XXIII — Hildegrin

Con lo que sin duda eran las últimas fuerzas que me quedaban, logré arrojar a Términus Est sobre el sendero de ácoros y aferrarme a las juncias de la orilla antes de volver a hundirme.

Alguien me agarró por la muñeca. Miré esperando ver que fuera Agia, pero no era ella sino una mujer todavía más joven, de largos cabellos rubios. Traté de agradecérselo, pero de mi boca salió agua en lugar de palabras. Ella tiró y yo me esforcé hasta que por último quedé tendido sobre las juncias, tan agotado que casi no podía moverme.

Debo de haber descansado allí cuando menos tanto tiempo como se tarda en recitar el ángelus, y quizá más todavía. Tenía conciencia del frío, que iba agudizándose, y del entramado de plantas podridas, que poco a poco cedía bajo mi peso, hasta encontrarme otra vez sumergido a medias. Respiraba con grandes bocanadas intentando llenar mis pulmones. Entonces, alguien (era la voz de un hombre, una voz fuerte que me parecía haber oído mucho tiempo atrás) dijo: —Tira de él o se hundirá de nuevo.

—Fui levantado por el cinturón, y en unos instantes pude mantenerme de pie, aunque me temblaban tanto las piernas que tenía miedo de caerme.

Agia estaba allí, y la muchacha rubia que me había ayudado a subir al sendero de ácoros, y un hombre corpulento de cara sólida. Agia preguntó qué había sucedido, y aunque yo estaba casi inconsciente, noté que tenía la cara muy pálida.

—Dadle tiempo —dijo el hombre—. Se recuperará pronto. —Y luego volviéndose hacia la muchacha, que parecía tan confundida como yo, le preguntó:— ¿Quién eres en Phlegethon? —Ella comenzó a tartamudear:— D… d… d… —luego dejó caer la cabeza y se quedó callada. Estaba cubierta de lodo desde la cabeza a los pies, y las ropas que llevaba no eran más que harapos.

El hombre le preguntó a Agia: —¿De dónde viene esta mujer?

—No lo sé. Cuando miré atrás para ver por qué se demoraba Severian, vi que lo estaba ayudando a subir al sendero.

—Por suerte que lo hizo. Por suerte para él, al menos. ¿Está loca? ¿O hechizada por alguna salmodia, quizá?

—Sea como fuere —dije—, me salvó. ¿No puede darle algo para que se cubra? Debe de estar congelándose. —Yo mismo me estaba congelando, ahora que tenía vida suficiente para advertirlo.

El hombre sacudió la cabeza y pareció envolverse aún más en el abrigo.

—No, a no ser que se limpie primero. Y no lo hará a no ser que se meta de nuevo en el agua. Pero tengo algo aquí que tal vez sea mejor. —De un bolsillo del abrigo sacó un pote de metal con forma de perro y me lo alcanzó.

Él hueso que tenía el perro en la boca resultó ser el tapón. Le ofrecí el pote a la muchacha rubia que, al principio no parecía saber qué hacer con él. Agia lo tomó entonces y se lo llevó a la boca, hasta que hubo tragado algo, y luego me lo dio a mí. El contenido parecía ser aguardiente de ciruelas; el fuerte sabor me quitó agradablemente la amargura del agua pantanosa. Cuando volví a poner el hueso tapando el frasco, me pareció que el vientre del perro estaba medio vacío.

—Bien pues —dijo el hombre—. Creo que vosotros mismos tendríais que decirme quiénes sois y qué hacéis aquí… y no me digáis que habéis venido a contemplar el panorama del jardín. Veo tantos papamoscas últimamente que me es imposible no reconocerlos antes de que estén bastante cerca como para que nos saludemos. —Me miró.— Tiene ahí un cuchillo de considerable tamaño, por empezar.

Agia dijo: —El armígero está disfrazado. Ha sido retado a duelo y ha venido a cortar un averno.

—Él está disfrazado y tú no, supongo. ¿Crees que no sé reconocer un falso brocado y unos pies descalzos cuando los veo?

—No dije que no estuviera disfrazada, ni que fuera del rango del armígero. En cuanto a los zapatos, los dejé fuera para que no se estropearan con el agua.

El hombre asintió con la cabeza de un modo que era imposible saber si le creía o no.

—Ahora tú, rizos de oro. Esta damisela ha dicho ya que no te conoce. En cuanto a él, no creo que este pez —aunque tú lo pescaste, lo que no fue poca hazaña además— que te conozca más que yo. Tal vez ni siquiera tanto. Así pues, ¿quién eres?

La muchacha rubia tragó saliva.

—Dorcas.

—Y ¿cómo llegaste aquí, Dorcas? ¿Y cómo te metiste en el agua? Porque es evidente que allí es donde has estado. No pudiste mojarte tanto sólo con tirar de tu joven amigo.

El aguardiente había encendido las mejillas de la muchacha, pero su rostro parecía tan inexpresivo y ausente como antes, o casi.

—No lo sé —susurró.

Agia preguntó: —¿Entonces no recuerdas haber venido aquí?

Dorcas sacudió la cabeza.

—Entonces ¿qué es lo último que recuerdas?

Hubo un largo silencio. El viento parecía soplar más fuerte que nunca, y a pesar del aguardiente sentía un frío terrible. Por fin Dorcas musitó: —Estaba sentada junto a un escaparate… había cosas tan bonitas en él: bandejas y cajas y una cruz.

El hombre dijo: —¿Cosas bonitas? Bueno, si tú estabas allí, seguro que así era.

—Está loca —dijo Agia—. O bien alguien la cuida y se ha extraviado, o bien nadie la cuida, lo que parece más probable por el estado de sus ropas, y se ha metido aquí sin que los conservadores lo notaran.

—Tal vez alguien la golpeó en la cabeza, y después de robarle lo que tenía la abandonó aquí creyéndola muerta. Hay más modos de entrar, señora Fango, que los que conocen los conservadores. O quizá la trajeran aquí para arrojarla en lo que ellos llaman el venidero, cuando sólo estaba enferma y dormida, y el agua la despertó.

—Cualquiera que la hubiere traído se habría dado cuenta.

—Uno puede permanecer sumergido durante mucho tiempo en un venidero, según he oído decir. Pero de cualquier forma, ya no importa. Aquí está ella y es cuestión suya, diría yo, averiguar quién es y de dónde viene.

Me había quitado el manto y estaba tratando de retorcer la capa de mi uniforme para secarla; pero alcé la cabeza cuando Agia dijo: —Nos ha estado preguntando quiénes somos. ¿Quién es usted?

—Tenéis derecho a saberlo —dijo el hombre—. Todo el derecho del mundo, y os daré una información más auténtica que la que todos vosotros me habéis dado. Sólo que después tendré que atender mis propios quehaceres. Vine como lo hubiera hecho cualquier otro, porque vi que este joven armígero estaba ahogándose. Pero tengo mis propios asuntos que atender, como el que más.

Al decir eso, se quitó el sombrero de copa y sacó de dentro una tarjeta grasienta dos veces más grande que las tarjetas de visita que en ocasiones yo había visto en la Ciudadela. Se la dio a Agia y yo miré por encima de su hombro. Con florida escritura, la leyenda decía:


HILDEGRIN EL TEJÓN
Excavaciones de toda clase:
un solo excavador o 20 veintenas.
La piedra no es demasiado dura
ni el lodo demasiado blando.
Pregunte en la calle del Bajel
donde vea el letrero PALA CIEGA
o al Alticamelus a la vuelta
de la esquina de Veleidad.

—Y ése soy yo, señora Fango y joven sieur… espero que no lo moleste que lo llame así, en primer lugar porque es más joven que yo, y segundo, porque parece algo más joven que ella, aunque sólo sea un par de años. Y ahora seguiré mi camino.

—Aguarde un momento —lo interrumpió Severian—. Antes de caer al agua, encontré a un viejo en un esquife; me dijo que bajando por el sendero encontraría a alguien que podría transportarnos por el lago. Me imagino que se refería a usted. ¿Nos llevará?

—Ah, sí, el que busca a su esposa… pobre hombre. Bien, le debo varios favores, de modo que si él os recomienda, supongo que es mejor que lo haga. Mi chalana puede cargar a cuatro en caso de apuro.

Echó a caminar dando grandes zancadas, indicándonos que lo siguiéramos; noté que sus botas, aparentemente engrasadas, se hundían entre las juncias aún más que las mías. Agia dijo: —Ella no viene con nosotros. —Sin embargo, Dorcas nos seguía con un aire tal de abandono, que me quedé atrás para consolarla.

—Te prestaría mi manto —le susurré—, si no estuviera tan mojado. Pero si sigues hasta el final de este sendero, encontrarás un corredor más caliente y seco. Entonces, si buscas una puerta donde está escrito Jardín de la Jungla, llegarás a un lugar donde el sol es cálido y te sentirás muy cómoda.

No bien hube hablado, recordé el pelicosaurio que habíamos visto en la jungla. Por fortuna, quizá, Dorcas no mostró el menor indicio de haberme oído. Algo en su expresión delataba que tenía miedo de Agia, o cuando menos que sabía que la había disgustado; por lo demás, no parecía que estuviera más atenta a las cosas de alrededor que una sonámbula.

Consciente de que no había logrado distraerla, empecé otra vez: —Hay un hombre en el corredor, un conservador. Estoy seguro de que tratará de conseguirte ropa seca y un fuego con el que puedas calentarte.

El viento agitó los cabellos castaños de Agia cuando volvió la cabeza para mirarnos.

—Hay demasiadas mendigas como para que alguien se preocupe por una más, Severian. Incluyéndote a ti.

Al oír la voz de Agia, Hildegrin miró por sobre el hombro.

—Conozco a una mujer que podría recibirla. Sí, y lavarla y darle alguna ropa. Hay un buen cuerpo debajo de ese lodo, a pesar de lo delgada que está.

—¿Y qué hace usted aquí, después de todo? —preguntó Agia con brusquedad—. Por lo que dice la tarjeta, contrata trabajadores, pero ¿qué asunto lo trae por aquí?

—Lo que usted ha dicho, señora. Mi asunto.

Dorcas había empezado a estremecerse.

—De veras —le dije—, todo lo que tienes que hacer es regresar. Hace mucho más calor en el corredor. No vayas al Jardín de la Jungla. Podrías ir al Jardín de Arena; allí brilla el sol, y está seco.

Algo de lo que le dije pareció rozar una cuerda en ella.

—Sí —susurró—. Sí.

—¿El Jardín de Arena? ¿Te gustaría estar allí?

Muy suavemente: —El sol.

—Aquí está la vieja chalana —anunció Hildegrin—. Siendo tantos, importa mucho dónde nos sentemos. Y es precioso no moverse. El agua llegará casi a la borda. Una de las mujeres en la proa, por favor, y la otra y el joven armígero en la popa.

—Me gustaría encargarme de un remo —dije.

—¿Ha remado alguna vez? No me parece. No, es mejor que se siente en la popa como dije. No es mucho más difícil manejar dos remos que uno, y lo he hecho muchas veces, créame, aun cargando a media docena.

El bote era como él: ancho, tosco y de aspecto pesado. La proa y la popa eran cuadradas, tanto que apenas si se estrechaba a partir del combés donde estaban los toletes, aunque el casco era menos alto en los extremos. Hildegrin entró primero, y de pie con una pierna a cada lado del banco, movió un remo para que el bote se acercara a la orilla.

—Tú —dijo Agia, tomando a Dorcas del brazo—. Siéntate allí en la proa.

Dorcas parecía dispuesta a obedecer, pero Hildegrin la detuvo.

—Si no tiene inconveniente, Señora —le dijo a Agia—, preferiría que usted ocupara la proa. No podré vigilarla, sabe, cuando esté remando, a no ser que se siente atrás. Todos estamos de acuerdo en que ella no se encuentra bien; con lo lleno que va el bote, me gustaría verla por si comete alguna locura.

Dorcas nos sorprendió a todos diciendo: —No estoy loca. Sólo que… me siento como si acabara de despertar.

De todos modos Hildegrin le dijo que se sentara conmigo en la popa.

—Pues bien, —dijo mientras empezamos a avanzar— esto es algo que probablemente nunca olvidaréis. Cruzar el Lago de los Pájaros en el Jardín del Sueño Eterno. —Los remos se hundían en el agua con un ruido sordo y algo melancólico.

Le pregunté a Hildegrin por qué lo llamaban el lago de los Pájaros.

—Porque dicen que se encontraron muchos pájaros muertos en estas aguas. Aunque la razón podría ser más simple: la gran cantidad de pájaros que hay aquí. Se dice mucho en contra de la muerte. Me refiero a los que tienen que morir y la pintan como a una bruja fea con un saco y todo eso. Pero es una buena amiga de los pájaros; me refiero a la muerte. Allí donde haya hombres muertos e inmóviles, habrá pájaros. Ésa ha sido mi experiencia.

Asentí recordando cómo cantaban los tordos en nuestra necrópolis, asentí con la cabeza.

—Ahora, si miráis por encima de mi hombro, tendréis una clara visión de la costa de delante y podréis ver un montón de cosas que antes estaban ocultas detrás de los juncos. Notaréis, si no hay demasiada niebla, que más adelante la tierra se eleva. Allí termina el terreno pantanoso y comienzan los árboles. ¿Podéis verlos?

Asentí y advertí que Dorcas asentía también.

—Eso es porque todo este espectáculo está montado como si fuera la boca de un volcán extinguido. La boca de un hombre muerto, dicen algunos, pero en realidad no es así. Si lo fuera, habrían puesto dientes. Recordaréis, sin embargo, que cuando entrasteis aquí, pasasteis por un tubo subterráneo.

Una vez más Dorcas y yo asentimos con la cabeza. Aunque Agia estaba a sólo dos pasos de distancia, casi no podíamos verla tras los anchos hombros de Hildegrin y su enorme abrigo.

—Allí —señaló con su barbilla cuadrada, tendríais que poder ver una mancha negra. Está a media altura entre el pantano y el borde. Algunos la ven y creen que es la salida, pero eso está detrás de vosotros y es mucho más pequeño. Eso que veis es la Cueva de la Cumaea: la mujer que conoce el futuro y el pasado y todo lo demás. Hay quienes dicen que todo este sitio fue hecho sólo para ella, aunque yo no lo creo.

Dorcas preguntó en voz baja: —¿Cómo puede ser? —y Hildegrin entendió mal, o al menos fingió no entender.

—Dicen que el Autarca la quiere aquí, para poder venir y hablar sin tener que ir hasta el otro extremo del mundo. Eso no lo sé, pero a veces veo a alguien andando por aquí, y el brillo de un metal, o tal vez de una joya. Quién es, no lo sé; y como no me interesa conocer mi futuro, y mi pasado lo conozco mejor que nadie, no me acerco a la cueva. La gente viene a veces con la esperanza de saber cuándo se casarán y si tendrán éxito en los negocios. Pero he observado que con frecuencia no regresan.

Casi habíamos llegado al centro del lago. El Jardín del Sueño Infinito se elevaba alrededor de nosotros como el borde de un vasto cuenco, con verdes pinos en lo alto y densos juncos y ácoros más abajo. Yo sentía mucho frío y comenzaba a preocuparme cómo podría haber afectado a Términus Est la inmersión en el agua, sin embargo, aun así el hechizo del lugar me subyugaba. (Sin duda, este jardín tenía un hechizo. Casi podía oírlo canturrear sobre el agua, en una lengua desconocida pero inteligible.) Creo que Hildegrin y Agia sentían lo mismo que yo. Por un instante avanzamos en silencio; vi gansos, nadando a lo lejos; y una vez, como en un sueño, la cara casi humana de un manatí me miró a unos pocos palmos de distancia, emergiendo del agua pardusca.

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