IX — La casa azur

Nuestro destino era una de esas estructuras agrandadas que se ven en las partes más viejas de la ciudad (y que yo sepa, sólo allí) en las que la acumulación y la interconexión de lo que originalmente eran edificios separados, producen una confusión de estilos arquitectónicos, con pináculos y torrecillas, donde los primeros constructores no habían querido más que techados. La nieve había caído aquí más pesadamente, o tal vez sólo había estado cayendo mientras viajábamos. Rodeaba el alto pórtico con informes montículos blancos, suavizando y borroneando el contorno de la entrada; se acumulaba en los alféizares; enmarcaba y borraba las cariátides de madera que sostenían los tejados; parecía prometer silencio, seguridad y secreto. En las ventanas inferiores había luces amarillentas. Las plantas superiores estaban a oscuras. A pesar de la nieve caída, alguien de dentro debió de haber oído nuestras pisadas. La puerta, grande, vieja y no ya en el mejor de sus estados, se abrió de golpe antes de que Roche pudiera llamar. Entramos y nos encontramos en un cuarto pequeño y estrecho como un alhajero, con las paredes y el techo recubiertos de satén azul. La persona que nos invitó a pasar, llevaba zapatos de suela gruesa e iba vestido de amarillo; el pelo corto y blanco, peinado hacia atrás, dejaba al descubierto una frente ancha y redondeada sobre una cara sin barba ni arrugas. Cuando al entrar pasé junto a él, descubrí que yo estaba mirándole el interior de los ojos como quien mira a través de una ventana. Y es que en verdad podrían haber sido de vidrio, tan pulidos y faltos de vida parecían… como el cielo en una sequía estival.

—Tienen suerte —dijo, y nos alcanzó a cada uno una copa—. No hay nadie aquí más que ustedes.

—Estoy seguro de que las chicas se sienten solas —respondió Roche.

—Lo están. Se sonríe usted… veo que no me cree, pero es así. Se quejan si hay mucho trabajo, pero se entristecen cuando no viene nadie. Todas intentarán fascinarlos, ya lo verán. Las elegidas se jactarán, una vez que ustedes se hayan marchado. Además, los dos son jóvenes y atractivos. —Hizo una pausa, y aunque no miraba fijamente, pareció observar a Roche más de cerca.— Usted ya ha estado antes aquí ¿no es cierto? Recuerdo el rojo subido del pelo. Muy lejos hacia el sur, en las tierras estrechas, los salvajes pintan un espíritu del fuego muy parecido a usted. Y su amigo tiene cara de exultante… eso es lo que más les gustará a mis muchachas. Entiendo por qué lo trajo aquí. —La voz del hombre podría haber sido de tenor o de contralto.

Se abrió otra puerta donde había un vidrio de color con la imagen de la Tentación. Entramos en un cuarto que parecía en parte, por la pequeñez del que acabábamos de abandonar, más espacioso que el edificio mismo. El techo tenía unos festones blancos de algo que parecía seda, lo que le daba el aire de un pabellón. Dos paredes estaban recubiertas de columnas… falsas, ya que no eran sino medios pilares encajados en la superficie pintada de azul; y el arquitrabe no era más que una moldura, pero mientras permanecimos en el centro del cuarto, el efecto fue impresionante y casi perfecto.

En el extremo más alejado de esta cámara, frente a las ventanas, había una silla de respaldo alto como un trono. Nuestro anfitrión se sentó, y casi en seguida oí una campanilla en algún lugar del interior de la casa. Mientras los ecos se extinguían, Roche y yo esperamos en silencio. De fuera no llegaba otro ruido que los golpes blandos de los copos. El vino prometía mantener el frío a raya y en unos pocos tragos vi el fondo de la copa. Era como si estuviera esperando el comienzo de alguna ceremonia en la capilla en ruinas. Pero era, a la vez, algo menos real y más serio.

—La chatelaine Barbea —nos anunció nuestro anfitrión.

Entró una mujer alta. Tenía un aspecto tan sereno, y era tan hermosa y vestía con tanto atrevimiento, que transcurrieron unos instantes antes de que pudiera darme cuenta de que no tendría más de diecisiete años. La cara era ovalada y perfecta, los ojos eran límpidos, la nariz pequeña y recta y la boca minúscula estaba pintada de modo que parecía todavía más pequeña. Los cabellos brillaban como oro bruñido, tanto que podrían haber sido una peluca de hilos dorados.

Avanzó un paso o dos hacia nosotros, y lentamente comenzó a girar adoptando un centenar de graciosas actitudes. Hasta ese momento nunca había visto una bailarina profesional, y aun hoy no creo haber visto a una tan hermosa como ella. No puedo transmitir lo que sentí mientras la observaba en ese cuarto extraño.

—Todas las bellezas de la corte están aquí para ustedes —dijo nuestro anfitrión—. Aquí, en la Casa Azur, llegadas con la noche desde los muros de oro para encontrar disipación en vuestro placer.

Medio hipnotizado como estaba, pensé que esta fantástica afirmación había sido hecha en serio.

—Con seguridad que eso no es cierto —dije.

—Ustedes vinieron en busca de placer ¿no es así? Si un sueño aumenta la alegría ¿por qué discutirlo? —Durante todo este tiempo la joven de cabellos dorados habían continuado aquella lenta danza sin acompañamiento.

Los instantes transcurrían.

—¿Le gusta? —preguntó nuestro anfitrión—. ¿La elige?

Yo iba a decir —en verdad iba a gritar, sintiendo que todo lo que había anhelado en una mujer estaba allí presente— que sí, que la elegía. Antes que recuperara el aliento, Roche dijo: —Veamos a algunas de las otras.

—La joven terminó su danza inmediatamente, hizo una reverencia y abandonó el cuarto.

—Pueden estar con más de una. Por separado o juntas. Tenemos algunas camas muy grandes. —La puerta se volvió a abrir.— La chatelaine Gracia.

Aunque esta joven parecía muy distinta, había mucho en ella que me recordaba a la chatelaine Barbea, que había venido antes. Tenía el pelo tan blanco como la nieve que caía tras las ventanas, lo que daba a su joven rostro un aire más juvenil todavía, y hacía que el cutis oscuro, pareciera aún más oscuro. Tenía (o al menos eso parecía) pechos más grandes y caderas más generosas. No obstante, sentí que no era imposible que se tratara de la misma mujer. Quizá se había cambiado de ropa, de peluca, y se había oscurecido la cara con cosméticos en pocos segundos, entre la salida de la una y la entrada de la otra. Era absurdo, pero tenía un elemento de verdad, como tantos otros absurdos. Había algo de idéntico en los ojos de las dos mujeres, en la expresión de las bocas, en el aire y la fluidez de los ademanes. Me recordaba algo que yo había visto en otra parte (no recordaba dónde) y que sin embargo era nuevo; y sentí que por algún motivo desconocido lo otro, lo que había conocido antes, era lo que yo prefería.

—Ésta está bien para mí —dijo Roche—. Ahora debemos encontrar algo para mi amigo. —La joven oscura, que no había bailado como la otra, sino que sólo se había mantenido en el centro del cuarto sonriendo muy ligeramente, permitió ahora que su sonrisa se hiciera algo más amplia, se acercó a Roche, se sentó en uno de los brazos de la silla y empezó a hablarle en susurros.

Cuando la puerta se abrió por tercera vez, nuestro anfitrión dijo: —La chatelaine Thecla.

Tal como yo la recordaba parecía realmente ella; pero ignoraba cómo podía haber escapado de la celda. Por fin fue la razón y no la percepción la que me indicó que estaba equivocado. Qué diferencias podría haber notado si las hubiera visto juntas, no lo sé, aunque esta mujer era ciertamente algo más baja.

—Entonces, ésta es la que desea —dijo nuestro anfitrión. Yo no recordaba haber hablado.

Roche avanzó con una bolsa de cuero, anunciando que él pagaría por los dos. Observé las monedas cuando las iba sacando esperando ver el brillo de un chrisos, pero sólo había unos pocos asimi.

La «chatelaine Thecla» me tocó la mano. La esencia que llevaba era más fuerte que el suave perfume de la verdadera Thecla; sin embargo, se trataba de la misma esencia, que me hacía pensar en una rosa ardiente.

—Ven —dijo ella.

La seguí. Había un corredor mal iluminado y no muy limpio, y una estrecha escalera en un extremo. Le pregunté cuántas gentes de la corte estaban allí y ella se detuvo mirándome de soslayo. Algo había en su cara que podría haber sido vanidad satisfecha, amor o esa emoción más oscura que sentimos cuando lo que había sido una disputa se convierte en representación.

—Esta noche, muy pocos —dijo—. Por causa de la nieve. Yo vine en un trineo, con Gracia.

Asentí con la cabeza. Pero yo sabía perfectamente que había venido por alguno de los sórdidos senderos cercanos a la casa por los que habíamos llegado esa noche, y con toda probabilidad, andando, con un chai sobre la cabeza y un frío que le traspasaba el cuero de los viejos zapatos. Sin embargo, lo que dijo parecía tener más sentido que la realidad: el silbido del viento, el galope de los caballos sudorosos a través de la nieve, las jóvenes, hermosas mujeres enjoyadas, envueltas en pieles de marta y lince, oscuras sobre almohadones de terciopelo rojo.

—¿No vienes?

Ella ya había llegado a lo alto de la escalera; casi no podía verla. Alguien le habló llamándola «mi más querida hermana», y cuando subí unos peldaños más, vi a una mujer muy parecida a la que había estado con Vodalus, la de cara con forma de corazón y capa negra. Esta mujer no me prestó ninguna atención, y no bien le cedí el paso, se apresuró escaleras abajo.

—¿Ves ahora lo que podrías haber obtenido si sólo hubieras esperado a ver alguna más?

Una sonrisa de deseo que yo había aprendido en alguna otra parte, asomaba en una comisura de mi boca.

—Aun así te habría escogido a ti —respondí.

—Pues eso es verdaderamente divertido… ven, ven conmigo, no querrás quedarte para siempre en este pasillo ventoso. Tenías una expresión muy seria, pero revolvías los ojos como una cabra. Es bonita ¿no es cierto?

La mujer que se parecía a Thecla abrió una puerta, y nos encontramos en un minúsculo dormitorio con una cama enorme. Un frío incensario colgaba del techo de una cadena de plata dorada; en un rincón se alzaba una lámpara de pie que daba una luz rosa. Había una pequeña mesa de tocador con un espejo, un guardarropa estrecho, y apenas espacio suficiente como para que pudiéramos movernos.

—¿Te gustaría desnudarme?

Asentí con la cabeza y tendí mis manos hacia ella.

—Entonces, te lo advierto, debes tener cuidado con mis ropas. —Se volvió, alejándose de mí.— Esto se cierra a la espalda. Empieza por arriba, junto a mi nuca. Si te excitas y rompes algo, él te lo hará pagar. No digas que no te lo he avisado.

Mis dedos encontraron una pequeña traba, y la solté.

—Yo pensaba, chatelaine Thecla, que tendrías muchos vestidos.

—Los tengo. Pero ¿crees que quiero volver a la Gasa Absoluta con un vestido roto?

—Has de tener otros aquí.

—Unos pocos, pero no puedo guardar gran cosa en este sitio. Guando me marcho, alguien viene y se las lleva.

La tela que tenía entre los dedos, que allá abajo, en el cuarto azul de las columnas había parecido tan brillante y costosa, era delgada y barata.

—Supongo que aquí no guardas ropas de satén —dije mientras soltaba la siguiente traba—. Tampoco pieles ni diamantes.

—Claro que no.

Me alejé un paso de ella. (Casi toqué la puerta con la espalda.) No había nada de Thecla en esa joven. Todo no había sido más que una semejanza casual, algunos gestos, una similitud en el vestido. Me encontraba en un cuarto pequeño y frío mirando el cuello y los hombros desnudos de una pobre mujer joven cuyos padres, quizás, aceptaban con gratitud parte de nuestro escaso dinero y fingían no saber a dónde iba ella por la noche.

—No eres la chatelaine Thecla —dije—. ¿Qué estoy haciendo aquí contigo?

Seguramente mi voz sonó algo más fuerte de lo que había sido mi intención. Ella se volvió para mirarme; la delgada tela del vestido se deslizó dejándole los pechos al descubierto. Vi que un estremecimiento de miedo le cruzaba el rostro, como el centelleo de un espejo. Era probable que ya se hubiera encontrado antes en esta situación, y seguramente le habría costado un disgusto.

—Soy Thecla —dijo—. Si quieres que lo sea.

Levanté la mano y ella añadió de prisa: —Hay gente aquí para protegerme. Todo lo que tengo que hacer es gritar. Puedes golpearme una vez, pero no podrás hacerlo dos veces.

—No —le dije.

—Sí, hay tres hombres.

—No hay nadie. Todo el piso está vacío y frío… (:no te das cuenta que he advertido lo silencioso que está? Roche y su chica están abajo, y quizá consiguieron un cuarto mejor porque es él el que pagó. La mujer que vimos en lo alto de las escaleras se estaba marchando y quería hablar antes contigo. Mira. —La cogí por la cintura y la levanté.— Grita. Nadie vendrá. —Ella guardó silencio. La dejé caer en la cama, y al cabo de un momento me senté a su lado.

—Estás enfadado porque no soy Thecla. Pero yo habría sido Thecla para ti. Todavía podría serlo, si lo deseas. —Me quitó la chaqueta de los hombros y la dejó caer.— Eres muy fuerte.

—No, no lo soy. —Sabía que algunos de los muchachos que me temían ya eran más fuertes que yo.

—Muy fuerte. ¿No eres tan fuerte como para dominar la realidad, aunque sea por un momento?

—¿Qué quieres decir?

—La gente débil cree lo que se le impone. La gente fuerte, lo que quiere creer, forzándolo a ser real. ¿Qué es el Autarca, sino un hombre que se cree el Autarca y se lo hace creer a los demás por la fuerza?

—Tú no eres la chatelaine Thecla —le dije.

—Pero no te das cuenta, tampoco ella lo es. La chatelaine Thecla, a quien dudo mucho que hayas visto nunca… No, veo que me equivoco. ¿Has estado en la Casa Absoluta?

Las manos, pequeñas y cálidas me apretaban la mano derecha. Meneé la cabeza.

—Algunos clientes dicen que han estado allí. Siempre me complace escucharlos.

—¿Han estado allí? ¿De veras?

Ella se encogió de hombros.

—Estaba diciendo que la chatelaine Thecla no es la chatelaine Thecla. No la chatelaine Thecla que tienes en la mente, la única que te preocupa. Tampoco yo lo soy. ¿Cuál es pues la diferencia entre las dos?

Mientras me desnudaba, le dije: —Ninguna, supongo. No obstante todos buscamos lo que es real.

¿Por qué? Quizá somos atraídos hacia el teocentro. Eso es lo que dicen los hierofantes, que sólo eso es verdad.

Ella me besó los muslos, sabiendo que había ganado.

—¿Estás preparado para descubrirlo? Tienes que estar adecuadamente vestido, recuérdalo. De lo contrario, serás entregado a los torturadores. Eso no te gustaría.

—No —dije y tomé su cabeza entre mis manos.

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