La Fiesta de la Sagrada Katharine es el día más grande para nuestro gremio, el festival en que se nos recuerda nuestra heredad, el momento en que los oficiales se convierten en maestros (si alguna vez lo logran) y en que los aprendices se convierten en oficiales. Dejaré la descripción de las ceremonias de ese día hasta que tenga ocasión de contar mi propia elevación; pero el año en que transcurre mi relato, el año de la pelea junto a la tumba, Drotte y Roche fueron elevados, dejándome a mí capitanear a los aprendices.
Hasta que el ritual estuvo casi terminado no me fue impuesto el peso total de ese oficio. Estaba sentado en la capilla en ruinas gozando del espectáculo y sólo consciente (de la misma forma placentera en que preveía la fiesta) de que estaría por encima de los demás cuando todo hubiera terminado.
Poco a poco, sin embargo, un sentimiento de inquietud se fue apoderando de mí. Me sentí desdichado antes de darme cuenta de que ya no era feliz, y abrumado por la responsabilidad cuando aún no entendía del todo que la tenía. Recordaba lo mucho que le había costado a Drotte mantenernos en orden. Ahora yo tendría que hacerlo sin contar con su fuerza, y sin nadie que fuera para mí lo que Roche había sido para él: un teniente de su misma edad. Cuando el cántico final se silenció y el maestro Gurloes y el maestro Palaemon, llevando máscaras ornamentadas de oro, atravesaron la puerta con paso lento y el viejo oficial hubo alzado a Drotte y Roche, los nuevos oficiales, sobre los hombros (buscando ya en los bolsillos de sus cinturones los fuegos de artificio que harían estallar fuera) ya me había puesto rígido y aun había llegado a imaginar un plan rudimentario.
Nosotros los aprendices debíamos servir en la fiesta y, antes de hacerlo, debíamos quitarnos las ropas relativamente nuevas y limpias que nos habían dado para la ceremonia. Después de que el último cohete hubo estallado, y los marineros, en su gesto anual de amistad, hubieron desgarrado el cielo con el cañón ceremonial en el Torreón Grande, ordené a mis subordinados —que ya empezaban a mirarme con resentimiento o así me lo pareció— que volvieran a nuestro dormitorio, cerré la puerta y puse un camastro contra ella.
Eata era el mayor exceptuándome a mí, y por fortuna yo había sido lo bastante amistoso en el pasado como para que no sospechara nada hasta que fue demasiado tarde para que opusiera resistencia. Lo cogí por la garganta y le golpeé la cabeza varias veces contra el tabique; luego le pateé los pies hasta que por fin cayó.
—Pues bien —le dije—, ¿serás mi segundo? Responde.
No podía hablar, pero asintió con la cabeza.
—Bien. Yo me las veré con Timón. Tú ocúpate del que le sigue en tamaño.
En el tiempo que lleva respirar cien veces (y, por cierto, con mucha rapidez), los muchachos habían sido sometidos a fuerza de patadas. Transcurrieron tres semanas antes de que alguno se atreviera a desobedecerme, y no hubo rebeliones en masa, sólo algún capricho individual.
Como capitán de aprendices, tenía nuevas funciones, y también más libertad de la que había gozado nunca. Yo era el que vigilaba que los oficiales de turno recibieran la comida caliente, y el que supervisaba a los muchachos que se afanaban bajo las pilas de fuentes destinadas a nuestros clientes. En la cocina dirigía las tareas de los que tenía a mi cargo, y en el aula les daba instrucción acerca de sus estudios; con mayor frecuencia que antes, se me encomendaba llevar mensajes a lugares lejanos de la Ciudadela y aun, en reducida proporción, la conducción de los asuntos del gremio. Me familiaricé con todos los caminos y con muchos rincones poco frecuentados: graneros con altos arcones y gatos demoníacos; terraplenes barridos por el viento que dominaban gangrenosos barrios miserables; y la pinacoteca, con su gran corredor cubierto por un techo abovedado de ladrillos horadado por ventanas, con el suelo de lajas salpicado de alfombras, y limitado por paredes en las que se abría un sinnúmero de arcos oscuros en una hilera de cámaras cubiertas —como lo estaba el mismo corredor— de innumerables cuadros.
Muchos eran tan viejos y estaban tan oscurecidos por el humo que yo no podía distinguir las figuras, y había otros cuyo significado no podía adivinar: un bailarín cuyas alas parecían sanguijuelas; una mujer de aspecto taciturno sentada bajo una cámara mortuoria, con una daga de doble hoja en la mano. Un día, después de haber caminado por lo menos una legua entre estas pinturas enigmáticas, me encontré con un viejo subido a una alta escalera. Quería preguntarle por el camino, pero parecía tan absorto en su trabajo, que dudé en distraerlo.
El cuadro que estaba limpiando, mostraba una figura con armadura de pie en un paisaje desolado. No tenía armas, pero sostenía un cayado al que estaba sujeto un extraño estandarte rígido. El visor del yelmo de la figura era de oro, y no tenía ninguna abertura para la visión o la ventilación; en su superficie pulida sólo se veía reflejado el desierto mortal.
Este guerrero de un mundo muerto me impresionó profundamente, aunque no sabría decir por qué, ni qué especie de emoción era la que sentía. De algún modo oscuro, deseaba bajar el cuadro y llevármelo… no a nuestra necrópolis, sino a uno de esos bosques de montaña de los que nuestra necrópolis era (ya entonces podía darme cuenta) una imagen idealizada, aunque viciada. Debería encontrarse entre árboles, el borde del marco descansando sobre hierba joven.
—…y así —dijo una voz detrás de mí— huyeron todos. Vodalus logró lo que había venido a hacer, ya ves.
—¡Usted! —exclamó el otro de repente—. ¿Qué está naciendo aquí?
Me volví y vi a dos armígeros vestidos con sus brillantes ropas, tan parecidas a las de los exultantes.
—Tengo un mensaje para el archivista —dije, y tendí el sobre.
—Muy bien —dijo el armígero que me había hablado—. ¿Conoce el sitio donde se encuentran los archivos?
—Estaba por preguntárselo, sieur.
—Entonces no es usted el mensajero adecuado para llevar la carta, ¿no es así? Entréguemela, se la daré a un paje.
—No puedo, sieur. Mi misión consiste en entregarla.
El otro armígero dijo: —No es necesario que seas tan duro con este joven, Racho.
—No sabes lo que es, ¿no es cierto?
—¿Lo sabes tú?
El que se llamaba Racho asintió con la cabeza.
—¿De qué parte de la Ciudadela es usted, mensajero?
—De la Torre Matachina. El maestro Gurloes me envía al archivista.
La cara del otro armígero se puso tensa.
—Usted es un torturador, entonces.
—Sólo un aprendiz, sieur.
—No me asombra entonces que mi amigo no quiera verlo siquiera. Siga la galería hasta la tercera puerta, doble y siga adelante unos cien pasos, suba la escalera hasta el segundo rellano y tome por el corredor del sur hasta las puertas dobles que hay en el extremo.
—Gracias —dije, y di un paso en la dirección que me había indicado.
—Aguarde. Si va ahora, tendremos que soportar verlo.
—Me daría igual tenerlo delante o detrás de mí —agregó Racho.
Esperé sin embargo, con una mano apoyada en el pie de la escalera, a que los dos doblaran por una esquina.
Como uno de esos amigos semiespirituales que en sueños nos hablan desde las nubes, el viejo dijo: —De modo que es usted un torturador, ¿no es así? Sabe, yo jamás he estado en ese sitio.
Tenía una mirada débil, y me recordaba la de las tortugas que a veces asustábamos en las orillas de Gyoll; la punta de la nariz le tocaba prácticamente la barbilla.
—En efecto, no lo he visto nunca allí —dije con cortesía.
—Nada que temer ahora. ¿Qué podrían hacer con un hombre como yo? ¡El corazón se me detendría así! —Dejó caer la esponja en el cubo e intentó castañetear los dedos mojados, sin obtener sonido alguno.— Aunque sé dónde se encuentra. Detrás del Torreón de las Brujas. ¿No es eso correcto?
—Sí —dije, un tanto sorprendido de que las brujas fueran mejor conocidas que nosotros.
—Pensé que así era. Aunque nunca nadie habla de eso. Usted está enfadado por lo de esos dos armígeros y no lo culpo. Pero tendría que conocer el caso de estas gentes. Se supone que se parecen a los exultantes, pero no es así. Tienen miedo de morir, tienen miedo de lastimar, y tienen miedo de que eso se note. Es duro para ellos.
—Deberían ser eliminados —dije—. Vodalus los mandaría a excavar en las minas. No son más que vestigios de alguna edad pasada… ¿Qué ayuda pueden procurar al mundo?
El viejo levantó la cabeza.
—¡Vaya! para empezar ¿qué ayuda han procurado? ¿Lo sabe usted?
Cuando admití que no lo sabía, bajó por la escalera como un mono envejecido, todo brazos y piernas y un cuello arrugado; tenía las manos largas como mis pies, y unas venas azules le surcaban los dedos nudosos.
—Soy Rudesind, el conservador del museo. Supongo que conoce al viejo Ultan. No, desde luego que no. Si lo conociera, sabría el camino a la biblioteca.
—Nunca antes había estado en esta parte de la Ciudadela —dije.
—¿Que nunca ha estado aquí? ¡Pero si es la parte mejor! Arte, música y libros. Tenemos un Fechin aquí en el que aparecen tres muchachas vistiendo a otra con flores tan reales que uno espera que salgan abejas de ellas. También un Quartillosa. Ya no es popular Quartillosa, si no, no lo tendríamos aquí. Pero en su tiempo fue mejor dibujante que los manchadores y embadurnadores que tanto gustan hoy. Recibimos lo que la Casa Absoluta no quiere ¿sabe? Eso significa que recibimos los viejos, que generalmente son los mejores. Llegan aquí sucios por haber estado tanto tiempo colgados, y yo los limpio. A veces vuelvo a limpiarlos después de tenerlos colgados aquí algún tiempo. Aquí tenemos un Fechin. ¡Es cierto! O éste, por ejemplo. ¿Le gusta?
Pareció menos peligroso decir que sí.
—En este caso, por tercera vez. Cuando yo era un recién llegado, fui aprendiz del viejo Branwallader y él me enseñó cómo limpiar. Éste fue el que usó, porque dijo que no valía nada. Empezó por aquí, por este rincón. Cuando hubo completado un espacio como el que puede cubrir una mano, me lo entregó y yo hice el resto. Mi esposa todavía vivía cuando volví a limpiarlo.
Eso fue al poco tiempo de que naciera nuestra segunda hija. No estaba todavía tan oscuro, pero había cosas en mi mente y quería tener algo que hacer. Hoy se me ocurrió limpiarlo otra vez. Y lo necesita… ¿ve qué bonito queda brillante? Allí sale otra vez el Urth azul por sobre el hombro, fresco como los peces del Autarca.
Iodo este tiempo Vodalus resonaba en mi mente como un eco. Tenía la certeza de que el viejo había bajado de la escalera sólo porque yo lo había mencionado, y quería interrogarlo acerca de él. Pero por más que lo intentaba, no sabía cómo llevar la conversación hasta este punto. Después de haber guardado silencio un instante más, y temiendo que él volviera a subir a la escalera para seguir con la limpieza del cuadro, se me ocurrió decir:
—¿Ésa es la luna? Me habían dicho que es más fértil.
—Sí, ahora lo es. Pero esto fue hecho antes de que la irrigaran. ¿Ve ese gris parduzco? Ahora es verde. No parecía tan grande… porque no estaba tan cerca, eso es lo que el viejo Branwallader solía decir. Ahora hay suficientes árboles como para esconder a Nilammon, como dice el refrán.
Aproveché la oportunidad: —O a Vodalus.
Rudesind rió tembloroso.
—O a él, en efecto. Los suyos deben estar frotándose las manos mientras lo esperan. ¿Tienen planeada alguna cosa en especial?
Si el gremio tenía tormentos particulares reservados para individuos específicos, yo nada sabía de ellos; pero intenté parecer informado, así que dije: —Pensaremos en algo.
—Supongo que lo harán. Sin embargo, hace un tiempo pensaba que estaban de su lado. Pero si se esconde en los Bosques de Lune tendrán que esperar. —Rudesind miró el cuadro con obvia complacencia antes de volverse hacia mí.— Me olvidaba. Usted debe visitar a nuestro maestro Ultan. Vuelva al arco por donde vino…
—Conozco el camino —dije—. El armígero me lo indicó.
El viejo conservador desechó esas instrucciones con un bufido de aliento ácido.
—Esas indicaciones sólo lo conducirían a la Sala de Lectura. Desde allí le llevaría lo que dura una guardia llegar hasta Ultan, y esto si alguna vez lo logra. No, vuelva a ese arco. Atraviéselo, diríjase hasta el extremo de la gran sala que hay allí y baje las escaleras. Llegará a una puerta cerrada… golpee hasta que alguien lo haga pasar. Ése es el fondo de las estanterías, y allí es donde tiene Ultan su estudio.
Como Rudesind estaba mirando, hice lo que me decía, aunque no me gustaba lo de la puerta cerrada, y las escaleras que bajaban sugerían que tal vez me encontrara cerca de aquellos antiguos túneles por donde me había extraviado buscando a Triskele.
Me sentía mucho menos confiado que en los lugares conocidos de la Ciudadela.
Tiempo después supe que el tamaño de la Ciudadela inspira una mezcla de respeto y temor a los forasteros que la visitan; pero es sólo una mota de polvo en la ciudad que se extiende alrededor, y nosotros, los que vivimos dentro de la muralla gris y hemos aprendido los nombres y las relaciones de todas las señales necesarias para orientarnos, nos sentimos perturbados cuando nos encontramos lejos de los pasajes familiares.
Así me sentía yo mientras atravesaba el arco que el viejo me había indicado. Como el resto de la sala abovedada, era de sombríos ladrillos rojizos, pero estaba sostenido por dos pilares con capiteles que tenían labrados rostros de durmientes; los labios silenciosos y los ojos cerrados y pálidos me parecieron más terribles que las máscaras agonizantes pintadas en el metal de nuestra propia torre.
Cada cuadro del otro cuarto contenía un libro. A veces eran muchos o evidentes, otros era necesario examinarlos un buen rato antes de descubrir el ángulo de una encuadernación asomando por el bolsillo de las faldas de una mujer, o advertir que algún carrete extrañamente trabajado, devanaba palabras como una hebra.
La escalera era de peldaños estrechos y empinados, y carecía de barandilla; se retorcía al descender, de modo que yo no había bajado más de treinta escalones cuando la luz del cuarto de arriba quedó casi interrumpida. Por fin tuve que tender las manos hacia delante por miedo a romperme la cabeza contra la puerta.
Mis dedos no la encontraban. En cambio los peldaños terminaron (casi caí al intentar bajar uno que no existía) y tuve que andar a tientas en total oscuridad por un suelo irregular.
—¿Quién está allí? —preguntó una voz. Resonaba de un modo extraño, como el tañido de una campana en el interior de una caverna.