La lanzadera de combate permanecía inmóvil y silenciosa en la bodega de reparaciones; para los experimentados ojos de Miles, su aspecto resultaba malévolo. La superficie de metal y plastifibra estaba arañada, abollada y quemada. Una nave tan orgullosa, resplandeciente y eficaz cuando era nueva… Tal vez hubiese sufrido algún cambio psicótico de personalidad a causa de sus traumas. ¡Era tan nueva hacía sólo unos meses!
Cansado, Miles se frotó el rostro y resopló. Si había algún caso de psicosis incipiente rondando por allí no estaba en la maquinaria, sino en los ojos del observador. Retiró el pie del banco donde lo tenía apoyado y se enderezó cuanto le permitía su espalda torcida. La comandante Quinn, atenta a cada movimiento suyo, se situó tras él.
—Ése —Miles recorrió cojeando el fuselaje y señaló la compuerta de babor de la lanzadera— es el defecto de diseño que más me preocupa.
Indicó al ingeniero de ventas de Astilleros Orbitales Kaymer que se acercara.
—La rampa de esta compuerta se extiende y se retrae automáticamente, con un sistema de anulación manual… hasta ahí bien. Pero el hueco que la alberga está dentro de la escotilla, lo que significa que, si por algún motivo la rampa se queda colgada, la puerta no puede sellarse. Supongo que imagina las consecuencias.
El propio Miles no tenía que esforzarse: habían atormentado su memoria durante los últimos tres meses. Repetición continua sin botón de interrupción.
—¿Lo descubrió a las bravas en Dagoola IV, almirante Naismith? —preguntó el ingeniero con verdadero interés.
—Sí. Perdimos… personal. Yo estuve a punto de ser una de las bajas.
—Ya veo —dijo respetuosamente el ingeniero. Pero sus cejas se alzaron.
«Cómo te atreves a burlarte…» Afortunadamente para su salud, el ingeniero no sonrió. Era un hombre delgado de altura ligeramente superior a la media. Extendió la mano para palpar el costado de la lanzadera a lo largo de la hendidura en cuestión; se detuvo, alzó la barbilla, miró en derredor y murmuró unas cuantas notas a su grabadora. Miles reprimió las ganas de dar saltos arriba y abajo como una rana y trató de ver qué estaba mirando. Sin resultado. Como sólo le llegaba al ingeniero a la altura del pecho, Miles habría necesitado una escalerilla de un metro para alcanzar de puntillas la rampa. Estaba demasiado cansado para hacer gimnasia y tampoco estaba dispuesto a pedirle a Elli Quinn que lo aupara. Alzó la barbilla en el antiguo e involuntario tic nervioso y esperó en la posición de descanso militar apropiada a su uniforme, las manos unidas a la espalda.
El ingeniero saltó al suelo con un sonoro golpe.
—Sí, almirante, creo que Kaymer puede encargarse bastante bien del asunto. ¿Cuántas de estas lanzaderas ha dicho que tienen?
—Doce.
Catorce menos dos eran igual a doce. Excepto según los cálculos de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii; catorce menos dos lanzaderas eran igual a doscientos siete muertos. «Basta ya —Miles detuvo su calculadora mental—. Ya no sirve de nada.»
—Doce —el ingeniero tomó nota—. ¿Qué más? —contempló la ajada lanzadera.
—Mi propio departamento de ingeniería se encargará de las reparaciones menores, ahora que parece que tendremos que quedarnos varados en un sitio durante algún tiempo. Quería encargarme personalmente del problema de esta rampa, pero mi segundo al mando, el comodoro Jesek, es jefe ingeniero de mi flota y quiere hablar con sus técnicos de salto para recalibrar algunas de nuestras varillas Necklin. Traemos un piloto de salto con la cabeza herida, pero tengo entendido que la microcirugía de implantes no es una de las especialidades de Kaymer. ¿Tampoco los sistemas de armamento?
—No, en efecto —respondió apresuradamente el ingeniero. Acarició una quemadura de la superficie de la lanzadera, quizá fascinado por la violencia que anunciaba en silencio, porque añadió—: Kaymer Orbital se ocupa principalmente de naves mercantes. Una flota mercenaria es algo poco común en esta parte del nexo de agujero de gusano. ¿Por qué han venido hasta aquí?
—Fueron el postor más bajo.
—Oh… no me refería a la Corporación Kaymer, sino a la Tierra. Me preguntaba por qué han venido a la Tierra. Estamos bastante lejos de las principales rutas comerciales, excepto para los historiadores y los turistas. Er… pacíficos.
«Se pregunta si tenemos un contrato aquí —advirtió Miles—. Aquí, en un planeta de nueve mil millones de almas cuyas fuerzas militares combinadas convertían en calderilla a los cinco mil dendarii… bueno. ¿Supone que vengo a crear problemas en la vieja madre Tierra? O que quebrantaría la seguridad y se lo diría aunque así fuera…»
—Pacíficos, precisamente —dijo Miles con suavidad—. Los dendarii necesitan descanso y aclimatación. Un planeta pacífico fuera de los principales canales del nexo es justo lo que ordenó el doctor —se estremeció, pensando en la factura médica pendiente.
No había sido Dagoola. La operación de rescate había resultado un triunfo táctico, casi un milagro militar. Su propio Estado Mayor se lo había asegurado una y otra vez, así que tal vez debiera empezar a creer que era cierto.
La aventura de Dagoola IV había constituido la tercera mayor fuga de prisioneros de guerra de la historia, según el comodoro Tung. Y puesto que la historia militar era la afición obsesiva de Tung, tenía que saberlo. Los dendarii habían liberado a diez mil soldados capturados, todo un campamento de prisioneros, justo ante las narices del Imperio cetagandano, y los habían convertido en el grueso de un nuevo ejército guerrillero en un planeta que los cetagandanos consideraban una conquista fácil. Los costes habían sido pequeños, comparados con los espectaculares resultados… excepto para los individuos que habían pagado el triunfo con sus vidas, para quienes el precio era algo infinito dividido por cero.
Fue la consecuencia de Dagoola, la furiosa persecución punitiva de los cetagandanos, lo que había costado tanto a los dendarii. Los habían seguido hasta que lograron llegar a jurisdicciones políticas que las naves militares cetagandanas no pudieron atravesar; luego continuaron el acoso con equipos secretos de asesinos y saboteadores. Miles confiaba en que hubieran despistado por fin a los equipos de asesinos.
—¿Recibieron todo este fuego en Dagoola IV? —continuó el ingeniero, aún intrigado por la lanzadera.
—Dagoola fue una operación encubierta —dijo Miles, envarado—. No discutimos ese tema.
—Las noticias lo cubrieron ampliamente hace unos meses —le aseguró el terrestre.
«Me duele la cabeza…» Miles se apretó la frente con la palma, se cruzó de brazos y apoyó la barbilla en la mano, dirigiendo una sonrisa al ingeniero.
—Maravilloso —murmuró.
La comandante Quinn dio un respingo.
—¿Es verdad que los cetagandanos han puesto precio a su cabeza? —preguntó el ingeniero alegremente.
Miles suspiró.
—Sí.
—Oh. Ah. Pensaba que era sólo una patraña.
Se apartó un poco, como cohibido, o como si la mórbida violencia que exudaba el mercenario fuera algo contagioso que de algún modo pudiera pegársele. Tal vez tuviera razón. Se aclaró la garganta.
—Bien, en lo referente al pago por las modificaciones de diseño… ¿qué tenía pensado usted?
—Dinero en efectivo a la entrega —respondió Miles—, después de que la inspección de mi jefe de ingenieros haya aprobado el trabajo completo. Ésos fueron los términos de su oferta, creo.
—Ah… sí. Mm.
El terrestre desvió su atención del aparato. Miles notó cómo pasaba del modo técnico al comercial.
—Ésas son las condiciones que normalmente ofrecemos a nuestros clientes corporativos establecidos.
—La Flota de Mercenarios Libres Dendarii es una corporación establecida. Registrada en Jackson's Whole.
—Mm, sí, pero… cómo se lo diría… el riesgo más extremo que nuestros clientes normales corren habitualmente es la bancarrota, para la cual tenemos protecciones legales. Su flota mercenaria es, um…
«Se está preguntando cómo se le cobra a un cadáver», pensó Miles.
—… algo mucho más arriesgado —finalizó el ingeniero con candor. Se encogió de hombros para pedir disculpas.
«Un hombre sincero, al menos…»
—No subiremos el precio de nuestra oferta. Pero me temo que tendremos que pedir el pago por adelantado.
«Mientras que nos ciñamos a intercambiar insultos…»
—Pero eso no nos proporciona ninguna garantía contra las chapuzas en el trabajo —dijo Miles.
—Pueden demandarnos —repuso el ingeniero—, igual que todo el mundo.
—Puedo volar su…
Los dedos de Miles tamborilearon contra la costura de su pantalón donde no había ninguna cartuchera atada. La Tierra, la vieja Tierra, la vieja y civilizada Tierra. La comandante Quinn le tocó el codo en un fugaz gesto de contención. Él le dirigió una breve sonrisa tranquilizadora… no, no iba a dejarse llevar por las exóticas posibilidades del almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. Estaba simplemente cansado, dijo su sonrisa. Un leve ensanchamiento de los luminosos ojos castaños de ella respondió: «Chorradas, señor.» Pero ésa era otra discusión que no continuarían allí, en voz alta, en público.
—Busque una oferta mejor si quiere —dijo el ingeniero.
—Hemos buscado —repuso Miles. «Como bien sabes.»—. Bueno. Um… ¿Qué tal… la mitad ahora y la mitad a la entrega?
El terrestre frunció el ceño, sacudió la cabeza.
—Kaymer no hincha los presupuestos, almirante Naismith. Y nuestros costes añadidos se cuentan entre los más bajos del negocio. Es algo que nos enorgullece.
El término costes añadidos hizo que a Miles le dolieran los dientes, a la luz de lo de Dagoola. ¿Cuánto sabían estos tipos realmente de Dagoola?
—Si realmente le preocupa nuestra profesionalidad, el dinero puede ser depositado en una cuenta bloqueada bajo control de un tercer grupo neutral, como un banco, hasta que acepten ustedes la entrega. Desde el punto de vista de Kaymer no es un compromiso muy satisfactorio, pero… es lo máximo a lo que estamos dispuestos.
Un tercer grupo neutral terrestre, pensó Miles. Si no hubiera comprobado ya la eficacia de Kaymer, no estaría allí. Era en su propio dinero en lo que pensaba Miles. Lo cual, por cierto, no era asunto de Kaymer.
—¿Tiene problemas de liquidez, almirante? —preguntó el terrestre con interés. A Miles se le antojó que era capaz de ver en sus ojos cómo aumentaba el precio.
—En absoluto —respondió tímidamente. Los rumores sobre las dificultades económicas de los dendarii sabotearían muchas más cosas que aquel acuerdo de reparación—. Muy bien. Dinero por adelantado a ingresar en una cuenta bloqueada.
Si no iba a disponer de sus fondos, tampoco lo haría Kaymer. A su lado, Elli Quinn sorbió aire entre dientes. El ingeniero terrestre y el líder mercenario se estrecharon las manos con solemnidad.
Mientras seguía al ingeniero de ventas de vuelta a su propio despacho. Miles se detuvo un instante junto a una portilla que ofrecía una bella panorámica de la Tierra desde la órbita. El ingeniero sonrió y señaló con amabilidad, incluso con orgullo, al ver su expresión.
La Tierra. La vieja, romántica, histórica Tierra; la gran canica azul. Miles siempre había soñado con viajar hasta allí algún día, aunque no, sin duda, en aquellas circunstancias.
La Tierra seguía siendo el planeta más grande, más rico, más variado y poblado de todo el nexo de agujero de gusano del espacio explorado. Su escasez de buenos puntos de salida en el espacio local solar y su desunión gubernamental hacían que fuera militar y estratégicamente menor a escala galáctica. Pero la Tierra seguía reinando, aunque no gobernando, con su supremacía cultural. Más lastrada por las guerras que Barrayar, tan avanzada tecnológicamente como la Colonia Beta, el punto final de todas las peregrinaciones religiosas y seglares… Gracias a esto, las embajadas de todos los mundos que podían permitírselo se congregaban aquí. Incluidos, reflexionó Miles mientras mordisqueaba su dedo índice, los cetagandanos. El almirante Naismith debería usar todos los medios a su alcance para evitarlos.
—¿Señor? —Elli Quinn interrumpió sus meditaciones. Él sonrió levemente ante su rostro esculpido, el más hermoso que su dinero había podido comprar después de la quemadura de plasma y, sin embargo, gracias al genio de los cirujanos, todavía inconfundiblemente el propio de Elli. Ojalá todas las bajas de combate a su servicio pudieran ser redimidas de la misma forma—. El comodoro Tung a la espera en la comuconsola.
La sonrisa se desvaneció de sus labios. ¿Y ahora qué? Abandonó la portilla y la siguió para apoderarse del despacho del ingeniero de ventas con un amable e implacable:
—¿Nos disculpa, por favor?
El blando y ancho rostro eurasiático de su tercer oficial se formó sobre la placa vid.
—¿Sí, Ky?
Ky Tung, sin uniforme ya y vestido de civil, le dirigió un breve ademán a guisa de saludo.
—Acabo de terminar los acuerdos en el centro de rehabilitación para nuestros nueve heridos graves. Las perspectivas son buenas en el caso de la mayoría. Son recuperables cuatro de los ocho muertos congelados, tal vez cinco si tienen suerte. Los cirujanos incluso piensan que lograrán reparar el casco de salto de Demmi, una vez que el tejido neuronal haya sanado. Por un precio, naturalmente…
Tung mencionó el precio en créditos federales. Miles los tradujo mentalmente a marcos imperiales barrayareses, y rechinó un poquito por dentro.
Tung sonrió secamente.
—Sí. A menos que quieras renunciar a esa reparación. Es igual a todo lo demás junto.
Miles sacudió la cabeza, hizo una mueca.
—Hay un montón de personas en el universo a quienes me gustaría traicionar, pero mis heridos no se cuentan entre ellas.
—Gracias —dijo Tung—. Estoy de acuerdo. Me dispongo a abandonar este lugar. Lo último que tengo que hacer es firmar un documento aceptando la responsabilidad personal por la tarifa. ¿Estás seguro de que podremos cobrar aquí lo que nos deben por la operación de Dagoola?
—De eso voy a ocuparme a continuación —prometió Miles—. Ve y firma, yo me encargaré.
—Muy bien, señor —dijo Tung—. ¿Podré disfrutar de mi permiso después?
Tung el terrestre, el único terrestre que Miles había conocido… lo cual probablemente explicaba los inconscientes sentimientos favorables que tenía sobre ese lugar, reflexionó.
—¿Cuánto tiempo te debemos ya, Ky, un año y medio?
«Paga incluida, ay», añadió una vocecita interior, que reprimió por considerarla indigna.
—Puedes disfrutar de todo lo que quieras.
—Gracias —el rostro de Tung se suavizó—. Acabo de hablar con mi hija. ¡Tengo un nieto!
—Enhorabuena —lo felicitó Miles—. ¿El primero?
—Sí.
—Adelante, pues. Si sucede algo, nosotros nos encargaremos. Sólo eres indispensable en combate, ¿eh? Uh… ¿Dónde estarás?
—En casa de mi hermana. En Brasil. Tengo cuatrocientos primos allí.
—Brasil, bien. De acuerdo —¿dónde demonios estaba Brasil?—. Que lo pases bien.
—Lo haré.
El semisaludo de despedida de Tung fue decididamente etéreo. Su rostro desapareció del vid.
—Maldición —suspiró Miles—. Lamento perderlo incluso para un permiso. Bueno, se lo merece.
Elli se inclinó sobre el respaldo de la silla de su comuconsola, con un suspiro que apenas sacudió el pelo oscuro y los oscuros pensamientos de Miles.
—¿Puedo sugerir que no es el único oficial veterano a quien le vendría bien un poco de tiempo libre? Incluso tú necesitas aliviar el estrés de vez en cuando. Y también te hirieron.
—¿Me hirieron? —la tensión le atenazó la mandíbula—. Oh, los huesos. Los huesos rotos no cuentan. He tenido los huesos quebradizos toda la vida. Sólo he de resistir la tentación de jugar a oficial de campo. El lugar adecuado para mi culo es una bonita silla acolchada en una sala de tácticas, no en primera línea. Si hubiera sabido con antelación que Dagoola iba a ser tan… físico, habría enviado a otro como prisionero de guerra falso. De todas formas, ahí lo tienes. He tenido mi permiso en la enfermería.
—Y luego te pasaste un mes deambulando como un criocadáver calentado en un microondas. Cuando entraste en la sala fue como si la visitara un muerto viviente.
—Dirigí el asunto de Dagoola por pura histeria. No puedes estar despierto tanto tiempo y no pagarlo después con un poco de cansancio. Al menos, yo no puedo.
—Mi impresión fue que había algo más.
Él se giró en la silla para dirigirle una mueca.
—¿Quieres dejarlo? Sí, perdimos a unos cuantos buenos hombres. No me gusta perder a la buena gente. Lloro lágrimas de verdad… ¡en privado, si no te importa!
Ella retrocedió, el gesto cambiado. Miles suavizó el tono de voz, profundamente avergonzado por su estallido.
—Lo siento, Elli. Sé que he estado muy irascible. La muerte de ese pobre prisionero que cayó de la lanzadera me afectó más de lo que… más de lo que tendría que haber permitido. Parece que no puedo…
—Me he pasado de la raya, señor.
El «señor» fue como una aguja que atravesara un muñeco vudú de sí mismo. Miles dio un respingo.
—En absoluto.
Bueno, bueno, bueno, de todas las idioteces que había hecho como almirante Naismith, ¿había establecido jamás una política explícita de no buscar intimidad física con nadie de su propia organización? Le pareció una buena idea en su momento. Tung la había aprobado. Tung era un abuelo, por el amor de Dios, probablemente las gónadas se le habían secado hacía años. Miles recordó cómo había esquivado el primer paso que Elli dio en su dirección. «Un buen oficial no va de compras al economato de la compañía», había explicado con amabilidad. ¿Por qué no le había dado ella un puñetazo en la boca por ser tan fatuo? Había soportado el insulto inintencionado sin comentarios, y nunca lo volvió a intentar. ¿Comprendió que Miles se refería a sí mismo, no a ella?
Cuando estaba con la flota durante periodos prolongados, solía enviarla en misiones especiales, de las cuales invariablemente regresaba con soberbios resultados. Ella había encabezado la avanzadilla a la Tierra, y había preparado a Kaymer y la mayoría de los otros suministradores para cuando la Flota Dendarii llegó a la órbita. Una buena oficial; después de Tung, probablemente la mejor. ¿Qué no daría él por zambullirse en ese esbelto cuerpo y perderse ahora? Demasiado tarde, había dejado pasar la ocasión.
Su boca de terciopelo se arrugó, burlona. Se encogió de hombros; como una hermana, quizás.
—No te daré más la lata. Pero al menos piénsatelo. Creo que nunca he visto a un ser humano que necesite relajarse más que tú ahora.
Oh, Dios, vaya frase… ¿qué significaban exactamente esas palabras? Su pecho se tensó. ¿El comentario de un camarada, o una invitación? Si era un mero comentario, y él lo confundía con lo segundo, ¿pensaría que contaba con sus favores sexuales? En caso contrario, ¿se sentiría insultada de nuevo y no le dirigiría la palabra en los años venideros? Miles sonrió, lleno de pánico.
—Cobrar —estalló—. Lo que necesito ahora mismo es cobrar, no descansar. Después de eso, después de eso… um, tal vez podemos ver algunos paisajes. Parece un auténtico crimen venir hasta aquí y no ver nada de la vieja Tierra, aunque sea por accidente. Se supone que he de tener a un guardaespaldas en todo momento mientras esté allá abajo, así que podríamos doblarlo.
Ella suspiró y se enderezó.
—Sí, el deber primero, por supuesto.
Sí, el deber primero. Y su siguiente deber era informar a los jefes del almirante Naismith. Después de eso, todos sus problemas se simplificarían enormemente.
Miles hubiese deseado haberse podido vestir de civil antes de embarcarse en aquella expedición. Su uniforme de almirante dendarii, gris y blanco, destacaba como una bengala en el centro comercial. Si al menos hubiese hecho que Elli se cambiara, habrían podido pasar por un soldado de permiso y su novia. Pero su ropa civil se había quedado olvidada varios planetas atrás… ¿la recuperaría alguna vez? Era cara y a medida, no como muestra de su condición social sino por necesidad.
Normalmente no tenía en cuenta las peculiaridades de su cuerpo: una cabeza enorme exagerada para un cuello corto que coronaba una espalda retorcida; todo reducido a una altura de menos de metro y medio, el legado de un accidente congénito. Pero nada resaltaba más sus defectos, según su opinión, que tratar de llevar ropa de alguien de estatura y hechura normales. «¿Estás seguro de que es el uniforme lo que destaca, muchacho? —pensó para sí—. ¿O estás jugando al escondite con tu cabeza otra vez? Déjalo.»
Volvió a prestar atención a su entorno. La ciudad espaciopuerto de Londres, un rompecabezas de casi dos milenios de estilos arquitectónicos contrapuestos, resultaba fascinante. La luz del sol de la tarde a través de las vidrieras de la arcada era de un color rico y sorprendente, sobrecogedor. Con eso le habría bastado para deducir que había regresado a su planeta ancestral. Tal vez más adelante tuviera la posibilidad de visitar más emplazamientos históricos, en una visita submarina al lago Los Ángeles o a Nueva York tras los grandes diques, por ejemplo.
Elli dio otra nerviosa ronda, observando a la multitud. Parecía improbable que los comandos de asalto cetagandanos escogieran ese lugar para aparecer, pero de todas formas Miles se alegraba de que ella estuviera alerta, pues le permitía sentirse cansado. «Puedes venir a buscar asesinos debajo de mi cama cuando quieras, encanto…»
—En cierto modo, me alegro de que acabáramos aquí —le comentó a la mujer—. Podría ser una oportunidad excelente para que el almirante Naismith desaparezca del mapa durante una temporada. Para calmar los ánimos de los dendarii. Los cetagandanos se parecen mucho a los de Barrayar, de veras, tienen una visión muy personal del mando.
—Pareces muy confiado.
—Puro condicionamiento. Que unos auténticos desconocidos intenten matarme me hace sentirme como en casa —una idea le llenó de macabra alegría—. ¿Sabes que es la primera vez que alguien trata de matarme por mí mismo, y no por mis parientes? ¿He llegado a contarte lo que hizo mi abuelo cuando me…?
Ella cortó su cháchara con una indicación de barbilla.
—Creo que esto es…
Él siguió su mirada. Sí que estaba cansado. Elli había localizado a su contacto antes que él. El hombre que se les acercaba con una expresión dubitativa en los ojos llevaba ropa terrestre, pero el pelo trenzado al estilo militar barrayarés. Un suboficial, tal vez. Los oficiales preferían un estilo patricio algo menos severo. «Necesito un corte de pelo», pensó Miles, sintiendo de pronto pegajoso el cuello.
—¿Milord? —dijo el hombre.
—¿Sargento Barth?
El hombre asintió, miró a Elli.
—¿Quién es ésta?
—Mi guardaespaldas.
—Ah.
Un levísimo fruncimiento de labios. Abrió un tanto los ojos para demostrar a la vez diversión y desdén. Miles notó los músculos de su cuello retorcerse.
—Es excelente en su trabajo.
—Estoy seguro, señor. Venga por aquí, por favor.
Se dio la vuelta y abrió la marcha.
Se estaba riendo de él, con mirarle la nuca podía sentirlo. Elli, consciente sólo de la repentina tensión que flotaba en el aire, le dirigió una mirada de preocupación. «No pasa nada», pensó él, colgando la mano de su brazo.
Caminaron tras su guía: atravesaron una tienda, bajaron por un tubo elevador y luego por unas escaleras; después avivaron el paso. El nivel de servicios subterráneo era un laberinto de túneles, conductos y fibra óptica. Miles dedujo que habían recorrido un par de manzanas. Su guía abrió una puerta con una llave de palma. Otro breve túnel conducía a otra puerta. Ante ésta había un guardia humano, extremadamente elegante con su uniforme verde del Imperio barrayarés. Se apartó de su comuconsola, desde donde atendía las pantallas, y apenas pudo evitar saludar al guía vestido de civil.
—Dejaremos nuestras armas aquí —le dijo Miles a Elli—. Todas ellas. Y quiero decir todas.
Elli alzó las cejas por el súbito cambio de acento de Miles, que pasó del sencillo betano del almirante Naismith a los cálidos tonos guturales de su nativo barrayarés. Rara vez lo oía hablar así, por cierto. ¿Qué voz le parecería falsa? Sin embargo, no había duda de cuál le parecería fingida al personal de la embajada, y Miles se aclaró la garganta para asegurarse de que ajustaba completamente su voz al nuevo orden de cosas.
Las contribuciones que Miles hizo al montoncito situado sobre la comuconsola del guardia fueron un aturdidor de bolsillo y un largo cuchillo de acero con vaina de piel de serpiente. El guardia pasó el cuchillo por el escáner, quitó el remate de plata de su empuñadura enjoyada y descubrió un sello; luego se lo devolvió cuidadosamente a Miles. Su guía alzó las cejas al ver el miniaturizado arsenal técnico que descargó Elli. «Chúpate ésa —pensó Miles—. Métete las reglas por la nariz.» A partir de entonces se sintió bastante más sereno.
Subieron por un tubo elevador y, de repente, el ambiente cambió y adquirió un tono de silenciosa y cómoda dignidad.
—La Embajada Imperial de Barrayar —le susurró Miles a Elli.
La esposa del embajador debía de tener buen gusto, pensó Miles. Pero el edificio olía extrañamente a cierre hermético, que al experimentado Miles se le antojó como seguridad paranoica en acción. Ah, sí, la embajada de un planeta es suelo de ese planeta. Uno se siente como en casa.
Su guía los condujo por otro tubo abajo hasta lo que era evidentemente un pasillo de oficinas (Miles divisó al pasar los sensores escáner en un arco tallado), luego atravesaron dos conjuntos de puertas automáticas hasta entrar en una oficina pequeña y silenciosa.
—Teniente lord Miles Vorkosigan, señor —anunció su guía, poniéndose firmes—. Y… su guardaespaldas.
Las manos de Miles se crisparon. Sólo un barrayarés podía deslizar un insulto tan delicado en una pausa de medio segundo entre tres palabras. Otra vez en casa.
—Gracias, sargento, retírese —dijo el capitán tras la comuconsola. Uniforme verde imperial otra vez: la embajada debía mantener las formalidades.
Miles miró con curiosidad al hombre que iba a ser, le gustara o no, su nuevo comandante en jefe. El capitán le devolvió la mirada con la misma intensidad.
Un hombre de aspecto impresionante, aunque estuviera lejos de ser guapo: pelo oscuro; ojos almendrados, sombríos; una boca dura y protegida; una gran nariz para su perfil romano a tono con el corte de pelo de oficial. Tenía las manos, gruesas y limpias, unidas en un gesto tenso. Poco más de treinta años, calculó Miles.
«¿Pero por qué me está mirando este tipo como si yo fuera un cachorrito que se le acaba de mear en la alfombra? —se preguntó—. Acabo de llegar, no he tenido tiempo de ofenderlo todavía. Oh. Dios, espero que no sea uno de esos paletos campesinos barrayareses que me ven como un mutante, un refugiado de un aborto lastrado…»
—Así que es usted el hijo del Gran Hombre, ¿eh? —dijo el capitán, reclinándose en su asiento con un suspiro.
A Miles se le heló la sonrisa en el rostro. Una bruma roja nubló su visión. Pudo oír su sangre batiéndole en los oídos como una marcha fúnebre. Elli, al verlo, se quedó inmóvil, sin apenas respirar. Los labios de Miles se movieron; tragó saliva. Lo intentó de nuevo.
—Sí, señor —se oyó decir, como desde una gran distancia—. ¿Y quién es usted?
Consiguió, por los pelos, no preguntar: «¿Y usted de quién es hijo?» Debía disimular la furia que retorcía su estómago; iba a tener que trabajar con ese hombre. Puede que el insulto ni siquiera fuese intencionado. No podía haberlo sido, ¿cómo iba a saber aquel desconocido cuánta sangre había derramado Miles rechazando acusaciones de privilegio, insultos a su competencia? «El mutante sólo está aquí porque su padre lo enchufó…» Le pareció oír la voz de su padre, replicando: «¡Por el amor de Dios, saca la cabeza de tu culo, muchacho!» Dejó escapar la ira con un largo y tranquilizante suspiro y ladeó la cabeza, animado.
—Oh —dijo el capitán—, sí, sólo ha hablado usted con mi ayudante, ¿verdad? Soy el capitán Duv Galeni. Agregado militar de la Embajada y, por defecto, jefe de Seguridad Imperial y del Servicio de Seguridad. Y, lo confieso, me encuentro bastante sorprendido de verle aparecer en mi cadena de mando. No tengo completamente claro qué se supone que he de hacer con usted.
No era un acento rural; la voz del capitán resultaba fría, educada, neutralmente urbana. Miles no logró situarla en la geografía barrayaresa.
—No me sorprende, señor —dijo Miles—. Yo mismo no esperaba presentarme en la Tierra, no tan tarde. Debía haberme presentado en el mando de Seguridad Imperial del Sector Dos, en Tau Ceti, hace más de un mes. Pero la Flota de Mercenarios Libres Dendarii fue expulsada del espacio local de Mahata Solaris por un ataque sorpresa cetagandano. Como no nos pagaban para que hiciéramos directamente la guerra a los cetagandanos, huimos, y acabamos sin poder regresar por otra ruta más corta. Ésta es literalmente mi primera oportunidad para informar desde que entregamos a los refugiados a su nueva base.
—No era… —El capitán hizo una pausa, su boca se retorció, y empezó otra vez—. No era consciente de que la extraordinaria huida de Dagoola fuese una operación encubierta de la Inteligencia Barrayaresa. ¿No estuvo eso peligrosamente cerca de ser un acto de guerra declarada contra el Imperio cetagandano?
—Precisamente por eso se empleó a los mercenarios dendarii, señor. Se suponía que iba a ser una operación pequeña, pero las cosas se nos fueron un poco de la mano… Bastante, en realidad.
A su lado, Elli mantuvo la mirada al frente, y ni siquiera se atragantó.
—Yo, uh… tengo un informe completo.
El capitán parecía librar una lucha interna.
—¿Cuál es exactamente la relación entre la Flota de Mercenarios Libres Dendarii y Seguridad Imperial, teniente? —dijo por fin. Había una cierta queja en su tono.
—Er… ¿qué sabe usted ya, señor?
El capitán Galeni se encogió de hombros.
—No había oído hablar de ellos más que por encima hasta que usted contactó por vid ayer. Mis archivos… ¡mis archivos de Seguridad!, dicen exactamente tres cosas sobre la organización. No debe ser atacada, cualquier petición de ayuda de emergencia debe ser satisfecha a la mayor velocidad y, para más información, debo dirigirme al cuartel general de Seguridad del Sector Dos.
—Oh, sí —dijo Miles—, así es. Esto es una embajada sólo de clase III, ¿verdad? Um, bien, la relación es bastante simple. Los dendarii son un remanente para operaciones encubiertas fuera del alcance de Seguridad Imperial o que supondrían una molestia política si se demostrara alguna conexión directa con Barrayar. Dagoola fue ambas cosas. Las órdenes del Alto Estado Mayor se trasmiten, con el conocimiento y aprobación del Emperador, a través del jefe de Seguridad Imperial, Illyan, hasta llegar a mí. Es una cadena de mando muy corta. Soy el intermediario, supuestamente la única conexión. Salgo del cuartel general imperial como teniente Vorkosigan y aparezco, donde sea, como almirante Naismith, agitando un nuevo contrato. Hacemos aquello que nos ordenan, y luego, desde el punto de vista dendarii, desaparezco tan misteriosamente como vine. Dios sabe qué piensan que hago en mi tiempo libre.
—¿Quieres saberlo realmente? —preguntó Elli, los ojos encendidos.
—Más tarde —murmuró él con la comisura de los labios.
El capitán hizo tamborilear sus dedos sobre la comuconsola y estudió una pantalla.
—Nada de esto aparece en su expediente oficial. Veinticuatro años… ¿no es usted un poco joven para su rango, ah… almirante? —fue seco, sus ojos recorrieron burlones el uniforme dendarii.
Miles trató de ignorar el tono.
—Es una larga historia. El comodoro Tung, un oficial dendarii veterano, es el verdadero cerebro del asunto. Yo sólo interpreto un papel.
Elli, escandalizada, abrió mucho los ojos. Una severa mirada de Miles trató de obligarla a guardar silencio.
—Puedes hacer mucho más que eso —objetó ella.
—Si es usted el único contacto —Galeni frunció el ceño—, ¿quién demonios es esta mujer?
Sus palabras dejaban claro que la consideraba una no-persona, o al menos una no-soldado.
—Sí, señor. Bueno, para casos de emergencia, hay tres dendarii que conocen mi verdadera identidad. La comandante Quinn, que estuvo en el ajo desde el principio, es una de ellas. Tengo órdenes estrictas de Illyan de llevar guardaespaldas en todo momento, así que la comandante Quinn ocupa mi puesto cada vez que tengo que cambiar de identidades. Confío en ella de manera tácita.
«Respetarás a los míos, malditos sean tus ojos burlones, pienses lo que pienses de mí…»
—¿Cuánto tiempo lleva esto en marcha, teniente?
—Ah —Miles miró a Elli—, siete años, ¿no es así?
Los brillantes ojos de Elli chispearon.
—Parece que fue ayer —dijo, en tono neutro. Al parecer también a ella le costaba trabajo ignorar el retintín. Miles confiaba en que lograra mantener bajo control su agudo sentido del humor.
El capitán se estudió las uñas y, bruscamente, miró a Miles.
—Bueno, voy a tener que recurrir a Seguridad del Sector Dos, teniente. Y si descubro que esto es otra idea de los lores Vor de una broma pesada, haré todo lo que esté en mi mano para llevarlo a juicio. No me importa quién sea su padre.
—Todo es cierto, señor. Tiene mi palabra de Vorkosigan.
—Por eso mismo —dijo el capitán Galeni entre dientes.
Miles, furioso, tomó aliento… y entonces situó por fin el acento regional de Galeni.
Alzó la barbilla.
—¿Es usted… komarrés, señor?
Galeni asintió, en guardia. Miles le devolvió la mirada gravemente, inmóvil. Elli le dio un codazo y susurró:
—¿Qué demonios…?
—Más tarde —replicó Miles, también en un susurro—. Política interna de Barrayar.
—¿Tendré que tomar notas?
—Probablemente —alzó la voz—. Debo ponerme en contacto con mis auténticos superiores, capitán Galeni. Ni siquiera sé cuáles son mis órdenes.
Galeni arrugó los labios.
—Yo soy su superior, teniente Vorkosigan —observó con suavidad.
Y debía de estar bastante molesto, juzgó Miles, por haber sido apartado de su propia cadena de mando. ¿Quién podía echárselo en cara? Le respondió con amabilidad.
—Por supuesto, señor. ¿Cuáles son mis órdenes?
Las manos de Galeni se crisparon brevemente en un gesto de frustración, su boca se curvó en una mueca irónica.
—Tendré que asignarlo a mi personal, supongo, mientras todos esperamos una aclaración. Tercer agregado militar.
—Ideal, señor, gracias —dijo Miles—. El almirante Naismith necesita imperiosamente desaparecer, ahora mismo. Los cetagandanos pusieron precio a su… mi cabeza después de Dagoola. He sido afortunado dos veces.
Ahora le tocó a Galeni el turno de quedarse inmóvil.
—¿Está bromeando?
—Obtuve un saldo de cuatro dendarii muertos y catorce heridos por ello —dijo Miles, envarado—. No lo encuentro nada divertido.
—En ese caso —repuso Galeni, sombrío—, considérese confinado en el complejo de la embajada.
«¿Y perderme la Tierra?» Miles suspiró, reacio.
—Sí, señor —accedió sombrío—. Siempre que la comandante Quinn, aquí presente, pueda hacer de intermediaria con los dendarii.
—¿Por qué necesita continuar sus contactos con los dendarii?
—Son mi gente, señor.
—Me ha parecido entender que el comodoro Tung dirigía el espectáculo.
—Ahora mismo está de permiso. Cuanto necesito, antes de que el almirante Naismith desaparezca por el foro, es pagar algunas facturas. Si me adelantara algo para los gastos inmediatos, podría poner fin a esta misión.
Galeni suspiró; sus dedos bailotearon sobre la comuconsola, y se detuvo.
—Ayuda a toda velocidad. Bien. ¿Cuánto necesitan?
—Unos dieciocho millones de marcos, señor.
Los dedos de Galeni quedaron paralizados en el aire.
—Teniente —dijo despacio—, eso es más de diez veces el presupuesto de toda esta embajada para un año. ¡Varios cientos de veces el presupuesto de este departamento!
Miles extendió las manos.
—Gastos de explotación para cinco mil soldados y técnicos, y once naves durante más de seis meses, más pérdidas de equipo (perdimos un montón de cosas en Dagoola), nóminas, comida, ropa, combustible, gastos médicos, munición, reparaciones… tengo las facturas, señor.
Galeni se sentó.
—Sin duda. Pero el cuartel general de Seguridad del Sector tendrá que encargarse de esto. Aquí ni siquiera existen fondos para cubrir esas cantidades.
Miles se mordió el lado del dedo índice.
—Oh.
Ciertamente, oh. No tenía que dejarse llevar por el pánico…
—En ese caso, señor, ¿puedo pedirle que se ponga en contacto con el cuartel general del Sector cuanto antes?
—Créame, teniente, considero que transferirle a usted a la responsabilidad de otro es un asunto de la máxima prioridad. —Se levantó—. Discúlpeme. Espere aquí.
Salió del despacho sacudiendo la cabeza.
—¿Qué demonios? —preguntó Elli—. Creía que estabas a punto de destrozar a ese tipo, capitán o no… y luego te paraste. ¿Cuál es la magia de ser komarrés, y dónde puedo encontrar un poco?
—No es magia. Decididamente no es magia —dijo Miles—. Pero es muy importante.
—¿Más importante que ser un lord Vor?
—En cierto sentido, sí, en estos momentos. Mira, sabes que el planeta Komarr fue la primera conquista imperial interestelar de Barrayar, ¿no?
—Creía que lo considerabais una anexión.
—Otra forma de llamar las cosas. Lo ocupamos por sus agujeros de gusano, porque se encuentra ante nuestra única conexión con el nexo, porque estaba estrangulando nuestro comercio y, sobre todo, porque aceptó un soborno para dejar pasar a la flota cetagandana cuando los cetagandanos trataron de anexionarnos a nosotros. Tal vez recuerdes también quién fue el principal conquistador.
—Tu padre. Cuando sólo era el almirante lord Vorkosigan, antes de que se convirtiera en regente. Eso le valió su reputación.
—Sí, bueno, se labró más de una. Si alguna vez quieres que le salga humo de las orejas susúrrale al oído: «Carnicero de Komarr.» Lo llamaban así.
—Han pasado treinta años. Miles. —Ella hizo una pausa—. ¿Hay algo de verdad en eso?
Miles suspiró.
—Algo hubo. Nunca he podido sonsacarle toda la historia, pero estoy seguro de que no es lo que dicen los libros. De todas maneras, la conquista de Komarr fue un poco oscura. Como resultado, durante los cuatro años de su regencia tuvo lugar la revuelta komarresa, y eso sí que fue un jaleo. Los terroristas komarreses han sido la pesadilla de Seguridad desde ese momento. Supongo que hubo mucha represión entonces.
»De todas formas, ha pasado el tiempo, las cosas se han calmado un poco, cualquiera de cualquier planeta con energía que gastar se marcha al recién colonizado Sergyar. Ha habido movimientos entre los liberales (acicateados por mi padre) para integrar plenamente Komarr en el Imperio. No es una idea muy popular entre la derecha barrayaresa. Para el viejo es una especie de obsesión: “Entre justicia y genocidio no hay, a la larga, término medio” —entonó Miles—. Se pone muy elocuente al respecto. Así que la ruta hacia la cima en la vieja y militarista Barrayar, con su sistema de castas, fue y ha sido siempre el servicio militar imperial. Se permitió que los komarreses se alistaran por primera vez hace sólo ocho años.
»Eso significa que todos los komarreses que cumplen ahora el servicio están en el punto de mira. Tienen que demostrar su lealtad del mismo modo que yo demostré mi… —se detuvo— que yo demostré mi valor. Si resulta que estoy trabajando con o bajo las órdenes de un komarrés y me encuentran muerto un día, ese komarrés lo tendrá crudo. Porque mi padre fue el Carnicero, y nadie creerá que no se ha tratado de algún tipo de venganza por su parte.
»Y no sólo será sospechoso ese komarrés: todos los komarreses del servicio imperial quedarán ensombrecidos por la misma nube. La política barrayaresa retrocederá años. Si me asesinaran ahora —se encogió de hombros, indefenso—, mi padre me mataría.
—Confío en que no estés planeándolo —rió ella.
—Y ahora llegamos a Galeni —continuó Miles rápidamente—. Está en el servicio, es oficial, tiene un puesto en la misma Seguridad. Tiene que haberlas pasado canutas para llegar hasta aquí. Un hombre muy digno de confianza… para ser un komarrés. Pero el suyo no es un puesto importante o estratégico: ciertas informaciones estratégicas de Seguridad se le ocultan deliberadamente. Y ahora aparezco yo y se lo restriego por la cara. Y si tuvo algún pariente en la revuelta komarresa… bueno, estamos en las mismas. No creo que me ame, pero tendrá que cuidarme como a la niña de sus ojos. Y yo. Dios me ayude, voy a tener que dejar que lo haga. Es una situación bastante peliaguda.
Ella le dio una palmadita en el brazo.
—Podrás manejarlo.
—Mm —gruñó él, sombrío—. Oh, Dios, Elli —gimió de pronto, apoyando la frente contra el hombro de ella—, no he conseguido el dinero para los dendarii… no lo obtendré hasta Dios sabe cuándo… ¿qué le diré a Ky? ¡Le di mi palabra…!
Ella le palmeó la cabeza esta vez. Pero no dijo nada.