IV — Triskele

Había estado metiendo un palo en un desaguadero helado como castigo por una infracción menor, cuando lo encontré en el sitio en que los guardianes de la Torre del Oso arrojan sus desechos, los cuerpos de los animales desgarrados, muertos en las prácticas. Nuestro gremio entierra a sus propios muertos junto al muro y a nuestros clientes en los extremos más bajos de la necrópolis, pero los guardianes de la Torre del Oso dejan que a sus muertos se los lleven otros. Él era el más pequeño de esos muertos.

Hay encuentros que no traen ningún cambio. Urth vuelve la cara gastada hacia el sol, que lanza sus rayos sobre las nieves; éstas chispean y relucen hasta que cada pequeña punta de hielo de los flancos hinchados de las torres, parece la Garra del Conciliador, la más preciosa de las gemas. Entonces cada cual, excepto los más sabios, cree que la nieve tiene que derretirse y dar paso a un verano prolongado más allá del verano.

Nada de eso ocurre. El paraíso dura una guardia o dos, luego unas sombras azules como leche aguada se alargan sobre la nieve, que se estremece y danza bajo el soplo del viento del este. Llega la noche y todo es como era.

El hallazgo de Triskele fue algo parecido. Sentí que podría haberlo cambiado todo, pero el episodio duró sólo unos pocos meses, y cuando acabó al fin y él desapareció, fue sólo otro invierno que quedaba atrás, y la Fiesta de la Sagrada Katharine volvió otra vez, y nada había cambiado. Querría poder contarte qué lamentable parecía cuando lo toqué, y qué animado estaba.

Yacía de lado cubierto de sangre. Estaba tan duro como alquitrán, y todavía de un rojo brillante pues el frío lo había protegido. Me acerqué y le puse la mano sobre la cabeza… no sé por qué. Parecía tan muerto como el resto, pero abrió un ojo entonces y lo volvió hacia mí, y parecía estar seguro de que lo peor ya había pasado; he hecho mi parte, parecía decir, y lo soporté, y he hecho todo cuanto he podido; ahora te toca a ti cumplir con tu deber.

Si hubiera sido verano, creo que lo habría dejado morir. Pero el caso era que desde hacía un tiempo no había visto un animal viviente, ni siquiera a un tilacodonte de los que comen basura. Volví a acariciarlo, y él me lamió la mano, y después de eso ya no pude apartarme.

Lo levanté (sorprendido al comprobar su peso) y miré a mi alrededor tratando de decidir qué hacer con él. En nuestro dormitorio lo descubrirían antes que la vela hubiera ardido el grueso de un dedo, lo sabía. La Ciudadela es inmensa e inmensamente complicada, con cuartos poco visitados y pasajes en sus torres, en los edificios que se han construido entre éstas, y en las galerías cavadas debajo. Sin embargo, no se me ocurría un sitio al que yo pudiera llegar sin ser visto media docena de veces, y al final llevé a la pobre bestezuela a la sede de nuestro propio gremio.

Tenía ante todo que hacerlo pasar junto al oficial que montaba guardia en lo alto de la escalera. Lo primero que se me ocurrió fue meterlo en el cesto en el que bajábamos la ropa de cama de los clientes. Era el día en que se lavaba la ropa, y habría sido fácil hacer un viaje más de lo necesario; la posibilidad de que el oficial-guardián advirtiera algo extraño parecía remota, pero habría tenido que esperar más de una guardia para que la ropa lavada se secara, y exponerme a las preguntas del hermano a cargo del tercer nivel, que me vería descender al cuarto, desierta.

En cambio puse el perro en el cuarto de exámenes —estaba demasiado débil para moverse— y ofrecí tomar el lugar del guardián en lo alto de la rampa. Estuvo encantado de tener la oportunidad de semejante alivio y me cedió su espada carnificial de hoja ancha (que en teoría yo no debía tocar) y su capa fulígena (que tenía prohibido llevar, aunque yo ya era más alto que la mayoría de los oficiales), de modo que a la distancia no se advertiría sustitución alguna. Me puse la capa y tan pronto como se hubo ido, dejé la espada en un rincón y busqué a mi perro. Todas las capas de nuestro gremio son amplias y ésta más que la mayoría, puesto que el hermano al que reemplacé era muy alto. Además, el tinte fulígeno, que es más oscuro que el negro, borra admirablemente de la vista todos los pliegues, arrugas y frunces, mostrando sólo una oscuridad sin rasgos distintivos. Con la capucha estirada debo de haber parecido a los oficiales que estaban sentados a las mesas (si miraron hacia la escalera y llegaron a verme) un hermano algo más corpulento que la mayoría, que descendía a los niveles inferiores. Aun el hombre de guardia en el tercero, donde los clientes que han perdido toda razón aúllan y sacuden las cadenas, pudo no haber visto nada insólito en que otro oficial descendiera al cuarto cuando se rumoreaba que sería rehabilitado; o en que un aprendiz que bajara corriendo poco después que el oficial, subiera otra vez: sin duda habría olvidado algo allí y el aprendiz habría sido enviado a buscarlo.

No era un lugar agradable. Casi la mitad de las luces ardían aún, pero se había filtrado barro en los corredores hasta alcanzar el espesor de una mano. Una mesa de despacho estaba donde la habían dejado, quizá doscientos años atrás; la madera se había podrido y el mueble entero cayó cuando lo toqué.

Sin embargo, el agua nunca se había elevado mucho aquí, y el extremo más alejado del corredor todavía estaba libre de barro. Puse a mi perro sobre la mesa de un cliente y lo limpié tan bien como pude con esponjas que trajera del cuarto de exámenes.

Bajo la sangre coagulada tenía el pelo corto, duro y leonado. Le habían recortado tanto la cola, que lo que restaba era más ancho que largo. De las orejas sólo le quedaban unas puntas rígidas más cortas que la primera falange de mi pulgar. En la última pelea le habían abierto el pecho. Podía verle los anchos músculos como adormecidos constrictores de color rojo pálido. Le faltaba la pata delantera derecha; la mitad superior era una masa pulposa. Se la corté después de haberle suturado el pecho lo mejor que pude, y empezó a sangrar otra vez. Encontré la arteria y se la ligué, luego plegué la piel por debajo (como el maestro Palaemon nos había enseñado) para obtener un buen muñón.

Triskele me lamía la mano de vez en cuando mientras yo trabajaba, y cuando hube dado la última puntada, empezó a lamerse el muñón lentamente, como si fuera un oso y pudiera lamerse una pierna nueva hasta que tuviera forma. Las mandíbulas eran tan grandes como las de un arctótero y los caninos tan largos como mi dedo índice, pero las encías eran blancas: no había más fuerza en esas mandíbulas que en las manos de un esqueleto. Los ojos eran amarillos y mostraban una cierta limpia locura.


Esa noche cambié de faena con el muchacho que debía llevar la comida a los clientes. Siempre había bandejas sobrantes porque algunos clientes no comían, y ahora le estaba llevando dos a Triskele, preguntándome si todavía estaría vivo.

Lo estaba. De algún modo había bajado del lecho y se había arrastrado hasta el borde del barro, donde había un poco de agua. Allí fue donde lo encontré. Había sopa, pan negro y dos jarras de agua. Se bebió un plato de sopa, pero cuando traté de darle el pan, descubrí que no podía masticarlo lo suficiente como para tragarlo, entonces empapé el pan en el otro plato de sopa y se lo di; luego llené una y otra vez el plato hasta que las dos jarras quedaron vacías.

Cuando me acosté en mi camastro casi en lo más alto de nuestra torre, me pareció que podía oír su respiración trabajosa. Varias veces me incorporé escuchando; cada vez el sonido de desvanecía, sólo para volver cuando había permanecido tendido durante un rato. Quizá no fueran más que los latidos de mi corazón. Si lo hubiera encontrado un año, dos años antes, habría sido una divinidad para mí. Se lo habría contado a Drotte y a los demás, y habría sido una divinidad para todos. Ahora sabía que era un pobre animal, y sin embargo no podía dejarlo morir porque si lo hubiera hecho, habría quebrantado la fe en algo que había en mí mismo. Era un hombre (si realmente lo era) desde hacía tan poco tiempo; no me era posible soportar el pensamiento de haberme convertido en un hombre tan diferente del niño que había sido. Podía recordar cada momento de mi pasado, cada vago pensamiento y visión, cada sueño. ¿Cómo podía destruir ese pasado? Alcé las manos y traté de mirármelas; sabía que ahora las venas se destacaban en el dorso, y cuando eso sucede, uno es un hombre.

En un sueño andaba por el cuarto nivel otra vez y encontraba a un amigo enorme de mandíbulas goteantes. Me hablaba.


A la mañana siguiente serví otra vez a los clientes y robé comida para llevársela al perro, aunque esperaba que estuviera muerto. No lo estaba. Levantó el hocico y pareció sonreír con una boca tan ancha que era como si la cabeza fuera a partírsele en dos mitades, aunque no intentó incorporarse. Le di de comer y cuando estaba por irme, me impresionó la miseria en que estaba. Dependía de mí. ¡De mí! Había sido valorado. Los entrenadores lo habían preparado como son preparados los corredores para una carrera; había caminado orgulloso, el enorme pecho, tan ancho como el de un hombre, asentado sobre dos patas como pilares. Ahora vivía como un fantasma. La sangre le había borrado hasta el nombre.

Cuando disponía de tiempo, visitaba la Torre del Oso e intentaba hacer tantas amistades como pudiera entre los que manejan a las bestias. Tienen su propio gremio, y aunque menor que el nuestro, es de tradiciones muy extrañas. Hasta cierto punto eso me asombró. Descubrí que eran muy parecidas a las nuestras. Aunque por supuesto, no penetré en el arcano de esas tradiciones. En la elevación de los maestros, el candidato se mantiene de pie bajo un enrejado de metal por donde se pasea un toro sangrante; en cierto momento cada hermano toma en matrimonio una leona o una osa, después de lo cual evitan el trato con hembras humanas.

Todo lo cual sólo para decir que hay entre ellos y los animales que llevan a la fosa un vínculo que es muy parecido al que hay entre nuestros clientes y nosotros. En mis viajes me he alejado cada vez más de nuestra torre, pero siempre he comprobado que el modelo de nuestro gremio se repite inconscientemente (como las repeticiones de los espejos del padre Inire en la Casa Absoluta) en las sociedades de cada oficio, de modo que todos ellos son torturadores. La presa es para el cazador, lo que nuestros clientes son para nosotros; los que compran para comerciante; los enemigos de la Mancomunidad para soldado; los gobernados para los gobernantes; los hombres para las mujeres. Todos aman lo que destruyen.


Una semana después de que lo hubiera llevado abajo, sólo encontré en el barro las huellas renqueantes de Triskele. Se había marchado, pero fui tras él seguro de que alguno de los oficiales me lo habría mencionado si hubiera subido por la rampa. Pronto las huellas me condujeron a una puerta estrecha que se abría a una confusión de corredores sin luz de cuya existencia no tenía el menor conocimiento. En la oscuridad no podía ya rastrearlo, pero a pesar de eso seguí de prisa adelante, pensando que quizá me olfateara en el aire estancado y acudiera a mí. Pronto me perdí y continué avanzando sólo porque no sabía cómo volver.

No tengo modo de saber la antigüedad de esos túneles. Sospecho, aunque no sepa decir por qué, que son anteriores a la Ciudadela que se levanta sobre ellos, por antigua que ésta sea. Nos ha llegado desde el fin mismo de la edad en que la urgencia de volar en busca de nuevos soles más allá del nuestro, seguía con vida, aunque los medios para llevar a cabo ese vuelo declinaban como fuegos moribundos. De esa época remota apenas se conserva un nombre, pero la recordamos todavía. Antes de ella seguramente hubo otra, una época de excavaciones, de la creación de galerías oscuras, que ahora está completamente olvidada.

Sea como fuere, estaba asustado. Me eché a correr —chocando a menudo contra las paredes— hasta que por fin vi una mancha de pálida luz diurna y trepé por un boquete que apenas era lo bastante ancho como para mi cabeza y mis hombros.

Me encontré subiendo por el pedestal cubierto de hielo de uno de esos antiguos cuadrantes facetados, cuyas múltiples caras indican cada una hora diferente. Sin duda la escarcha de esas edades posteriores había penetrado en el túnel de abajo levantando los cimientos, y el pedestal había caído de lado en un ángulo tal que podría haberse tratado de uno de sus propios gnomons que señalara el paso del breve día de invierno sobre la nieve sin manchas.

En el verano, el espacio de alrededor había sido un jardín, pero no como el de nuestra necrópolis, con árboles medio silvestres y ondulados prados cubiertos de hierba. Las rosas habían crecido aquí en kráteras cimentadas sobre un pavimento de mosaico. Había estatuas de bestias que daban la espalda a las cuatro paredes del patio, con los ojos vueltos hacia el inclinado cuadrante: enormes barilambdas; arctóteros, los monarcas de los osos; gliptodontes; esmilodontes con colmillos como cuchillas. Todos estaban ahora cubiertos de nieve. Busqué las huellas de Triskele, pero no había estado aquí.

Las paredes del patio tenían altas ventanas estrechas. No veía luz en ellas, ni movimiento alguno. Las torres lanceoladas de la Ciudadela se alzaban a cada lado, de modo que supe que no había traspuesto los muros… Por el contrario, me pareció que me encontraba en algún lugar cercano al corazón mismo de la Ciudadela donde yo nunca había estado antes. Temblando de frío me acerqué a la puerta más próxima y llamé. Tenía la sensación de que podría errar para siempre en los túneles de abajo sin encontrar otro camino hacia la superficie, y si era preciso estaba resuelto a romper una de las ventanas antes de volver allí. Adentro no había sonido alguno, a pesar de que golpeé con mi puño la puerta una y otra vez.

En realidad no hay modo de describir la sensación de estar siendo vigilado. He oído que la llaman un escozor en la nuca, e inclusive una impresión de ojos que flotan en la oscuridad, pero, al menos para mí, no es ninguna de las dos cosas. Es algo emparentado con una perturbación inmotivada, junto con la sensación de que uno no debe mirar hacia atrás, porque sería cosa de tontos responder a los estímulos de una intuición sin fundamento. Finalmente, por supuesto, uno mira. Me volví con la vaga impresión de que alguien me había seguido por el boquete al pie del cuadrante.

Vi en cambio a una mujer joven envuelta en pieles de pie ante una puerta al otro lado del patio. La saludé con la mano y empecé a andar hacia ella (de prisa, porque tenía mucho frío). Entonces ella avanzó hacia mí y nos encontramos en el extremo más alejado del cuadrante. Me preguntó quién era y qué estaba haciendo allí, y yo se lo expliqué lo mejor que pude. El rostro enmarcado por el cuello de pieles, estaba exquisitamente modelado, y el cuello mismo, el abrigo y las botas guarnecidas de piel tenían un aspecto suave y exquisito, de modo que al hablarle me sentí miserablemente consciente de mi camisa y mis pantalones remendados y mis zapatos embarrados.

Me dijo que se llamaba Valeria.

—No tenemos a tu perro. Puedes buscarlo si no me crees.

—Nunca creí que lo tuvieran aquí. Sólo quiero ir al lugar que me corresponde, a la Torre Matachina sin tener que volver a bajar.

—Eres muy valiente. He visto ese boquete desde que era una niña, pero nunca me atreví a entrar en él.

—A mí me gustaría entrar —dije—. Quiero decir, ahí dentro.

Ella abrió la puerta por donde había venido y me condujo hasta una sala tapizada, donde unas rígidas y antiguas sillas parecían tan fijas en su lugar como las estatuas en el patio congelado. Un fuego pequeño ardía en una chimenea junto a una pared. Nos acercamos y ella se quitó el abrigo mientras yo tendía mis manos al calor.

—¿No hacía frío en los túneles? —preguntó.

—No tanto como afuera. Además, yo estaba corriendo y no había viento allí.

—Entiendo. Qué raro que ascendieran al Atrio del Tiempo. —Parecía más joven que yo, pero había una cualidad de antigüedad en su vestido ornado de metal y en la sombra de sus cabellos negros que la hacía parecer mayor que el maestro Palaemon, una habitante de ayeres olvidados.

—¿Así lo llamáis? ¿El Atrio del Tiempo? Por los cuadrantes, supongo.

—No, los cuadrantes fueron puestos allí porque es así como lo llamamos. ¿Te gustan las lenguas muertas? Tienen máximas. Lux dei vitae viam monsirat, eso significa: El rayo del Sol Nuevo ilumina el camino de la vida. Fehcibus brems, misens hora longa. Los hombres esperan largo tiempo la felicidad. Aspice ut aspiciar.

Tuve que decirle con cierta vergüenza que no sabía otra lengua que la que hablaba, y no demasiado bien.

Antes de partir, conversamos lo que dura la guardia de un centinela o aún más. La familia de Valeria ocupaba estas torres. Al principio habían esperado partir con el autarca de entonces, después habían esperado porque no había para ellos otra cosa que esperar. Habían dado muchos castellanos a la Ciudadela, pero el último había muerto generaciones atrás; eran pobres ahora, y las torres estaban en ruinas. Valeria nunca había dejado las plantas inferiores.

—La construcción de algunas torres era más sólida que la de otras —dije—. El Torreón de las Brujas está deteriorado también por dentro.

—¿Existe realmente un lugar semejante? Mi nodriza me hablaba de él cuando yo era pequeña, para asustarme, pero yo creía que sólo se trataba de un cuento. También se decía que había una Torre del Tormento, donde todos los que entraban morían en medio de la más terrible agonía.

Le dije que, por lo menos eso, era una fábula.

—Los grandes días de estas torres son más fabulosos para mí —replicó—. Ninguno de los de mi sangre alza ahora una espada contra los enemigos de la Cosa Pública o sirve de rehén en la Fuente de las Orquídeas.

—Tal vez convoque pronto a alguna de tus hermanas —dije, porque por alguna razón no quería pensar que la llamaran a ella.

—Yo soy todas las hermanas de mi estirpe —respondió—. Y todos los hijos.

Un viejo sirviente nos trajo té y galletas duras. No verdadero té, sino el mate del norte, que algunas veces damos a nuestros clientes por ser tan barato.

Valeria sonrió.

—Ya ves, has encontrado aquí cierta comodidad. Te preocupa tu pobre perro porque es tullido. Pero quizá también él haya encontrado hospitalidad. Tú lo amas, de modo que también otro puede amarlo. Tú lo amas, de modo que puedes amar a otro. Estuve de acuerdo, pero interiormente pensé que jamás tendría otro perro, lo que resultó cierto.

No volví a ver a Triskele casi por una semana. Entonces un día en que yo llevaba una carta a la barbicana, vino hacia mí saltando. Había aprendido a correr con una única pata delantera como un acróbata que se sostiene en equilibrio sobre un balón dorado.

Mientras duró la nieve, lo veía una o dos veces al mes. Nunca supe a quién había encontrado, quién le daba de comer y lo cuidaba, pero me gusta pensar que fue alguien que se lo llevó consigo en primavera, tal vez al norte, a las ciudades de tiendas y las campañas entre los montes.

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