de gris, quienes, cosa sorprendente, se habían quedado de rodillas en el pasillo, sin hacer nada. Podían encauzar; Adelorna lo notaba. ¿Por qué no contraatacaban? En cambio, sollozaban.
—Ponedlas con las otras —ordenó Egwene, que pasó por los escombros y se asomó al exterior por la grieta de la pared—. Quiero… —Egwene se quedó muy quieta y después alzó las manos.
De repente, más tejidos surgieron alrededor de la joven. ¡Luz! ¿Era el sa’angreal de Vora lo que sostenía en la mano, la vara blanca estriada? ¿De dónde la había sacado Egwene? De la mano abierta de la joven salieron disparados rayos que zigzaguearon a través de la abertura de la pared y algo soltó un chillido ronco y cayó en el exterior. Adelorna, se acercó a Egwene mientras abrazaba la Fuente, sintiéndose una estúpida por dejar que la capturaran. Egwene arremetió de nuevo y otro de esos monstruos voladores cayó.
—¿Y si llevaban cautivas? —preguntó Adelorna mientras observaba la caída de una de las bestias envuelta en las llamas disparadas por Egwene.
—Entonces esas cautivas estarán mejor muertas —respondió la joven; se volvió hacia ella—. Créeme, sé lo que digo. —Se volvió hacia las novicias—. Retiraos del agujero, todas. Esos estallidos pueden haber llamado la atención.
Shanal, Clara, vigilad este agujero desde una distancia segura. Corred hacia nosotras si cualquier to’raken se posa aquí. No los ataquéis.
Las dos chicas asintieron en silencio y tomaron posiciones en los escombros. Las demás novicias se alejaron con premura, metiendo prisa a las dos extrañas mujeres invasoras que conducían. Egwene avanzó pasillo adelante detrás de las chicas, como un general en la línea de batalla. Y tal vez lo era. Adelorna apretó el paso para alcanzarla.
—Bien —empezó—, has hecho una gran labor para organizaros, Egwene, aunque es bueno que una Aes…
Egwene se paró en seco y la miró con aquellos ojos tan serenos, tan controlados.
—Estoy al frente hasta que la amenaza haya pasado. Puedes llamarme madre. Castígame después si has de hacerlo, pero de momento mi autoridad no ha de ser cuestionada. ¿Ha quedado claro?
—Sí, madre —se sorprendió diciendo Adelorna, conmocionada.
—Bien. ¿Dónde están tus Guardianes?
—Uno, herido. Otro a salvo, con el herido. Y uno, muerto.
—Luz, mujer, ¿y aún aguantas de pie?
Adelorna irguió la espalda.
—¿Acaso tengo otra opción?
Egwene asintió con la cabeza. ¿Por qué la mirada de respeto que le había dirigido obró de forma que la Verde se hinchó, enorgullecida?
—Bien, me alegro de contar contigo —dijo Egwene, que echó a andar otra vez—. Sólo hemos rescatado a otras seis Aes Sedai, ninguna del Verde, y estamos teniendo problemas para mantener a raya a los seanchan en las escaleras orientales. Le diré a una novicia que te enseñe cómo desatar los collares, pero no corras ningún riesgo. Por lo general, es mucho más fácil (y más seguro) matar a la damane. ¿Qué tal conoces los almacenes de angreal de la Torre?
—Muy bien.
—Excelente —dijo Egwene que, con aire absorto, ejecutó el tejido más complejo que Adelorna había visto nunca. Una línea de luz hendió el aire y después rotó sobre sí misma creando un agujero a la oscuridad—. Lucain, corre y di a las otras que aguanten. Enseguida volveré con más angreal.
Una novicia trigueña asintió con la cabeza y se alejó deprisa. Adelorna aún miraba el oscuro agujero.
—Viajar —dijo en un tono monótono—. Es cierto que lo has redescubierto. Creía que esa información sólo era un rumor dictado por el deseo de haberlo conseguido.
Egwene se volvió a mirarla.
—Nunca te lo habría enseñado si no fuera porque acaban de informarme que Elaida ha estado difundiendo el conocimiento de este tejido. Así pues, puede verse comprometido el secreto del conocimiento de Viajar, lo cual significa que quizá los seanchan lo sepan a estas alturas si por casualidad han tomado prisionera a cualquiera de las mujeres a las que Elaida enseñó.
—¡Por los pechos de una madre lactante!
—Y tanto —repuso Egwene con una mirada gélida—. Hemos de detenerlos y destruir todos los to’raken que veamos, lleven o no llevan cautivas. Si existe la menor posibilidad de impedirles que regresen a Ebou Dar con alguien que sabe Viajar, hemos de aprovecharla.
Adelorna asintió en silencio.
—Vamos —dijo Egwene—. Necesito saber qué objetos de este almacén son angreal. —Entró por el acceso.
Adelorna se quedó parada, aún impresionada por lo que había dicho Egwene.
—Podríais haber huido —dijo luego—. Podríais haber escapado en cualquier momento con el Viaje.
Egwene se volvió hacia ella y la miró a través del portal.
—¿Huir? —repitió—. Si me hubiese marchado no habría sido escapar de vosotras y de la Torre, Adelorna, habría sido abandonaros a vuestra suerte. Soy la Sede Amyrlin y mi sitio está aquí. No me cabe duda de que has oído que Soñé este ataque.
Adelorna sintió un escalofrío. Pues claro que lo había oído.
—Vamos —repitió Egwene—. Hemos de actuar con rapidez. Esto no es más que una incursión. Su objetivo es apresar a todas las encauzadoras que puedan y marcharse con ellas. El mío es asegurarme de que pierdan más damane que las Aes Sedai que capturen.