XXI — La cabaña en la jungla

Una escalerilla de mano conducía hasta la galería. Estaba hecha de la misma madera nudosa que la cabaña, atada con fibras vegetales.

—No irás a subir ahí —protestó Agia.

—Es preciso, si hemos de ver lo que hay que ver —dije—. Y considerando el estado de tu ropa interior, pienso que preferirías que yo te precediera.

Me sorprendió ruborizándose.

—Sólo verás una casa como las que había antiguamente en las zonas más calurosas del mundo. No tardarás en aburrirte, créeme.

—Entonces bajaremos y habremos perdido muy poco tiempo. —Empecé a trepar por la escalerilla. Cedía y crujía de manera alarmante, pero sabía que en un lugar de recreo público era imposible que fuera realmente peligrosa. Cuando había subido hasta la mitad, sentí a Agia detrás de mí.

El interior era apenas más grande que una de nuestras celdas, pero allí terminaba cualquier parecido. Nuestras mazmorras daban una impresión de solidez y volumen abrumadores. Las placas de metal de las paredes devolvían el eco del menor sonido; los suelos resonaban bajo el paso de los oficiales y no cedían ni un ápice; el techo no caería nunca… pero si lo hiciera aplastaría todo lo que hubiera debajo.

Si es cierto que cada uno de nosotros tiene en algún sitio un hermano antípoda, un gemelo brillante si somos oscuros, un gemelo oscuro si somos brillantes, esa cabaña era sin duda lo opuesto de nuestras celdas.

Había ventanas en todas partes, y ninguna de ellas tenía barras, paneles, o cualquier otro objeto que las obstruyera. Él suelo, las paredes y los marcos de las ventanas eran de la misma madera amarilla; ramas que no habían sido pensadas para que sirvieran de tablones, y unidas de manera tal que en ciertos lugares podía verse la luz del sol que se filtraba a través de las paredes; y si yo hubiera dejado caer una oricreta gastada, lo más probable es que habría ido a parar al terreno de abajo. No había cielo raso, sino un espacio triangular bajo el tejado del que colgaban cacerolas y bolsas de alimentos.

En un rincón una mujer leía mientras un hombre desnudo permanecía acurrucado a sus pies. El hombre que habíamos visto desde el sendero estaba de pie frente a la ventana opuesta a la puerta. Tenía que saber que estábamos ahí (ya que, aunque no nos hubiera visto entrar, por fuerza tuvo que haber sentido que la cabaña se estremecía cuando subíamos), pero fingía no haberse dado cuenta. Hay algo en la línea de la espalda de un hombre cuando se vuelve como para no ver, que era evidente en él.

La mujer leía: «Entonces subió él de la llanura al monte Nebo, el promontorio frente a la ciudad, y el Misericordioso le mostró todas las comarcas de alrededor y todas las tierras hasta el Mar del Occidente. Entonces le dijo: —Esta es la tierra que yo daría a los hijos de tus padres, según prometí. La has visto, pero no pondrás tus pies en ella. —Entonces él murió allí mismo, y fue sepultado en el barranco».

El hombre desnudo asintió.

—Lo mismo sucede con nuestros propios maestros, Preceptora. Te lo dan con el dedo meñique. Pero el pulgar está clavado en él, y un hombre sólo tiene que tomar el don y cavar en el piso de la casa y cubrirlo todo con una esterilla, y el pulgar empieza a tirar y poco a poco el don se levanta de la tierra y sube hacia el cielo y ya no se lo ve.

La mujer pareció impacientarse y empezó: —No, Isangoma… —Pero el hombre junto a la ventana la interrumpió sin volverse:— Calla, Marie. Quiero oír lo que tiene que decir. Tú puedes explicarlo más tarde.

—Un sobrino mío —continuó el hombre desnudo—, un miembro de mi propio círculo, no tenía pescado. De modo que cogió los aparejos de pesca y se dirigió a cierto estanque. Tan silenciosamente se inclinaba sobre el agua, que podría haber sido un árbol. —El hombre desnudo dio un brinco, y arqueó el cuerpo nervudo como si fuera a atravesar los pies de la mujer con un arpón de aire.— Estuvo así durante mucho, mucho tiempo, tanto que los monos ya no tuvieron miedo de él y volvieron a arrojar ramitas al agua, y el pájaro del lucero regresó volando. Un gran pez asomó de pronto entre los troncos sumergidos. Mi sobrino miró cómo nadaba en círculos, lenta, lentamente. Nadó cerca de la superficie y entonces, cuando estaba por lanzar su arpón de tres puntas, ya no había pez, sino una mujer adorable. Al principio mi sobrino creyó que el pez era un pez-rey, que había cambiado de forma para no ser herido. Después vio que el pez nadaba bajo la cara de la mujer, y se dio cuenta de que había un reflejo. En seguida miró hacia arriba, pero no vio más que el movimiento de las enredaderas. ¡La mujer había desaparecido! —El hombre desnudo miró hacia arriba imitando el gesto de asombro del pescador.— Esa noche mi sobrino fue a casa del Numen, el Orgulloso, y le cortó el cuello a un oreodonte joven diciendo…

Agia me susurró: —En nombre de Teoántropos ¿cuánto tiempo piensas quedarte aquí? Esto podría seguir todo el día.

—Déjame echar un vistazo a la cabaña —le susurré a mi vez—, y nos marcharemos.

—Poderoso es el Orgulloso, y todos sus sagrados nombres. Todo lo que se encuentra bajo las hojas le pertenece, las tormentas viajan en sus brazos, el veneno no mata hasta que le echa una maldición —continuó el hombre desnudo.

La mujer dijo: —No es necesario que alabes tanto a tu fetiche, Isangoma. Si mi marido desea escuchar tu historia, muy bien, cuéntala, pero ahórranos todas esas letanías.

—¡El Orgulloso protege al suplicante! ¿No sería una vergüenza que quien lo adora fuera a morir?

—¡Isangoma!

El hombre frente a la ventana dijo: —Tiene miedo, Marie. ¿No lo notas en su voz?

—¡No hay miedo para los que portan el signo del Poderoso! El aliento del Poderoso es como una niebla que protege al joven uakaris de las garras del margay.

—Robert —dijo entonces la mujer—, si no piensas hacer nada y acabar con esto, lo haré yo. Isangoma, calla. O vete y no vuelvas más.

—El Orgulloso sabe que Isangoma ama a la Preceptora. Él la salvaría, si pudiera.

—¿Salvarme de qué? ¿Crees que aquí hay una de esas terribles bestias tuyas? Si la hubiera, Robert la mataría con el rifle.

—El tokoloshe, Preceptora. ¡Viene el tokoloshe! Pero el Orgulloso nos protegerá. ¡Él es el poderoso comandante de todo tokoloshe! Cuando ruge, ellos se esconden bajo las hojas caídas.

—Robert, creo que ha perdido el juicio.

—Él tiene ojos, Marte, tú no.

—¿Qué quieres decir? ¿Y por qué miras continuamente por la ventana?

Muy lentamente, el hombre se volvió para enfrentarnos. Nos miró por un momento, y luego desvió los ojos. Tenía esa expresión que yo había observado en nuestros clientes cuando el maestro Gurloes les mostraba los instrumentos que se utilizarían en la anacrisis.

—Robert. por favor, dime qué te pasa.

—Como dice Isangoma, los tokoloshes están aquí. No los tokoloshes de él, diría yo, sino los nuestros. La Muerte y la Señora. ¿Has oído hablar, Marie?

La mujer meneó la cabeza. Se había levantado de la silla y abrió la tapa de un pequeño cofre.

—Debí suponerlo. Es una especie de cuadro, pintado por varios artistas. Isangoma, no creo que tu Orgulloso tenga demasiada autoridad sobre estos tokoloshes. Vienen de París, donde yo era estudiante, para recriminarme que haya abandonado el arte por esta cosa.

La mujer replicó: —Tienes fiebre, Robert. Es evidente. Te daré algo y pronto te sentirás mejor.

El hombre nos miró otra vez a la cara como si no quisiera hacerlo pero fuese incapaz de dominar el movimiento de sus ojos.

—No olvides, Marie, que los enfermos saben cosas que los sanos pasan por alto. Isangoma también sabe que están aquí. ¿No sentiste que el suelo temblaba mientras leías? Fue cuando entraron, creo.

—Te daré un vaso de agua para que puedas tragarte la quinina. No hay ningún pez dentro —dijo la mujer.

—¿Qué son, Isangoma? Sí, lo sé, tokoloshes, pero ¿qué son los tokoloshes? — preguntó el hombre.

—Malos espíritus, preceptor. Cuando un hombre tiene un mal pensamiento o una mujer hace algo malo, aparece un nuevo tokoloshe. Se queda detrás. El hombre piensa: Nadie lo sabe, todos están muertos. Pero el tokoloshe permanece ahí hasta el fin del mundo. Entonces todos verán, sabrán lo que hizo el hombre.

—Qué idea horrible —dijo la mujer.

Las manos del hombre se aferraron al antepecho de la ventana.

—¿No te das cuenta de que sólo son la consecuencia de lo que hacemos? Son los espíritus del futuro, y somos nosotros mismos quienes los engendramos.

—De lo que me doy cuenta, Robert, es que todo esto no es más que un montón de disparates paganos. Escucha. Ya que tienes una visión tan penetrante, ¿no puedes escuchar un momento?

—Estoy escuchando. ¿Qué quieres decir?

—Nada. Sólo quiero que escuches. ¿Qué oyes?

La cabaña quedó en silencio. También yo escuché, y no podría no haber escuchado. Fuera los monos parloteaban y los loros chillaban como antes. Luego, por sobre los ruidos de la jungla, oí un ligero zumbido, como si un insecto del tamaño de un barco estuviera volando en la lejanía.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre.

—El avión correo. Si tienes suerte, muy pronto lo verás.

El hombre asomó la cabeza por la ventana, y yo, sintiendo curiosidad por lo que buscaba, fui hasta la ventana de la izquierda y miré también. El follaje era tan espeso, que al principio parecía imposible ver nada, pero el hombre continuaba mirando en línea recta un punto del espacio, y allí encontré una mancha azul.

El zumbido se hizo más fuerte, y de pronto apareció la nave volante más extraña que yo haya visto jamás. Tenía alas, como si hubiera sido construida por alguna raza que todavía no se hubiera dado cuenta de que en ningún caso aletearía como un pájaro y no había motivo para que la fuerza de sustentación, como en una cometa, no residiera en el armazón. Tenía unas protuberancias bulbosas en los extremos plateados de las alas, y una tercera al frente del fuselaje. La luz parecía brillar delante de estas protuberancias.

—En tres días podríamos llegar hasta la pista de aterrizaje, Robert. La próxima vez que venga, tendríamos que estar esperándolo.

—Si el Señor nos ha enviado aquí…

—Sí, Preceptor —lo interrumpió el hombre desnudo—, hemos de satisfacer los deseos del Orgulloso.

¡No hay ninguno como él! Preceptora, deje que baile para el Orgulloso y que entone su canto. Tal vez así los tokoloshes se vayan.

El hombre desnudo arrebató el libro que la mujer sostenía entre las manos, y empezó a golpearlo con la palma. Eran golpes rítmicos, como si tocara un tambor. Mientras frotaba el suelo con los pies, y la voz, que empezó con un chirrido melódico, se convirtió poco a poco en la voz de un niño:

De noche cuando todo está en silencio,

¡escúchalo gritar en las copas de los árboles!

¡Míralo bailar en medio del luego!

Vive en la ponzoña de la flecha,

¡minúsculo como una luciérnaga amarilla!

¡Más brillante que una estrella fugaz!

Hombres velludos andan por el bosque…

—Me marcho, Severian —dijo Agia, mientras salía por la puerta—. Si quieres quedarte y mirar, puedes hacerlo. Pero tendrás que conseguir el averno tú mismo, y encontrar el camino a los Campos Sanguinarios. ¿Sabes lo que sucederá si no apareces?

—Según me has dicho, recurrirán a asesinos.

—Y los asesinos recurrirán a la serpiente de barbas amarillas. Al principio no contra ti, sino contra tu familia, si la tienes, contra tus amigos. Como me han visto contigo en las calles del barrio, probablemente también me incluyan a mí.

Viene cuando el sol se pone,

¡miradle los pies en el agua!

¡Huellas de fuego sobre el agua!

El cántico continuó, pero el cantor sabía que nos íbamos, pues había en el sonsonete una nota de triunfo. Esperé hasta que Agia hubo llegado al suelo, luego la seguí.

Ella dijo: —Creí que nunca te irías. Ahora que estás aquí dime, ¿tanto te gusta este lugar? —Los colores metálicos de su vestido desgarrado parecían tan furiosos como ella contra el verde de unas hojas extrañamente oscuras.

—No —dije—. Pero lo encuentro interesante. ¿Has visto la nave?

—¿Cuando tú y el hombre de la cabaña mirasteis por la ventana? No soy tan tonta.

—No se parece a ninguna otra que haya visto. Tenía que haber estado mirando las facetas del techo, pero en cambio, vi la nave que él esperaba ver. Cuando menos, eso me pareció. Hace un momento quería contarte sobre la amiga de una amiga mía que quedó atrapada en los espejos del padre Inire. Se encontró en otro mundo, y aun cuando volvió con Thecla, ése era el nombre de mi amiga, no estaba del todo segura de que hubiese vuelto realmente al punto de origen. Me pregunto si no estaremos todavía en el mundo que abandonó esa gente, en lugar de estar ellos en el nuestro.

Agia ya había echado a andar sendero abajo. La luz del sol pareció transformarle el pelo castaño en oro oscuro cuando volvió la cabeza por sobre el hombre para decir: —Ya te he dicho que ciertos visitantes sienten atracción por ciertos biopaisajes.

Corrí para alcanzarla.

—A medida que transcurre el tiempo, sus mentes tienden a adaptarse a lo que los rodea, y puede que eso nos ocurra también a nosotros. Es probable que lo que viste haya sido una nave corriente.

—Él nos vio. Y también el salvaje.

—Según he oído, cuanto más se pervierte una conciencia, mayor es la probabilidad de que queden percepciones residuales. Cuando encuentro monstruos, hombres salvajes y cosas así en estos jardines, me parece más probable que tengan más conciencia de mí, al menos parcial, que otras criaturas.

—Explícame lo del hombre.

—Yo no construí este lugar, Severian. Todo lo que sé es que si retornaras ahora por el mismo sendero, el último lugar que vimos probablemente ya no estaría allí. Escucha, quiero que me prometas que cuando salgamos de aquí, dejarás que te lleve al Jardín del Sueño Infinito. No nos queda tiempo para nada más, ni siquiera para el Jardín de las Delicias. Y permite que te diga que tú no eres esa clase de persona que pueda pasearse por aquí noche y día.

—¿Por qué quise quedarme en el Jardín de Arena?

—En parte. Creo que tarde o temprano me crearás dificultades aquí.

Mientras decía eso, doblamos una de las aparentemente infinitas sinuosidades del sendero. Un leño con un pequeño rectángulo blanco que sólo podía ser el nombre de la especie a la que pertenecía, interceptaba el camino, y a través de las espesas hojas a nuestros pies, pude ver la pared: el cristal verdoso servía de discreto telón al follaje. Agia había avanzado ya un paso cuando tomé Términus Est con la mano que llevaba libre y abrí la puerta para que ella pasara.

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