16

Se detuvieron en la entrada lateral de la Torre Siete para volver a ponerse las botas. El parque se extendía entre ellos y la ciudad, salpicado de chispas blancas y zonas verdes a lo largo de los paseos iluminados, oscuro y misterioso en la zona intermedia. Miles calculó la carrera hasta los matorrales más cercanos y supuso la situación de los vehículos policiales dispersos por los aparcamientos.

—Supongo que no llevarás tu petaca encima —le susurró a Ivan.

—Si la tuviera la habría vaciado hace horas. ¿Por qué?

—Me preguntaba cómo dar veracidad a tres tipos que arrastran a una mujer inconsciente por un parque a estas horas de la noche. Si rociáramos a Quinn con un poco de coñac, al menos podríamos simular que la llevábamos a casa después de una fiesta o algo así. La resaca provocada por los aturdidores se parece bastante a la de verdad, sería convincente aunque ella se despertara un poco grogui.

—Confío en que tenga sentido del humor. Bueno, ¿qué significa un pequeño desprestigio entre amigos?

—Es mejor que un tiro.

—Uh. De todas formas, no tengo mi petaca. ¿Estamos listos?

—Supongo. No, espera…

Otro coche aéreo se estaba posando en tierra. Civil, pero el policía de guardia en la entrada principal de la torre fue a recibirlo. Un hombre mayor salió del vehículo y corrieron juntos a la torre.

—Ahora.

Ivan cogió a Quinn por los hombros y Mark por los pies. Miles pasó cuidadosamente por encima del cuerpo aturdido del policía que protegía aquella salida y todos cruzaron la acera en busca de cobijo.

—Dios, Miles —jadeó Ivan mientras se detenían en el césped para observar el siguiente tramo—, ¿por qué no te lías con mujeres pequeñitas? Tendría más sentido…

—Vamos, vamos. Sólo pesa lo que una mochila de combate llena. Puedes conseguirlo.

No hubo gritos desde detrás, ningún perseguidor a la carrera. La zona más cercana a la torre era probablemente la más segura. Habría sido examinada y barrida antes, y declarada libre de intrusos. La atención policial estaría concentrada en las inmediaciones del parque. Y tendrían que cruzarlo para alcanzar la ciudad y escapar.

Miles escrutó las sombras. Con tanta luz artificial, sus ojos no se adaptaban tan bien a la oscuridad como hubiese querido.

Ivan le imitó.

—No se ve a ningún poli en los matorrales —murmuró.

—No estoy buscando a la policía.

—¿Entonces qué?

—Mark dijo que un hombre con la cara pintada le disparó. ¿Has visto a alguien con pintura en la cara?

—Ah… tal vez la policía lo cogió antes de que viéramos a los otros.

Pero Ivan miró por encima de su hombro.

—Tal vez. Mark… ¿de qué color era la cara? ¿Qué dibujo llevaba?

—Casi toda azul, con una especie de manchas blancas, amarillas y negras. Un ghem-lord de rango medio, ¿no?

—Un capitán de centuria. Si pretendías hacerte pasar por mí, tendrías que ser capaz de leer las ghem-marcas al dedillo.

—Había tanto que aprender…

—De todas formas, Ivan… ¿de verdad crees que un capitán de centuria, altamente entrenado, enviado desde su cuartel general con un juramento de caza, dejó que un pobre poli de Londres lo sorprendiera y lo aturdiera? Los otros no eran más que soldados corrientes. Los cetagandanos los sacarán más tarde. Un ghem-lord moriría antes que pasar esa vergüenza. Será también un cabroncete persistente.

Ivan puso los ojos en blanco.

—Maravilloso.

Avanzaron un centenar de metros entre árboles, matorrales y sombras. El siseo y el zumbido del tráfico de la principal carretera costera llegaba ahora débilmente. Los pasos subterráneos de peatones estaban sin duda vigilados. La autopista de alta velocidad, protegida por una valla, quedaba estrictamente prohibida al tráfico a pie.

Una caseta de sintarmigón cubierta de lianas y matorrales con la esperanza de ocultar su tosca función, se alzaba cerca del sendero principal que conducía al paso subterráneo. Al principio Miles la consideró una letrina pública, pero una segunda mirada reveló que tenía una única puerta cerrada. Los reflectores que deberían haber iluminado ese lado estaban apagados. Mientras Miles observaba, la puerta empezó a abrirse lentamente. Un arma sostenida por una mano pálida brilló débilmente en la oscuridad. Miles apuntó con su aturdidor y contuvo la respiración. La oscura forma de un hombre se asomó.

Miles resopló.

—¡Capitán Galeni!

Galeni se sacudió como si le hubieran disparado, se agachó, y corrió hacia ellos a cuatro patas. Maldijo entre dientes al descubrir, como había hecho Miles, que los matorrales de adorno tenían espinas. Sus ojos hicieron un rápido inventario del grupito: Miles y Mark, Ivan y Elli.

—Que me zurzan. Todavía están vivos.

—Me estaba preguntando lo mismo acerca de usted —admitió Miles.

Galeni parecía… parecía extraño. Había desaparecido de él la fría tranquilidad que había absorbido sin comentarios la muerte de Ser Galen. Casi sonreía, electrizado por una sensación de júbilo algo desequilibrada, como si se hubiera pasado con alguna droga estimulante. Respiraba de manera entrecortada; tenía la cara magullada, la boca le sangraba. Su mano hinchada sujetaba un arma… la última vez iba desarmado y ahora llevaba un arco de plasma cetagandano. El mango de un cuchillo le asomaba de la bota.

—¿Se ha topado, ah, con un tipo con la cara pintada de azul? —inquirió Miles.

—Oh, sí —dijo Galeni, con cierta satisfacción.

—¿Qué demonios le ha pasado, señor?

Galeni habló en un rápido susurro.

—No encontré una entrada a la Barrera cerca de donde le dejé. Divisé eso de allí —indicó la caseta—, y supuse que tal vez habría algún túnel de tuberías de fibra óptica o de agua que condujese hasta la Barrera. Casi acerté. Hay túneles por todo el parque. Pero me confundí bajo tierra y, en vez de salir en la Barrera, acabé en una portilla del paso de peatones bajo la autopista del canal. ¿Y adivina a quién encontré allí?

Miles sacudió la cabeza.

—¿A la policía? ¿Los cetagandanos? ¿Barrayareses?

—Caliente, caliente. Era mi viejo amigo y homólogo en la embajada cetagandana, el ghem-teniente Tabor. La verdad es que tardé un par de minutos en darme cuenta de qué hacía allí. Actuaba como refuerzo en el perímetro exterior para los expertos enviados por el cuartel general. Lo mismo que habría hecho yo de no estar —Galeni hizo una mueca— confinado en mis habitaciones.

»No se alegró de verme —continuó—. No imaginaba qué hacía yo allí. Ambos fingimos contemplar la luna, mientras yo miraba el equipo que había metido en su vehículo de tierra. Puede que me creyera; creo que pensó que estaba borracho o drogado. —Miles se abstuvo amablemente de observar: «Comprendo por qué.»—. Pero entonces empezó a recibir señales de su equipo y tuvo que deshacerse rápidamente de mí. Me disparó con un aturdidor, lo esquivé… no me dio de lleno, pero me tumbé fingiendo estar más tocado de lo que estaba y escuché su conversación con el escuadrón de la torre mientras esperaba una oportunidad de invertir la situación.

»Recuperaba la sensibilidad de la parte izquierda del cuerpo cuando apareció su amigo azul. Su llegada distrajo a Tabor, y salté sobre ambos.

Miles alzó las cejas.

—¿Cómo demonios consiguió hacer eso?

Galeni flexionó las manos mientras hablaba.

—No lo sé del todo —admitió—. Recuerdo haberlos golpeado… —miró a Mark—. Fue agradable tener un enemigo claramente definido para variar.

Miles supuso que había descargado sobre ellos todas las tensiones acumuladas durante la última semana y en esa enloquecida noche. Miles ya había sido testigo de arrebatos de salvajismo.

—¿Siguen vivos?

—Oh, sí.

Miles decidió que lo creería cuando tuviera la oportunidad de comprobarlo con sus propios ojos. La sonrisa de Galeni era alarmante, con aquellos dientes enormes brillando en la oscuridad.

—Su coche —dijo Ivan impaciente.

—Su coche —coincidió Miles—. ¿Sigue allí? ¿Podemos llegar a él?

—Tal vez —respondió Galeni—. Ahora hay al menos una patrulla de la policía en los túneles. Los he oído.

—Tendremos que correr el riesgo.

—Para ti es fácil decirlo —se quejó Mark rencoroso—. Tienes inmunidad diplomática.

Miles lo miró, resistiendo una inspiración salvaje. Con un dedo acarició el bolsillo interno de su chaqueta gris.

—Mark —susurró—, ¿qué te parecería ganar esa nota de crédito de cien mil dólares betanos?

—No hay ninguna nota de crédito.

—Eso es lo que dijo Ser Galen. Podrías reflexionar sobre en qué otras cosas se ha equivocado esta noche —Miles alzó la cabeza para comprobar qué efecto tenía sobre Galeni la mención del nombre de su padre. Un efecto tranquilizador, al parecer; parte de la expresión reservada y abstraída regresó a sus ojos—. Capitán Galeni. ¿Están conscientes esos dos cetagandanos, o se les puede hacer recuperar el sentido?

—Al menos uno lo está. Tal vez ambos. ¿Por qué?

—Testigos. Dos testigos. Ideal.

—Pensaba que toda la gracia de escapar en vez de rendirnos era evitar los testigos —se quejó Ivan.

—Creo que será mejor que yo sea el almirante Naismith —le ignoró Miles—. No es por ofender, Mark, pero no se te da bien el acento betano. No rematas las erres finales con la suficiente dureza. Además, has practicado más a lord Vorkosigan.

Galeni alzó las cejas cuando captó la idea. Asintió pensativo, aunque su rostro, cuando se volvió a mirar a Mark, fue lo suficientemente críptico para que el clon diera un respingo.

—Muy bien. Nos debe esa cooperación, creo. —Y añadió, en voz aún más baja—: Me la debe.

Aquél no era el momento para señalar cuánto le debía Galeni a Mark a cambio, aunque una breve mirada a los ojos convenció a Miles de que Galeni, al menos, era perfectamente consciente del flujo biunívoco de esa sombría deuda. Pero Galeni no desperdiciaría esta oportunidad.

Seguro de su alianza, el almirante Naismith dijo:

—Al túnel, pues. Guíenos, capitán.

Cuando salieron del tubo elevador del paso de peatones subterráneo vieron el vehículo de tierra cetagandano aparcado en una zona de sombras, bajo un árbol, a unos cuantos metros a su izquierda. Seguía sin haber vigilancia policial en esta zona; Galeni les había informado de la presencia de una pareja en la zona del parque, aunque no se habían arriesgado a volver a comprobar ese hecho. Deslizarse por los túneles ya había sido bastante peligroso, y habían esquivado por los pelos a unos artificieros de la policía.

El gran platanar ocultaba el vehículo de la mayoría de las tiendas (cerradas a esta hora) y apartamentos que ocupaban el otro lado de la estrecha calle. Miles esperaba que ningún insomne asomado a una ventana hubiera sido testigo del encuentro de Galeni. La autopista que se alzaba por encima y por detrás de ellos estaba protegida por un muro. Miles seguía sintiéndose al descubierto.

El vehículo de tierra no llevaba ninguna identificación de la embajada, ni tenía otros rasgos característicos que llamaran la atención; neutro, ni viejo ni nuevo, un poco sucio. Decididamente, operaciones encubiertas. Miles alzó las cejas y silbó débilmente al ver las muescas recientes del costado, aproximadamente del tamaño de un hombre, y la sangre que manchaba el pavimento. Con la oscuridad, afortunadamente, el color rojo no destacaba demasiado.

—¿No fue un poco ruidoso? —le preguntó a Galeni, señalando los golpes.

—¿Mm? En realidad no. Golpes secos. Ninguno gritó.

Galeni, tras echar una rápida ojeada arriba y abajo de la calle y hacer una pausa para que un coche solitario pasara de largo, alzó la burbuja de espejo.

Había dos formas acurrucadas en el asiento trasero, atadas con su propio equipo. El teniente Tabor, de civil, parpadeó amordazado. El hombre con la cara pintada de azul estaba desplomado junto a él. Miles comprobó su estado alzándole un párpado y descubrió que seguía inconsciente. Rebuscó en la guantera un equipo médico. Mark se sentó junto a Tabor y Galeni emparedó a sus prisioneros desde el otro lado. A un toque de Ivan, la burbuja se cerró con un suspiro, cubriéndolos a todos. Siete eran multitud.

Miles se estiró desde el asiento trasero y descargó un hispospray de sinergina, primeros auxilios para el trauma, contra el cuello del capitán de centuria. Le haría recuperar el sentido y, desde luego, no le causaría ningún daño. En ese peculiarísimo instante, la vida y salud de los presuntos asesinos de Miles eran un tesoro precioso. Tras pensárselo bien, Miles le administró a Elli una dosis también. Ella emitió un gemido alentador.

El vehículo de tierra se alzó y avanzó. Miles suspiró aliviado cuando dejaron la costa atrás y se internaron en el laberinto de la ciudad. Pulsó su comunicador de muñeca y dijo con su más claro acento betano:

—¿Nim?

—Sí, señor.

—Localice mi comunicador. Síganos. Aquí hemos acabado.

—Le tenemos, señor.

—Naismith fuera.

Apoyó la cabeza de Elli en su regazo y se volvió para observar a Tabor en el asiento trasero. El cetagandano no paraba de mirar a Miles y a Mark, sentado a su lado.

—Hola, Tabor —dijo Mark, cuidadosamente aleccionado, con su mejor acento de Vor barrayarés. ¿De verdad sonaba tan remilgado?—. ¿Cómo está su bonsái?

Tabor retrocedió un poco. El capitán de centuria se agitó y trató de enfocar la vista. Lo intentó un poco más, descubrió sus ligaduras y se quedó quieto… no se relajaba, pero tampoco malgastaba energías en un esfuerzo fútil.

Galeni soltó la mordaza de Tabor.

—Lo siento, Tabor. Pero no podrá tener al almirante Naismith. No aquí en la Tierra, por lo menos. Haga correr la voz por su cadena de mando. Está bajo nuestra protección hasta que su flota abandone la órbita. Parte del precio acordado por su ayuda a la embajada de Barrayar para encontrar a los komarreses que secuestraron a algunos miembros de nuestro personal. Así que retírense.

Tabor miró de un lado a otro mientras escupía su mordaza, movía la mandíbula y tragaba saliva.

—¿Están trabajando juntos? —croó.

—Desgraciadamente —gruñó Mark.

—Un mercenario vive de lo que puede —canturreó Miles.

—Cometió un error cuando aceptó un contrato contra nosotros en Dagoola —siseó el capitán de centuria, concentrándose en el almirante.

—Y que lo diga —reconoció Miles alegremente—. Después de que rescatáramos a su maldito ejército, la Resistencia nos la jugó. Nos pagó la mitad de lo prometido. Supongo que a Cetaganda no le gustaría contratarnos para ir a por ellos, ¿eh? ¿No? Por desgracia, no puedo permitirme venganzas personales. En este momento, al menos. O no habría aceptado ser empleado por —mostró los dientes en una sonrisa poco amistosa hacia Mark, que imitó el gesto— estos viejos amigos.

—Así que es usted realmente un clon —jadeó Tabor, contemplando al legendario comandante mercenario—. Pensábamos… —guardó silencio.

—Nosotros lo consideramos suyo, durante años —dijo Mark, en su papel de lord Vorkosigan.

—¡Nuestro! —profirió Tabor en el colmo de su asombro.

—Pero la actual operación ha confirmado su origen komarrés —acabó de decir Mark.

—Hemos llegado a un acuerdo —Miles habló como si le molestara el tono de Mark. Miró a Galeni—. Me cubren hasta que me marche de la Tierra.

—Tenemos un acuerdo —dijo Mark—, mientras nunca vuelvas a acercarte a Barrayar.

—Puedes quedarte con el maldito Barrayar. Yo me quedaré con el resto de la galaxia, gracias.

El capitán de centuria estaba a punto de volver a perder el sentido, pero luchaba por impedirlo cerrando los ojos y respirando de forma controlada. Conmoción cerebral, juzgó Miles. En su regazo, Elli abrió los ojos. Él le acarició los rizos y a Elli se le escapó un femenino eructo. Salvada por la sinergina del habitual vómito posaturdimiento. Se sentó, miró alrededor, vio a Mark, a los cetagandanos, a Ivan, y cerró de golpe la mandíbula para disimular su desorientación. Miles le apretó la mano. «Te lo explicaré más tarde —prometió su sonrisa. Ella lo miró exasperada—. Será mejor.» Alzó la barbilla, dispuesta ante el enemigo incluso en las fauces de su propio asombro.

Ivan volvió la cabeza y preguntó a Galeni:

—¿Qué hacemos con estos cetagandanos, señor? ¿Los tiramos a alguna parte? ¿Desde qué altura?

—Creo que no hay ninguna necesidad de provocar un incidente interplanetario —Galeni hablaba con placer lobuno, como Miles—. ¿La hay, teniente Tabor? ¿O desea que comuniquemos a las autoridades lo que el ghem-camarada intentaba realmente hacerle a la Barrera? ¿No? Eso pensaba. Muy bien. Los dos necesitan tratamiento médico, Ivan. El teniente Tabor se rompió desgraciadamente el brazo, y creo que su, ah, amigo tiene conmoción… entre otras cosas. Usted decide, Tabor. ¿Los dejamos en un hospital o preferiría ser atendido en su propia embajada?

—La embajada —croó Tabor, claramente consciente de las posibles complicaciones legales—. A menos que quiera ser acusado de intento de asesinato —amenazó a su vez.

—Sólo de asalto, sin duda —los ojos de Galeni chispearon.

Tabor sonrió incómodo. Parecía dispuesto a echar a correr de haber espacio.

—Lo que sea. Ninguno de nuestros embajadores se sentirá muy satisfecho.

—Cierto.

Amanecía. El tráfico iba en aumento. Ivan sobrevoló un par de calles antes de divisar una parada desierta de autotaxis en la que no había cola de gente esperando. Aquel barrio estaba lejos del distrito de las embajadas. Galeni, muy solícito, ayudó a bajar a sus pasajeros… pero no lanzó la llave de las esposas del capitán de centuria y Tabor hasta que Ivan empezó a acelerar de nuevo.

—Uno de mis hombres les devolverá el vehículo esta tarde —dijo Galeni mientras se marchaban. Se acomodó en su asiento con una mueca mientras Ivan sellaba la burbuja y añadió, entre dientes—: Después de que lo examinemos.

—¿Creéis que esta charada funcionará? —preguntó Ivan.

—A corto plazo… Convencer a los cetagandanos de que Barrayar no tuvo nada que ver con Dagoola, tal vez sí, tal vez no —suspiró Miles—. Pero en cuanto al principal tema de seguridad… ahí tenéis a dos oficiales leales que jurarán bajo quimiohipnosis que el almirante Naismith y lord Vorkosigan son, sin ninguna duda, dos hombres distintos. Eso valdrá mucho para nosotros.

—¿Opinará igual Destang? —preguntó Ivan.

—Creo que no me importa un maldito comino lo que piense Destang —dijo Galeni, distante, mirando a través de la burbuja.

Miles compartía ese sentimiento. Aunque, claro, todos estaban muy cansados. Pero todos estaban allí. Miró a su alrededor saboreando los rostros: Elli e Ivan, Galeni y Mark; todos vivos, todos habían sobrevivido a la noche.

Casi todos.

—¿Dónde quieres que te deje, Mark? —preguntó Miles. Miró a Galeni con los ojos entornados, esperando una objeción, pero el capitán no puso ninguna. Con la liberación de los cetagandanos, Galeni había perdido el impulso de la subida de adrenalina; parecía seco. Parecía viejo. Miles no le pidió su opinión. «Ten cuidado con lo que pides, tal vez lo consigas.»

—En una estación de tubo —respondió Mark—. Cualquiera.

—Muy bien.

Miles solicitó un mapa a la consola del coche.

—Sube tres calles y avanza dos, Ivan.

Se bajó con Mark cuando el coche se posó sobre la acera, en una zona de descarga.

—Vuelvo dentro de un momento.

Caminaron juntos hasta la entrada del tubo de descenso.

Aquel distrito estaba todavía tranquilo, sólo había unas cuantas personas caminando por la calle, pero no tardaría en ser la hora punta de la mañana.

Miles se desabrochó la chaqueta y sacó la tarjeta codificada. Por la tensa expresión de su rostro, Mark esperaba un disruptor neural, al estilo de Ser Galen, hasta el final. Mark cogió la tarjeta y le dio la vuelta, maravillado y receloso.

—Ahí tienes —dijo Miles—. Si no logras desaparecer de la Tierra con tu pasado y esta fortuna, no podrá hacerlo nadie. Buena suerte.

—Pero… ¿qué quieres de mí?

—Nada. Nada en absoluto. Eres un hombre libre mientras puedas. Desde luego, no informaremos de la, ah, muerte semiaccidental de Galen.

Mark se guardó la nota en el bolsillo de los pantalones.

—Querías más.

—Cuando no puedes conseguir lo que quieres, te quedas con lo que puedes conseguir. Como has descubierto —señaló el bolsillo de Mark. La mano de éste se cerró protectoramente sobre él.

—¿Qué quieres que haga? ¿Qué me tienes preparado? ¿De verdad te tomaste en serio lo de Jackson's Whole? ¿Qué esperas que haga?

—Puedes cogerlo y retirarte a las cúpulas de placer de Marte mientras dure. O pagarte una educación, o dos o tres. O tirarlo en la primera recicladora de desperdicios que encuentres. No soy tu dueño. No soy tu mentor. No soy tus padres. No tengo ninguna expectativa. No tengo ningún deseo.

«Rebélate contra eso… si eres capaz, hermanito…» Miles se encogió de hombros y dio un paso atrás.

Mark entró en el tubo, sin darle la espalda.

—¿POR QUÉ NO? —aulló de pronto, aturdido y furioso.

Miles echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Descúbrelo! —gritó.

El campo del tubo lo envolvió y desapareció, tragado por la tierra.

Miles regresó junto a sus amigos.

—¿Ha sido un acto inteligente? —Elli, informada rápidamente por Ivan, parecía preocupada—. ¿Dejarlo ir sin más?

—No sé —suspiró Miles—. «Si no puedes ayudar, no molestes.» No está en mi mano ayudarlo. Galen lo volvió demasiado loco. Soy su obsesión. Sospecho que siempre lo seré. Lo sé todo sobre las obsesiones. Lo mejor que puedo hacer es apartarme de su camino. Con el tiempo, quizá se calme si no tiene que reaccionar contra mí. Con el tiempo tal vez… se salve.

Su propio cansancio le pasó factura. Sintió a Elli cálida a su lado y se alegró mucho, mucho de su presencia. Entonces se acordó, pulsó el comunicador de muñeca y despidió a Nim y su patrulla, enviándolos de vuelta al espaciopuerto.

—Bueno —parpadeó Ivan después de un minuto entero de agotado silencio por parte de todos los presentes—, ¿y ahora adónde? ¿Queréis volver vosotros dos al espaciopuerto también?

—Sí —suspiró Miles—, y huir del planeta… Me temo que la deserción no es práctica. Destang me pillaría tarde o temprano. Será mejor que regresemos a la embajada y presentemos un informe. Verdadero. No hay nada por lo que mentir, ¿no?

—Por lo que a mí respecta, no lo hay —murmuró Galeni—. Pero ya me dan igual los informes falsos. Al final se convierten en historia. Pecado absuelto.

—Sabe que no pretendía que las cosas salieran así —le dijo Miles después de un instante de silencio—. Me refiero a la confrontación de anoche.

Parecía una disculpa enormemente pobre por haber hecho volar al padre del capitán…

—¿Cree que lo controlaba? ¿Que es omnisciente y omnipotente? Nadie le nombró Dios, Vorkosigan —débilmente, una comisura de su boca se curvó hacia arriba—. Estoy seguro de que se le pasó por alto —se echó hacia atrás y cerró los ojos.

Miles se aclaró la garganta.

—De vuelta a la embajada, Ivan. Ah… sin prisas. Conduce despacio. No me importaría ver un poco de Londres, ¿eh?

Se apoyó en Elli y contempló las primeras luces del verano cubrir la ciudad, el tiempo y todos los tiempos unidos y yuxtapuestos como la luz y la sombra entre una calle y la siguiente.

Cuando todos se pusieron en fila en el despacho de Seguridad de Galeni en la embajada, Miles recordó el juego de monos chinos que Tung, su jefe de personal dendarii, guardaba en un estante en sus habitaciones. Ivan era sin duda No-Ver. Por la tensión de la mandíbula de Galeni mientras devolvía la mirada al comodoro Destang, era un magnífico candidato a No-Hablar. Eso le dejaba a Miles No-Oír, pero cubrirse las orejas con las manos no le ayudaría mucho.

Miles esperaba que Destang estuviera furioso, pero más bien parecía disgustado. El comodoro les devolvió el saludo y se apoyó en la silla de Galeni. Cuando su mirada cayó sobre Miles frunció los labios en una línea particularmente morbosa.

—Vorkosigan —el apellido de Miles gravitó en el aire ante ellos como algo palpable. Destang lo contempló sin favoritismos y continuó—. Cuando terminé de tratar con un tal investigador Reed del juzgado municipal de Londres, a las 07.00 de esta mañana, estaba convencido de que sólo la intervención divina podría salvarle de mi furia. La intervención divina llegó a las 09.00 en la persona de un correo especial del cuartel general imperial —Destang alzó entre su pulgar y su índice un disco de datos marcado con el sello imperial—. Aquí están las nuevas y urgentes órdenes para sus irregulares dendarii.

Ya que Miles había visto al correo en la cafetería, la cosa no le pilló totalmente desprevenido. Reprimió los deseos de abalanzarse hacia adelante.

—¿Sí, señor? —animó.

—Parece que cierta flota de mercenarios libres que opera en la lejana zona del Sector Cuatro, supuestamente contratada por un gobierno subplanetario, ha pasado de la guerrilla a la piratería descarada. Su bloqueo del agujero de gusano ha degenerado desde la detención y el registro de naves a la confiscación. Hace tres semanas secuestraron a una nave de pasajeros de Tau Ceti para convertirla en transporte de tropas. Hasta ahí muy bien, pero entonces a algún listillo entre ellos se le ocurrió la brillante idea de aumentar sus beneficios pidiendo rescate por los pasajeros. Varios gobiernos planetarios cuyos ciudadanos están retenidos han dispuesto un equipo negociador, dirigido por los taucetanos.

—¿Y nuestra participación, señor?

El Sector Cuatro estaba muy lejos de Barrayar, pero Miles imaginaba lo que vendría a continuación. Ivan parecía tremendamente curioso.

—Entre los pasajeros había once súbditos barrayareses… entre ellos la esposa del ministro de Industrias Pesadas, lord Vorvane, y sus tres hijos. Como los barrayareses son minoría entre las doscientas dieciséis personas secuestradas, se nos negó el control del equipo negociador, naturalmente. Y se ha negado a nuestra flota el permiso para atravesar tres de los nexos de agujero necesarios para tomar por la ruta más corta entre Barrayar y el Sector Cuatro. La ruta alternativa más corta requeriría dieciocho semanas de viaje. Desde la Tierra, sus dendarii tardarán en llegar menos de dos semanas a esa zona.

Destang frunció el ceño, pensativo. Ivan parecía fascinado.

—Sus órdenes, naturalmente, son rescatar con vida a los súbditos del Emperador, y a tantos otros ciudadanos planetarios como sea posible, y aplicar todas las medidas punitivas compatibles con el primer objetivo, las suficientes en todo caso para impedir que los perpetradores repitan su actuación. Ya que nosotros nos encontramos inmersos en críticas negociaciones con los taucetanos, no queremos que sean conscientes de la fuente de esta unilateral fuerza de rescate si, ah, algo sale mal. El método de conseguir esos logros queda totalmente a su discreción. Aquí encontrará todos los detalles de Inteligencia que el cuartel general tenía hace ocho días.

Entregó por fin el disco de datos. La mano de Miles se cerró sobre él, impaciente. Ivan parecía ahora envidioso. Destang sacó otro objeto, que tendió a Miles con el aire de un hombre al que le arrancan el hígado.

—El correo también entregó otra nota de crédito por valor de dieciocho millones de marcos. Para los gastos de los próximos seis meses de operación.

—¡Gracias, señor!

—Ja. Cuando termine, debe informar al comodoro Rivik del cuartel general del Sector Cuatro, en Estación Oriente. Con suerte, cuando sus irregulares regresen al Sector Dos yo me habré jubilado.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Destang se volvió hacia Ivan.

—Teniente Vorpatril.

—¿Señor?

Ivan se puso firmes con su mejor aire de ansioso entusiasmo. Miles se dispuso a protestar por la total inocencia e ignorancia de Ivan, una mera víctima, pero resultó innecesario. Destang contempló a su primo un buen rato y suspiró.

—No importa.

El comodoro se volvió hacia Galeni, que permanecía estirado y tieso. Tras regresar a la embajada esa mañana antes que Destang, todos se habían lavado. Los dos oficiales de la embajada se habían puesto un uniforme limpio, y cada cual había redactado un lacónico informe que Destang acababa de ver. Pero ninguno había dormido todavía. ¿Cuánta basura más tragaría Destang sin explotar?

—Capitán Galeni. Por la parte militar, se le acusa de desobedecer la orden de permanecer confinado en sus habitaciones. Ya que la acusación es idéntica a la que Vorkosigan acaba de eludir tan afortunadamente, eso me presenta ciertos problemas de justicia. También está el factor atenuante del secuestro de Vorpatril. Su rescate, y la muerte de un enemigo de Barrayar, son los dos únicos resultados tangibles de las… actividades de anoche. Todo lo demás es especulación, afirmaciones indemostrables sobre sus intenciones y estado mental. A menos que quiera someterse a un interrogatorio con pentarrápida para despejar cualquier duda.

Galeni parecía asqueado.

—¿Es una orden, señor?

Miles advirtió que al capitán le faltaban un par de segundos para presentar su dimisión… ahora, cuando se había sacrificado tanto. Quiso darle una patada. «¡No, no!» Salvajes defensas inundaron la mente de Miles: «La pentarrápida es degradante para la dignidad de un oficial, señor.» O incluso: «Si lo droga debe drogarme a mí también. No importa, Galeni, perdí la dignidad hace años.» Pero la curiosa reacción de Miles a la pentarrápida convertía la oferta en inútil. Se mordió la lengua y esperó.

Destang parecía preocupado.

—No —dijo después de un momento de silencio. Alzó la cabeza y añadió—: Pero significa que mis informes, y los suyos, y los de Vorkosigan, y los de Vorpatril, serán enviados todos juntos a Simon Illyan para que los revise.

»Me negaré a cerrar el caso. No he alcanzado mi rango absteniéndome de tomar decisiones militares, ni por implicarme gratuitamente en las decisiones políticas. Su… lealtad, como el destino del clon de Vorkosigan, se ha convertido en una cuestión política demasiado ambigua. No estoy convencido de la viabilidad a largo plazo del plan de integración komarrés… pero no querría pasar a la historia como su saboteador.

»Mientras el caso esté pendiente, y a falta de pruebas de traición, continuará con sus deberes en la embajada. No me dé las gracias —añadió sombrío, mientras Miles sonreía, Ivan reprimía una risotada y Galeni parecía un poquitín menos envarado—, ha sido a petición del embajador. Pueden retirarse todos.

Miles contuvo las ganas de echar a correr antes de que Destang cambiara de opinión; le devolvió el saludo y caminó con normalidad hacia la puerta. Cuando la alcanzaron, Destang añadió:

—¿Capitán Galeni?

Galeni se detuvo.

—¿Señor?

—Mi más sentido pésame —las palabras podrían haberle sido sacadas con tenazas, pero su incomodidad era quizás una medida de su sinceridad.

—Gracias, señor.

La voz de Galeni carecía por completo de emoción, pero consiguió hacer un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza.

Las compuertas y los pasillos de la Triumph resonaban ruidosamente con el regreso del personal, la colocación definitiva del equipo, las reparaciones de los técnicos y la carga de los últimos suministros. Ruido, pero no caos; energía y propósito, pero no frenesí. La ausencia de frenesí era buena señal, considerando cuánto tiempo llevaban amarrados. Los duros suboficiales de Tung no habían permitido que los preparativos de rutina aguardaran hasta el último minuto.

Miles, con Elli a su espalda, fue el centro de un huracán de curiosidad desde el momento en que subió a bordo. «¿Cuál es el nuevo contrato, señor?» La velocidad con que los rumores esparcían especulaciones a la vez absurdas y temerarias era sorprendente. Despidió a los especuladores con un repetido: «Sí, tenemos un contrato… Sí, salimos de la órbita. En cuanto estén preparados. ¿Está preparado, amigo? ¿Está preparado el resto de su escuadrón? Entonces tal vez será mejor que vaya a echarles una mano…»

—¡Tung! —Miles saludó a su jefe de personal. El grueso eurasiático iba vestido de civil y cargado de equipaje—. ¿Recién llegado?

—Me marcho. ¿No te localizó Auson, almirante? Llevo una semana intentando ponerme en contacto contigo.

—¿Qué? —Miles lo llevó aparte.

—He entregado mi dimisión. Voy a aprovecharme de mi opción de retiro.

—¿Qué? ¿Por qué?

Tung sonrió.

—Felicítame. Voy a casarme.

—Enhorabuena —croó Miles, aturdido—. Ah… ¿cuándo ha sido eso?

—Durante el permiso, claro. Ella es mi prima segunda política. Viuda. Lleva dirigiendo un barco de turistas en el Amazonas ella sola desde que murió su marido. Es la capitana y la cocinera también. Prepara un cerdo moo shu frito para chuparse los dedos. Pero se está haciendo un poco mayor… necesita algo de músculos —Tung, macizo como una bala de cañón, sin duda podría proporcionárselos—. Vamos a ser socios. Demonios, cuando acabes de pagarme la Triumph, hasta podríamos pasarnos sin turistas. Si alguna vez quieres hacer esquí acuático en el Amazonas detrás de un hoverbarco de cincuenta metros, hijo, pásate por allí.

Y las pirañas mutantes podrían comerse lo que quedara, sin duda. El encanto de la visión de Tung pasando sus años de ocaso contemplando… ocasos, desde la cubierta de un barco fluvial, con una gruesa (Miles estaba seguro de que era gruesa) dama eurasiática en su regazo, una bebida en una mano y engullendo cerdo moo shu con la otra, quedó en segundo plano mientras Miles reflexionaba sobre: a) lo que iba a costarle a la flota comprarle a Tung su parte de la Triumph; b) el enorme agujero en forma de Tung que iba a quedar en su estructura de mando.

Sollozar, sudar o correr a saltitos no eran respuestas válidas, así que Miles preguntó con cautela:

—Ah… ¿seguro que no te aburrirás?

Tung, malditos fueran sus agudos ojos, bajó la voz y respondió a la auténtica pregunta.

—No me marcharía si no pensara que eres capaz de manejarte solo. Has mejorado mucho, hijo. Sigue como hasta ahora —sonrió de nuevo e hizo crujir sus nudillos—. Además, tienes una ventaja que no comparte ningún otro comandante mercenario de la galaxia.

—¿Cuál? —picó Miles.

Tung bajó aún más la voz.

—No tienes que obtener beneficios.

Y eso, y su sardónica sonrisa, fue lo más cerca que el avispado Tung estuvo jamás de admitir que hacía tiempo que había adivinado quién era su auténtico jefe. Saludó al marcharse.

Miles tragó saliva y se volvió hacia Elli.

—Bueno… convoca una reunión de Inteligencia para dentro de media hora. Querremos que todas nuestras naves exploradoras se pongan en ruta lo más pronto posible. Lo ideal sería infiltrar a un equipo en la organización enemiga antes de llegar.

Miles hizo una pausa, al darse cuenta de que estaba mirando a la cara a la exploradora más dispuesta de toda su flota para las situaciones humanas, así como las situaciones sobre el terreno requerían el talento de cierto teniente Christof. Enviarla a ella por delante, fuera de su alcance, al peligro… «No, no», era lo más lógico. Los mejores talentos ofensivos de Quinn se malgastaban con su trabajo como guardaespaldas; era por puro accidente que realizaba ese trabajo protector tan a menudo. Miles se obligó a mover los labios como si nunca lo tentara nada ilógico.

—Son mercenarios; algunos de los nuestros podrían unirse a ellos sin problemas. Si encontramos a alguien capaz de imitar de modo convincente la mente de psicópata criminal de esos piratas…

El soldado Danio, que caminaba por el pasillo, se detuvo a saludarlo.

—Gracias por sacarnos de la cárcel, señor. Yo… realmente no me lo esperaba. No lo lamentará, lo juro.

Miles y Elli se miraron mientras el soldado se marchaba.

—Es todo tuyo —dijo Miles.

—Bien. ¿Y luego?

—Que Thorne busque en la red de comunicaciones de la Tierra todo sobre este secuestro antes de que nos larguemos del espacio local. Quizás el cuartel general imperial haya pasado por alto un par de cosas.

Palpó el disco de seguridad de su bolsillo y suspiró, concentrándose para la tarea que se avecinaba.

—Al menos esto debería ser más sencillo que nuestras vacaciones en la Tierra —dijo esperanzado—. Una operación puramente militar, sin parientes, ni política, ni altas finanzas. Sólo los buenos contra los malos.

—Magnífico —dijo Quinn—. ¿Y nosotros cuáles somos?

Miles todavía estaba pensando en la respuesta cuando la flota salió de la órbita.

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