XV — Calveros

La ciudad en el extremo occidental del puente era muy distinta de la que acababa de abandonar. Al principio había antorchas en las esquinas, y casi tantos coches y carretones que iban y venían corno en el puente mismo. Antes de abandonar la atalaya, le pedí al lagario que me aconsejara un sitio donde pasar el resto de la noche; ahora, sintiendo la fatiga que sólo por un breve tiempo me había abandonado, caminé en busca del anuncio de la posada.

Con cada paso, la oscuridad parecía volverse más densa, y en algún sitio erré sin duda el camino. Sin ganas de volver atrás, traté de mantener el rumbo hacia el norte, consolándome con la idea de que aunque pudiera haberme perdido, cada paso me acercaba a Thrax. Por fin descubrí una pequeña posada. No vi ningún letrero, y quizá no lo hubiera, pero olí comida y oí el tintineo de la vajilla. Entré, abriendo la puerta de un empujón, y me dejé caer en una silla vieja que estaba cerca, sin prestar mucha atención al lugar en que me encontraba y a la compañía con que habría de vérmelas.

Cuando hube estado sentado allí el tiempo suficiente como para recuperar el aliento y desear un sitio en el que pudiera quitarme las botas (aunque estaba lejos de intentar incorporarme y buscarlo), tres hombres que habían estado bebiendo en un rincón, se levantaron y se fueron; y un viejo, suponiendo quizá que le estropearía el negocio, se me acercó y me preguntó qué quería. Le dije que necesitaba un cuarto.

—No tenemos ninguno.

—Lo mismo da… de todas maneras no tengo dinero para pagar —dije.

—Entonces tendrá que marcharse.

Meneé la cabeza.

—Todavía no. Estoy demasiado cansado. (Otros oficiales me habían contado que habían empleado ese truco en la ciudad.) —Usted es uno de esos carnificarios que cortan cabezas, ¿verdad?

—Tráigame dos de esos pescados que huelo y no quedarán más que las cabezas.

—Puedo llamar a la Guardia de la Ciudad. Lo echarán fuera.

Me di cuenta por el tono que no creía en lo que había dicho, de modo que le dije que lo hiciera pero que antes me trajera el pescado, y él se marchó mascullando. Me senté más derecho entonces, con Términus Est (que no me había quitado del hombro al sentarme) vertical entre las rodillas. Había aún cinco hombres en el cuarto, pero todos rehuyeron mi mirada, y dos no tardaron en marcharse.

El viejo regresó con un pescado pequeño que había expirado sobre una rebanada de pan de munición, y me dijo: —Coma esto y váyase.

Se quedó mirándome mientras yo cenaba. Cuando hube terminado, le pregunté dónde podría dormir.

—No hay habitaciones, ya se lo he dicho.

Si hubiera habido un palacio con las puertas abiertas a media cadena de distancia, no habría podido abandonar la posada para ir allí.

—Dormiré en esta silla entonces. No creo que tenga más clientes por esta noche — dije.

—Espere —me dijo, y se marchó. Oí como hablaba con una mujer en otro cuarto.

Cuando desperté, me apretaba el hombro y me estaba sacudiendo. ¿Quiere compartir la cama con otros dos?

—¿Con quién?

—Dos optimates, se lo prometo. Hombres muy decentes que viajan juntos.

Desde la cocina, la mujer gritó algo que no pude entender.

—¿Ha oído? —continuó el viejo—. Uno de ellos ni siquiera ha llegado. A esta hora de la noche, lo más probable es que ya no venga. Sólo serán dos.

—Si estos hombres han alquilado una habitación doble…

—No pondrán objeciones, se lo prometo. Es verdad, carnificario, están retrasados. Llevan tres noches aquí y sólo pagaron la primera.

De modo que iba a ser utilizado como una nota de desahucio. Eso no me perturbó mucho y, en verdad, parecía algo prometedor… si el hombre que dormía allí esa noche se marchaba, el cuarto quedaría para mí solo. Me puse de pie con trabajo y seguí al viejo por unas retorcidas escaleras.

El cuarto en que entramos no estaba cerrado con llave, pero era oscuro como una tumba. Oí una respiración pesada.

—¡Jefe! —bramó el viejo olvidando que había dicho que su inquilino era un optimate—. Calva, Calveros, o como se llame, aquí le traigo un compañero de cuarto. Si no paga, tiene que recibir pensionistas.

No hubo contestación.

—Venga, señor carnificario —me dijo el viejo—. Le daré una luz. —Sopló un pedacito de yesca hasta que brilló lo bastante como para encender un cabo de vela.

El cuarto era pequeño y no tenía más muebles que una cama. En ella, dormido de lado (según me pareció) con la espalda vuelta hacia nosotros y las piernas recogidas, estaba el hombre más grande que yo jamás hubiese visto, un hombre que bien podría haber sido considerado un gigante.

—¿No va a despertar nunca, don Calveros, y ver quién es su compañero de cuarto?

Yo quería ir a la cama y le dije al viejo que nos dejara. El protestó, pero lo saqué del cuarto de un empujón, y no bien se hubo ido me senté en el sitio vacío cíe la cama y me quité las botas y los calcetines. La débil luz de la vela confirmó que me habían salido varias ampollas. Me quité la capa y la extendí sobre el gastado cubrecama. Por un momento consideré si debía quitarme también el cinturón y los pantalones o dormir con ellos puestos; la prudencia y el cansancio me aconsejaron lo segundo, y noté que el gigante parecía completamente vestido. Con una sensación de fatiga inexpresable, apagué la vela de un soplido y me tendí para pasar la primera noche de mi vida fuera de la Torre Matachina.

—Nunca.

El tono era tan profundo y resonante (casi como las notas más bajas de un órgano) que en un principio no estuve seguro de lo que significaba la palabra que acababa de oír, o si era una palabra siquiera.

—¿Qué ha dicho? —mascullé.

—Calveros.

—Lo sé… el posadero me lo dijo. Mi nombre es Severian. —Yo yacía de espaldas con Términus Est (que había puesto a mi lado como medida de seguridad) entre nosotros. En la oscuridad ignoraba si mi compañero había girado para observarme; de todos modos yo tenía la certeza de que no podría dejar de advertir cualquier movimiento de ese cuerpo enorme.

—Usted… corta.

—Nos oyó cuando entramos, entonces. Pensé que estaba dormido. —Me disponía a decir que no era un carnificario sino un oficial del gremio de torturadores, pero luego, recordando mi deshonra y que Thrax había pedido que enviaran un verdugo, dije:— Sí, soy un verdugo, pero no es preciso que me tema. Sólo hago lo que me mandan.

—Mañana, entonces.

—Sí, mañana habrá tiempo suficiente para conocernos y hablar.


Y luego soñé, aunque puede que las palabras de Calveros hayan sido también un sueño. Sin embargo, no lo creo, y si lo fueron, fue un sueño diferente.

Cabalgaba sobre una enorme criatura de alas de piel bajo un cielo de escasa altura. Equidistantes entre las nubes y una tierra crepuscular, nos deslizamos cuesta abajo por una colina de aire. Mi montura de largos dedos membranosos batió las alas sólo una vez, me pareció. El sol agonizaba delante de nosotros y parecía que nos movíamos a la velocidad de Urth, porque se mantenía quieto sobre el horizonte.

Seguimos volando y volando. Por fin vi un cambio en la superficie de la tierra, y al principio creí que se trataba de un desierto. A lo lejos no se divisaban ciudades, ni granjas, ni bosques, ni campos, sino un enorme baldío llano de color púrpura oscuro, sin nada que rompiera la monotonía y la quietud. La criatura de alas membranosas lo observó también o tal vez captó algún olor en el aire. Sentí los músculos de hierro que se contraían debajo de mí, y hubo tres aleteos, uno tras otro.

En el baldío púrpura aparecieron unas manchas blancas. Al rato me di cuenta de que la aparente quietud era una ilusión creada por la uniformidad; era igual en todas partes, pero todas ellas estaban en movimiento… el mar… el Río-Mundo cuna de Urth.

Entonces, por primera vez miré detrás de mí y vi el reino de la humanidad tragado por la noche.

Cuando hubo desaparecido, y debajo de nosotros sólo se extendía el inmenso baldío de aguas agitadas, la bestia giró la cabeza y me miró. El pico era como el pico del ibis, la cara la cara de una bruja; sobre la cabeza tenía una mitra de hueso. Por un instante nos quedamos mirando, y creí adivinar lo que pensaba: Sueñas, pero si despertaras de tu despertar, estarías aquí.

El movimiento de la bestia cambió como cambia el de un lugre cuando el marinero lo hace virar por avante. Un ala descendió, la otra se alzó hasta que apuntó hacia el cielo, yo traté de aferrarme a la piel escamosa, y caí al mar.

El choque del impacto me despertó. Me dolían las articulaciones, y oí al gigante murmurar en sueños. Yo también murmuré algo, busqué a tientas la espada para comprobar si todavía estaba junto a mí, y me dormí otra vez.

El agua se cerró sobre mí; sin embargo, no me ahogué. Me pareció que podría respirar bajo el agua, no obstante no respiré. Era todo tan claro, que sentí que caía por un vacío más traslúcido que el aire.

A lo lejos se dibujaban formas gigantescas… centenares de veces más grandes que un hombre. Algunas parecían barcos, otras, nubes; una era una cabeza viva sin cuerpo; otra tenía cien cabezas. Una niebla azul las oscureció y vi debajo de mí un campo de arena, esculpido por las corrientes. Se levantaba allí un palacio más grande que nuestra Ciudadela, pero era un montón de ruinas: los tejados habían desaparecido, y los jardines estaban devastados; en él se movían figuras inmensas, blancas de lepra.

Cuando estuve más cerca volvieron las caras hacia mí, caras como la que había visto una vez bajo el Gyoll; eran mujeres, desnudas, con cabellos de verde espuma marina y ojos de coral. Rieron al verme caer, y la risa subió hasta mí en pequeñas burbujas. Tenían dientes largos como dedos, blancos y afilados.

Seguí cayendo hasta acercarme a ellas. Tendieron las manos hacia mí y me acariciaron como una madre que acaricia a un hijo. Los jardines del palacio albergaban esponjas, anémonas de mar y gran cantidad de otras bellezas a las que no sabría dar nombre. Las enormes mujeres me rodearon y me sentí un muñeco junto a ellas.

—¿Quiénes sois? —pregunté—. ¿Qué hacéis aquí?

—Somos las novias de Abaia. Las queridas y los juguetes y las enamoradas de Abaia. La tierra no podía sostenernos. Nuestros pechos son arietes, nuestras nalgas quebrarían el espinazo de los toros. Aquí nos alimentamos, flotando y creciendo, hasta que seamos lo bastante grandes como para aparearnos con Abaia, que un día devorará los continentes.

—¿Y quién soy yo?

Entonces todas se echaron a reír y esta risa era como olas que rompían contra una playa de cristal.

—Te lo mostraremos —dijeron—. ¡Te lo mostraremos! —Una me cogió las manos, como hacen las hermanas con el hijo de la hermana, y me levantó y nadó conmigo a través del jardín. Tenía dedos palmeados, largos como mi brazo.

Descendimos como un galeón que se hunde, hasta que nuestros pies tocaron fondo. Ante nosotros se levantaba una pared baja, y sobre ella había un pequeño escenario y un telón, como si fuera un teatro de niños.

El telón, que era del tamaño de un pañuelo, parecía estremecerse con cada uno de nuestros movimientos. Ondeaba y se mecía hasta que poco a poco comenzó a elevarse como si lo levantara una mano invisible. En seguida apareció la figura de un hombre hecho de pequeñas ramas. Los miembros aún mostraban la corteza y unos brotes verdes. El cuerpo medía un cuarto de palmo, y la cabeza parecía un nudo cuyas depresiones eran los ojos y la boca. Llevaba una porra con la que nos amenazaba, y se movía como si tuviera vida.

Cuando el hombre de madera saltó hacia nosotros y golpeó el escenario con su arma para mostrar lo feroz que era, apareció la figura de un muchacho armado de una espada. Esta marioneta era tan delicada como la otra tosca: podría haber sido un niño verdadero reducido al tamaño de un ratón.

Después de hacernos una reverencia, las figuritas comenzaron a luchar entre ellas. El hombre de madera daba saltos prodigiosos y parecía llenar el escenario con los golpes de su garrote; para evitarlo, el niño bailaba como una mota de polvo en un rayo de sol, abalanzándose sobre el hombre de madera para herirlo con una espada del tamaño de un alfiler.

Por fin la figura de madera se derrumbó. El niño avanzó para ponerle el pie sobre el pecho; pero antes que pudiera hacerlo, la figura de madera subió flotando por el escenario hasta desaparecer, dejando atrás al niño, junto con el garrote y la espada, ambos quebrados. Me pareció oír (se trataba sin duda del chirrido de las carretillas en la calle) un toque de trompetas de juguete.

Alguien que entró en el cuarto me despertó. Era un hombre pequeño y vivaz, de pelo rojo como el fuego, correctamente vestido, aunque con afectación. Cuando me vio despierto, levantó las persianas y dejó entrar la luz roja del sol.

—Mi socio —dijo— tiene un sueño muy profundo. ¿No lo dejaron sordo sus ronquidos?

—También yo tengo el sueño profundo —le dije—. Y si roncó, no lo he oído.

Eso pareció complacerlo, y su sonrisa estaba llena de dientes de oro.

—Ronca. Ronca como para que Urth se sacuda, se lo aseguro. Pero veo que de todas maneras ha podido descansar. —Tendió una mano delicada y bien cuidada.— Soy el doctor Talos.

—El oficial Severian. —Eché a un lado las delgadas cobijas y me puse de pie para estrechársela.

—Lleva negro, según veo. ¿A qué gremio pertenece usted?

—Es el fulígeno de los torturadores.

—¡Ah! —Inclinó la cabeza como un gorrión y saltó de un lado al otro para observarme desde diversos ángulos.— Es usted un hombre alto… qué lástima… pero ese atuendo como de hollín es muy impresionante.

—Un color práctico —dije—. La mazmorra es un sitio sucio y en el fulígeno no se notan las manchas de sangre.

—¡Tiene usted sentido del humor! ¡Excelente! Pocas cualidades, le diré, benefician a un hombre tanto como el sentido del humor. El sentido del humor atrae a las multitudes. El sentido del humor lo impele a uno y lo saca de apuros y atrae los asimi como el imán.

Sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba diciendo, pero al ver que estaba de humor, aventuré: —Espero no haberlo incomodado. El posadero dijo que durmiera aquí y como en la cama había lugar para otra persona…

—¡No, no, no en absoluto! No regresé, encontré un sitio mejor donde dormir. Duermo muy poco, se lo diré también, y tengo el sueño ligero además. Pero pasé una buena noche, una excelente noche. ¿Dónde va usted esta mañana, optimate?

Yo estaba tanteando bajo la cama en busca de mis botas. —Primero, a tomar el desayuno, supongo. Después, saldré de la ciudad, hacia el norte.

—¡Excelente! Sin duda mi socio disfrutaría con un desayuno… le hará mucho bien. Y nosotros viajamos hacia el norte. Después de un magnífico éxito en la ciudad, sabe usted. Volvemos a casa ahora. Actuamos por la orilla oriental abajo y actuaremos por la orilla occidental arriba. Quizá nos detengamos en la Casa Absoluta camino del norte. Ése es el sueño de nuestra profesión, sabe usted. Actuar en el palacio del Autarca. O volver a hacerlo, si ya se lo ha hecho. Chrisos a sombreros llenos.

—Yo conocí a una persona que soñaba con volver allí.

—No ponga esa cara larga… ya me lo contará en algún momento. Pero ahora, si vamos a desayunar… ¡Calveros! ¡Despierta! ¡Vamos, Calveros, vamos! ¡Despierta! —Fue bailando hasta el pie de la cama y tomó al gigante por un tobillo.— ¡Calveros! ¡No lo agarre por el hombro, optimate! (Yo no había hecho el menor movimiento en ese sentido.) Se sacude de un lado a otro a veces. ¡CALVEROS! El gigante murmuró y se agitó.

—¡Un nuevo día, Calveros! ¡Un nuevo día y toda vía vivos! Tiempo para comer y defecar y hacer el amor… ¡tiempo para todo! Vamos, arriba, o no volveremos nunca a casa.

No hubo signo de que el gigante lo hubiera oído. Era como si el murmullo de un momento antes hubiera sido sólo una protesta musitada en sueños o el estertor de una muerte. El doctor Talos cogió las mantas inmundas con las dos manos y tiró de ellas.

La forma monstruosa quedó a la vista. Era aún más alto de lo que yo había supuesto, casi demasiado para caber en la cama, aunque dormía con las rodillas recogidas hasta casi tocarse la barbilla. Tenía los hombros de una ana, altos y encogidos. No podía verle el rostro, hundido en la almohada. Alcancé a verle unas cicatrices extrañas en el cuello y alrededor de las orejas.

—¡Calveros!

Tenía el pelo gris, y muy espeso.

—¡Calveros! Con su perdón, optimate ¿puedo tomar prestada esa espada?

—No —dije—, no puede.

—Oh, no voy a matarlo ni nada por el estilo. Sólo quiero usarla de plano.

Sacudí la cabeza, y cuando el doctor Talos vio que yo no cedería, se puso a registrar el cuarto. —Dejé el bastón abajo. Mala costumbre, lo robarán. Tendría que aprender a renquear, de veras tendría que hacerlo. Aquí no hay nada en absoluto.

Salió disparado por la puerta y volvió al cabo de un momento empuñando un bastón de palo santo con empuñadura de latón dorado.

—¡Vamos, pues! ¡Calveros! —Los golpes cayeron sobre la ancha espalda del gigante como las grandes gotas que preceden a una tormenta de truenos y relámpagos.

De repente, el gigante se sentó.

—Estoy despierto, doctor. —El rostro era grande y vulgar, pero también sensible y melancólico.— ¿Ha decidido matarme, por fin?

—¿De qué hablas, Calveros? Oh, ¿te refieres al optimate aquí presente? No te hará ningún daño, ha compartido la cama contigo y ahora se nos unirá para el desayuno.

—¿Durmió aquí, doctor?

El doctor Talos y yo asentimos con la cabeza.

—Entonces sé de dónde salieron mis sueños.

Todavía me sentía impresionado por la visión de las enormes mujeres bajo el mar monstruoso, y por tanto le pregunté qué había soñado, aunque me inspiraba cierto temor reverente.

—Con cavernas subterráneas, con dientes de piedra chorreando sangre… Con brazos arrancados en medio de caminos de arena, y criaturas sacudiendo cadenas en la oscuridad. —Se sentó en el borde de la cama, limpiándose con un dedo enorme unos dientes escasos y sorprendentemente pequeños.

El doctor Talos dijo: —Vamos, acompañadme. Si vamos a comer y hablar y hacer algo hoy… vaya, tenemos que empezar. Mucho por decir y mucho por hacer.

Calveros escupió en un rincón.

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