VI — El maestro de los conservadores

—¿Quién está allí? —repitió el eco en la oscuridad. Con tanta osadía como pude respondí:

—Alguien con un mensaje.

—Déjame escucharlo, entonces.

Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, y pude distinguir una figura oscura y muy alta moviéndose entre negros jirones de formas aún más altas.

—Es una carta, sieur —respondí—. ¿Es usted el maestro Ultan, el conservador?

—El mismo. —Estaba erguido ante mí ahora. Lo que en un principio me pareció un vestido blancuzco, era en realidad una barba que le llegaba casi hasta la cintura. Yo ya era tan alto como muchos de los hombres a quienes se les da ese nombre, pero él era una cabeza y media más alto que yo, un verdadero exultante.

—Aquí tiene usted su carta, sieur —dije, y se la extendí.

Él no la tomó.

—¿De quién eres aprendiz? —Otra vez me pareció oír bronce, y de pronto sentí que él y yo estábamos muertos, y que la oscuridad que nos rodeaba era la tierra de la tumba que nos presionaba los ojos, tierra de la tumba a través de la cual la campana llamaba a la veneración en cualquiera de las capillas que hay bajo el suelo. La mujer lívida que yo había visto sacar fuera de la tumba se me apareció tan vivida, que creí ver su rostro en la blancura casi luminosa de la figura que hablaba.— ¿De quién eres aprendiz? —volvió a preguntar.

—De nadie. Es decir, soy aprendiz de nuestro gremio. El maestro Gurloes me ha enviado, sieur. El maestro Palaemon es en general el que instruye a los aprendices.

—Pero no gramática. —Muy lentamente la mano de aquel hombre tan alto buscó a tientas la carta.

—Oh, sí, gramática también. —Me sentía como un niño al hablar con este hombre que ya era viejo cuando yo nací.— El maestro Palaemon dice que debemos saber leer, escribir y calcular, porque cuando a nuestra vez seamos maestros tendremos que enviar cartas y recibir las instrucciones de las cortes, y mantener los registros y las crónicas.

—Como ésta —canturreó la oscura figura que tenía delante de mí—. Cartas como ésta.

—Sí, sieur. Exactamente.

—¿Y qué dice esta carta?

—No lo sé. Está sellada, sieur.

—Si la abro —oí que la frágil cera se rompía bajo la presión de sus dedos—, ¿me la leerás?

—Aquí está muy oscuro, sieur —dije dubitativo.

—Entonces tendremos que llamar a Cyby. Discúlpame. —En la oscuridad apenas pude ver cómo se volvía y levantaba las manos juntas como una trompeta.— ¡Cyby! ¡Cyby! — El nombre resonó a través de los oscuros corredores. Sentí a mi alrededor como si una lengua de hierro golpeara contra el bronce resonante a un lado y luego al otro.

Desde lejos llegó un grito de respuesta. Aguardamos en silencio durante un momento.

Por fin vi una luz que avanzaba por un estrecho callejón bordeado (así lo parecía) por paredes escarpadas de piedra irregular. Se acercó: un candelabro de cinco brazos llevado por un hombre de unos cuarenta años, corpulento y muy erguido, de cara chata y pálida. El hombre de barba a mi lado dijo: —Por fin estás aquí, Cyby. ¿Has traído una luz?

—Sí, maestro. ¿Quién es éste?

—Un mensajero con una carta. —Luego, en un tono más ceremonioso, el maestro Ultan se dirigió a mí:— Éste es mi aprendiz, Cyby. También nosotros los conservadores tenemos un gremio, del que los libreros son una división. Yo soy el único maestro librero aquí, y es costumbre nuestra asignar nuestros aprendices a nuestros miembros mayores. Cyby me pertenece desde hace ya algunos años.

Le dije a Cyby que me honraba haberlo conocido y le pregunté, con algo de timidez, cuál era el día festivo de los conservadores; una pregunta que debió de ser sugerida por la idea de que tenían que haber transcurrido muchos de esos días sin que Cyby hubiera sido elevado a oficial.

—Ya ha pasado —dijo el maestro Ultan. Al hablar me miró, y a la luz del candelabro pude ver que sus ojos eran del color de la leche aguada—. A principios de la primavera. Es un hermoso día. Casi todos los años las hojas de los árboles ya han brotado para entonces.

No había árboles en el Patio Grande, pero asentí con la cabeza; luego, recordando que no podía verme, le dije: —Sí, es hermoso, y sopla una brisa suave.

—Precisamente. Tú eres un hombre joven conforme a mi corazón. —Me puso la mano sobre el hombro; no pude evitar darme cuenta que tenía los dedos oscurecidos de polvo.— Cyby también es un hombre joven conforme a mi corazón. Cuando yo me haya ido de aquí él será el librero en jefe. Sabes, nosotros los conservadores celebramos una procesión por la calle de lubar. Él camina a mi lado entonces, los dos con una toga gris. ¿Cuál es el color de tu gremio?

—Fulígino —le dije—. El color que es más oscuro que el negro.

—Hay árboles… sicómoros y robles, arces y hayas que, según se dice, son los más antiguos de Urth. Los árboles despliegan su sombra a ambos lados de la calle de lubar, y hay más en las explanadas del centro. Los tenderos salen a la puerta para ver a los extraños conservadores, sabes, y por supuesto, los vendedores de libros y los anticuarios nos aclaman. Supongo que a nuestro modesto modo, somos uno de los espectáculos de primavera en Nessus.

—Debe de ser muy impresionante —dije.

—Lo es, lo es. La catedral es magnífica también, una vez que llegamos a ella. Hay hileras de cirios, como si el sol brillara sobre el mar de la noche. Y candelas de vidrio azul que simbolizan la Garra. Envueltos en luz celebramos nuestras ceremonias ante el altar elevado. Dime, ¿tu gremio visita la catedral?

Expliqué que nosotros utilizábamos la capilla de la Ciudadela, y dije que me sorprendía de veras que los bibliotecarios y otros conservadores abandonaran sus muros.

—Tenemos derecho a hacerlo ¿sabes? La misma biblioteca lo hace ¿no es cierto, Cyby?

—Verdaderamente lo hace, maestro. —Cyby tenía una alta frente cuadrada que su pelo ya algo cano comenzaba a abandonar. Eso hacía que su cara pareciera pequeña y algo infantil; entendí por qué Ultan, que con toda seguridad se la había acariciado más de una vez, del mismo modo que el maestro Palaemon a veces acariciaba la mía, lo creía todavía casi un muchacho.

—Estáis entonces en estrecho contacto con vuestros miembros opositores de la ciudad —dije.

El viejo se acarició la barba.

—En el más estrecho, ya que nosotros mismos somos ellos. Esta biblioteca es la biblioteca de la ciudad, y la biblioteca de la Casa Absoluta también. Y muchas otras.

—¿Quiere usted decir que se le permite a la chusma de la ciudad entrar en la Ciudadela para utilizar vuestra biblioteca?

—No —dijo Ultan—. Quiero decir que la biblioteca misma se extiende más allá de los muros de la Ciudadela. Tampoco creo que sea la única institución que lo hace. Tanto es así, que el contenido de nuestra fortaleza es mayor que el continente.

Me tomó por el hombro mientras hablaba y empezamos a andar por uno de los estrechos y largos pasillos, entre las inmensas estanterías de libros. Cyby nos seguía sosteniendo el candelabro… supongo que para su beneficio más que para el mío, pero podía ser lo suficiente como para no chocar contra los estantes de roble oscuro junto a los que pasábamos.

—Los ojos no te fallan —dijo el maestro Ulman al cabo de un tiempo—. ¿Ves los límites de este pasillo?

—No, sieur —dije, y de hecho así era. Hasta donde llegaba la luz del candelabro, sólo había hilera sobre hilera de libros que iban desde el suelo al techo. Algunas de las estanterías estaban desordenadas, otras en orden; una o dos veces vi señales de que las ratas habían anidado entre los libros acomodándolos para construirse abrigadas viviendas de dos y tres niveles y esparciendo excrementos sobre las cubiertas para formar los toscos caracteres de su idioma.

Pero siempre había libros y más libros: filas de lomos de cabritilla, piel de Marruecos, tela, papel y muchos otros materiales que no fui capaz de identificar. Algunos de esos lomos eran de un dorado resplandeciente, otros lucían letras impresas en negro; por último había unos pocos con rótulos de papel tan viejos y amarillentos que parecían hojas muertas.

—El rastro de la tinta no tiene fin —me dijo el maestro Ultan—. O al menos eso es lo que dijo un hombre sabio. Vivió mucho tiempo atrás… ¿Qué diría si pudiera vernos ahora? Otro dijo: «El hombre es capaz de renunciar a su vida por aumentar una colección de libros», pero a mí me gustaría ver al hombre que fuera capaz de superar lo que tenemos aquí, no importa sobre qué tema.

—Estaba mirando las encuadernaciones —contesté sintiéndome bastante tonto.

—Qué suerte tienes. No obstante, estoy contento. Ya no puedo verlos, pero recuerdo el placer con que antes lo hice. Eso fue justo después de convertirme en maestro bibliotecario. Supongo que tendría unos cincuenta años. ¿Sabes?, había sido aprendiz durante muchos, muchos años.

—¿Fue así, sieur?

—Realmente, lo fue. Mi maestro era Gerbold, y por décadas pareció que no iba a morir nunca. Los años pasaban, y en todo ese tiempo yo no hacía más que leer… supongo que muy pocos habrán leído tanto. Empecé, como lo hacen la mayoría de los jóvenes, leyendo los libros que disfrutaba. Pero con el tiempo descubrí que eso disminuía mi placer, hasta que dediqué la mayor parte de mis horas a la búsqueda de libros semejantes. Luego me tracé un plan de estudios, investigué las ciencias oscuras, una tras otra, desde el alba del conocimiento hasta el presente. Finalmente agoté eso también, y comenzando por la gran biblioteca de ébano que se encuentra en el centro de la sala que nosotros los bibliotecarios hemos custodiado durante trescientos años, aguardando la vuelta del Autarca Sulpicius (y en la cual, por lo tanto, nadie entra), continué leyendo hacia la periferia a lo largo de quince años, a menudo hasta dos libros en un día.

A nuestras espaldas, Cyby musitó: —Maravilloso, sieur. —Sospeché que habría oído la historia muchas veces.

—Entonces, sucedió lo inesperado, el maestro Gerbold murió. Treinta años antes, yo hubiera sido la persona ideal para el puesto, por predilección, educación, experiencia, juventud, conexiones familiares y ambición. Pero en el momento en que ocupé el puesto, nadie podría haber sido menos adecuado que yo. Había esperado tanto, que esperar era todo lo que sabía, y mi mente estaba sofocada bajo el peso de hechos inútiles. Sin embargo, me obligué a mí mismo a ocupar el cargo, y consumí un número de horas que para ti sería inconcebible intentando recordar los planes y las máximas que había imaginado muchos años atrás para mi eventual sucesión.

Hizo una pausa y supe que estaba ahondando otra vez en una mente más profunda y oscura que su gran biblioteca.

—Pero el viejo hábito de la lectura no me abandonaba —continuó—. Perdí con los libros muchos días, y aun semanas, que debí haber ocupado en la conducción del establecimiento del que yo era responsable. Luego, de manera tan súbita como la campanada de un reloj, me ganó una nueva pasión que desalojó la vieja. Seguramente ya habrás adivinado de qué se trata.

Le dije que no era así.

—Estaba leyendo, o así lo creía, sentado en ese mirador de la planta cuadragésimo primera que mira a… Me he olvidado. Cyby, ¿a qué mira?

—Al Jardín de los Tapiceros, sieur.

—Sí, ahora lo recuerdo… ese pequeño cuadrado verde y pardo. Creo que allí secan romero para rellenar almohadones. Estaba sentado allí, como dije, desde hacía varias guardias, cuando advertí que ya no estaba leyendo. Por algún tiempo me fue difícil decir qué había estado haciendo. Cuando lo intenté, sólo recordé ciertos olores, texturas y colores que no parecían estar para nada conectados con lo que se exponía en el libro que tenía ante mí. Por fin comprendí que, en lugar de leerlo, lo había estado observando como un objeto físico. El rojo que recordaba provenía de la cinta cosida a la cabezada y que servía de señalador. La textura que aún me cosquilleaba en los dedos era la del papel en que estaba impreso el libro. El olor que impregnaba mi nariz era del viejo cuero que todavía conservaba el aroma del aceite de abedul. Fue sólo entonces, cuando vi los libros en sí mismos, que empecé a comprender lo que significaba que estuvieran a mi cuidado.

»Aquí hay libros —continuó, apretándome aún más el hombro—, encuadernados con el pellejo de equidnas, krakens y bestias extinguidas desde hace tanto tiempo que, de acuerdo con la opinión de la mayoría de los estudiosos, no hay más huellas de ellas que las fosilizadas. Tenemos libros encuadernados en aleaciones de metales desconocidos, y libros cuyas portadas tienen gemas engarzadas. Tenemos libros en cajas de madera perfumada, enviados a través de los inconcebibles abismos del Universo… libros doblemente preciosos porque nadie en Urth puede leerlos.

»Tenemos libros cuyo papel está hecho con fibras de plantas de las que fluyen extraños alcaloides, de modo que el lector, al recorrer sus páginas, cae sin darse cuenta en extravagantes fantasías y sueños quiméricos. Libros cuyas páginas no son de papel, sino de delicadas láminas de jade blanco, marfil y madreperla; libros cuyas hojas son las hojas disecadas de plantas desconocidas. Y también tenemos algunos que no parecen libros en absoluto, y que son rollos y tablillas y registros de cien sustancias diferentes. Hay un cubo de cristal aquí, aunque ya no sé decirte dónde, no más grande que la yema de tu pulgar, y que contiene más libros que toda la biblioteca. Aunque una ramera podría colgárselo de la oreja como adorno, no hay bastantes libros en el mundo como para contrabalancear el otro. Todos estos llegué a conocer, y dediqué mi vida a salvaguardarlos.

«Durante siete años me ocupé de eso; y luego, justo cuando los problemas urgentes y superficiales de la preservación se habían solucionado, y estábamos a punto de comenzar la primera inspección general de la biblioteca desde que ésta se fundara, los ojos empezaron a licuárseme en las órbitas. Quien me había dado todos los libros en custodia, me cegó para que yo supiera por quién están custodiados los custodios.

—Si no puede leer la carta que le traje, sieur, con mucho gusto se la leeré —dije.

—Tienes mucha razón —musitó el maestro Ultan—. Lo había olvidado. La leerá Cyby… lee bien. Aquí, Cyby.

Yo sostuve el candelabro y Cyby desplegó el resquebrajado pergamino, lo levantó como si fuera una proclama y empezó a leer; los tres éramos un pequeño círculo a la luz del candelabro, con todos esos libros alrededor.

—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia…»

—¿Qué? —exclamó el maestro Ultan—. ¿Eres un torturador, muchacho?

Le dije que lo era, y hubo un silencio tan largo que Cyby empezó a leer la carta una segunda vez.

—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la Verdad…»

—Espera —dijo Ultan. Cyby hizo nuevamente una pausa; yo permanecí como estaba, sosteniendo el candelabro y sintiendo cómo la sangre afluía a mis mejillas. Por fin, el maestro Ultan volvió a hablar con voz tan tranquila como cuando me había dicho lo bien que leía Cyby—. Apenas recuerdo cómo fue mi ingreso en el gremio. Supongo que conocerás el método por el que reclutamos gente.

Admití no saberlo.

—Por un antiguo precepto, cada biblioteca tiene un cuarto reservado a los niños. En él hay libros de brillantes figuras que hacen el deleite de los niños, y unos pocos que son simples cuentos de maravillas y aventuras. Muchos niños acuden a esos cuartos, y mientras permanecen dentro de sus confines no se muestra ningún interés por ellos.

Vaciló, y aunque no podía adivinar ninguna expresión en su rostro, tuve la impresión de que temía que lo que estaba por decir podría apenar a Cyby.

—De vez en cuando, sin embargo, un bibliotecario observa a un niño solitario que sale de ese cuarto… hasta que por fin lo abandona por completo. Un niño así termina por descubrir, en alguna estantería baja, pero oscura, El libro de Oro. Tú no has visto nunca ese libro y nunca lo verás, pues has dejado atrás la edad en que es posible encontrarlo.

—Debe de ser muy hermoso —dije.

—Por supuesto que lo es. A menos que mi memoria me traicione, la cubierta es de piel de gamo negro, considerablemente gastada en el dorso. Varias de sus rúbricas se están borrando y le faltan algunas láminas. Pero es un libro notablemente hermoso. Me gustaría volver a encontrarlo, aunque todos los libros están ahora cerrados para mí.

»Como dije, en el momento oportuno el niño descubre, El Libro de Oro. Entonces vienen los bibliotecarios… como vampiros dicen algunos, pero otros dicen como el hada madrina de un bautizo. Ellos hablan con el niño, y éste se va con ellos. En adelante está en la biblioteca cada vez que puede, y pronto sus padres ya no lo conocen. Supongo que lo mismo sucede con los torturadores.

—Tomamos a los niños que nos caen en las manos —dije—, y son muy pequeños.

—Nosotros hacemos lo mismo —murmuró el viejo Ultan—. De modo que no tenemos derecho a condenaros. Sigue leyendo, Cyby.

—«Del maestro Gurloes de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, al archivista de la Ciudadela: Salud, hermano.

»Por voluntad de una corte, tenemos en custodia a la exultante persona de la chatelaine Thecla; y por la misma voluntad, querríamos procurarle a la chatelaine Thecla en su confinamiento, los consuelos que no estén más allá de lo razonable y lo prudente. Para que pueda pasar el tiempo hasta que su momento con nosotros haya llegado o, como ella me ha indicado que yo lo diga, hasta que el corazón del Autarca, cuya clemencia no conoce murallas ni mares, se dulcifique para con ella, como reza para que así suceda, pide, como es propio de vuestro cargo, le suministréis ciertos libros, los cuales son…»

—Puedes omitir los títulos, Cyby —dijo Ultan—. ¿Cuántos son?

—Cuatro, sieur.

—No hay dificultades entonces. Sigue.

—«Por esto, archivista, os estamos muy agradecidos.» Firmado: «Gurloes, maestro de la Honorable Orden, comúnmente llamada Gremio de Torturadores».

—¿Conoces alguno de los títulos que figuran en la lista del maestro Gurloes, Cyby?

—Tres, sieur.

—Muy bien. Búscalos, por favor. Dime, ¿cuál es el cuarto?

—El Libro de las Maravillas de Urth y el Cielo, sieur.

—Mejor que mejor, hay un ejemplar a no más de dos estanterías de aquí. Cuando tengas los cuatro volúmenes, nos encontrarás junto a la puerta por la que este joven, a quien temo que ya hemos demorado demasiado, entró en la biblioteca.

Intenté devolver el candelabro a Cyby, pero él me indicó con una seña que debía conservarlo y se alejó corriendo por un estrecho pasillo. Ultan andaba a grandes zancadas en la dirección opuesta, moviéndose con tanta seguridad como si pudiera ver.

—Lo recuerdo bien —dijo—. Está encuadernado en cordobán pardo, los bordes son dorados y tiene grabados de Gwinoc, coloreados a mano. Está en la tercera estantería contando desde el suelo, junto a un infolio de tela verde… creo que es Vidas de los Diecisiete Megaterianos, de Blaithmaic.

Sobre todo para que supiera que no lo había abandonado (aunque sin duda su agudo oído captaba mis pasos detrás de él), le pregunté: —¿Qué es, sieur? Me refiero a ese libro de Urth y el cielo.

—¡Vaya! —dijo—. ¿No conoces ninguna pregunta mejor para hacerle a un bibliotecario? Nuestra preocupación, muchacho, ha de ser el cuidado de los libros, no su contenido.

Capté el humor que había en su tono.

—Creo que conoce el contenido de cada uno de los libros que hay aquí, sieur.

—Apenas. Pero Maravillas de Urth y el Cielo era una obra corriente hace trescientos o cuatrocientos años. Relata la mayor parte de las leyendas familiares de los tiempos antiguos. Para mí la más interesante es la de los Historiadores, que habla de un tiempo en que era posible rastrear cada leyenda hasta llegar a un hecho casi olvidado. Notas la paradoja, supongo. ¿Existía la leyenda en aquel tiempo? Y si no existía ¿cómo llegó a existir?

—¿No hay grandes serpientes, sieur, o mujeres voladoras?

—¡Oh, sí! —respondió el maestro Ultan inclinándose al hablar—. Pero no en la leyenda de los Historiadores. —Con aire de triunfo cogió un pequeño volumen encuadernado en piel escamada.— Mira esto, muchacho, y comprueba si he tomado el correcto.

Apoyé el candelabro en el suelo y me agaché junto a él. El libro que tenía en las manos era tan viejo y estaba tan rígido y mohoso, que sin duda no se abría desde hacía más de un siglo. Él título confirmaba la jactancia del viejo. Un subtítulo anunciaba: «Una Compilación de las Fuentes Impresas de los Secretos Universales de una Edad Tal que su Significado ha Quedado Oscurecido por el Tiempo».

—¿Y bien? —preguntó el maestro Ultan—. ¿Estaba en lo cierto o no?

Abrí el libro al azar y leí: «… por medio de lo cual una imagen podría grabarse con tanta habilidad, que toda ella, si se destruyera, podría recrearse a partir de una parte pequeña, y esa parte pequeña podría ser cualquiera».

Supongo que fue la palabra grabar lo que me evocó los acontecimientos que había presenciado la noche que recibí el chrisos.

—Maestro —respondí—. Es usted formidable.

—No, pero rara vez me equivoco.

—Usted, de entre todos los hombres, es el único capaz de perdonarme cuando le diga que me he demorado un instante leyendo unas pocas líneas de este libro. Maestro, seguramente sabe usted de los devoradores de cadáveres. Oí decir que comiendo la carne de los muertos junto con cierto fármaco, son capaces de resucitar a sus víctimas.

—Es insensato saber demasiado acerca de ese tipo de prácticas —murmuró el archivista—, aunque cuando pienso en compartir la mente de un historiador como Loman, o Hermas… —En sus años de ceguera, el maestro debió de haber olvidado cómo nuestros rostros pueden reflejar nuestros más profundos sentimientos. A la luz de las velas vi cómo su rostro se retorcía en una agónica expresión de deseo. Por delicadeza me volví; su voz seguía tan calma como una campana solemne.— Pero por lo que leí una vez, estás en lo correcto, aunque no recuerdo que el libro que sostienes trate ese tema.

—Maestro —le dije—, le doy mi palabra que jamás sospecharía de que usted fuese capaz de semejante cosa. Pero dígame esto: suponga que dos colaboran en el robo de una tumba; uno toma la mano derecha y el otro la izquierda. El que come la mano derecha ¿sólo posee la mitad de la vida del hombre y el otro el resto? Y si es así ¿qué sucede si llega un tercero y se come un pie?

—Es una lástima que seas un torturador —dijo Ultan—. Podrías haber sido un filósofo. No, tal como entiendo yo este asunto malsano, cada cual posee su vida entera.

—Entonces toda la vida de un hombre está contenida en su mano derecha y también en la izquierda. ¿Y también en cada uno de sus dedos?

—Creo que cada participante tiene que consumir más de un bocado para que la práctica sea efectiva. Pero supongo que lo que dices es correcto, al menos en teoría. La vida entera está contenida en cada dedo.

Volvíamos ya andando en la dirección por la que habíamos venido. Como el pasillo era demasiado estrecho para que uno pudiera adelantar al otro, yo llevaba el candelabro delante de él, de forma tal que un extraño, al vernos, podría pensar que iba iluminándole el camino.

—Pero maestro —dije—, ¿cómo puede ser? Con el mismo argumento, la vida tiene que residir en cada articulación de cada dedo, y con seguridad eso es imposible.

—¿Qué tamaño tiene la vida de un hombre? —preguntó Ultan.

—No tengo modo de saberlo, pero ¿no es mayor que eso?

—Para ti, que la ves desde el principio, parece muy larga. Pero yo, que la recuerdo desde su término, sé lo pequeña que ha sido. Supongo que esa es la razón por la que las depravadas criaturas que devoran el cuerpo de los muertos buscan más. Permíteme que te pregunte algo, ¿no has observado que con frecuencia el hijo se parece asombrosamente a su padre?

—Lo he oído decir, sí. Y lo creo —respondí. Al hacerlo, no podía dejar de pensar en los padres que nunca conocería.

—Entonces estarás de acuerdo en que, dado que cada hijo puede parecerse a su padre, es posible que una cara perdure a través de muchas generaciones. Es decir, si el hijo se parece al padre, y su hijo se parece a él, y el hijo de ese hijo se le parece, el cuarto del linaje, el tataranieto, se parecerá al tatarabuelo.

—Sí —dije.

—Sin embargo, la semilla de todos ellos estaba contenida en un dracma de fluido. Si no vinieron de allí, ¿de dónde vinieron?

No pude contestar y seguí andando, desconcertado, hasta que llegamos a la puerta por la que había entrado al nivel más bajo de la gran biblioteca. Allí encontramos a Cyby, que cargaba los otros libros mencionados en la carta del maestro Ultan, y muy agradecido abandoné el aire enrarecido de las estanterías. Volví varias veces a los niveles superiores, pero nunca más entré en ese sótano que parecía una tumba, ni tuve deseos de hacerlo.

Uno de los tres volúmenes que había traído Cyby tenía el tamaño del tablero de una mesa pequeña, un codo de ancho y apenas una ana de altura; por las armas impresas en la cubierta de cabritilla, supuse que sería la historia de alguna antigua familia noble. Los otros eran mucho más pequeños. Un libro verde, apenas mayor que mi mano y no más grueso que mi dedo índice, parecía ser un devocionario, repleto de figuras esmaltadas con pantócratas ascéticos e hipóstatas de halo negro y ropas cubiertas de gemas. Me detuve un instante a mirarlos, compartiendo con una fuente seca un pequeño jardín olvidado, lleno del sol del invierno.

Antes de haber abierto siquiera alguno de los otros volúmenes, sentí ese apremio del tiempo que es el más seguro indicio de que hemos dejado atrás la niñez. Me había ya demorado cuando menos dos guardias para un mandado sencillo, y pronto la luz se desvanecería. Recogí los libros y me apresuré, aunque no lo sabía, al encuentro de mi destino y finalmente de mí mismo en la chatelaine Thecla.

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