XVIII — La destrucción del altar

El silencio de la mañana desapareció poco a poco mientras me encontraba en la tienda de andrajos. Coches y carros se precipitaban estruendosos en una avalancha de bestias, madera y hierro. Apenas la hermana del tendero y yo traspusimos el umbral, oí como una nave pasaba en vuelo rasante sobre las torres de la ciudad. Levanté la cabeza justo a tiempo para verla, lisa y bruñida como una gota de lluvia en el cristal de una ventana.

—Ése tiene que ser el oficial que lo ha retado a duelo —observó ella—. Seguramente regresa a la Casa Absoluta. Un hiparca de la Guardia de Septentriones… ¿no es eso lo que dijo Agilus?

—¿Es así como se llama su hermano? Sí, supongo que algo por el estilo. ¿Cómo se llama usted?

—Agia. ¿Y no sabe nada de monomaquia? ¿Y me quiere como instructora? Bien, que Hipogeo en las alturas lo ayude. Tendremos que ir al Jardín Botánico y cortar un averno para usted. Por fortuna no estamos muy lejos. ¿Tiene dinero suficiente como para que llamemos un fiacre?

—Supongo que sí. Si es necesario.

—Entonces no es realmente un armígero disfrazado. Es… bah, no tiene importancia.

—Un torturador. Sí. ¿Cuándo he de encontrarme con el hiparca?

—No antes del atardecer, cuando la lucha empieza en el Campo Sanguinario y el averno abre su flor. Tenemos tiempo suficiente, pero creo que es mejor que lo empleemos en conseguir uno para usted y enseñarle cómo luchar con él. —Un fiacre tirado por dos onagros avanzaba hacia nosotros y ella le hizo una seña.— Lo matarán, ¿sabe?

—Por lo que dice usted, parece muy probable.

—Es prácticamente seguro, de modo que no se preocupe por el dinero. —Agia avanzó entre el tránsito, y por un momento (tan delicada era la cara y tan graciosa la curva del cuerpo cuando levantó el brazo) me pareció una estatua erigida en memoria de la caminante desconocida. Pensé que sería ella la que iba a morir. El fiacre se le acercó; los onagros se excitaron como si Agia fuera en realidad una díade; subió al vehículo de un salto. Aunque era liviana, el peso de la joven hizo que el pequeño fiacre se meciera a un lado y a otro. Yo subí tras ella y nos acomodamos dentro con nuestras caderas pegadas. El conductor giró la cabeza y nos miró; Agia dijo:— Al apeadero del Jardín Botánico —y arrancamos bruscamente—. De modo que morir no le molesta… eso es alentador.

Me afirmé apoyando una mano en el asiento del conductor.

—Con seguridad eso no es infrecuente. Tienen que haber miles, tal vez millones de personas como yo. Gente acostumbrada a la muerte, que siente que la única parte realmente importante de su vida está ya acabada.

El sol se elevaba ahora sobre los chapiteles más altos, y la abundante luz que convertía el pavimento polvoriento en oro rojo, hacía que me sintiera filosófico. En el libro pardo que llevaba en el bolsillo se relataba la historia de un ángel (tal vez fuera en realidad una de esas guerreras aladas de las que se dice que sirven al Autarca). Al llegar a Urth para cumplir alguna sencilla misión, este ángel fue herido por la flecha de un niño y murió. Con la túnica teñida de sangre, así como los bulevares estaban teñidos por la luz del sol que agonizaba, se encontró con el mismísimo Gabriel. En una mano sostenía la espada refulgente, en la otra el hacha de doble filo; en la espalda, suspendido del arco iris, colgaba el cuerno de batalla del Cielo.

—¿Hacia dónde te diriges, pequeño —preguntó Gabriel—, con el pecho más escarlata que el petirrojo?

—Me han matado —dijo el ángel— y vuelvo una vez más a mezclar mi sustancia con el Pancreador.

—No seas absurdo. Eres un ángel, un puro espíritu y no puedes morir.

—Pero estoy muerto —dijo el ángel—. Has visto la prodigalidad de mi sangre, ¿no ves también que no sale ya a borbotones, sino sólo en un fluir demorado? Observa la palidez de mi rostro. ¿Es acaso la de un ángel cálido y brillante? Toma mi mano y creerás que es la de un monstruo recién salido de una laguna estancada. Recibe mi aliento… ¿no es fétido, inmundo y pútrido? —Gabriel no respondió nada, y por último el ángel agregó:— Hermano y superior mío, aun cuando no te haya convencido con mis pruebas, apártate, te lo ruego. Querría librar al universo de mi presencia.

—Me has convencido —dijo Gabriel apartándose del camino del ángel—. Ahora pienso que de haber sabido que podíamos morir, no siempre habría sido tan audaz.

Volviéndome a Agia, le dije: —Me siento como el arcángel de la historia… si hubiera sabido que podría haber disipado mi vida con tanta facilidad y rapidez, no habría… probablemente… no lo habría hecho. ¿Conoces la leyenda? Pero estoy decidido, y no hay nada más que decir o hacer. Esta tarde el Septentrión me matará ¿con qué? ¿Con una planta? ¿Con una flor? En cierto modo, no lo entiendo. Hace apenas una hora, creía poder ir a un sitio llamado Thrax y vivir la vida que allí me esperaba. Bien, anoche fui compañero de cuarto de un gigante. Una cosa no es más fantástica que la otra.

Ella no contestó y al cabo de un rato, pregunté:

—¿Qué es aquel edificio? El que tiene techado bermellón y columnas bifurcadas. Parece como si estuvieran aplastando especias en un mortero. Al menos a eso huele.

—La mesa de los moñacos. ¿Sabes que eres un hombre aterrador? Cuando entraste en nuestra tienda, creí que eras otro de esos jóvenes armígeros con traje de bufón. Luego, cuando descubrí que eras un verdadero torturador, pensé que la cosa no podía ser tan terrible después de todo… que eras un joven como los demás.

—Habrás conocido a un montón de jóvenes, supongo. —La verdad, deseaba que así hubiera sido. Quería que tuviera más experiencia que yo; y aunque ni por un instante me creí puro, quería imaginarme que ella era menos pura todavía.

—Pero hay algo más en ti. Tienes la cara de alguien que acaba de heredar dos palatinados y una isla en algún lugar del que nada sabe, y los modales de un zapatero, y cuando dices que no tienes miedo de morir, crees que lo dices seriamente, pero en realidad sabes que no es así. Aunque en el fondo, en definitiva, sí lo es. No tendrías el menor inconveniente en descabezarme a mí también, ¿verdad?

Nos rodeaba un tránsito frenético: máquinas; vehículos con ruedas o sin ellas, tirados por animales o esclavos; peatones y jinetes montados en dromedarios; bueyes; metaminodones y caballos de silla. Entonces un fiacre abierto como el nuestro se nos puso al lado. Agia se inclinó hacia la pareja que lo ocupaba y les gritó: —¡Los dejaremos atrás!

—¿Hasta dónde? —respondió el hombre gritando también, y reconocí a sieur Racho, al que había visto cuando fui enviado ante al maestro Ultan en busca de libros.

Tomé a Agia por el brazo.

—¿Estás loca, o es él quien está loco?

—¡Al apeadero del Jardín, por un chrisos!

El otro vehículo arrancó dejándonos atrás.

—¡Más de prisa! —le gritó Agia a nuestro conductor. Luego, a mí—: ¿Tienes una daga? Es mejor ponerle la punta en la espalda, de modo que si nos detienen pueda decir que conducía bajo amenaza de muerte.

—¿Por qué?

—Como prueba. Nadie creerá en tu disfraz. Pero todos creerán que eres un armígero en traje de fantasía. Acabo de probarlo. —Viramos en torno a un carretón cargado de arena.— Además, ganaremos. Conozco a este conductor y sus onagros están descansados. El otro ha estado paseando a esa puta la mitad de la noche.

Me di cuenta entonces que debería darle a Agia el dinero, si ganábamos, y que la otra mujer le exigiría a Racho mi chrisos (inexistente) si ganaban ellos. Sin embargo, ¡cómo me hubiera gustado humillarlo! La velocidad y la cercanía de la muerte (pues tenía la seguridad de que el hiparca me mataría) me hicieron más audaz que nunca. Desenvainé Términus Est, y gracias a la longitud de la hoja, me fue fácil alcanzar con ella a los onagros. Tenían los flancos empapados de sudor, y los ligeros cortes que allí les hice quemaban sin duda como lenguas de fuego.

—Esto es mejor que cualquier daga —le dije a Agia.

La multitud se abría como el agua ante nuestro fiacre, las madres huían aferradas a sus hijos, los soldados utilizaban sus lanzas como pértigas para ponerse a salvo en los antepechos de las ventanas. Las condiciones de la carrera nos eran favorables: el fiacre que iba delante de nosotros nos despejaba el camino, y los demás vehículos lo estorbaban más que a nosotros. No obstante, apenas podíamos acortar la distancia que nos separaba, y para obtener unas pocas anas de ventaja, nuestro conductor, que sin duda preveía una pingüe propina si ganábamos la carrera, hizo que los onagros cortaran camino subiéndose a un tramo de anchos escalones de calcedonia. Mármoles y monumentos, pilares y columnas, parecían precipitarse sobre nuestras cabezas. Atravesamos con estrépito el verde muro de un seto tan alto como una casa, derribamos un carro cargado de confituras, nos zambullimos bajo una arcada y descendimos por una escalera en espiral hasta llegar nuevamente a la calle, sin que supiéramos en ningún momento qué patio habíamos violado.

Un carro de panadero tirado por ovejas avanzaba ladeado por el estrecho espacio que nos separaba del otro vehículo. De pronto nuestro fiacre lo golpeó con la gran rueda trasera, volcándolo sobre la calle, que quedó cubierta por los panes que transportaba. La sacudida del impacto hizo que el cuerpo de Agia cayera sobre el mío, de un modo tan placentero que la sostuve con mi brazo y lo dejé allí. Había abrazado a muchas mujeres antes que ésta… a Thecla con frecuencia y a las prostitutas de la ciudad. Pero en este abrazo encontraba una nueva dulce amargura nacida de la cruel atracción que Agia ejercía sobre mí.

—Me alegro de que hayas hecho esto —me dijo al oído—. Odio a los hombres que se aferran a mí —y me cubrió la cara de besos.

El conductor nos miró con una sonrisa de triunfo, dejando que la yunta enloquecida escogiera su propio camino.

—Bajamos por la Vía Torcida a través del terreno comunal, les llevamos por lo menos cien anas.

El fiacre se tambaleó y se lanzó por un estrecho sendero abierto en medio de un matorral. Un inmenso edificio se alzaba frente a nosotros. El conductor trató de hacer girar a los animales, pero era demasiado tarde. Dimos contra él de lado; cedió como la tela de un sueño, y nos encontramos en un espacio cavernoso, apenas iluminado y que olía a heno. Por delante de nosotros se levantaba un altar con peldaños, grande como una cabaña y coronado de luces azules. Lo vi demasiado de cerca… nuestro conductor había saltado. Agia gritó.

Chocamos contra el altar. Hubo una confusión de objetos voladores imposibles de describir, la sensación de que todo giraba y se tumbaba sin entrechocarse jamás, como en el caos anterior a la creación. El suelo pareció venir a mi encuentro; el impacto hizo que me zumbaran los oídos.

Recordaba haber agarrado con fuerza a Términus Est mientras volaba por el aire, pero ahora mi mano estaba vacía. Cuando quise ponerme de pie para buscarla, no tenía aliento ni fuerzas. En algún lugar a lo lejos un hombre gritó. Me volví de lado, y me las compuse para incorporarme sobre mis piernas sin vida.

En apariencia nos encontrábamos cerca del centro del edificio, tan enorme como el Torreón Grande, y sin embargo completamente vacío: sin paredes interiores, escaleras o muebles de ninguna especie. A través del dorado aire polvoriento vi pilares retorcidos que parecían de madera pintada. Lámparas que eran meros puntos de luz, colgaban sobre nuestras cabezas. Muy por encima, un toldo multicolor ondeaba y restallaba agitado por un viento que yo no podía sentir.

Estaba pisando paja, y era paja lo que se extendía por todas partes en una infinita alfombra amarilla, como el campo de un titán después de la cosecha. A mi alrededor yacían dispersos los restos de lo que había sido el altar: fragmentos de fina madera recubiertos con láminas de oro y adornados con turquesas y amatistas violáceas. Pensando vagamente en encontrar mi espada, eché a andar y tropecé casi en seguida con los restos aplastados del fiacre. Un onagro estaba caído allí cerca; recuerdo haber tenido la impresión de que se había quebrado el pescuezo. Alguien llamó: —¡Torturador! —miré en torno y vi a Agia, de pie, temblando. Le pregunté si se encontraba bien.

—Al menos estoy viva, pero tenemos que irnos de aquí inmediatamente. ¿Está muerto ese animal?

Asentí con la cabeza.

—Podríamos haberlo montado. Ahora tendrás que cargarme, si puedes. No creo que la pierna derecha me sostenga. —Se tambaleó mientras hablaba; me acerqué a ella de un salto y la sostuve impidiendo que se cayera.— Ahora tenemos que irnos —dijo—. Mira alrededor… ¿ves alguna puerta? ¡Rápido!

No vi ninguna.

—¿Por qué urge tanto que nos marchemos?

—Emplea la nariz si no te sirven los ojos.

Olfateé. El olor en el aire no era ya de paja, sino de paja que ardía; casi en el mismo instante vi las llamas, brillantes en la penumbra, pero aún tan pequeñas que un momento antes tenían que haber sido unas meras chispas. Traté de correr, pero no conseguí nada mejor que adelantarme arrastrando una pierna.

—¿Dónde estamos?

—Es la Catedral de las Peregrinas… algunos la llaman la Catedral de la Garra. Las peregrinas son una banda de sacerdotisas que viajan por el continente. Nunca…

Agia se interrumpió porque nos estábamos acercando a un grupo de gente vestida de escarlata. O quizá fueran ellos los que se acercaban, pues habían aparecido de pronto ante nosotros sin que yo lo advirtiese. Los hombres tenían la cabeza rasurada y blandían cimitarras doradas, resplandecientes como la luna nueva; una mujer, alta como una exultante, sostenía con las dos manos una espada envainada: mi propia Términus Est. Llevaba una capa angosta de cuello alto y largos flecos en los bordes.

Agia empezó: —Nuestros animales se desbocaron, Sacra Dominicellae…

—Eso no tiene importancia —dijo la mujer que sostenía la espada. Había mucha belleza en ella, pero no esa belleza femenina que sofoca el deseo—. Esto pertenece al hombre que te carga. Dile que te deje y la tome. Tú puedes andar.

—Un poco. Haz lo que te dice, torturador.

—¿No sabes cómo se llama? —preguntó la mujer.

—Me lo dijo, pero lo he olvidado.

—Severian —dije. Sostuve a Agia con una mano mientras recibía a Términus Est con la otra.

—Utilízala para poner fin a las contiendas —dijo la mujer de escarlata—. No para iniciarlas.

—El suelo de paja de esta gran tienda está en llamas, chatelaine. ¿Lo sabía?

—Serán extinguidas. Las hermanas y nuestros sirvientes están pisoteando los rescoldos. —Hizo una pausa, y luego de mirarnos agregó:— Entre los restos del altar que vuestro vehículo ha destruido sólo hemos encontrado una cosa que parece perteneceros, y que probablemente tiene para vos algún valor: esa espada. Os la hemos devuelto. ¿Devolveréis ahora lo que hayáis encontrado que pueda tener valor para nosotros?

Recordé las amatistas.

—No encontré nada de valor, chatelaine. —Agia negó con la cabeza, y yo continué:— Había astillas de madera con piedras preciosas incrustadas, pero las he dejado en el mismo lugar donde cayeron.

Los hombres echaron mano a las armas y se afirmaron sobre los pies, pero la mujer no se movió; se volvió hacia mí, luego hacia Agia y después hacia mí otra vez.

—Acércate, Severian.

Avancé unos pasos. Tuve la gran tentación de desenvainar Términus Est para defenderme de las espadas de los hombres, pero me contuve. La mujer me cogió por las muñecas y me miró a los ojos. Los suyos eran serenos, y en aquella luz extraña parecían duros como el berilo.

—No hay culpa en él —dijo.

Uno de los hombres murmuró: —Estás equivocada, Dominicellae.

—No hay culpa, he dicho. Retrocede, Severian, y que avance la mujer. —Agia se acercó renqueando, y cuando ya no pudo avanzar más, la mujer se adelantó y le tomó las muñecas como había hecho con las mías. Al cabo de un momento, miró a las otras mujeres que aguardaban detrás de los hombres armados.

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, dos de ellas tomaron el vestido de Agia y se lo quitaron por la cabeza. Una dijo: —Nada, Madre.

—Creo que éste es el día predicho.

Con las manos cruzadas sobre los pechos, Agia me susurró: —Éstas peregrinas están locas. No tuve tiempo de advertírtelo, pero todo el mundo lo sabe.

La mujer dijo: —Devolvedle sus harapos. La Garra no se ha desvanecido en la memoria. No obstante, desaparece cuando quiere, y no sería posible ni adecuado impedírselo.

Una de las mujeres murmuró: —Puede que todavía la encontremos entre los escombros, Madre.

Una segunda agregó: —¿No tienen que pagar?

Un hombre dijo: —Matémoslos.

La mujer no dio indicios de haber oído a ninguno de ellos. Como si se deslizara sobre la paja, se estaba alejando de nosotros. Las mujeres la siguieron mirándose entre ellas, y los hombres soltaron las empuñaduras de las espadas y retrocedieron.

Agia comenzó a ponerse el vestido. Le pregunté qué sabía de la Garra y quiénes eran estas peregrinas.

—Sácame de aquí, Severian, y te lo diré. Es de mal agüero hablar de ellas en su propio templo. ¿Está desgarrada aquella pared?

Nos dirigimos hacia donde ella había indicado, tropezando a veces con la paja blanda. No había ninguna abertura, pero levanté el borde de la pared de seda y nos escurrimos por debajo.

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