5

Miles acampó en el pasillo, ante la puerta del despacho de Galeni, el día en que el correo regresó por segunda vez del Sector. Haciendo gala de gran contención, Miles no asaltó al hombre en la puerta al salir y le dejó despejar el marco antes de zambullirse en la entrada.

Miles se cuadró ante la mesa de Galeni.

—¿Señor?

—Sí, sí, teniente, lo sé —dijo Galeni, irritado, haciéndole señas para que esperara. Se hizo el silencio mientras, pantalla tras pantalla, los datos surcaban la placa vid. Al final, Galeni se arrellanó, las arrugas cada vez más profundas entre sus ojos.

—¿Señor? —insistió Miles con impaciencia.

Galeni, con el ceño aún fruncido, se levantó y señaló la comuconsola a Miles.

—Véalo usted mismo.

Miles la repasó dos veces.

—Señor, aquí no hay nada.

—Ya me he dado cuenta.

Miles se volvió para encararse a él.

—Ninguna transferencia de crédito… ninguna orden… ninguna explicación… nada de nada. Ninguna referencia a mis asuntos. Hemos esperado aquí veinte malditos días para nada. Podríamos haber ido y regresado a Tau Ceti en ese tiempo. Es una locura. Es imposible.

Galeni se apoyó pensativo en su mesa y contempló la silenciosa placa vid.

—¿Imposible? No. He visto órdenes perdidas antes. Fallos burocráticos. Datos importantes mal dirigidos. Peticiones urgentes descartadas mientras se espera a que alguien de permiso regrese. Ese tipo de cosas suelen pasar.

—A mí no me pasan —siseó Miles entre dientes.

Galeni alzó una ceja.

—Es usted un pequeño Vor arrogante —se enderezó—. Pero sospecho que dice la verdad. Ese tipo de cosas no le pasarían a usted. A cualquier otro, sí. A usted, no. Naturalmente —casi sonrió—, siempre hay una primera vez para todo.

—Ésta es la segunda vez —puntualizó Miles. Miró receloso a Galeni mientras en sus labios ardían salvajes acusaciones. ¿Era ésta la idea de una broma pesada que tenían los burgueses de Komarr? Si las órdenes y la transferencia de crédito no estaban allí, tenían que haber sido interceptadas. A menos que las solicitudes no se hubieran enviado. A ese respecto, sólo contaba con la palabra de Galeni. Pero era inconcebible que el oficial arriesgara su carrera simplemente por molestar a un subordinado irritante. Y no era que la paga de un capitán de Barrayar supusiera una gran pérdida, como bien sabía Miles.

No como dieciocho millones de marcos.

Las pupilas de Miles se dilataron y apretó la mandíbula. Un hombre pobre, un hombre cuya familia había perdido todas sus riquezas en, digamos, la conquista de Komarr, podría considerar realmente tentadores dieciocho millones de marcos. Merecía la pena correr el riesgo… desde luego. No era así como habría juzgado a Galeni, pero, después de todo, ¿qué sabía realmente de aquel tipo? Galeni no había dicho una palabra sobre su vida personal en los veinte días que llevaban de relación.

—¿Qué va a hacer usted ahora, señor? —preguntó Miles, envarado.

Galeni se encogió de hombros.

—Solicitarlo otra vez.

—Solicitarlo otra vez. ¿Eso es todo?

—No puedo sacarme dieciocho millones de marcos de la manga, teniente.

«¿Ah, no? Habrá que verlo…» Tenía que salir de allí, y de la embajada, regresar con los dendarii. Había dejado a sus propios expertos en la recogida de información mientras desperdiciaba veinte días inmovilizado… Si Galeni se había burlado de él hasta ese punto, juró Miles en silencio, no iba a haber un agujero lo bastante profundo para que se escondiera con sus dieciocho millones de marcos robados.

Galeni se enderezó y ladeó la cabeza, los ojos entornados y ausentes.

—Para mí es un misterio… —añadió en voz baja, casi para sí mismo— y no me gustan los misterios.

Valeroso… frío… Miles sintió admiración por una capacidad de fingimiento casi igual a la suya propia. Sin embargo, si Galeni se había apropiado de su dinero, ¿por qué no se había largado hacía tiempo? ¿A qué esperaba? ¿Alguna señal de la que Miles no tenía noticia? Pero lo averiguaría, vaya que sí.

—Diez días más —dijo Miles—. Otra vez.

—Lo siento, teniente —contestó Galeni, todavía abstraído.

«Lo sentirás…»

—Señor, debo pasar un día con los dendarii. Los deberes del almirante Naismith se acumulan. Para empezar, gracias a este retraso, ahora nos vemos absolutamente obligados a pedir un préstamo temporal a fuentes comerciales para estar al día en nuestros gastos. Tengo que encargarme de eso.

—Considero su seguridad personal con los dendarii totalmente insuficiente, Vorkosigan.

—Entonces asigne algún miembro de la embajada si considera que es su deber. La historia del clon sin duda ha aliviado parte de la presión.

—La historia del clon fue una idiotez —replicó Galeni, saliendo de su ensimismamiento.

—Fue brillante —dijo Miles, ofendido por esa crítica a su creación—. Separa por completo a Naismith y a Vorkosigan por fin. Elimina la más peligrosa debilidad de todo el plan, mi… único y memorable aspecto. Los agentes secretos no deberían ser memorables.

—¿Qué le hace pensar que esa reportera vid compartirá sus descubrimientos con los cetagandanos?

—Nos vieron juntos. Millones de personas en el holovid, por el amor de Dios. Oh, aparecerán para hacerle preguntas, desde luego, de un modo u otro.

Un leve estertor de miedo… sin duda los cetagandanos enviarían a alguien para sonsacar información sutilmente a la mujer. No sólo agarrar, escurrir y eliminar; no a una ciudadana terrestre tan prominente y allí mismo, en su propio planeta.

—En ese caso, ¿por qué demonios señaló a los cetagandanos como los creadores putativos del almirante Naismith? Lo único que saben con seguridad es que ellos no fueron.

—Verosimilitud —explicó Miles—. Aunque nosotros no sepamos de dónde procede realmente el clon, puede que a ellos no les sorprenda tanto no haber oído hablar de él hasta ahora.

—Su lógica tiene unos cuantos puntos débiles —sonrió Galeni—. Puede que ayude a cubrirlo a largo plazo, posiblemente. Pero no me ayuda a mí. Tener en mis manos el cadáver del almirante Naismith sería tan embarazoso como tener el de lord Vorkosigan. Esquizofrénico o no, ni siquiera usted puede dividirse hasta ese punto.

—No soy un esquizofrénico —replicó Miles—. Un poco maníaco depresivo, tal vez —admitió tras pensárselo mejor.

Galeni torció los labios.

—Conócete a ti mismo.

—Lo intentamos, señor.

Galeni se quedó parado y luego decidió, quizá sabiamente, la respuesta.

Con una mueca, continuó:

—Muy bien, teniente Vorkosigan. Ordenaré al sargento Barth que le prepare un perímetro de seguridad. Pero quiero que me informe como máximo cada ocho horas a través de un enlace seguro. Le concedo veinticuatro horas de permiso.

Miles, que tomaba aire para expresar su próximo argumento, se quedó sin habla.

—Oh —consiguió decir—. Gracias, señor.

¿Y por qué demonios cambiaba de opinión Galeni de esa forma? Miles habría dado sangre y huesos por saber qué ocultaba aquel perfil romano en ese preciso momento.

Miles se retiró en buen orden antes de que Galeni pudiera volver a cambiar de opinión.

Los dendarii habían elegido la pista más lejana de todas las disponibles en alquiler del espaciopuerto de Londres por motivos de seguridad, no por economía. El hecho de que la distancia también la hiciera la más barata era simplemente una ventaja añadida y que se agradecería. La pista se encontraba al aire libre, al otro lado del campo de aterrizaje, rodeada de montones de asfalto pelado y desnudo. Nada podía acercarse sin ser visto. Y si alguna actividad no prevista tenía lugar a su alrededor, reflexionó Miles, era mucho menos probable que se implicara de modo fatal a ningún civil inocente. La elección había sido lógica.

También era una caminata condenadamente larga. Miles trató de andar a paso vivo sin escurrirse como una araña por el suelo de la cocina. ¿Se estaba volviendo un poquitín paranoico, además de esquizofrénico y maníaco depresivo? El sargento Barth, que marchaba a su lado incómodamente vestido de civil, había querido llevarlo hasta la compuerta de la lanzadera en el coche blindado de la embajada. Con cierta dificultad, Miles había logrado convencerlo de que siete años de cuidadosos subterfugios se irían al garete si se veía salir alguna vez al almirante Naismith de un vehículo oficial barrayarés. La buena vista de la pista de la lanzadera era algo que funcionaba en dos direcciones, ay. De todas formas, nada podía echárseles encima.

A menos que estuviera psicológicamente disfrazado, por supuesto. Pongamos por caso aquel enorme camión flotante de mantenimiento del espaciopuerto que avanzaba a toda velocidad sobre el terreno. Los había por todas partes; los ojos se acostumbraban rápidamente a su paso irregular. Si fueran a lanzar un ataque, decidió Miles, sin duda elegirían uno de aquellos vehículos. Era maravillosamente engañoso. Hasta que disparara primero, ningún defensor dendarii tendría la seguridad de no estar asesinando al azar a algún estibador despistado. Criminalmente embarazoso, algo así; el tipo de error que echaba a perder carreras.

El camión flotante cambió de ruta. Barth se giró y Miles se envaró. Parecía un curso de intercepción. Pero maldición, no se abría ninguna puerta o ventanilla, ningún hombre armado se asomaba para apuntar ni siquiera con una honda. De todas formas, Miles y Barth desenfundaron sus aturdidores legales. Miles trató de separarse del sargento y Barth intentó colocarse ante él: otro precioso momento de confusión.

Y entonces el camión flotante, ya lanzado, se alzó sobre ellos en el aire, cubriendo el luminoso cielo de la mañana. Su lisa superficie sellada no ofrecía ningún blanco al que un aturdidor pudiera afectar. Al menos a Miles le quedó claro el método de aquel asesinato: iba a morir por aplastamiento.

Miles chilló y se volvió y echó a correr, tratando de ganar velocidad. El camión flotante cayó como un ladrillo monstruoso cuando su antigrav fue desconectada bruscamente. En cierto sentido, era una exageración: ¿no sabían que sus huesos se quebrarían con una sencilla plataforma de reparto demasiado cargada? No quedaría de él más que una repulsiva mancha húmeda sobre el asfalto.

Se tiró al suelo, rodó… sólo el impacto del aire desplazado cuando el camión cayó sobre el pavimento lo salvó. Abrió los ojos para encontrarse con el borde de la máquina a escasos centímetros de su nariz, y se puso en pie mientras el vehículo de mantenimiento volvía a elevarse. ¿Dónde estaba Barth? Miles todavía llevaba en la mano el aturdidor inútil; tenía los nudillos despellejados y sangrientos.

En el reluciente costado del camión se veían los huecos de los asideros de una escalerilla. Si estuviera sobre el camión no podría estar debajo… Miles soltó el aturdidor y saltó, casi demasiado tarde, para agarrarse a los asideros. El camión se alzó de lado y volvió a caer, aplastando el lugar donde Miles se encontraba un segundo antes. Se alzó y cayó de nuevo con furioso estrépito, como un gigante histérico tratando de aplastar una araña con una zapatilla. El impacto arrancó a Miles de su precario asidero y cayó al suelo rodando, tratando de salvar sus huesos. No había una grieta en el terreno donde esconderse.

Una línea de luz se ensanchó bajo el camión mientras volvía a alzarse. Miles buscó un bulto enrojecido en la pista. No vio ninguno. ¿Barth? No, allí, acurrucado a lo lejos y gritándole a su comunicador de muñeca. Miles se puso en pie de un salto, zigzagueó. Su corazón latía con tanta fuerza que le parecía que la sangre iba a brotarle por las orejas por sobredosis de adrenalina; casi no respiraba a pesar del esfuerzo de sus pulmones. Cielo y asfalto giraron a su alrededor. Había perdido la lanzadera… no, allí estaba. Empezó a correr en esa dirección. Correr nunca había sido su mejor habilidad. Tenían razón aquellos tipos que querían apartarlo del entrenamiento como oficial debido a su aspecto físico. Con un profundo y vil gemido, el camión de mantenimiento se abrió camino en el aire tras él.

El violento estallido blanco lo hizo caer de bruces, resbalando sobre la pista. Fragmentos de metal, vidrio y plástico hirviendo llovieron a su alrededor. Algo pasó brillando tras su nuca. Miles se echó las manos a la cabeza y trató de fundir un agujero en el pavimento sólo con el calor del miedo. Le zumbaban los oídos y oyó solamente una especie de rugiente ruido blanco.

Otro milisegundo y se dio cuenta de que era un blanco inmóvil. Se volvió de lado, miró hacia arriba y esperó la caída del camión. No había ningún camión.

Un reluciente coche aéreo negro, sin embargo, bajaba suave e ilegalmente a través del espacio de control de tráfico del espaciopuerto, sin duda iluminando consolas y disparando alarmas en los ordenadores de control de los londinenses. Bueno, ya era causa perdida tratar de no llamar la atención. Miles lo catalogó como refuerzo barrayarés antes incluso de atisbar los uniformes verdes de su interior porque Barth corría hacia él afanoso. Sin embargo, no había ninguna garantía de que los tres dendarii que se les acercaban a la carrera desde su lanzadera hubieran llegado a la misma conclusión. Miles trató de levantarse y apenas se puso a cuatro patas. El movimiento, brusco e interrumpido, lo dejó mareado. Al segundo intento, logró ponerse en pie.

Barth trataba de arrastrarlo por el codo hacia el coche aéreo, ya posado en tierra.

—¡Volvamos a la embajada, señor! —urgió.

Un dendarii uniformado de gris se detuvo maldiciendo a unos cuantos metros de distancia y apuntó con su arco de plasma directamente a Barth.

—¡Tú, atrás! —rugió.

Miles se interpuso rápidamente entre los dos mientras Barth dirigía la mano a su chaqueta.

—¡Amigos, amigos! —gritó, las manos extendidas hacia ambos combatientes. El dendarii se detuvo, dubitativo y receloso, y Barth bajó los puños con esfuerzo.

Elli Quinn se acercó balanceando un lanzacohetes en una mano, la caja apoyada en el sobaco, el humo aún surgiendo de los cinco centímetros de su cañón. Debía haber disparado casi sin apuntar. Tenía el rostro enrojecido y aterrorizado.

El sargento Barth miró el lanzacohetes con furia reprimida.

—Ha estado un poco cerca, ¿no le parece? —le espetó a Elli—. Casi lo vuela junto con su blanco.

Celoso, advirtió Miles, porque él no tenía un lanzacohetes.

Los ojos de Elli se ensancharon de furia.

—Ha sido mejor que nada. ¡Que es aparentemente con lo que ustedes han venido!

Miles alzó la mano derecha (sufrió un espasmo en el hombro izquierdo cuando trató de levantar el otro brazo) y se tocó con torpeza la nuca. Retiró la mano, roja y húmeda. Una herida en el cuero cabelludo; sangraba como un cerdo, pero no era peligrosa. Otro uniforme limpio echado a perder.

—Es molesto llevar armas grandes en el metro, Elli —intervino Miles amablemente—, y no podríamos haberlas hecho pasar a través de la seguridad del espaciopuerto.

Se detuvo y miró los restos humeantes del camión flotante.

—Ni siquiera ellos pudieron pasarlas, parece. Fueran quienes fuesen.

Hizo un gesto significativo al segundo dendarii, que, siguiendo la insinuación, se acercó a investigar.

—¡Vámonos, señor! —instó Barth de nuevo—. Está usted herido. La policía llegará pronto. No debe mezclarse en esto.

El teniente lord Vorkosigan no tenía que mezclarse en aquello, quería decir, y tenía toda la razón.

—Dios, sí, sargento. Váyase. Dé un rodeo para regresar a la embajada. No deje que nadie le siga.

—Pero señor…

—Mi propia gente… que acaba de demostrar su efectividad, creo, se encargará de la seguridad ahora. Váyase.

—El capitán Galeni se servirá mi cabeza en un plato si…

—Sargento, Simon Illyan tendrá la mía en un plato si se descubre mi tapadera. Es una orden. ¡Váyase!

El temido jefe de Seguridad Imperial era un nombre a tener en cuenta. Abatido y preocupado, Barth permitió que Miles lo acompañara al coche aéreo. Miles suspiró aliviado cuando se marchó. Galeni lo encerraría para siempre en el sótano si regresaba ahora.

El guardia dendarii regresó, sombrío y un poco verde, tras inspeccionar los restos del camión flotante.

—Dos hombres, señor —informó—. Creo que eran varones, y había al menos dos, a juzgar por el número de, um, partes que quedan.

Miles miró a Elli y suspiró.

—No queda nada para interrogar, ¿eh?

Ella se encogió de hombros, expresando disculpas poco sinceras.

—Oh, estás sangrando… —se puso a atenderlo, inquieta.

Maldición. Si hubiera quedado algo que interrogar, Miles habría estado dispuesto a subirlo a la lanzadera y despegar, con permiso o sin permiso, para continuar su investigación en la enfermería de la Triumph sin las restricciones legales que sin duda plantearían las autoridades locales. La policía de Londres difícilmente podría estar más insatisfecha con él de todas formas. Por tal como se desarrollaban las cosas, pronto tendría que tratar con ella. Vehículos de bomberos y de mantenimiento del espaciopuerto convergían hacia el lugar donde se encontraban.

La policía de Londres empleaba a unos sesenta mil individuos: un ejército mucho más grande, aunque bastante peor equipado, que el suyo propio. Tal vez lograra lanzarlos contra los cetagandanos, o contra quien demonios estuviera detrás de aquello.

—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó el guardia dendarii, mirando en la dirección por la que se había marchado el coche aéreo.

—No importa —dijo Miles—. No han estado aquí, usted no los ha visto nunca.

—Sí, señor.

Amaba a los dendarii: nunca discutían con él. Se sometió a los primeros auxilios de Elli y empezó a preparar mentalmente su historia para la policía. Sin duda, la policía y él iban a cansarse mutuamente antes de que su estancia en la Tierra terminara.

Antes incluso de que el equipo del laboratorio forense llegara a la pista, Miles se volvió y se encontró con Lise Vallerie a su lado. Tendría que haberla esperado. Como lord Vorkosigan había decidido rechazarla, el almirante Naismith desplegó ahora sus encantos, esforzándose por recordar cuál de sus personalidades le había contado qué cosas.

—Almirante Naismith. ¡Desde luego, los problemas parecen seguirle! —empezó a decir ella.

—Éstos sí —dijo amablemente, sonriéndole con toda la calma que pudo dadas las circunstancias. El encargado del holovid estaba grabando en otra parte: ella trataba de preparar algo más que una entrevista en el lugar de los hechos.

—¿Quiénes eran esos hombres?

—Muy buena pregunta, ahora en el terreno de la policía londinense. Mi teoría personal es que eran cetagandanos en busca de venganza por ciertas operaciones dendarii dirigidas, ah, no contra ellos, sino en apoyo de una de sus víctimas. Pero será mejor que no cite eso. No hay pruebas. Podrían demandarla por difamación o algo por el estilo.

—No si es una cita. ¿No cree que fueran barrayareses?

—¡Barrayareses! ¿Qué sabe usted de Barrayar? —Miles dejó que la sorpresa se convirtiera en diversión.

—He estado investigando en su pasado —sonrió ella.

—¿Preguntando a los barrayareses? Confío en que no crea todo lo que dicen de mí.

—No lo hice. Ellos creen que fue creado usted por los cetagandanos. He estado buscando una confirmación independiente; tengo mis propias fuentes privadas. Encontré a un inmigrante que trabajaba en un laboratorio de clonación. Por desgracia su memoria fallaba, no recordaba los detalles: lo desprogramaron a la fuerza cuando lo despidieron. Pero lo que podía recordar era sorprendente. La Flota de Mercenarios Libre Dendarii está registrada oficialmente en Jackson's Whole, ¿no?

—Por conveniencia legal, solamente. No existe ninguna otra conexión, si es eso lo que está preguntando. Se ha aplicado, ¿eh?

Miles volvió la cabeza. Elli Quinn gesticulaba vigorosamente a un capitán junto a un vehículo de tierra de la policía.

—Naturalmente —dijo Vallerie—. Me gustaría, con su colaboración, realizar un reportaje en profundidad sobre ustedes. Creo que sería enormemente interesante para nuestros espectadores.

—Ah… Los dendarii no buscan publicidad. Más bien al contrario. Eso podría poner en peligro nuestras operaciones y agentes.

—Sobre usted personalmente, entonces. Nada de actualidad. Cómo se metió en esto, quién lo clonó y por qué… ya sé a partir de quién. Sus primeros recuerdos. Tengo entendido que se sometió a crecimiento acelerado y entrenamiento hipnótico. ¿Cómo fue? Ese tipo de cosas.

—Fue desagradable —dijo él secamente. El ofrecimiento del reportaje en profundidad era una idea tentadora, en efecto, si se obviaba el hecho de que Galeni lo haría despellejar e Illyan haría que lo disecaran y lo volvieran a montar. Y le caía bien Vallerie. Estaba muy bien dejar que circularan unas cuantas ficciones útiles a través de ella, pero una asociación demasiado íntima con él ahora por ahora… miró al equipo de la policía forense que llegaba y hurgaba entre los restos del camión flotante… sí, asociarse con él podía ser malo para su salud.

—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no destapa el negocio de clonaciones civiles ilegales?

—Ya se ha hecho.

—Sin embargo, las prácticas continúan. Por lo visto no se ha hecho suficiente.

Ella no parecía muy entusiasmada.

—Si trabaja en estrecha cooperación conmigo, almirante Naismith, tendrá crédito en el reportaje. Si no… bueno, será noticia. Juego limpio.

Él sacudió la cabeza, reluctante.

—Lo siento. Es cosa suya.

La escena que se desarrollaba junto al vehículo de la policía llamó su atención.

—Discúlpeme —dijo, distraído. Ella se encogió de hombros y fue a reunirse con su cámara mientras Miles se marchaba.

La policía iba a llevarse a Elli.

—No te preocupes, Miles. Me han arrestado otras veces —trató de tranquilizarlo—. No es gran cosa.

—La comandante Quinn es mi guardaespaldas personal —Miles dirigió sus protestas al capitán de policía— y estaba de servicio. Es evidente. Aún lo está. ¡La necesito!

—Miles, cálmate —le susurró Elli—, o acabarán llevándote a ti también.

—¡A mí! ¡Soy la maldita víctima! Son esos dos payasos que trataron de aplastarme quienes tendrían que ser arrestados.

—Bueno, van a llevárselos también en cuanto los forenses terminen de llenar las bolsas. No puedes esperar que las autoridades acepten nuestra palabra en todo. Comprobarán los hechos, corroborarán nuestra historia y me soltarán —le dirigió una sonrisa al capitán, que se derritió visiblemente—. Los policías son humanos.

—¿No te dijo nunca tu madre que no te subieras a un coche con desconocidos? —murmuró Miles. Pero ella tenía razón. Si creaba mucho alboroto, a los policías se les podría ocurrir ordenar que su lanzadera fuera retenida en tierra o algo peor. Se preguntó si los dendarii recuperarían alguna vez el lanzacohetes, requisado ahora como arma asesina. Se preguntó si arrestar a su principal guardaespaldas era el primer paso de un retorcido plan contra él. Se preguntó si la cirujana de su flota dispondría de alguna droga psicoactiva para tratar la paranoia galopante. Si así era, probablemente resultara alérgico a ella. Apretó los dientes e inspiró profundamente para tranquilizarse.

Una minilanzadera dendarii de dos plazas rodaba por la pista. ¿Qué era aquello? Miles miró su crono de muñeca para descubrir que casi había perdido cinco horas de su precioso permiso de veinticuatro tonteando allí, en el espaciopuerto. Al enterarse de qué hora era, supo quién había llegado y maldijo frustrado entre dientes. Elli aprovechó la nueva distracción para poner en movimiento al capitán de policía y dedicó a Miles un saludo tranquilizador a guisa de despedida. La periodista, gracias a Dios, se había ido a entrevistar a las autoridades del espaciopuerto.

La teniente Bone, atildada, elegante y sorprendente con su mejor uniforme de terciopelo gris, salió de la lanzadera y se acercó a los hombres que quedaban al pie de la rampa de la otra lanzadera mayor.

—Almirante Naismith, señor. ¿Está preparado para nuestra cita…? Oh, cielos…

Él le dirigió una sonrisa de oreja a oreja, consciente de que llevaba la cara sucia y magullada, el pelo revuelto y pegajoso por la sangre seca, el cuello empapado de sangre, la chaqueta manchada y las rodilleras de los pantalones rotas.

—¿Le compraría una fortaleza ambulante a este hombre?

—No saldrá bien —suspiró ella—. El banco con el que tratamos es muy conservador.

—¿No tienen sentido del humor?

—No cuando hay dinero de por medio.

—Bien.

Se abstuvo de gastar más bromas. Estaban demasiado cerca del ataque de nervios. Iba a pasarse las manos por el pelo, pero gimió y cambió el gesto a un suave roce alrededor de la venda temporal.

—Todos mis uniformes de repuesto se encuentran en órbita… y no estoy demasiado dispuesto a deambular por Londres sin Quinn a mi espalda. Ahora no, por lo menos. Y necesito que la cirujana me vea este hombro, hay algo que no va bien… —una terrible agonía para ser más precisos—, y tengo algunas nuevas y serias dudas sobre adónde fue a parar nuestra transferencia de crédito.

—¿Cómo? —dijo ella, atenta al punto esencial.

—Dudas desagradables que necesito comprobar. Muy bien —suspiró, rindiéndose a lo inevitable—, cancele nuestra cita con el banco por hoy. Prepare otra para mañana, si puede.

—Sí, señor —ella saludó y se marchó.

—Ah —la llamó Miles—, no necesita mencionar por qué me ha sido imposible acudir a la cita, ¿eh?

Una esquina de su boca se torció hacia arriba.

—Ni se me ocurriría —le aseguró fervientemente.

De vuelta a la órbita a bordo de la Triumph, una visita a la cirujana de la flota reveló una fina grieta en el omóplato izquierdo de Miles, un diagnóstico que no le sorprendió en absoluto. La cirujana lo trató con electroestim y le metió el brazo izquierdo en un inmovilizador plástico excesivamente molesto. Miles protestó hasta que la mujer amenazó con meter todo su cuerpo en otro. Salió de la enfermería en cuanto ella terminó de curarle la herida de la nuca, antes de que se dejara seducir por las obvias ventajas médicas de la idea.

Después de lavarse, Miles localizó a la capitana Elena Bothari-Jesek, miembro, junto con su marido e ingeniero de la flota el comodoro Baz Jesek, del triunvirato que conocía su verdadera identidad. De hecho, Elena sabía tanto sobre Miles como él mismo. Era hija de su difunto guardaespaldas, habían crecido juntos. Se había convertido en oficial de los dendarii a las órdenes de Miles cuando éste los creó o se los encontró vagando o comoquiera que uno quisiera describir los caóticos comienzos de toda aquella larguísima y complicada operación encubierta. Lejos de ser oficial sólo de nombre, se había ganado el puesto a base de sudor y agallas y feroz estudio. Su concentración era intensa y su fidelidad absoluta. Miles estaba tan orgulloso de ella como si la hubiera creado personalmente. Sus otros sentimientos hacia ella no eran de la incumbencia de nadie.

Cuando entraba en la sala de recreo, Elena le dirigió un gesto que estaba a medio camino entre el saludo militar y el amistoso, y le ofreció una sombría sonrisa. Miles le devolvió un movimiento de cabeza y se sentó a su mesa.

—Hola, Elena. Tengo una misión de seguridad para ti.

Su cuerpo largo y flexible se adelantó, los ojos oscuros iluminados por la curiosidad. Un corto casquete de pelo negro y suave enmarcaba su rostro; piel pálida, rasgos no hermosos pero sí elegantes, esculpidos como los de un sabueso. Miles se miró las manos, las cruzó sobre la mesa para no distraerse en los sutiles planos de aquel rostro. Todavía. Siempre.

—Ah… —Miles miró en derredor y atisbó a un par de interesados técnicos en una mesa cercana—. Lo siento, amigos, es privado.

Un gesto con el pulgar y sonrieron; captaron la insinuación, recogieron su café y se largaron.

—¿Qué tipo de misión de seguridad? —preguntó ella, mordiendo su bocadillo.

—Esto hay que sellarlo por ambos extremos, tanto desde el punto de vista de los dendarii como del de la embajada barrayaresa en la Tierra. Sobre todo desde la embajada. Un trabajo de correo. Quiero que consigas un billete en el transporte comercial más rápido disponible a Tau Ceti y lleves un mensaje del teniente Vorkosigan al cuartel general de Seguridad Imperial del Sector y a la embajada que hay allí. Mi oficial al mando barrayarés aquí, en la Tierra, no sabe que te envío, y me gustaría mantenerlo así.

—No me siento… ansiosa por tratar con la estructura de mando barrayaresa —dijo ella suavemente tras un instante. Se miró las manos.

—Lo sé. Pero como esto está relacionado con mis dos identidades, tenéis que ser tú, Baz o Elli Quinn. La policía de Londres ha detenido a Elli, y no puedo enviar a tu marido; algún idiota confundido de Tau Ceti podría tratar de arrestarlo.

Elena dejó de mirarse las manos.

—¿Por qué Barrayar nunca retiró los cargos de deserción contra Baz?

—Lo intenté. Creí que casi los había convencido. Pero entonces Simon Illyan tuvo un ataque de remilgos y decidió dejar vigente la orden de arresto, aunque no fuera a cumplirse, para que le diera una ventaja extra sobre Baz en caso de, eh, emergencia. También proporciona un toque artístico a la tapadera de los dendarii como empresa verdaderamente independiente. Pensé que Illyan se equivocaba… de hecho, así se lo dije, hasta que me ordenó tajantemente que cerrara el pico sobre ese tema. Algún día, cuando yo dé las órdenes, me encargaré de que eso cambie.

Ella alzó las cejas.

—Podría ser una larga espera, a tu ritmo actual de ascensos… teniente.

—Mi padre es muy sensible a las acusaciones de nepotismo, capitana.

Cogió el disco sellado de datos con el que había estado jugueteando sobre la mesa.

—Quiero que entregues esto al agregado militar de Tau Ceti, el comodoro Destang. No lo envíes a través de nadie más, porque entre mis recelos está el de que podría haber una filtración en el canal correo barrayarés entre allí y aquí. Creo que el problema está en esta parte, pero si me equivoco… Dios, espero que no sea el propio Destang.

—¿Paranoico? —preguntó ella, solícita.

—Y aumenta por minutos. Tener al loco emperador Yuri en mi árbol genealógico no me ayuda ni pizca. Siempre me estoy preguntando si ya he empezado a desarrollar su enfermedad. ¿Se puede ser paranoico respecto a ser paranoico?

Ella sonrió con dulzura:

—Si alguien puede, ése eres tú.

—Mm. Bien, esta paranoia en concreto es un clásico. Suavicé el lenguaje en el mensaje para Destang… será mejor que lo leas antes de embarcar. Después de todo, ¿qué pensarías de un joven oficial que está convencido de que sus superiores se lo quieren cargar?

Ella ladeó la cabeza, las cejas levantadas.

—Eso es —asintió Miles. Golpeó el disco con un dedo—. El propósito de tu viaje es comprobar una hipótesis… sólo una hipótesis, te lo advierto, de que el motivo por el que nuestros dieciocho millones de marcos no están aquí es porque han desaparecido en el camino. Posiblemente para acabar en los bolsillos del querido capitán Galeni. No hay ninguna prueba fehaciente todavía, como la súbita y permanente desaparición de Galeni, y no es el tipo de acusación que un oficial joven y ambicioso pueda hacer por error. He incluido otras cuatro teorías en el informe, pero ésa es la que más me escama. Debes averiguar si el cuartel general ha enviado nuestro dinero.

—No pareces escamado. Pareces desgraciado.

—Sí, bueno, desde luego es la posibilidad más incómoda. Tiene mucha lógica.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—Galeni es komarrés.

—¿A quién le importa? Tanto más probable que tengas razón, entonces.

«A mí me importa.» Miles sacudió la cabeza. Después de todo, ¿qué representaba la política interna de Barrayar para Elena, que había jurado apasionadamente no volver a poner un pie en su odiado mundo natal?

Ella se encogió de hombros y se puso en pie, guardándose el disco en el bolsillo.

Miles no intentó cogerle las manos. No hizo ni un solo movimiento que pudiera avergonzarlos a ambos. Los viejos amigos eran más difíciles de encontrar que los nuevos amores.

«Oh, mi amiga más antigua.»

Todavía. Siempre.

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