XXXII — La representación

Fue sólo después de que el edificio apareciera sobre la ciudad para desvanecerse en seguida, cuando supe que amaba a Dorcas. Nos internamos camino abajo —pues habíamos encontrado un nuevo sendero sobre la cima de la colina— en la oscuridad. Y porque pensábamos exclusivamente en lo que acabábamos de ver, nuestros espíritus se unieron sin obstáculo, cada uno pasando a través de esos pocos segundos de visión, como por una puerta nunca antes abierta, y que ya no se abriría otra vez.

No sé a dónde nos dirigíamos. Recuerdo un sendero serpenteante que bajaba por la ladera de la colina, un puente arqueado y otro camino bordeado a lo largo de una legua por un errante vallado de madera. Dondequiera que nos llevara, sé que no hablamos de nosotros en absoluto, sino sólo de lo que habíamos visto y de lo que podría significar. Y sé que al principio de nuestro viaje, miraba a Dorcas sólo como a una compañera casual, aunque deseable y digna de compasión. Y que cuando hubo terminado, la amaba como nunca he amado a otro ser humano. No la amaba porque amara menos a Thecla; ocurría en verdad que por el amor que yo le tenía a Dorcas, amaba más a Thecla, porque Dorcas era también una parte de mí (como Thecla llegaría a serlo de una manera tan terrible como hermosa la otra), y si yo amaba a Thecla, Dorcas también la amaba.

—¿Piensas —me preguntó— que alguien más pudo haberlo visto?

Esto no lo había considerado, pero dije que aunque el edificio sólo había permanecido en el aire un momento, esto había ocurrido sobre la mayor de las ciudades; y que si millones y decenas de millones no lo habían visto, algunos otros, centenares, tuvieron que haberlo visto.

—¿No es posible que fuera una visión sólo destinada a nosotros?

—Nunca he tenido una visión, Dorcas.

—Y yo no sé si la he tenido o no. Cuando trato de recordar como era antes del momento en que te ayudé a salir del agua, sólo recuerdo estar a mi vez en el agua. Todo lo anterior es como una visión hecha añicos, sólo fragmentos brillantes: un dedal que vi sobre una tela de terciopelo, una vez, y el ladrido de un perro delante de una puerta. Nada como esto. Nada como lo que hemos visto.

Lo que dijo me recordó la nota que yo había estado buscando cuando mis dedos tocaron la Garra, y eso, a la vez, me recordó el libro marrón que estaba junto a ella. Le pregunté a Dorca si no le gustaría ver el libro que había pertenecido a Thecla cuando encontráramos un lugar donde detenernos.

—Sí —me respondió Dorca—. Cuando estemos sentados junto a un fuego otra vez, como lo estuvimos en aquella taberna.

—El encuentro de esa reliquia, que por supuesto tendré que devolver antes de abandonar la ciudad, y lo que hemos estado diciendo, me recuerdan algo que leí en él una vez. ¿Conoces la clave del universo?

Dorcas rió suavemente.

—No, Severian, yo, que apenas sé mi nombre, no sé nada acerca de la clave del universo.

—Creo que no te lo he preguntado como tendría que haberlo hecho. Lo que quise decir es: ¿estás familiarizada con la idea de que el universo tiene una clave secreta? ¿Una sentencia o una frase, aun una sola palabra como dicen algunos, que puede ser arrancada de los labios de esa estatua, o leída en el firmamento, o que un anacoreta que vive en un mundo al otro lado del mar enseña a sus discípulos?

—Los niños pequeños la conocen —dijo Dorcas—. La conocen antes de aprender a hablar, pero cuando crecen y empiezan a hablar, ya casi la han olvidado. Al menos, alguien me dijo eso una vez.

—Es lo que quiero decir, o algo por el estilo. El libro marrón es una colección de mitos del pasado, y tiene una sección en la que se enumeran las claves del universo: todo lo que la gente ha dicho, después de haber hablado con mistágogos de mundos distantes, o estudiado el Popul Vuh de los magos, o ayunado en los troncos sagrados de ciertos árboles, era El Secreto. Thecla y yo solíamos leerlas y discutirlas. Una de ellas afirma que todo, cualquier cosa que suceda, tiene tres significados. El primero es el significado práctico, lo que el libro llama «la cosa que ve el campesino». La vaca ha tomado un bocado de pasto, y se trata de verdadero pasto y de una vaca real; ese significado es tan importante y verdadero como cualquiera de los otros. El segundo es el reflejo del mundo alrededor. Cada objeto se encuentra en contacto con los otros, y es así que el sabio puede comprender a los demás mediante la observación del primero. Ése podría llamarse el significado del adivino, porque es el que ese tipo de gente utiliza cuando profetiza un encuentro afortunado observando las huellas de una serpiente, o cuando confirma el desenlace de un asunto amoroso poniendo el elector de un palo de baraja sobre la patrona de otro.

—¿Y el tercer significado? —preguntó Dorcas.

—El tercero es el significado transustancial. Dado que todos los objetos tienen su origen último en el Pancreador, que los ha puesto en movimiento, todo, en consecuencia, expresa su voluntad, que es la realidad más alta.

—Estás diciendo que lo que vimos era un signo.

Sacudí la cabeza.

—El libro está diciendo que todo es un signo. El poeta de ese cerco es un signo, y también lo es el modo en que el árbol se inclina sobre él. Algunos signos suelen expresar el tercer significado con mayor facilidad que otros.

Durante unos cien pasos permanecimos en silencio. Luego Dorcas dijo: —Me parece que si lo que explica el libro de la chatelaine es cierto, la gente lo entiende todo al revés. Vimos una gran estructura saltar en el aire y deshacerse en la nada ¿no es así?

—Yo sólo la vi suspendida sobre la ciudad. ¿Saltó?

Dorcas asintió. Pude ver el brillo de sus pálidos cabellos a la luz de la luna.

—Me parece que lo que llaman el tercer significado es muy claro. Pero el segundo es más difícil de encontrar, y el primero, que tendría que ser el más sencillo, es imposible.

Estaba por decirle que la entendía —al menos en lo que se refería al tercer significado— cuando a cierta distancia oí un rugido que retumbó como un trueno. Dorcas exclamó: —¿Qué fue eso? —y tomó mi mano en la suya, pequeña y cálida.

—No lo sé, pero me pareció que provenía de aquel matorral, de allí arriba.

Ella asintió.

—Ahora oigo voces.

—Tu oído es mejor que el mío, parece.

De pronto oímos el mismo rugido, más fuerte y prolongado; y esta vez, quizá porque estábamos más cerca, me pareció ver un resplandor de luces a través de un bosquecillo de jóvenes hayas que teníamos delante.

—¡Allí! —dijo Dorcas, y señaló un punto algo al norte de los árboles—. Eso no puede ser una estrella. Está demasiado bajo y brilla demasiado; y se mueve muy de prisa.

—Es una linterna, creo. En una carreta, o tal vez alguien la lleva en la mano.

El estruendo se oyó una vez más, y entonces supe lo que era: un tambor batiente. Yo mismo oía voces ahora, y en particular, una voz más profunda que el tambor, y casi tan fuerte. Al bordear el extremo del soto, vimos a unas cincuenta personas reunidas alrededor de una pequeña plataforma. De pie sobre ella, entre antorchas encendidas, un gigante sostenía debajo del brazo un timbal parecido a un tam-tam. Un hombre mucho más pequeño, ricamente vestido, estaba a la derecha, y a la izquierda, casi desnuda, la mujer de belleza más sensual que yo hubiese visto jamás.

—Todo el mundo está aquí —decía en tono enérgico el hombre pequeño—. Todo el mundo está aquí. ¿Qué preferís? ¿Amor y belleza? —Señaló a la mujer.— ¿Fuerza? ¿Coraje? —Apuntó al gigante.— ¿Ilusión? ¿Misterio? —Se dio con la mano en el pecho.— ¿Vicio? —Señaló una vez más al gigante.— Y ¡mirad quién viene aquí! Es nuestra vieja enemiga, la muerte, que tarde o temprano siempre llega. —Entonces me señaló a mí, y todas las caras se volvieron para mirarme.

Eran el doctor Talos y Calveros; me pareció inevitable verlos allí, no bien los hube reconocido. Que yo supiera, nunca había visto a la mujer.

—¡La Muerte! —dijo el doctor Talos—. La Muerte ha llegado. Dudé de ti estos dos últimos días; tendría que haber sabido a qué atenerme.

Esperaba que la gente riera ante ese humor tan siniestro, pero no lo hizo. Unos pocos murmuraron entre dientes, y una vieja fea se escupió la palma de la mano y apuntó al suelo con dos dedos.

—¿Y a quién ha traído con él? —El doctor Talos se inclinó hacia delante para observar a Dorcas a la luz de la antorcha.— Creo que es la Inocencia. Sí, es la Inocencia. ¡Ahora todo el mundo está aquí! El espectáculo empezará dentro de unos instantes. ¡No es para gente de corazón débil! ¡Nunca habréis visto nada igual, nada en absoluto! Todo el mundo está aquí ahora.

La hermosa mujer se había marchado, y tal era el magnetismo de la voz del doctor, que no advertí el momento en que desapareció.


Si describiera ahora la representación del doctor Talos tal como me pareció desde mi papel de protagonista, el resultado sería una mera confusión. Cuando lo describa tal como apareció ante la audiencia (como tengo intención de hacerlo en un momento más oportuno de esta crónica), es probable que nadie me crea. En un drama con un reparto de cinco personas, de los cuales dos, en la noche de estreno, no habían aprendido sus papeles, marcharon ejércitos, tocaron orquestas, cayó la nieve, y tembló Urth. El doctor Talos exigía mucho de la imaginación del espectador; pero la estimulaba mediante palabras, y una maquinaria sencilla aunque eficaz: sombras proyectadas sobre pantallas, proyectores holográficos, ruidos grabados, telones reflectores y cualquier otro artificio concebible. En conjunto lo lograba todo de manera admirable como lo demostraban los sollozos, los gritos y los suspiros que de vez en cuando llegaban a nosotros desde la oscuridad.

Triunfante en todo esto, sin embargo fracasaba. Porque lo que él quería era comunicar, contar una gran historia que tenía en la mente, y que no podía resumirse con simples palabras; pero ninguno de los que asistieron a la representación —y aún menos nosotros, que nos movíamos por el escenario y hablábamos cuando nos lo indicaba— se fue con una comprensión clara del sentido de la historia. Sólo podía expresarse (decía el doctor Talos) mediante el redoble de las campanas y el trueno de las explosiones, y a veces por el desarrollo del ritual. Sin embargo, como en definitiva quedó probado, ni siquiera esas cosas eran suficientemente expresivas. Había una escena en la que el doctor Talos luchaba con Calveros hasta que la sangre manaba de los rostros de ambos; había otra en la que Calveros buscaba a una aterrorizada Jolenta (ése era el nombre de la mujer más hermosa del mundo) en un cuarto de un palacio subterráneo y por último se sentaba sobre la cómoda en la que ella se escondía. En la parte final yo ocupaba el centro del escenario presidiendo una cámara de inquisición en la que Calveros, el doctor Talos, Jolenta y Dorcas estaban atados a diversos aparatos. Mientras la audiencia miraba, yo infligía los más extravagantes e ineficaces (si hubieran sido reales) tormentos a cada uno y por turno. En esta escena no pude evitar oír los murmullos de los espectadores mientras me preparaba, tal como parecía, a arrancarle las piernas a Dorcas. Aunque yo no lo sabía, se les había permitido ver que Calveros se estaba librando de sus ataduras. Algunas mujeres gritaron cuando las cadenas cayeron al suelo con estrépito; yo miré disimuladamente al doctor Talos en demanda de instrucciones, pero él, que con mucho menor esfuerzo ya se había desatado, saltaba en ese momento hacia la audiencia.

—Tableau —gritó—. Tableau, todos. —Me quedé quieto, entendiendo que era eso lo que quería decir.— Agraciado público, habéis observado nuestro pequeño espectáculo con admirable atención. Ahora solicitamos parte de vuestra bolsa, además de parte de vuestro tiempo. En la conclusión de la pieza veréis lo que ocurre ahora que el monstruo se ha liberado. —El doctor Talos tendía el sombrero de copa hacia la audiencia y oí que algunas monedas resonaban dentro de él. Insatisfecho, saltó desde el escenario y empezó a moverse entre la gente.— Recordad que una vez liberado, nada se interpone entre él y la consumación de sus brutales deseos. Recordad que yo, su atormentador, estoy ahora atado y a su merced. Recordad que no conocéis, gracias, sieur, la identidad de la misteriosa figura que vio la Contessa a través de las cortinas de la ventana. Gracias. Que sobre el calabozo que ahora veis, la estatua llorosa, gracias, sigue todavía cavando al pie del fresno. Vamos, pues. Habéis sido generosos con vuestro tiempo. Sólo pedimos que no seáis mezquinos con vuestro dinero. Unos pocos, es cierto, nos han dado buen trato, pero no actuamos para unos pocos. ¿Dónde están los brillantes asimi que deberían estar luciendo en mi pobre sombrero desde hace ya rato? ¡No pagarán los pocos por la multitud! Si no tenéis asimi, entonces oricretas; si no las tenéis, ¡con seguridad no habrá ninguno de vosotros que no tenga aes!

Una vez que hubo reunido una suma suficiente, el doctor Talos volvió de un salto al escenario y reajustó hábilmente las cadenas que parecían mantenerlo sujeto a unas picas. Calveros rugió y tendió los largos brazos permitiendo que la audiencia viera que una segunda cadena, que antes no podía verse, lo tenía aún atrapado.

—Mírelo —me urgió el doctor Talos sotto voce—. Espántelo con una de las antorchas.

Fingí descubrir por primera vez que los brazos de Calveros estaban libres, y arranqué una de las antorchas de una esquina del escenario. Al instante las dos antorchas resplandecieron; las llamas, que habían ardido amarillas y claras sobre un fondo escarlata, ardían ahora azules y verdes, escupiendo chispas y multiplicando su tamaño con un terrible siseo. Yo arrojé la que había arrancado a Calveros gritando: —¡No, no! ¡Atrás, atrás! —una vez más urgido por el doctor Talos. Calveros respondió con un rugido más furioso que nunca. Tiraba de la cadena de un modo que hacía crujir la pared del escenario; la boca se le llenó de espuma, un espeso líquido blanco le caía por la comisura de los labios, le humedecía el enorme mentón y le manchaba la negra camisa como si fuera nieve. Algunos entre el público gritaron, y la cadena se rompió con el estrépito del látigo de un conductor de ganado. En este momento la cara del gigante era de una locura espantosa, y no se me habría ocurrido ponerme delante de él, del mismo modo que no hubiera intentado detener una avalancha; pero antes de que pudiera dar un paso y escapar, me había arrebatado la antorcha y me había tumbado con un mango de hierro.

Levanté la cabeza a tiempo para ver cómo arrancaba la otra antorcha y se adelantaba hacia la audiencia. Los alaridos de los hombres ahogaron los chillidos de las mujeres: sonaba como si nuestro gremio estuviera trabajando con cien clientes a la vez. Me puse de pie, e iba a librar a Dorcas y huir con ella, cuando vi al doctor Talos. Parecía estar de lo que sólo puedo llamar un maligno buen humor, y aunque se estaba librando de sus ataduras, parecía no tener ninguna prisa. Jolenta estaba haciendo otro tanto, y si había alguna expresión en esa cara perfecta, era de alivio.

—¡Muy bien! —exclamó el doctor Talos—. Muy bien por cierto. Puedes volver ahora, Calveros. No nos dejes en la oscuridad. —Y luego dirigiéndose a mí:— ¿Ha disfrutado con su primera experiencia en las tablas, maestro torturador? Por ser una actuación de principiante y sin ensayo previo, lo ha hecho bastante bien.

Me las compuse para asentir con la cabeza.

—Salvo cuando Calveros lo derribó. Tiene que perdonarlo, no advirtió que usted no lo sabía: era el momento de echarse al suelo. Ahora venga conmigo. Calveros tiene muchos talentos, pero la mirada aguda para descubrir pequeñeces perdidas en la hierba no es uno de ellos. Tengo algunas luces entre bastidores y usted e Inocencia nos ayudarán a recoger.

No entendí lo que quería decir, pero en unos instantes las antorchas estaban de nuevo en su sitio y comenzamos a registrar con linternas sordas la zona pisoteada frente al escenario.

—Es como proponer un juego —explicó el doctor Talos—. Y confieso que me encanta. El dinero en el sombrero es cosa segura… al acabar el primer acto puedo predecir hasta la última oricreta cuánto será. Pero ¡lo que se deja caer! Puede que no sea más que dos manzanas y un nabo, o cualquier cosa imaginable. Hemos encontrado un lechoncito. Delicioso, así dijo Calveros cuando se lo comió. Hemos encontrado un bebé. Hemos encontrado un bastón con empuñadura de oro que todavía conservo. Broches antiguos. Zapatos… Con frecuencia encontramos zapatos de todas clases. Ahora acabo de encontrar una sombrilla de mujer. —La sostuvo en alto.—Justo lo que necesita nuestra bella Jolenta para protegerse del sol cuando mañana vayamos de paseo.

Jolenta se estiró pero como tratando de no inclinarse hacia delante. Sobre la cintura la amplitud cremosa era tal, que la espina dorsal se curvaba hacia atrás para equilibrar el peso.

—Si hemos de ir a una posada esta noche, me gustaría hacerlo ahora —dijo—. Estoy muy cansada, doctor.

Yo mismo me sentía exhausto.

—¿Una posada? ¿Esta noche? Sería un criminal desperdicio de fondos. Considéralo desde este punto de vista, mi querida. La más cercana está a una legua de distancia cuando menos, y nos llevaría una guardia a Calveros y a mí empacar los decorados y nuestras pertenencias, aun con la ayuda de este amistoso Ángel del Tormento. A ese ritmo, cuando llegáramos a la posada el horizonte ya estaría bajo el sol, los gallos cantarían, y lo más probable es que un millar de necios se estuvieran levantando, dando portazos y arrojando fuera sus líquidos nocturnos.

Calveros gruñó (en señal de confirmación, según me pareció), y luego pateó con la bota como si hubiera encontrado algo venenoso entre la hierba.

El doctor Talos abrió los brazos como para recibir al universo.

—Mientras que aquí, querida, bajo las estrellas que son la propiedad privada y amada del Increado, tenemos todo lo que podamos desear para gozar del descanso más saludable. El aire es lo suficientemente fresco como para que aquellos que duermen se sientan agradecidos por el abrigo de las mantas y el calor del fuego, y no hay el menor indicio de que vaya a llover. Aquí acamparemos, aquí romperemos nuestro ayuno por la mañana, y de aquí partiremos renovados en las horas dichosas en que el día es joven.

—Mencionó usted algo sobre el desayuno —dije—. ¿Hay algo que podamos comer, Dorcas y yo? Estamos hambrientos.

—Pues claro que sí. He visto que Calveros acaba de recoger un cesto de camotes.

Varios de los miembros de nuestra audiencia debían de ser granjeros que volvían de un mercado con los productos que no habían logrado vender. Además de los camotes, encontramos un par de calabazas y varios tallos de caña de azúcar. El doctor Talos no utilizó la poca ropa de cama que encontramos diciendo que se mantendría levantado contemplando el fuego, y que quizá se echaría un sueñecito más tarde, en la silla que hacía apenas un instante fuera trono del Autarca y banco del Inquisidor.

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