XI — La fiesta

El día de nuestra patrona coincide con la desaparición del invierno. Entonces nos alegramos: los oficiales desfilan ejecutando la danza de las espadas, con saltos fantásticos; los maestros iluminan la capilla en ruinas del Patio Grande con mil velas perfumadas, y nosotros nos preparamos para la fiesta.

En el gremio la observación anual se considera mayor, cuando un oficial es promovido al magisterio; menor cuando al menos un aprendiz es nombrado oficial; o mínima, cuando no hay ninguna promoción. Como ningún oficial ascendía al magisterio el año en que me convertí en oficial —lo cual no debe sorprender a nadie, pues tales ocasiones son más raras que las décadas—, la ceremonia de mi enmascaramiento fue una fiesta menor.

Aun así, se dedicaron semanas a los preparativos. He oído decir que no menos de ciento treinta y cinco gremios tienen miembros trabajando dentro de los muros de la Ciudadela. De éstos, algunos (como lo hemos visto entre los curadores de cuadros) son demasiado escasos como para celebrar la fiesta patronal en la capilla, y se unen a sus hermanos de la ciudad. Los más numerosos celebran la fiesta con toda la pompa posible, para aumentar la estima en que se les tiene. De esta especie son los soldados en el día de Adriano, los marineros en el de Bárbara, las brujas en el de Mag, y muchos otros. Mediante espectáculos maravillosos y el reparto gratuito de comidas y bebidas, intentan que asistan a sus ceremonias tanta gente ajena a los gremios como sea posible.

No es así entre los torturadores. Nadie ajeno al gremio ha cenado con nosotros en la fiesta de la Sagrada Katharine en los últimos trescientos años, desde que un teniente de la guardia, según se dice, se atrevió a asistir por una apuesta. Corren muchas historias infundadas acerca de lo que ocurrió: como que lo hicimos sentar a nuestra mesa en una silla de hierro al rojo. Ninguna es cierta. De acuerdo con la tradición de nuestro gremio, se le dio la bienvenida y fue agasajado; pero como por sobre la carne y el pastel de Katharine no hablamos del dolor que habíamos infligido, ni de nuevas formas de tormento, ni de cómo maldecíamos a aquellos cuya carne habíamos desgarrado y morían demasiado pronto, se puso cada vez más ansioso, imaginando que intentábamos tranquilizarlo para luego caer sobre él. Creyéndolo así, comió poco y bebió demasiado, y al volver al cuartel, cayó y se golpeó la cabeza, de modo que en adelante a veces perdía el juicio y sufría grandes dolores. Al tiempo se metió el cañón de su propia arma en la boca, pero eso no fue obra nuestra.

Nada más que torturadores, pues, asisten a la capilla el día de la Sagrada Katharine. No obstante cada año, sabiendo que nos observan desde las ventanas altas, nos preparamos como hace el resto, y con mayor grandiosidad. Fuera de la capilla nuestros vinos arden como gemas a la luz de cien antorchas; nuestras reses humean y nadan en su propio jugo; capibaras y agutíes erguidos como si tuvieran vida, cubiertos de un cuero en el que el coco tostado se mezcla con la propia piel desgarrada, trepan por leños de jamón y escalan montañas de pan recién horneado.

Nuestros maestros, de los que no había más que dos cuando me nombraron oficial, llegan en palanquines encortinados con flores entretejidas, y pisan alfombras de arenas coloreadas, alfombras que cuentan de las tradiciones del gremio, dibujadas grano a grano tras días y días de esfuerzo por los oficiales, y destruidas en unos pocos segundos por los pies de los maestros.

Dentro de la capilla aguardan una gran rueda con púas, una doncella, y una espada. A la rueda la conocía bien, pues como aprendiz varias veces había ayudado a levantarla, y a bajarla después. Cuando no la utilizaban, la guardaban en lo más alto de la torre, justo bajo la armería. La espada, que a un paso o dos de distancia parecía la verdadera espada de un verdugo, no era más que un listón de madera provisto de una vieja empuñadura e iluminada con oropel.

De la doncella nada puedo decir. Cuando era muy joven, ni siquiera me preguntaba por ella; ésas son las primeras fiestas que recuerdo. Cuando fui algo mayor y Gildas (oficial desde hacía mucho tiempo del que escribo) era capitán de aprendices, creí que quizá fuera una de las brujas. Cuando cumplí un año más, supe que semejante falta de respeto era intolerable.

Quizá fuera una sirvienta de alguna parte remota de la Ciudadela. Quizá fuera una residente de la ciudad, quien para ganar algo, o por alguna vieja conexión con nuestro gremio, consintiera en desempeñar el papel; no lo sé. Sólo sé que estaba allí en todas las fiestas, y siempre, me parecía, con el mismo aspecto. Era alta y esbelta, aunque no tan alta ni esbelta como Thecla, de cutis y ojos oscuros, y cabellos negros como el plumaje del cuervo. Una cara como la suya no la he visto nunca en otra parte; parecía un estanque de agua pura en medio de un bosque.

Se mantenía de pie entre la rueda y la espada mientras el maestro Palaemon (por ser el más anciano de nuestros maestros) nos hablaba de la fundación del gremio, y de nuestros precursores en los años que antecedieron a la llegada del hielo; esta parte variaba cada año, de acuerdo con lo que su erudición decidía. Se mantenía erguida y en silencio mientras nosotros entonábamos el Canto del Miedo, el himno del gremio que los aprendices deben aprender de memoria, pero que se canta sólo ese día del año. Se mantenía silenciosa mientras nosotros nos arrodillábamos entre los bancos rotos, y rezábamos.

Entonces el maestro Gurloes y el maestro Palaemon, asistidos por varios de los oficiales mayores, comenzaban a relatar la leyenda de la doncella. A veces hablaba uno solo, otras cantaban todos juntos, o mientras dos hablaban de cosas diferentes, otros tocaban flautas talladas en fémures o el rabel de tres cuerdas que chilla como un hombre.

Cuando llegaban al momento de la narración en que nuestra patrona es condenada por Maxentius, cuatro oficiales enmascarados corrían a apresarla. Tan silenciosa y serena antes, ahora gritaba y se resistía. Pero cuando la arrastraban hacia la rueda, ella parecía oscurecerse y cambiar. A la luz de las velas, era como si unos pitones verdes de cabezas enjoyadas, escarlatas, cetrinas y blancas, se le retorcieran en el cuerpo. Luego se veía que eran flores, capullos de rosa. Cuando la doncella se encontraba a un paso de distancia, las flores, que eran de papel y estaban escondidas dentro de las distintas partes de la rueda, se abrían. Fingiendo miedo, los oficiales retrocedían; pero los narradores, Gurloes, Palaemon y los demás, representando juntos el papel de Maxentius, los instaban a seguir adelante.

Entonces yo, todavía sin máscara y en traje de aprendiz, avancé y dije: —De nada vale que te resistas. Has de ser quebrada en esa rueda, pero no te infligiremos ningún otro ultraje.

La doncella no respondió, pero tendió el brazo y tocó la rueda, que en seguida cayó hecha pedazos, desmoronándose con estrépito, perdiendo todas sus rosas.

—Decapitadla —exigió Maxentius, y yo cogí la espada, que era muy pesada.

Ella se arrodilló ante mí.

—Eres una consejera de la Omnisciencia —dije—. Aunque debo decapitarte, te ruego que me perdones la vida.

Entonces la doncella habló por primera vez, diciendo: —Asesta el golpe y no temas.

Levanté la espada. Recuerdo que por un momento tuve miedo de que me hiciera perder el equilibrio.

Cuando evoco ese tiempo, es ese momento lo primero que recuerdo; para recordar más debo avanzar o retroceder a partir de allí. En la memoria me parece que me mantengo siempre así, con camisa gris y pantalones andrajosos, y la espada alzada sobre la cabeza. Al levantarla, era un aprendiz, cuando la bajara, sería un oficial de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia.

De acuerdo con la regla que nos rige, el verdugo ha de estar entre la víctima y la luz; la cabeza de la doncella se apoyaba sobre el bloque, en la sombra. Yo sabía que la espada no le haría daño; yo apuntaría a un lado, desatando un ingenioso mecanismo que levantaría una cabeza de cera manchada de sangre, mientras la doncella se envolvía la suya con un lienzo fulígeno. Sin embargo, vacilaba antes de asestar el golpe.

Ella habló otra vez desde el suelo a mis pies y su voz parecía resonar en mis oídos.

—Asesta el golpe y no temas. —Con toda la fuerza de que fui capaz, bajé la falsa espada. Por un instante me pareció que encontraba resistencia; luego dio contra el bloque, que se partió en dos. La cabeza de la doncella, completamente ensangrentada, cayó hacia delante, hacia los hermanos que miraban. El maestro Gurloes levantó la cabeza por los cabellos, y el maestro Palaemon ahuecó la palma de la mano izquierda para recibir la sangre.

—Con este nuestro crisma —dijo—, te consagro, Severian, nuestro hermano para siempre. —El dedo índice de Palaemon trazó la marca sobre mi frente.

—Así sea —dijo el maestro Gurloes y todos los oficiales excepto yo.

La doncella se puso de pie. Yo sabía, mientras la miraba, que la cabeza estaba escondida bajo la tela, pero parecía como si allí no hubiera nada. Me sentí mareado y cansado.

Ella cogió la cabeza de cera de manos del maestro Gurloes y fingió volver a ponérsela sobre los hombros; la deslizó por alguna abertura de la tela y se irguió ante nosotros, completa y radiante. Yo me arrodillé ante ella y los demás se apartaron.

La doncella levantó la espada con la que yo acababa de cortarle la cabeza; la hoja estaba ensangrentada.

—Eres de los torturadores —dijo. Sentí que la espada me tocaba uno y otro hombro y en seguida unas manos ansiosas me pusieron la máscara del gremio y me elevaron. Antes de saber lo que ocurría, me encontré sobre los hombros de dos oficiales; sólo después supe que eran Drotte y Roche, aunque pude haberlo adivinado. Me transportaron en procesión por el pasillo a través del centro de la capilla, mientras todos vitoreaban y gritaban.

No bien estuvimos fuera, empezaron los fuegos de artificio: cohetes en torno a nuestros pies, y aun en torno a nuestros oídos, torpedos que estallaban contra los muros de la capilla de mil años de antigüedad, petardos rojos y amarillos y verdes que saltaban en el aire. Un cañón del Torreón Grande quebró la noche.

Las excelentes carnes de que he hablado, estaban sobre las mesas en el patio; yo me senté a la cabecera entre el maestro Palaemon y el maestro Gurloes, y bebí demasiado (para mí un poco fue siempre demasiado) y me aclamaron y brindaron por mí. Qué le ocurrió a la doncella, no lo sé. Desapareció, como siempre. No la he vuelto a ver.


Desconozco cómo llegué a mi cama. Los que beben mucho me han contado que a veces olvidan todo lo que ha pasado en la última parte de la noche, y tal vez conmigo ocurrió lo mismo. Pero creo más probable que yo (que nunca olvido nada, que, si he de ser sincero por una vez, y aunque parezca una jactancia, no comprendo verdaderamente qué quieren decir otros con olvido, pues me parece que toda experiencia se convierte en parte de mi ser) me haya quedado dormido, y me llevaron allí.

Sea como fuere, no desperté en el cuarto bajo y familiar que era nuestro dormitorio, sino en una cámara pequeña, mucho más alta que ancha. Se trataba de una cámara de oficial, y siendo yo el menor de los oficiales, el menos estimado en la torre, era un cubículo cerrado, no más grande que una celda.

La cama parecía moverse debajo de mí. Me tomé de los lados y me senté; entonces se quedó quieta; pero apenas hube apoyado mi cabeza otra vez en la almohada empezó a moverse de nuevo. Sentí que estaba despierto… luego que despertaba otra vez, pero que hacía sólo un instante que me había quedado dormido. Era consciente de que había alguien conmigo en la minúscula cámara, y por una razón que no podría haber explicado, pensé que era la joven que había desempeñado el papel de nuestra patrona.

Me senté sobre la cama que se movía. Por debajo de la puerta se filtraba una luz tenue. No había nadie allí.

Cuando me tendí de nuevo, el cuarto se llenó del perfume de Thecla. La falsa Thecla había venido de la Casa Azur. Salté de la cama y casi caí al abrir la puerta. Fuera, en el pasillo, no había nadie.

Un bacín aguardaba bajo la cama, tiré de él y lo llené con mi vómito, carnes suculentas que nadaban en vino y bilis. De algún modo me pareció que había cometido una traición, como si al arrojar fuera de mí todo lo que el gremio me había dado esa noche, me hubiera librado también del gremio mismo. Tosiendo y sollozando me arrodillé junto a la cama y por fin, después de limpiarme la boca, volví a acostarme.

No cabe duda de que al fin me quedé dormido. Vi la capilla, pero no era la ruina que yo conocía. El techo estaba completo y era alto y recto, y de él colgaban lámparas de color rubí. Los bancos estaban enteros, y relumbraban; una tela de oro cubría el antiguo altar de piedra. Tras el altar se levantaba un maravilloso mosaico azul; pero estaba desnudo, como si un fragmento de cielo sin nubes ni estrellas hubiera sido arrancado y extendido sobre el muro curvado.

Avancé hacia él por el pasillo y me pareció que era mucho más luminoso que el verdadero cielo, cuyo azul es casi negro aun en los días más claros. Sin embargo ¡cuánto más bello era éste! Me excitaba contemplarlo. Sentí que estaba flotando en el aire, sostenido por su belleza, mirando desde arriba el altar, la copa de vino carmesí, el pan de proposición y el antiguo cuchillo. Me sonreí…

Y desperté. En mi sueño había oído pasos en el pasillo, y supe que los había reconocido, aunque no recordaba a quién pertenecían. Luchando, evoqué el sonido; no era un paso humano, sino la caricia de unos pies delicados y un rasguido casi imperceptible.

Volví a oírlo, tan ligero que por un momento pensé que había confundido el recuerdo con la realidad; pero era real, avanzaba pasillo arriba lentamente y lentamente se volvía. Con sólo levantar la cabeza, me invadió una ola de náuseas; volví a dejarla caer, diciéndome que no importaba quién fuera el que iba y venía, no era asunto mío. El perfume se había desvanecido, y aunque me encontraba indispuesto, sentí que ya no me era necesario temer la irrealidad; estaba de vuelta en el mundo de los objetos sólidos y la plena luz. Mi puerta se abrió un poco y el maestro Malrubius miró dentro como para cerciorarse de que me encontraba bien. Lo saludé con la mano y volvió a cerrar la puerta. Transcurrió algún tiempo antes de que recordara que él había muerto cuando yo era todavía un niño.

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