III — La cara del Autarca

Era la media mañana del día siguiente cuando se me ocurrió mirar la moneda que Vodalus me había dado. Después de servir a los oficiales en el refectorio, desayunamos como siempre, nos encontramos con el maestro Palaemon en el aula, y luego de una breve conferencia preparatoria, lo seguimos a los niveles inferiores para ver el trabajo de la noche anterior.

Pero quizás antes de seguir escribiendo, tendría que explicar algo más sobre la naturaleza de nuestra Torre Matachina. Está situada detrás de la Ciudadela, sobre el lado occidental. En la planta baja se encuentran los estudios de nuestros maestros, donde se celebran las consultas con los oficiales de justicia y los presidentes de los demás gremios. Nuestro cuarto común está en la segunda planta, por delante de la cocina. Arriba está el refectorio, que nos sirve como sala de asamblea además de ser el sitio donde se come. Más arriba se encuentran las cámaras privadas de los maestros, en días mejores mucho más numerosos. Encima están las cámaras de los oficiales y sobre éstas el dormitorio y el aula de los aprendices, y una serie de áticos y cubículos abandonados. Cerca de lo más alto se encuentra la sala del cañón, cuyas piezas nosotros los del gremio tenemos a nuestro cargo, para el caso de que la Ciudadela fuera atacada.

El verdadero trabajo de nuestro gremio se lleva a cabo debajo de todo esto. En el subsuelo se encuentra el cuarto de exámenes, y más abajo aún, y por tanto fuera de la torre propiamente dicha (porque el cuarto de exámenes fue la primera cámara de la estructura original), se extiende el laberinto de la mazmorra. Hay tres niveles, a los que se tiene acceso por una escalinata central. Las celdas son sencillas, secas y limpias, con una mesa pequeña, una silla y una cama estrecha en el centro.

Las luces de la mazmorra son de esa antigua especie que, según se dice, arden para siempre, aunque ahora algunas se han extinguido. En la oscuridad de esos corredores, mis sentimientos no eran lóbregos esa mañana, sino alegres; aquí trabajaría cuando fuera oficial, aquí practicaría el arte antiguo y alcanzaría el rango máximo, aquí pondría los cimientos de la restauración de la antigua gloria de nuestro gremio. El aire mismo del lugar parecía envolverme como una manta que antes hubiera sido calentada sobre un fuego de olor limpio.

Nos detuvimos ante la puerta de una celda, y el oficial de turno metió la llave, que rechinó en la cerradura. Dentro la cliente levantó la cabeza abriendo los ojos oscuros. El maestro Palaemon llevaba la capa guarnecida con piel de marta y la máscara de terciopelo; supongo que éstas, o el sobresaliente dispositivo óptico que le permitía ver, tienen que haberla asustado. No habló, y por supuesto, tampoco ninguno de nosotros le habló a ella.

—Aquí —empezó el maestro Palaemon en el más seco de sus tonos— tenemos algo que se sale de la rutina del castigo judicial y que constituye una adecuada ilustración del método moderno. La cliente fue sometida a interrogatorio anoche; quizás alguno de vosotros la haya oído. Se le administraron veinte mínimas de tintura antes del tormento y diez después. La dosis sólo fue parcialmente efectiva; no logró del todo impedir el shock y la pérdida de conciencia, de modo que se puso fin a los procedimientos después de desollarle la pierna derecha, como veréis. —Hizo una señal a Drotte, que empezó a quitarle el vendaje.

—¿Media bota? —preguntó Roche.

—No, bota completa. Fue sirvienta de tareas domésticas y el maestro Gurloes dice haber comprobado que esa especie tiene piel resistente. Al menos en este caso estaba en lo cierto. Se le hizo bajo la rodilla una simple incisión circular, y el borde se sujetó con ocho abrazaderas. El escrupuloso trabajo llevado a cabo por el maestro Gurloes, Odo, Mennas y Eigil permitió quitar todo, desde las rodillas hasta los dedos de los pies, sin más intervención del cuchillo.

Nos agrupamos en torno a Drotte; los muchachos más jóvenes empujaban fingiendo saber qué puntos era preciso mirar. Las arterias y las venas principales estaban todas intactas, pero había una lenta y generalizada fluencia de sangre. Ayudé a Drotte a renovar el vendaje.

Cuando estábamos a punto de marcharnos, la mujer dijo: —No lo sé. Sólo que, oh, ¿no podéis entender que os lo diría si lo supiera? Ella se ha ido con Vodalus del Bosque no sé a dónde. —Afuera, fingiendo ignorancia, le pregunté al maestro Palaemon quién era Vodalus del Bosque.

—¿Cuántas veces he explicado que vosotros no oís nada de lo que diga un cliente?

—Muchas, maestro.

—Pero sin el menor efecto. Pronto será el día del enmascaramiento y Drotte y Roche serán oficiales y tú capitán de aprendices. ¿Es éste el ejemplo que darás a los muchachos?

—No, maestro.

A espaldas del viejo, Drotte me echó una mirada que significaba que él sabía mucho sobre Vodalus y que me lo diría en el momento oportuno.

—En un tiempo se ensordecía a los oficiales de nuestro gremio. ¿Querrías que esos días volvieran? Quita las manos de los bolsillos cuando te hablo, Severian.

Me las había metido allí porque sabía que eso lo distraería y le quitaría el enfado, pero cuando las saqué, advertí que había estado palpando la moneda que Vodalus me diera la noche anterior. En el recordado terror de la refriega, la había olvidado; ahora agonizaba de deseos de verla…y no me era posible con los brillantes lentes del maestro Palaemon clavados en mí.

—Guando un cliente habla, Severian, tú no oyes nada. Nada en absoluto. Piensa en los ratones cuyos chillidos no significan nada para los hombres.

Entorné los ojos para indicar que estaba pensando en los ratones.

Durante el largo y fatigoso camino escaleras arriba que llevaba a nuestra aula, me moría por mirar el delgado disco de metal que apretaba en la mano; pero sabía que si lo hacía, el muchacho que venía detrás de mí (uno de los aprendices más jóvenes, Eusignius) llegaría a verlo. En el aula, donde el maestro Palaemon hablaba monótonamente sobre un cadáver de diez días, la moneda era como un carbón encendido y no me atrevía a mirarla.

Era ya la tarde cuando pude quedarme solo, escondiéndome en las ruinas del muro entre los musgos brillantes; luego vacilé, con el puño expuesto a un rayo de sol, porque temía que al ver el disco la desilusión sería tan grande que no podría soportarla.

No porque me importara su valor. Aunque ya era un hombre, había tenido tan poco dinero que cualquier moneda me habría parecido una fortuna. Era como si la moneda (tan misteriosa ahora, pero sin probabilidades de seguir siéndolo) fuese mi único vínculo con la noche anterior, mi única conexión con Vodalus y la hermosa mujer de la capucha y el hombre corpulento que me había golpeado con la pala, mi único botín obtenido en la lucha ante la tumba abierta. La vida en el gremio era la única que había conocido y parecía tan monocorde como mi camisa andrajosa en comparación con el centelleo de la espada del exultante y el sonido del disparo que resonara entre las piedras. Todo podría desaparecer cuando abriera la mano.

Al final miré después de apurar hasta las heces la copa del miedo placentero. La moneda era un chrisos de oro, y cerró la mano una vez más, temiendo haberla confundido con una oricreta de latón, y esperé hasta que recuperé mi coraje.

Era la primera vez que tocaba una pieza de oro. Había visto oricretas en cierta abundancia; y aun había tenido algunas. Una o dos veces había atisbado algún asimi de plata. Pero de los chrisos sabía tan poco como de la existencia de un mundo fuera de nuestra ciudad de Nessus, y de los continentes separados del nuestro al norte, al este y al oeste.

Este chrisos tenía lo que al principio me pareció la cara de una mujer, una mujer coronada, ni joven ni vieja, pero silenciosa y perfecta en el metal cetrino. Por fin di vuelta a mi tesoro y entonces quedé en verdad sin aliento; acuñado en el reverso había una nave voladora como la que había visto en el escudo de armas sobre la puerta de mi mausoleo secreto. Eso parecía estar más allá de cualquier explicación… tanto que por el momento ni me preocupé siquiera en especular sobre el asunto, tan seguro estaba de que cualquier conjetura resultaría infructuosa. En cambio, metí de nuevo la moneda en el bolsillo y en una especie de trance volví a unirme con mis compañeros de aprendizaje.

Llevar la moneda conmigo estaba fuera de cuestión. No bien se me presentó la oportunidad, me deslicé solo dentro de la necrópolis y busqué mi mausoleo. El tiempo había cambiado ese día; me abrí camino entre matorrales empapados y anduve con dificultad sobre hierbas largas y avejentadas que habían empezado a aplastarse esperando el invierno. Cuando llegué a mi refugio no era ya la caverna del verano, fresca y acogedora, sino una trampa helada donde yo sentía la proximidad de enemigos demasiado indefinidos para darles nombre, opositores de Vodalus que ya sabrían ahora que yo era un juramentado partidario; no bien entrase, se apresurarían a cerrar la puerta negra sobre bisagras recientemente aceitadas. Sabía que era un disparate, por supuesto. Sin embargo, sabía también que había en eso cierta verdad, que era una proximidad en el tiempo lo que yo sentía. En unos pocos meses o en unos pocos años podría llegar al punto en que esos enemigos me estaban esperando; cuando había alzado el hacha, había escogido luchar, algo que los torturadores no hacen normalmente.

Había una piedra suelta en el suelo, casi al pie de mi bronce funerario. La levanté y puse el chrisos debajo; luego musité un sortilegio que había aprendido de Roche muchos años atrás, unos pocos versos con el poder de mantener seguras las cosas escondidas:

Donde te pongo, allí te quedas;

que nunca un extraño espíe,

para cualquiera, un vidrio,

no para mí.

Aquí te quedas, nunca te vayas,

si una mano llega, la engañas,

que nada sepan ojos extraños

de ti y de mí.

Para que el hechizo fuera verdaderamente eficaz, uno tenía que andar alrededor del sitio llevando una vela que hubiera ardido en un velatorio, pero me descubrí riéndome de la idea —que recordaba la mascarada nocturna de Drotte al sacar a simples de las tumbas— y decidí confiar en los versos solamente, aunque estaba algo asombrado al comprobar que era ahora bastante mayor como para no avergonzarme.


Los días transcurrieron y el recuerdo de mi visita al mausoleo fue lo suficientemente vivido como para que yo no deseara repetirla y verificar que mi tesoro estaba seguro, aunque a veces lo deseaba. Luego llegaron las primeras nevadas, convirtiendo las ruinas de la muralla en una resbaladiza barrera casi insuperable, y la necrópolis familiar en un extraño descampado con montecillos engañosos, en los que los monumentos eran de pronto demasiado grandes bajo la capa de la nieve reciente, y los árboles y los arbustos habían quedado reducidos a la mitad por la misma cobertura.

Es propio de la naturaleza del aprendizaje en nuestro gremio que sea fácil al principio, pero las tareas que le corresponden van haciéndose más y más pesadas a medida que se acerca uno a la virilidad. Los niños pequeños no trabajan. A la edad de seis años, cuando el trabajo empieza, consiste en un principio en correr escaleras arriba y escaleras abajo en la Torre Matachina transportando mensajes, y el pequeño y orgulloso aprendiz apenas siente la tarea. A medida que el tiempo pasa, empero, el trabajo se vuelve más y más oneroso. Los deberes lo llevan a otros lugares de la Ciudadela: a los soldados en la barbacana, donde se entera de que los aprendices militares tienen tambores y trompetas y oficleidos y botas, y a veces corazas doradas; a la Torre del Oso, donde ve muchachos no mayores que él, que aprenden a manejar animales de pelea de todas clases, mastines de cabeza tan grande como la de un león, diatrymae más altos que un hombre, con picos envainados en acero; y a un centenar de otros lugares semejantes donde descubre por primera vez que el gremio es odiado y despreciado aun por aquellos (a decir verdad, sobre todo por aquellos) que recurren a sus servicios. Pronto hay que fregar y hacer trabajos en la cocina. El hermano cocinero hace las tareas que podrían resultar placenteras o interesantes, y el aprendiz tiene que cortar las verduras, servir a los oficiales y llevar una infinita sucesión de bandejas escaleras abajo a las mazmorras.

Yo no lo sabía por entonces, pero pronto esta mi vida de aprendizaje, que en mis recuerdos había venido haciéndose más y más dura, invertiría su curso y se haría menos penosa y más placentera. El año antes de convertirse en oficial, el aprendiz del último curso casi no tiene otra cosa que hacer que vigilar a los menores. Come mejor, y aun viste mejor. Los oficiales más jóvenes empiezan a tratarlo casi como a un igual, y tiene, sobre todo, la consagradora carga de la responsabilidad, y el placer de impartir e imponer órdenes.

Cuando llega la promoción, es un adulto. No desempeña otra tarea que aquella para la que ha sido entrenado; es libre de abandonar la Ciudadela después de cumplidos los deberes, y para esa recreación, se le suministran fondos con cierta liberalidad. Si finalmente llega al magisterio (un honor que requiere el voto afirmativo de todos los maestros vivos), podrá escoger y elegir las tareas que puedan interesarle o divertirle, y dirigir los asuntos del gremio.

Pero ha de entenderse que el año del que vengo escribiendo, el año en que salvé la vida de Vodalus, no era consciente de nada de eso. El invierno (se me dijo) había puesto fin a la temporada de campaña en el norte, y por tanto había devuelto al Autarca y a sus principales oficiales y asesores a los asientos de justicia.

—Y así —me explicó Roche—, tenemos todos estos nuevos clientes. Y más por llegar… docenas, tal vez centenares. Quizá tengamos que reabrir el cuarto nivel. —Agitó una mano pecosa para demostrar que él, cuando menos, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.

—¿Está aquí? —pregunté—. ¿El Autarca? ¿Aquí en la Ciudadela? ¿En el Torreón Grande?

—Claro que no. Si alguna vez viniera, uno lo sabría ¿no? Habría desfiles e inspecciones y toda clase de procedimientos. Hay una suite para él allí, pero no se la ha abierto en cien años. Estará en el palacio escondido, la Casa Absoluta, en algún sitio al norte de la ciudad.

—¿No sabes dónde?

Roche se defendió.

—No se puede decir dónde está porque no hay nada allí excepto la Casa Absoluta. Está donde está. En el norte, a la otra orilla.

—¿Más allá del muro? Mi ignorancia lo hizo sonreír.

—Mucho más allá. A semanas, si fueras andando. Naturalmente, el Autarca podría estar aquí en seguida en una nave volante si así lo quisiera. La Torre de la Bandera… allí aterrizaría la nave volante.

Pero nuestros nuevos clientes no llegaron en naves volantes. Los menos importantes vinieron en caravanas de diez a veinte hombres y mujeres, encadenados unos a otros por el cuello, y guardados por dimarchi, tropas resistentes vestidas con armaduras que parecían haber sido hechas para ser utilizadas, y que habían sido utilizadas. Cada cliente llevaba un cilindro de cobre, que se suponía contenía sus papeles, y por tanto su destino. Todos habían roto los sellos y leído esos papeles, por supuesto; y algunos los habían destruido o los habían cambiado por otros. Los que llegaban sin papeles serían retenidos hasta que se recibiera alguna nueva acerca de su destino… y esperarían probablemente hasta el fin de sus días. Los que habían cambiado los papeles por los de algún otro, habían cambiado asimismo sus destinos; serían retenidos o liberados, torturados o ejecutados, en lugar del otro.

Los más importantes llegaron en carruajes blindados. El propósito de los laterales de acero y las ventanillas enrejadas de estos vehículos no era tanto prevenir la huida como impedir el rescate, y no bien el primero de ellos dobló estrepitosamente por el extremo oriental de la Torre de las Brujas y entró en el Patio Viejo, en el gremio entero cundió el rumor de osadas incursiones ideadas o intentadas por Vodalus. Porque todos mis compañeros de aprendizaje y la mayor parte de los oficiales creían que muchos de estos clientes eran partidarios, confederados y aliados de Vodalus. Yo no los habría liberado por esa razón; habría sido una vergüenza para el gremio, y a pesar del apego que yo sentía por Vodalus y por su gente, no estaba dispuesto a nacerlo, y de cualquier modo hubiera sido imposible. Pero tenía la esperanza de procurar a los que consideraba mis camaradas en armas, las pequeñas comodidades que estaban a mi alcance: comida adicional robada de las bandejas destinadas a clientes menos meritorios, y a veces un pedazo de carne sacada de contrabando de la cocina.

Un día muy ventoso, tuve la oportunidad de enterarme de quiénes eran. Estaba fregando el suelo del estudio del maestro Gurloes, cuando lo llamaron por algún recado y se fue dejando la mesa atestada de documentos. Me apresuré no bien la puerta se cerró tras él y pude examinar la mayor parte de esos documentos antes de oír sus pesados pasos de nuevo en la escalera. Ni uno —ni uno— de los prisioneros cuyos papeles había leído era un partidario de Vodalus. Había mercaderes que habían intentado obtener ricos beneficios con los suministros que necesitaba el ejército, criados de campamento que habían espiado para los ascios, y unos pocos y sórdidos criminales civiles. Nada más.

Cuando llevé el cubo para vaciarlo en la tina de piedra del Patio Viejo, vi uno de los carruajes blindados; el tiro de largas crines piafaba y coceaba, y los guardianes con cascos guarnecidos de piel aceptaban con aire humilde nuestros vasos humeantes de vino especiado. Atrapé en el aire el nombre de Vodalus; pero en ese momento pareció que sólo yo lo oía, y de pronto sentí que Vodalus había sido sólo un ediolon de la niebla creado por mi imaginación, y sólo el hombre que yo había matado con su propia hacha era real. Los documentos que había examinado hacía un momento parecían volar contra mi cara como un puñado de hojas.

Fue en este momento de confusión cuando me di cuenta por primera vez de que estoy un poco loco. Podría sostenerse que fue el momento más inquietante de mi vida. Había mentido con frecuencia al maestro Gurloes, al maestro Palaemon, al maestro Malrubius cuando todavía vivía, a Drotte porque era capitán, a Roche porque era mayor y más fuerte que yo, y a Eata y los otros aprendices menores porque deseaba que me respetaran. Ahora ya no estaba seguro de que mi propia mente no estuviera mintiéndome, y yo, que lo recordaba todo, no podía saber si esos recuerdos no eran más que mis propios sueños. Recordaba la cara de Vodalus iluminada por la luna; pero yo había querido verla. Recuerdo la voz de él cuando me habló, pero yo había querido oírla, y también la voz de la mujer.

Una noche glacial, volví al mausoleo y miré el chrisos otra vez. La gastada, serena y andrógina cara del reverso no era la de Vodalus.

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