7

El embajador los condujo al despacho cerrado de Galeni. Ocultaba sus nervios bastante mejor que Ivan. Se limitó a comentar tranquilamente:

—Comuníqueme lo que descubra, teniente Vorpatril. Sería particularmente deseable obtener alguna indicación segura de si es hora o no de notificarlo a las autoridades locales.

Así que el embajador, que conocía a Duv Galeni desde hacía unos dos años, pensaba también en términos de múltiples posibilidades. Un hombre complejo, su perdido capitán.

Ivan se sentó ante la consola y repasó los archivos de rutina buscando memorandos recientes, mientras que Miles deambulaba por la habitación buscando… ¿qué? ¿Un mensaje garabateado en sangre en la pared a la altura de las rodillas? ¿Fibra vegetal alienígena en la alfombra? ¿Una nota de dimisión en papel perfumado? Cualquiera de esas cosas, o todas ellas, habrían sido deseables a la neutra nada que encontró.

Ivan alzó las manos.

—Nada aparte de lo habitual.

—Déjame a mí. —Miles giró el respaldo de la silla de Galeni para arrancar de allí a su primo y ocupar su lugar—. Siento una ardiente curiosidad por las finanzas personales del capitán Galeni. Ésta es una oportunidad dorada para comprobarlas.

—Miles —dijo Ivan, algo nervioso—, ¿no es esto un poco, um, agresivo?

—Tienes los principios de un caballero, Ivan —dijo Miles, absorto en acceder a los archivos codificados—. ¿Cómo lograste entrar en Seguridad?

—No lo sé —dijo Ivan—. Yo quería servir en una nave.

—¿No queremos todos? Ah —comentó Miles mientras la holopantalla empezaba a escupir datos—. Me encantan estas tarjetas de crédito universales terrestres. Qué reveladoras son.

—¿Qué esperas encontrar en las cuentas corrientes de Galeni, por el amor de Dios?

—Bueno, antes que nada —murmuró Miles, pulsando teclas—, comprobemos los totales de los últimos meses y averigüemos si sus gastos superan sus ingresos.

Fue cuestión de un momento responder a esa pregunta. Miles frunció el ceño, levemente decepcionado. Las dos cuentas estaban equilibradas; había incluso un pequeño superávit a final de mes, fácilmente explicable por la existencia de una modesta cartilla de ahorros. No demostraba nada en un sentido ni en otro, ay. Si Galeni tenía algún problema financiero serio, había tenido la inteligencia y la experiencia de no dejar pruebas en su contra. Miles empezó a repasar la lista de compras.

Ivan se agitó, impaciente.

—¿Qué estás buscando ahora?

—Vicios secretos.

—¿Cómo?

—Fácil. O lo sería si… comparamos, por ejemplo, los registros de las cuentas de Galeni con las tuyas durante el mismo período de tres meses. —Miles dividió la pantalla y cargó los datos de su primo.

—¿Por qué no lo comparas con las tuyas? —dijo Ivan, picado.

Miles sonrió, lleno de científica virtud.

—No llevo aquí el tiempo suficiente para ser una base comparable. Tú eres un controlador mucho mejor. Por ejemplo… vaya, vaya. Mira esto. ¿Un picardías de encaje, Ivan? Qué clase. Va totalmente contra las normas, ya sabes.

—Eso no es asunto tuyo —refunfuñó Ivan.

—Vaya. Y no tienes una hermana, y no es el estilo de tu madre. De esta compra se desprende que hay una chica en tu vida o eres un travestido.

—Advertirás que no es de mi talla —dijo Ivan con dignidad.

—Sí, te quedaría muy cortito. Una chica con aspecto de sílfide, entonces. A quien conoces lo bastante bien para hacerle regalos íntimos. Mira cuánto sé ya de ti, sólo con una compra. ¿Fue Sylveth, por casualidad?

—Se supone que es a Galeni a quien estás investigando —le recordó Ivan.

—Sí. ¿Y qué tipo de regalos compra Galeni?

Pasó la pantalla. No hizo falta mucho tiempo: no había tanto.

—Vino —recalcó Ivan—. Cerveza.

Miles hizo una comprobación.

—Una tercera parte de lo que tú te bebiste en el mismo período. Pero compra librodiscos en una proporción de treinta y cinco a… ¿sólo dos, Ivan?

Ivan se aclaró la garganta, incómodo.

Miles suspiró.

—Aquí no hay ninguna chica. Ningún chico tampoco, no creo… ¿eh? Llevas un año trabajando con él.

—Mm —dijo Ivan—. Me he topado con un par en el servicio, pero… tienen formas de hacértelo saber. No, yo tampoco creo que Galeni…

Miles contempló el regular perfil de su primo. Sí, Ivan probablemente había recogido insinuaciones de ambos sexos. Otra pista descartada.

—¿Ese tipo es un monje? —murmuró Miles—. No es un androide, a juzgar por la música, los libros y la cerveza, pero… es terriblemente elusivo.

Cerró el archivo con un irritado golpe a los controles. Tras pensárselo un instante, abrió el expediente de Galeni.

—Ja. Eso sí que es raro. ¿Sabías que el capitán Galeni se doctoró en historia antes de unirse al servicio imperial?

—¿Qué? No, nunca lo mencionó… —Ivan se inclinó por encima del hombro de su primo, los principios caballerescos superados al fin por la curiosidad.

—Doctorado con honores en historia moderna y ciencias políticas por la Universidad Imperial de Vorbarr Sultana. Dios mío, mira las fechas. A la edad de veintiséis años Duv Galeni renunció a un flamante puesto en la Facultad de Belgravia, en Barrayar, para volver a la Academia del Servicio Imperial con un puñado de chavales de dieciocho. Con sueldo de cadete.

No era la conducta de un hombre el centro de cuya existencia fuera el dinero.

—Uh —dijo Ivan—. Debió de ser todo un empollón en los cursos superiores cuando nosotros llegamos. Salió dos años antes que nosotros. ¡Y ya es capitán!

—Debe de haber sido uno de los primeros komarreses a quienes se ha permitido el acceso al Ejército. Semanas después de la promulgación de la ley. Y va a toda máquina desde entonces. Formación extraordinaria… lenguajes, análisis de información, un puesto en el cuartel general imperial… y luego la guinda, este destino en la Tierra. Duvie es un fenómeno, claramente.

Miles veía el porqué. Un oficial brillante, educado, liberal… Galeni era un anuncio ambulante del éxito del Nuevo Orden. Un ejemplo. Miles sabía bien lo que era ser un ejemplo. Inspiró largamente, y el aire siseó entre sus dientes.

—¿Qué? —lo acució Ivan.

—Estoy empezando a asustarme.

—¿Por qué?

—Porque todo este asunto está cobrando un sutil tinte político. Y todo aquel que no se alarma cuando las cosas barrayaresas empiezan a oler a política no ha estudiado… historia —murmuró la última palabra con sibilante ironía. Al cabo de un momento volvió a entrar en el archivo y prosiguió la búsqueda.

—Bingo.

—¿Eh?

Miles señaló.

—Archivo sellado. Nadie por debajo del rango de oficial del Alto Mando Imperial puede acceder a esta parte.

—Eso nos deja fuera.

—No necesariamente.

—Miles… —gimió Ivan.

—No me propongo nada ilegal —lo tranquilizó Miles—. Todavía. Llama al embajador.

El embajador, nada más llegar, se sentó junto a Miles.

—Sí, tengo un código de acceso de emergencia que anulará ese otro —admitió cuando Miles lo presionó—. Pero la emergencia prevista era algo que estuviera en la línea de una guerra a punto de estallar.

Miles se mordisqueó el dedo índice.

—El capitán Galeni lleva con usted dos años ya. ¿Qué impresión tiene de él?

—¿Como oficial, o como hombre?

—Ambas cosas, señor.

—Es muy consciente de sus deberes. Su inusitada educación…

—Oh, ¿lo sabía usted?

—Por supuesto. Pero eso lo convierte en una elección extraordinariamente buena para la Tierra. Es muy bueno, muy tranquilo en el aspecto social, un brillante conversador. El oficial que lo precedió en el puesto era un hombre de Seguridad de la vieja escuela. Competente, pero soso. Casi… ejem… aburrido. Galeni cumple los mismos deberes, pero más suavemente. Una seguridad suave es una seguridad invisible; la seguridad invisible no molesta a mis invitados diplomáticos y así mi trabajo resulta mucho más fácil. Tanto más en las, er, actividades de recopilación de información. Como oficial, estoy enormemente satisfecho con él.

—¿Cuál es su defecto como hombre?

—«Defecto» es quizás un término demasiado fuerte, teniente Vorkosigan. Es bastante… frío. Suelo encontrar eso tranquilizador. Pero he advertido que en cualquier conversación termina sabiendo mucho más sobre ti que tú sobre él.

—Ja.

Vaya forma tan diplomática de expresarlo. Y, reflexionó Miles, pensando en sus propios roces con el oficial desaparecido, qué certera.

El embajador frunció el ceño.

—¿Cree que hay alguna clave que explique su desaparición en ese archivo, teniente Vorkosigan?

Miles se encogió de hombros apenado.

—No está en ninguna otra parte.

—Soy reacio… —el embajador se calló al ver la cadena de poderosas restricciones del vid.

—Podríamos esperar un poco más —dijo Ivan—. Supongamos que ha encontrado a una amiguita. Si te preocupaba eso tanto como para hacer esa otra sugerencia, Miles, tendrías que alegrarte por él. No va a sentirse demasiado feliz si vuelve de su primera noche fuera en años y descubre que han puesto patas arriba sus archivos.

Miles reconoció la cantinela de Ivan haciéndose el tonto, jugando al abogado del diablo: el subterfugio de una mente aguda pero perezosa que deja que otros hagan su trabajo. Bien, Ivan.

—Cuando tú pasas las noches fuera, ¿no dejas una nota diciendo dónde estás y cuándo regresarás? —preguntó Miles.

—Bueno, sí.

—¿Y no regresas a tiempo?

—Es sabido que me he quedado dormido un par de veces —admitió Ivan.

—¿Qué pasa entonces?

—Me localizan. «Buenos días, teniente Vorpatril, son las ocho.»

El preciso y sardónico acento de Galeni asomó claramente en la parodia de Ivan. Tenía que ser una cita literal.

—¿Crees que Galeni es el tipo de hombre que crea una regla para sus subordinados y otra para sí?

—No —dijeron al unísono Ivan y el embajador, y se miraron de reojo.

Miles inspiró profundamente, alzó la barbilla y señaló el holovid.

—Ábralo.

El embajador frunció los labios y así lo hizo.

—Que me zurzan —susurró Ivan después de unos minutos de pasar pantallas. Miles se situó a codazos en la posición central y empezó a leer rápidamente. El archivo era enorme: la historia de la perdida familia de Galeni por fin.

David Galen era el nombre con el que había nacido. Esos Galen, dueños del Cartel de Trasbordos Orbitales Galen, destacados entre la oligarquía de poderosas familias que habían gobernado Komarr explotando sus importantes conexiones en el agujero de gusano como los antiguos barones ladrones del Rin. Komarr se había hecho rica gracias a sus agujeros de gusano; del poder y las riquezas que manaban de ellos brotaron sus ciudades en forma de cúpula enjoyada, no del suelo estéril del planeta y el sudor.

Miles creyó oír la voz de su padre señalando los puntos que habían formado la guía de la conquista de Komarr para el almirante Vorkosigan. «Una pequeña población concentrada en ciudades de clima controlado; ningún sitio para que las guerrillas se replieguen y se reagrupen. Ningún aliado; sólo tuvimos que hacerles saber que íbamos a reducir al quince por ciento el veinticinco que se llevaban de todo lo que atravesaba su nexo y los vecinos que los habrían apoyado cayeron en nuestros bolsillos. Ni siquiera quisieron librar su propia guerra, hasta que los mercenarios que contrataron vieron contra qué se enfrentaban y dieron media vuelta…»

Naturalmente, lo que no se mencionaba del asunto eran los pecados de los padres komarreses una generación antes: habían aceptado el soborno para dejar que la flota invasora cetagandana atravesara el nexo y conquistara rápida y fácilmente la pobre, recién descubierta y semifeudal Barrayar. Lo cual no había resultado rápido, ni fácil, ni una conquista tampoco. Veinte años y un río de sangre más tarde, las últimas naves de guerra cetagandanas se retiraban por donde habían venido, a través de la «neutral» Komarr.

Los barrayareses tal vez estuvieran atrasados, pero nadie podía acusarlos de ser lentos aprendiendo. Entre la generación del abuelo de Miles, que llegó al poder en la dura escuela de la ocupación cetagandana, creció la obsesiva determinación de que nunca debería volver a permitirse una invasión semejante. Sobre la generación del padre de Miles cayó la responsabilidad de convertir esa obsesión en hecho tomando el absoluto y total control del portal komarrés de Barrayar.

El objetivo jurado de la flota invasora barrayaresa, su concienzuda estrategia, era dejar intacta la rica economía de Komarr con daños mínimos. Conquista, no venganza, sería el lema del Emperador. El almirante lord Aral Vorkosigan, comandante de la Flota Imperial, dejaría eso abundante y explícitamente claro.

Se permitió que los miembros de la oligarquía komarresa, dóciles negociantes como eran, se alineara con ese objetivo, facilitando su rendición en todos los sentidos posibles. Se hicieron promesas, se dieron garantías; una vida subordinada y unas propiedades reducidas seguían siendo vida y propiedades, calculadamente sopesadas con esperanza de recuperación futura. Vivir bien iba a ser la mejor venganza de todas.

Entonces se produjo la masacre de Solsticio.

Un subordinado demasiado ansioso, gruñó el almirante lord Vorkosigan. Órdenes secretas, clamaron las familias supervivientes de los doscientos consejeros komarreses fusilados en un gimnasio de las Fuerzas de Seguridad de Barrayar. La verdad, o en cualquier caso la certeza, se encontraba entre las víctimas. El propio Miles no estaba seguro de que ningún historiador pudiera resucitarla. Sólo el almirante Vorkosigan y el jefe de Seguridad sabían la verdad, y era la palabra del almirante la que estaba en entredicho. El jefe de Seguridad murió sin juicio a manos del furioso almirante. Justamente ejecutado, o asesinado para que no hablara, uno decidía según sus prejuicios.

En términos absolutos, Miles no solía perder los papeles con la masacre de Solsticio. Después de todo, las armas atómicas cetagandanas habían aniquilado la ciudad entera de Vorkosigan Vashnoi, matando no a cientos sino a miles de personas, y nadie levantaba barricadas en las calles por eso. Sin embargo, era la masacre de Solsticio la que centraba la atención y atraía la ansiosa imaginación del público. Fue el apellido Vorkosigan el que se ganó el apodo de Carnicero con mayúscula, y la palabra de un Vorkosigan la que quedaba manchada. Y todo ello constituía un episodio de historia antigua muy personal.

Hacía treinta años. Miles ni siquiera había nacido. David Galen tenía cuatro años el día en que su tía, la consejera komarresa Rebecca Galen, murió en el gimnasio de la ciudad de Solsticio.

El Alto Mando de Barrayar había discutido la admisión de Duv Galeni, de veintiséis años, en el servicio imperial en los términos personales más sinceros.

«No puedo recomendar la elección —escribía el jefe de Seguridad Imperial, Illyan, en un memorando privado al primer ministro, el conde Aral Vorkosigan—. Sospecho que actúa usted quijotescamente impulsado por la culpa. Y la culpa es un lujo que no se puede permitir. Si tiene el deseo secreto de recibir un tiro por la espalda, por favor hágamelo saber por lo menos con veinticuatro horas de antelación, para poder poner en marcha mi retiro. Simon.»

El memorando de respuesta estaba escrito a mano, con la enmarañada letra de un hombre de dedos gruesos para quien todas las plumas eran demasiado pequeñas, una letra que a Miles le resultaba dolorosamente familiar.

«¿Culpa? Tal vez. Hice una pequeña visita a ese maldito gimnasio, poco después, antes de que lo más espeso de la sangre se hubiera secado. Parecía gelatina. Algunos detalles arden permanentemente en la memoria. Pero recuerdo especialmente a Rebecca Galen por la forma en que le dispararon. Fue una de los pocos que murieron de cara a sus asesinos. Dudo mucho que sea mi espalda lo que corra peligro por causa de Duv Galeni.

»La relación de su padre con la Resistencia posterior me preocupa bastante menos. No fue sólo por nosotros por lo que el muchacho adaptó su nombre a la forma barrayaresa.

»Pero si podemos hacernos con esta auténtica alianza, será algo parecido a lo que yo tenía pensado para Komarr en primer lugar. Una generación más tarde, cierto, y después de un desvío largo y sangriento, pero (ya que sacas a colación esos términos teológicos) una especie de redención. Claro que Galeni tiene ambiciones políticas, pero me atrevo a sugerir que son más complejas y más constructivas que el mero asesinato.

»Vuelve a ponerlo en la lista, Simon, y déjalo allí. Este asunto me cansa y no quiero volver a él una y otra vez. Deja correr al muchacho, y que demuestre lo que vale… si puede.»

La firma de despedida era el habitual garabato apresurado.

Después de eso, el cadete Galeni se convirtió en preocupación de oficiales de rango mucho más bajo en la jerarquía imperial, su historial en el público y accesible que Miles había visto antes.

—El problema de todo esto —dijo Miles en voz alta en medio del denso silencio que había invadido la habitación durante los últimos treinta minutos—, fascinante como puede ser, es que no reduce las posibilidades. Las multiplica. Maldición.

Incluyendo, reflexionó Miles, su propia teoría del hurto y la deserción. Allí no había nada que la rebatiera, sólo la volvía más dolorosa si era cierta. Y la idea del asesinato en el espaciopuerto adquirió tonos nuevos y siniestros.

—También podría ser la víctima de un accidente perfectamente corriente —intervino Ivan Vorpatril.

El embajador gruñó y se puso en pie, sacudiendo la cabeza.

—Demasiado ambiguo. Tuvieron razón en encriptarlo. Podría ser perjudicial para la carrera de ese hombre. Creo, teniente Vorpatril, que le daré permiso para continuar y cursar una denuncia de desaparición ante las autoridades locales. Vuelva a encriptarlo, Vorkosigan.

Ivan siguió al embajador a la salida.

Antes de cerrar la consola, Miles repasó los documentos referidos a la tormentosa referencia al padre de Galeni. Después de que su hermana fuera asesinada en la masacre de Solsticio, al parecer se había convertido en un líder activo de la resistencia komarresa. La fortuna que la conquista barrayaresa había dejado a la antiguamente orgullosa familia se evaporó por completo en la época de la violenta Revuelta, seis años más tarde. Los viejos archivos de Seguridad de Barrayar seguían claramente la pista de una parte, transformada en armas de contrabando, nóminas y gastos del ejército terrorista; más tarde, en sobornos para visados de salida y transporte fuera del planeta para los supervivientes. Sin embargo, no había habido ningún transporte de salida para el padre de Galeni: voló con una de sus propias bombas durante el último, inútil y débil ataque al cuartel general de Seguridad de Barrayar. Junto con el hermano mayor de Galeni, por cierto.

Reflexivo, Miles hizo una doble comprobación. Para su alivio, en los archivos de Seguridad de la embajada no encontró ningún otro pariente de los Galeni suelto entre los refugiados de la Tierra.

Naturalmente, Galeni había tenido oportunidades de sobra para corregir esos archivos en los últimos dos años.

Miles se frotó la cabeza dolorida. Galeni tenía quince años cuando se produjo el último espasmo de la Revuelta y fue aniquilada. Demasiado joven, esperó Miles, para haber estado implicado activamente. Y fuera cual fuese su participación, parecía que Simon Illyan la conocía y estuvo dispuesto a dejar que pasara a la historia. Un libro cerrado. Miles cerró el archivo.

Miles permitió que Ivan hiciera todos los tratos con la policía local. Cierto, con la historia del clon de boca en boca estaba protegido en parte de la posibilidad de encontrarse a la misma gente en sus dos personalidades, pero no tenía sentido cargar las tintas. Era de esperar que la policía fuera más suspicaz que la mayoría de la gente, y no había contado con provocar una oleada doble de crímenes.

Al menos la policía pareció tomarse la desaparición del agregado militar con la adecuada seriedad. Prometió cooperación incluso hasta el punto de satisfacer la petición del embajador de que el asunto no se hiciera público. La policía, dotada y equipada para esas cosas, podía hacer el trabajo rutinario como comprobar las identidades de todas las partes humanas que pudieran hallarse en receptáculos de basura, etc. Miles se nombró a sí mismo detective de todos los asuntos que tuvieran lugar dentro de las paredes de la embajada. A Ivan, como nuevo oficial al mando, se le vino encima todo el trabajo de Galeni. Miles lo dejó allí.

Pasaron veinticuatro horas, en las que Miles estuvo principalmente ante la consola comprobando los archivos de la embajada relativos a refugiados de Komarr. Por desgracia, la embajada había recabado enormes cantidades de información. Si había algo significativo, estaba bien camuflado entre toneladas de cosas irrelevantes. No era un trabajo para un solo hombre.

A las dos de la madrugada, bizco, Miles se rindió, llamó a Elli Quinn y arrojó todo el problema al Departamento de Inteligencia de los Mercenarios Dendarii.

«Arrojó» era la palabra adecuada: transferencia de datos en masa vía enlace comunicador desde los ordenadores seguros de la embajada a la Triumph en órbita. A Galeni le habría dado una convulsión; que se fastidiara Galeni, todo aquello era culpa suya, por desaparecer. La postura legal de Miles, llegados al caso, sería que los dendarii eran de facto soldados barrayareses y que la transferencia de datos constituía un asunto interno de los militares del Imperio. Técnicamente. Miles incluyó también todos los archivos personales de Galeni, sin encriptar. La postura legal de Miles en eso era que la contraseña se usaba solamente para proteger a Galeni de los prejuicios de los patriotas barrayareses, cosa que los dendarii, claramente, no eran. Un argumento o el otro tenía que funcionar.

—Comunica a los cazadores que encontrar a Galeni es un contrato —le dijo Miles a Elli—, parte de la operación para conseguir fondos para la flota. Sólo nos pagarán si encontramos al hombre. Eso podría acabar siendo cierto, ahora que lo pienso.

Cayó en la cama esperando que su subconsciente elaborara algo durante lo que quedaba de noche, pero se despertó en blanco y tan agotado como antes. Envió a Barth y un par de suboficiales a comprobar de nuevo los movimientos del oficial correo, el otro posible eslabón débil de la cadena. Permaneció sentado, tenso, esperando que la policía llamara, imaginando escenarios explicativos cada vez más rebuscados y extraños. Sentado inmóvil como una piedra en una habitación a oscuras, dando golpecitos incontrolablemente con un pie, sentía como si su cabeza fuera a estallar de un momento a otro.

Al tercer día llamó Elli Quinn.

Plantó el comunicador en el holovid, ansioso del placer de ver su rostro. Ella sonreía de forma peculiar.

—Pensé que esto podría interesarte —ronroneó—. El capitán Thorne acaba de encontrar una fascinante oferta de trabajo para los dendarii.

—¿Tiene un precio fascinante? —inquirió Miles. Las marchas de su cabeza parecieron rechinar mientras trataba de regresar a los problemas del almirante Naismith, olvidados con las tensiones e incertidumbres de los dos últimos días.

—Cien mil dólares betanos. En dinero imposible de rastrear.

—Ah… —eso se acercaba al medio millón de marcos imperiales—. Pensé que había dejado claro que no íbamos a hacer nada ilegal esta vez. Ya tenemos suficientes problemas.

—¿Qué te parece un secuestro? —rió ella, inexplicablemente.

—¡Absolutamente no!

—Oh, vas a hacer una excepción en este caso —predijo ella con confianza, incluso con entusiasmo.

—Elli… —gruñó él.

Ella se controló con un profundo suspiro, aunque sus ojos siguieron sonriendo.

—Pero Miles… nuestros misteriosos y acaudalados desconocidos quieren contratar al almirante Naismith para que secuestre a lord Miles Vorkosigan, de la embajada de Barrayar.

—Tiene que ser una trampa —comentó Ivan, nervioso, mientras conducía a través de los niveles de la ciudad el vehículo de tierra que Elli había alquilado. La medianoche estaba escasamente menos iluminada que el día, aunque las sombras de sus caras cambiaban a medida que las fuentes de iluminación se relevaban ante la burbuja.

El uniforme gris de sargento dendarii que Ivan llevaba no le sentaba peor que su verde uniforme barrayarés, advirtió Miles, sombrío. El hombre siempre estaba guapo de uniforme, con cualquier uniforme. Elli, sentada al otro lado de Miles, parecía la hermana gemela de Ivan. Simulaba tranquilidad: el esbelto cuerpo estirado, un brazo extendido cuidadosa y protectoramente sobre el respaldo del asiento y la cabeza de Miles. Pero había vuelto a morderse las uñas. Miles iba sentado entre ellos, vestido con el uniforme barrayarés de lord Vorkosigan y sintiéndose como un pedazo de jamón entre dos rebanadas de pan de molde. Estaba demasiado cansado para estas fiestecitas nocturnas.

—Claro que es una trampa —dijo Miles—. Quién la tendió, y por qué, es lo que queremos averiguar. Y cuánto saben. ¿Lo han preparado porque creen que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son dos personas distintas… o porque no lo creen? Si es lo segundo, ¿comprometerá la conexión encubierta de Barrayar con los dendarii en operaciones futuras?

Elli y Miles se miraron de reojo. En efecto. Y si el juego de Naismith se acababa, ¿qué futuro tenían?

—O tal vez —propuso Ivan— es algo que no tiene ninguna relación, como criminales locales que pretenden pedir rescate. O algo realmente tortuoso, como los cetagandanos tratando de que el almirante Naismith se meta en un lío gordo con Barrayar, con la esperanza de que nosotros tengamos más suerte que ellos matando al pequeño fantoche. O tal vez…

—Tal vez tú seas el genio malvado que hay detrás de todo esto, Ivan —sugirió Miles afable—. Eliminas la competencia de la cadena de mando para tener la embajada para ti solito.

Elli lo miró bruscamente, para asegurarse de que estaba bromeando. Ivan se limitó a sonreír.

—Oh, me gusta ésa.

—Lo único de lo que podemos estar seguros es de que no es un intento de asesinato cetagandano —suspiró Miles.

—Ojalá estuviera tan segura como tú —murmuró Elli. Habían pasado cuatro días desde la desaparición de Galeni. Las treinta y seis horas transcurridas desde que los dendarii recibieran su peculiar contrato habían dado a Elli tiempo para reflexionar; el encanto inicial se había esfumado para ella, aunque Miles se sentía cada vez más atraído por las posibilidades.

—Mira a la lógica del asunto —argumentó Miles—. Los cetagandanos piensan que soy dos personas distintas, o no. Es al almirante Naismith a quien quieren matar, no al hijo del primer ministro de Barrayar. Asesinar a lord Vorkosigan podría volver a iniciar una guerra sangrienta. De hecho, sabremos que mi tapadera ha sido descubierta el día en que dejen de intentar asesinar a Naismith… e inicien un gran escándalo público sobre las operaciones dendarii contra ellos. No perderían esa oportunidad diplomática. Sobre todo ahora, con el tratado de derechos de paso a través de Tau Ceti en el aire. Podrían aplastar nuestro comercio galáctico de un golpe.

—Quizás intentan demostrar tu conexión como primer paso de ese plan —comentó Ivan, pensativo.

—No he dicho que no sean los cetagandanos —dijo Miles suavemente—. Sólo que si lo fueran, esto no es un asesinato.

Elli gruñó.

Miles miró su crono.

—Hora de la última comprobación.

Miles activó su comunicador de muñeca.

—¿Sigues ahí, Bel?

La aguda voz del capitán Thorne contestó, transmitiendo desde el coche aéreo que los seguía con su tropa de soldados dendarii.

—Os tengo a la vista.

—Muy bien, no nos pierdas. Vigila la retaguardia desde arriba, nosotros vigilaremos el frente. Éste será el último contacto de voz hasta que os invitemos a intervenir.

—Estaremos esperando. Cierro.

Miles se frotó la nuca, nervioso. Quinn, al ver el gesto, observó:

—La verdad es que no me entusiasma poner la trampa en funcionamiento dejando que te capturen.

—No tengo ninguna intención de dejar que me capturen. En el momento en que muestren su mano, Bel aparece y los apresamos a ellos. Pero si no parecen dispuestos a matarme en el acto, aprenderíamos mucho dejando que su operación avanzara unos cuantos pasos más. A la vista de la, ah, situación de la embajada, tal vez merezca la pena correr un pequeño riesgo.

Ella sacudió la cabeza, en mudo gesto de desaprobación.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Miles repasaba mentalmente todas las posibilidades que había previsto para la acción de esa noche cuando se detuvieron delante de una fila de antiguas casas de tres plantas apiñadas en torno a una calle en forma de media luna. Estaban muy oscuras y silenciosas, deshabitadas, aparentemente en proceso de derribo o renovación.

Elli miró los números de las puertas y abrió la burbuja del coche. Miles salió y se colocó junto a ella. Desde el vehículo, Ivan puso en marcha los escáneres.

—No hay nadie en casa —informó, esforzándose por ver las lecturas.

—¿Qué? No es posible —dijo Elli.

—Quizá llegamos pronto.

—Ratas —dijo Elli—. Como tanto le gusta decir a Miles, mira la lógica. La gente que quiere comprar a lord Vorkosigan no nos dio este punto de encuentro hasta el último segundo. ¿Por qué? Para que no tuviéramos ocasión de llegar aquí primero y comprobarlo. Tienen que estar cerca y esperando.

Se apoyó en la cabina del coche, pasando la mano por encima del hombro de Ivan. Él se encogió de hombros mientras volvía a manejar el escáner.

—Tienes razón —admitió ella—, pero sigue pareciéndome extraño.

¿Se debía a vandalismo casual que un par de farolas estuvieran rotas, justo allí? Miles escrutó la noche.

—No me gusta —murmuró Elli—. Será mejor que no te atemos las manos.

—¿Podrás conmigo, tú sola?

—Estás drogado hasta las cejas.

Miles se encogió de hombros y dejó la mandíbula colgando y los ojos moviéndose errática y desacompasadamente.

Caminó tras ella, que lo agarraba por el antebrazo guiándolo escalones arriba. Elli probó la puerta, una anticuada, que colgaba de sus goznes.

—Está abierta.

Se abrió con un crujido, revelando negrura.

Elli, reluctante, enfundó el aturdidor y se sacó una linterna del cinturón. Apuntó a la oscuridad. Un recibidor, escaleras de aspecto desvencijado que subían a la izquierda, unos arcos gemelos a cada lado conducían a las sucias y vacías habitaciones frontales. Suspiró y atravesó cautelosa el umbral.

—¿Hay alguien ahí? —llamó en voz baja.

Silencio. Entraron en la habitación de la izquierda; el rayo de la linterna danzaba de esquina en esquina.

—No llegamos temprano ni tarde —murmuró ella—. La dirección es correcta… ¿dónde están?

Miles no podía responder y seguir en su papel. Elli lo soltó, se pasó la linterna a la mano izquierda y volvió a desenfundar el aturdidor.

—Estás demasiado drogado para ir muy lejos —decidió, como si hablara consigo misma—. Voy a echar un vistazo.

Uno de los párpados de Miles tembló en señal de acuerdo. Hasta que ella terminara de comprobar si había micros remotos y rayos escáner, sería mejor que siguiera interpretando a lord Vorkosigan en un convincente estado de secuestrado.

Tras un momento de vacilación, Elli se acercó a las escaleras. Llevándose el aturdidor, maldición.

Él estaba escuchando el suave y débil crujido de sus pasos arriba cuando una mano se cerró sobre su boca y recibió en la nuca el beso de un aturdidor a potencia muy baja, alcance cero.

Se revolvió, pataleando, tratando de gritar, intentando morder. Su atacante bufó de dolor y lo sujetó con más fuerza. Eran dos: le colocaron a la fuerza las manos a la espalda y le metieron una mordaza en la boca antes de que sus dientes acertaran a cerrarse sobre la mano que la alimentaba. La mordaza había sido rociada con algún tipo de droga dulce y penetrante; las aletas de su nariz se agitaron salvajemente, pero sus cuerdas vocales quedaron involuntariamente flojas. Se sentía como si estuviera fuera del cuerpo, como si se hubiera movido hacia no se sabía dónde. Entonces se encendió una pálida luz.

Dos hombres grandes, uno más joven, otro mayor, vestidos con ropa terrestre, se movieron en las sombras, levemente difuminados. ¡Escudos de escáneres, maldición! Y muy, muy buenos para burlar al equipo dendarii. Miles vio las cajas que llevaban sujetas a la cintura: abultaban la décima parte de las últimas que tenían los suyos. Unas baterías muy pequeñas… de aspecto nuevo. La embajada de Barrayar iba a tener que poner al día sus zonas aseguradas. Bizqueó durante un enloquecido instante al tratar de leer la marca del fabricante, hasta que vio al tercer hombre.

Oh, el tercero. «Ya está —la mente de Miles giró, llena de pánico—. Me he vuelto majareta.» El tercer hombre era él mismo.

El álter Miles, elegantemente ataviado con el uniforme verde barrayarés, dio un paso adelante para mirarlo a la cara larga y extrañamente, con ansiedad, mientras los otros dos hombres lo sujetaban. Empezó a vaciar el contenido de los bolsillos de Miles y a pasárselos a los suyos propios. Aturdidor, carnés de identidad, medio paquete de caramelitos de menta… Frunció el ceño al ver los caramelitos, como si estuviera momentáneamente sorprendido, y luego se los guardó mientras se encogía de hombros. Señaló la cintura de Miles.

La daga del abuelo le había sido legada explícitamente. La hoja de trescientos años era aún flexible como la goma, afilada como el cristal. Su empuñadura enjoyada ocultaba el sello Vorkosigan. Se la quitaron de detrás de la chaqueta. El álter Miles se pasó las correíllas por encima del hombro y volvió a abrocharse la túnica. Por último se quitó de la cintura el escudo-escáner y se lo colocó rápidamente a Miles.

Los ojos del álter-Miles brillaron de jubiloso terror mientras se detenía a echarle una última ojeada. Miles había visto aquella mirada una vez antes, en su propio rostro reflejado en la pared de espejo de una estación de metro.

No.

La había visto en la cara de este hombre reflejada en la pared de espejo de una estación de metro.

Debía de hallarse a un palmo de distancia aquella noche, detrás de Miles. Vestido con el uniforme equivocado. El verde, en un momento en que Miles llevaba el atuendo gris dendarii.

«Pero parece ser que esta vez han conseguido hacerlo bien…»

—Perfecto —gruñó el álter Miles, liberado del silencio producido por el escudo-escáner—. Ni siquiera hemos tenido que aturdir a la mujer. No sospechará nada. Os dije que esto funcionaría.

Tomó aire, alzó la barbilla y le sonrió sardónicamente a Miles.

«Pequeño ordenanza afeminado —Miles rezumaba veneno—. Me las pagarás por esto.

»Bueno, siempre he sido mi peor enemigo.»

El intercambio sólo había durado segundos. Sacaron a Miles por la puerta situada en el fondo de la habitación.

Revolviéndose con heroicidad, consiguió golpearse la cabeza con el marco al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al instante la voz de Elli desde arriba.

—Yo —respondió enseguida el álter Miles—. He terminado de comprobarlo. No hay nadie aquí tampoco. Esto es una pérdida de tiempo.

—¿Eso crees? —Miles la oyó bajar las escaleras—. Podríamos esperar un poco.

El comunicador de muñeca de Elli trinó.

—¿Elli? —dijo débilmente la voz de Ivan—. He captado un blip curioso en los escáneres hace un minuto.

El corazón de Miles se inundó de esperanza.

—Compruébalo otra vez —la voz del álter Miles sonó fría.

—Ahora nada.

—Nada aquí tampoco. Me temo que algo los ha asustado y han abortado el contacto. Aparca por los alrededores y llévame de vuelta a la embajada, comandante Quinn.

—¿Tan pronto? ¿Estás seguro?

—Ahora sí. Es una orden.

—Tú eres el jefe. Maldición —se lamentó Elli. Tenía la mirada puesta en esos cien mil dólares betanos.

Sus pasos resonaron al unísono en el pasillo y fueron acallados por la puerta al cerrarse. El zumbido de un vehículo de tierra se perdió en la distancia. Oscuridad, silencio resaltado por la respiración.

Pusieron a Miles otra vez en marcha: lo sacaron por una puerta trasera, lo condujeron por un estrecho callejón y lo arrojaron en el asiento trasero de un vehículo. Lo enderezaron como a un maniquí entre ambos; un tercer secuestrador conducía. Los pensamientos de Miles giraban aturdidos al borde de la consciencia. Malditos escáneres… tecnología de hacía cinco años en la zona fronteriza, lo cual quizá significaba diez años de retraso respecto a la terrestre… Ahora tendrían que apretarse el cinturón y renovar el sistema de escáneres de toda la Flota Dendarii… si vivía para ordenarlo. Escáneres, demonios. El fallo no estaba en los escáneres. ¿No era al mitológico unicornio al que se cazaba con espejos, para fascinar a la presumida bestia mientras sus asesinos se preparaban para asestar el golpe? Debía haber alguna virgen cerca…

Era un barrio antiguo. La tortuosa ruta que el vehículo de tierra seguía quizá fuese para confundirlo o simplemente para tomar el mejor atajo conocido. Al cabo de un cuarto de hora entraron en un aparcamiento subterráneo y se detuvieron. El aparcamiento era pequeño, privado evidentemente, con espacio para unos cuantos vehículos.

Lo arrastraron hasta un tubo ascensor y subieron un piso hasta un pequeño salón. Uno de los tipos le quitó a Miles las botas y el cinturón. El efecto del aturdidor empezaba a disiparse. Se notaba las piernas de goma, acuchilladas por agujas, pero al menos lo sostenían. Le soltaron las muñecas; torpemente, trató de frotarse los doloridos brazos. Le quitaron la mordaza de la boca. Miles emitió un gruñido sordo.

Abrieron una puerta ante él y lo arrojaron a una habitación sin ventanas. La puerta se cerró con un chasquido parecido al de unas fauces. Miles se tambaleó pero permaneció de pie, las piernas un poco separadas, jadeando.

Un plafón fijo en el techo iluminaba una habitación estrecha amueblada solamente con dos duros camastros junto a las paredes. A la izquierda, un marco al que habían quitado la puerta conducía a un diminuto lavabo sin ventanas.

Un hombre, vestido solamente con pantalones verdes, camisa crema y calcetines, yacía encogido en uno de los camastros, de cara a la pared. Entumecido, con torpeza, se dio la vuelta y se sentó. Alzó una mano instintivamente para protegerse los enrojecidos ojos de alguna luz demasiado brillante; con la otra se agarró al camastro para no caer. Pelo oscuro revuelto, una barba de cuatro días. Llevaba abierto el cuello de la camisa en forma de uve, que dejaba al descubierto una garganta extrañamente vulnerable, en contraste con el habitual efecto de tortuga acorazada propio del cuello alto y cerrado de la túnica barrayaresa. Su cara estaba demacrada.

El impecable capitán Galeni. Mal momento para encontrarlo.

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