9

Para alivio momentáneo de Miles, lo llevaron arriba, no tubo abajo. No es que no pudieran matarlo perfectamente en cualquier otra parte que no fuera el subnivel del aparcamiento. A Galeni sí que tendrían que asesinarlo en el garaje para evitar arrastrar el cuerpo, pero el peso muerto de Miles, por así decirlo, no representaba la misma carga logística.

La habitación a la que lo empujaron los dos hombres era una especie de estudio o despacho privado, luminoso a pesar de la ventana polarizada. Archivos de datos de biblioteca llenaban un estante transparente en la pared; una comuconsola corriente ocupaba un rincón. El vid de la comuconsola mostraba una panorámica de la celda de Miles. Galeni todavía yacía aturdido en el suelo.

El más mayor de los hombres, que parecía a cargo del secuestro de Miles la noche anterior, estaba sentado en un sofá beige y cromo ante la ventana oscurecida; examinaba un hipospray que acababa de sacar de una maleta, abierta a su lado. Bien. Interrogatorio, no ejecución, era el plan. O, en cualquier caso, interrogatorio previo a la ejecución. A menos que simplemente pretendieran envenenarlo.

Miles apartó la mirada del deslumbrante hipo mientras el hombre se movía, volviendo la cabeza para estudiar a Miles con los ojos entornados. Comprobó la comuconsola un breve instante. Fue una postura inconsciente, una mano aferrada al borde del asiento, lo que hizo que Miles cayera en la cuenta, porque el hombre no se parecía gran cosa al capitán Galeni, excepto quizás en la palidez de su piel. Tendría unos sesenta años. Pelo gris recortado, cara arrugada; el cuerpo, grueso por la edad, claramente no pertenecía a un deportista o un atleta. Llevaba ropa terrestre conservadora distanciada una generación de la de los adolescentes que Miles había visto en los centros comerciales. Podría haber sido un hombre de negocios o un maestro, cualquier cosa menos un encallecido terrorista.

Excepto por la terrible tensión. En eso, en el agarrotamiento de sus manos, la distensión de las aletas de la nariz, el hierro de su boca y el envaramiento del cuello. Ser Galen y Duv Galeni eran una misma persona.

Galen se levantó y caminó lentamente alrededor de Miles con el aire de un hombre que estudia la escultura de un artista menor. Miles permaneció muy quieto, sintiéndose más pequeño que de costumbre con sus calcetines, la barba de un día y la ropa arrugada. Había llegado por fin al centro, a la fuente última de la que manaban todos sus problemas de las últimas semanas. Y el centro era aquel hombre que orbitaba a su alrededor mirándolo con odio ansioso. O quizá Galen y él eran dos centros, como los extremos de una elipse, unidos y superpuestos por fin para formar un diabólico círculo perfecto.

Miles se sintió muy pequeño y muy frágil. Galen podría muy bien empezar a romperle los brazos con el mismo aire nervioso y ausente con el que Elli Quinn se mordía las uñas, sólo para liberar la tensión. «¿Me ve acaso? ¿O soy un objeto, un símbolo que representa al enemigo? ¿Me asesinará por ser una alegoría?»

—Bien —dijo Ser Galen—. Éste es el verdadero, por fin. No muy impresionante, para haberse ganado la lealtad de mi hijo. ¿Qué ve en usted? Con todo, representa muy bien a Barrayar. El hijo monstruoso de un padre monstruoso, el genotipo moral secreto de Aral Vorkosigan hecho carne para que todos puedan verlo. Quizás existe algo de justicia en el universo después de todo.

—Muy poético —susurró Miles—, pero biológicamente inadecuado, como debe de saber, después de haberme clonado.

Galen sonrió con acritud.

—No insistiré en ello —completó su circuito y se encaró a Miles—. Supongo que no pudo evitar nacer. ¿Pero por qué no se ha rebelado nunca contra el monstruo? Lo convirtió en lo que es… —un expansivo gesto con la mano abierta resumió la hechura retorcida de Miles—. ¿Qué carisma de dictador posee ese hombre, que es capaz de hipnotizar no sólo a su propio hijo, sino al de otro? —La figura tendida en la consola vid pareció reflejarse en los ojos de Galen—. ¿Por qué lo sigue usted? ¿Por qué lo sigue David? ¿Qué corrupto placer obtiene mi hijo al ponerse un uniforme barrayarés y marchar detrás de Vorkosigan? —A Galen se le daba muy mal la fingida socarronería; los tonos subyacentes se retorcieron con angustia.

—Para empezar, mi padre no me ha abandonado nunca en presencia del enemigo —replicó Miles.

Galen echó la cabeza atrás, extinguida toda pretensión de farsa. Se giró bruscamente y fue a recoger el hipospray.

Miles maldijo en silencio su propia lengua. En vez de aquel estúpido impulso de decir la última palabra, de devolver el golpe, bien podría haber hecho que el hombre siguiera hablando, para descubrir algo. Ahora la charla, y el descubrimiento, se producirían en sentido inverso.

Los dos guardias lo cogieron por los brazos. El de la izquierda le subió la manga de la camisa. Aquí venía. Galen presionó el hipospray contra la vena, en la sangría de Miles: un siseo, un mordisco picante.

—¿Qué es esto? —apenas tuvo tiempo de preguntar Miles. Su propia voz le sonó desafortunadamente débil y nerviosa.

—Pentarrápida, por supuesto —respondió Galen con tranquilidad.

Miles no se sorprendió, aunque se revolvió interiormente, sabiendo lo que le esperaba. Había estudiado efectos, farmacología y uso adecuado de la pentarrápida en el curso de seguridad de la Academia Imperial de Barrayar. Era la droga preferida para realizar interrogatorios, no sólo en el servicio imperial, sino en toda la galaxia. El suero de la verdad casi perfecto, irresistible, inofensivo para el sujeto incluso en dosis repetidas, excepto para los pocos desafortunados que tenían alergia natural o inducida a la droga. Miles nunca había sido considerado candidato para esta última condición, ya que su persona se consideraba más valiosa que ninguna información secreta que contuviera. Otros agentes de espionaje no tenían tanta suerte. El shock anafiláctico era una muerte aún menos heroica que la cámara de desintegración normalmente reservada para los espías convictos.

Desesperado, Miles esperó a que la droga actuase. El almirante Naismith había sido sometido a más de un interrogatorio con pentarrápida. La droga arrastraba toda sensatez al mar en una riada de benigna buena voluntad y risitas caritativas. Como un gato en su cesta. Era muy divertido de ver… si se trataba de otra persona. En unos instantes se vería reducido a la completa idiotez.

Era inquietante que el resuelto capitán Galeni hubiera sido reducido tan vergonzosamente. Cuatro veces, había dicho. No era extraño que estuviera nervioso.

Miles se notaba el corazón desbocado, como por una sobredosis de cafeína. Su visión se agudizó hasta un extremo casi doloroso. Los bordes de cada objeto de la habitación se destacaron, se volvieron palpables para sus sentidos exacerbados. Galen, de pie junto a la ventana, era un diagrama viviente, eléctrico y peligroso, cargado de letal voltaje, a la espera de una descarga liberadora.

No, no era agradable.

Había entrado en estado de shock… Miles inspiró por última vez. Sí que se sorprendería su interrogador…

Pero para su propia sorpresa, siguió jadeando. No se trataba de un shock anafiláctico, entonces. Sólo otra de sus malditas reacciones a las drogas. Deseó que la pentarrápida no le provocara alucinaciones espectrales como aquel maldito sedante que le habían dado una vez. Quiso gritar. Sus ojos se esforzaron para seguir el más mínimo movimiento de Galen.

Uno de los guardias empujó una silla y lo obligó a sentarse. Miles cayó sobre ella agradecido, temblando de un modo incontrolado. Sus pensamientos parecieron explotar en fragmentos y reconstruirse, como fuegos artificiales que avanzaran y retrocedieran en un vid. Galen le miró con el ceño fruncido.

—Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la Embajada barrayaresa.

Sin duda ya habrían arrancado esa información básica al capitán Galeni. Debía de ser una simple pregunta para comprobar los efectos de la pentarrápida.

—… de la pentarrápida —se oyó Miles decir, haciéndose eco de sus pensamientos. Oh, demonios. Esperaba que su extraña reacción a la droga incluyera la habilidad de resistirse a expulsar los sesos por la boca.

—… qué imagen tan repulsiva…

Bajó la cabeza y miró el suelo ante sus pies, como si viera una pila de sesos ensangrentados vomitados allí.

Ser Galen avanzó, lo cogió por el pelo y repitió entre dientes:

—¡Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la embajada barrayaresa!

—El sargento Barth está al cargo —empezó Miles impulsivamente—. Matón molesto. Ningún savoir faire en absoluto, y un coñazo además…

Incapaz de detenerse, Miles escupió no sólo códigos, claves y perímetros de escáneres, sino también esquemas de personal, sus opiniones privadas acerca de todos y cada uno de los individuos y una enconada crítica a los defectos de la red de seguridad. Una idea disparaba la otra y luego la siguiente en una explosiva cadena, como una traca de fuegos artificiales. No podía pararse. Farfullaba.

No sólo él no conseguía parar, tampoco Galen. Los prisioneros tratados con pentarrápida tendían a desviarse del tema con asociaciones libres a menos que sus interrogadores los mantuvieran controlados con pistas frecuentes. Miles se encontró haciendo lo mismo a toda velocidad. Las víctimas normales se detenían en seco con una palabra, pero Miles sólo se detuvo cuando Galen lo golpeó con fuerza y repetidamente en la cara, gritándole que se callara; se quedó sentado, jadeando.

La tortura no formaba parte de los interrogatorios con pentarrápida porque los sujetos eran felizmente inmunes a ella. Para Miles el dolor latía dentro y fuera, apartado y distante un momento, inundando a continuación su cuerpo y rebulléndose en su mente como un estallido de estática. Para su propio horror, empezó a llorar. Entonces se detuvo con un súbito hipido.

Galen se quedó mirándolo con desagrado y fascinación.

—No va bien —murmuró uno de los guardias—. No debería ser así. ¿Está resistiéndose a la pentarrápida con algún tipo de condicionamiento nuevo?

—No se resiste a ella —puntualizó Galen. Comprobó su crono de muñeca—. No retiene ninguna información. Está dando más de la cuenta. Demasiada.

La comuconsola empezó a trinar insistentemente.

—Yo la atenderé —se ofreció Miles—. Probablemente es para mí.

Se levantó del asiento, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces sobre la alfombra, que le hizo cosquillas en la mejilla hinchada. Los dos guardias lo levantaron y volvieron a colocarlo en la silla. La habitación trazó un lento círculo a su alrededor. Galen atendió la comuconsola.

—Informando —la propia voz de Miles en su encarnación barrayaresa sonó desde el vid.

La cara del clon no le resultaba tan familiar a Miles como la que se afeitaba diariamente ante el espejo.

—Tiene que hacerse la raya en el otro lado si quiere ser yo —comentó Miles a nadie en particular—. No, no es…

Nadie le estaba escuchando, de todas formas. Miles reflexionó sobre ángulos de incidencia y ángulos de reflejo, sus pensamientos rebotando a la velocidad de la luz entre las paredes de espejo de su cráneo vacío.

—¿Cómo va? —Galen se asomó ansioso a la comuconsola.

—Casi lo fastidió todo en los primeros cinco minutos, anoche. El dendarii conductor del coche resultó ser el maldito primo —la voz del clon era baja e intensa—. Por suerte, conseguí que mi primer error fuera considerado una broma. Pero me tienen en la misma habitación que el hijo de puta. Y ronca.

—Cierto —comentó Miles, sin que se lo preguntara nadie—. Para diversión de verdad, espera a que empiece a hacer el amor en sueños. Maldición, ojalá tuviera yo sueños como los de Ivan. Lo único que sufro son pesadillas… jugar al polo desnudo contra un montón de cetagandanos con la cabeza cortada del teniente Murka como balón. Gritaba cada vez que marcaba gol. Rebotaba y se enganchaba… —las palabras de Miles se perdieron, puesto que continuaron ignorándolo.

—Tendrás que tratar con todo tipo de personas que lo conocieron, antes de que esto se acabe —dijo Galen ásperamente—. Pero si logras engañar a Vorpatril, engañarás a cualquiera…

—Podrás engañar a todo el mundo alguna vez —canturreó Miles—, y a algunas personas todas las veces, y podrás engañar a Ivan siempre que quieras. No presta atención.

Galen lo miró, irritado.

—La embajada es un microcosmos perfectamente aislado —continuó, dirigiéndose al vid—. Antes de que salgas al ruedo mayor de Barrayar, la presencia de Vorpatril nos proporciona una oportunidad de prácticas única. Si te descubre, encontraremos algún medio de eliminarlo.

—Mm —el clon no parecía muy satisfecho—. Antes de que empezáramos, creí que habíais conseguido atiborrarme la cabeza de todo conocimiento posible sobre Miles Vorkosigan. En el último minuto descubren que ha estado llevando una doble vida todo este tiempo… ¿qué más se les ha pasado por alto?

—Miles, hemos hablado de eso…

Miles advirtió con un sobresalto que Galen llamaba al clon por su nombre. ¿Tan concienzudamente había sido acondicionado para aquel papel que no tenía un nombre propio? Qué extraño…

—Sabíamos que habría lagunas en las que tendrías que improvisar. Pero nunca tendremos una oportunidad mejor que esta visita suya a la Tierra. Mejor que esperar otros seis meses y tratar de actuar en Barrayar. No. Es ahora o nunca.

Galen tomó aliento. Se tranquilizó.

—Bien. Superaste esta noche.

El clon hizo una mueca.

—Sí, si no contamos que a punto estuve de ser estrangulado por un maldito abrigo de piel animado.

—¿Qué? Oh, la piel viviente. ¿No se la dio a la mujer?

—Evidentemente, no. Casi me meé encima antes de darme cuenta de lo que era. Desperté al primo.

—¿Sospechó algo? —preguntó Galen, nervioso.

—Lo tomó por una pesadilla. Parece que Vorkosigan las tiene muy a menudo.

Miles asintió sabiamente.

—Es lo que les decía. Cabezas cortadas… huesos rotos… parientes mutilados… alteraciones inusitadas en partes importantes de mi cuerpo…

La droga parecía estar surtiendo algún tipo de extraño efecto memorístico, lo cual hacía en parte que la pentarrápida fuera tan efectiva en los interrogatorios, sin duda. Sus sueños recientes acudían a él con mucha más claridad de lo que los recordaba conscientemente. En el fondo, se alegraba de tender a olvidarlos.

—¿Dijo algo Vorpatril sobre el tema por la mañana?

—No. Yo no hablo mucho.

—Eso no es propio de mí —observó Miles, solícito.

—Finjo estar pasando por un episodio leve de una de esas depresiones de las que habla su informe psíquico… ¿quién habla, por cierto? —El clon giró la cabeza.

—El propio Vorkosigan. Le hemos dado pentarrápida.

—Ah, bien. Llevo toda la mañana recibiendo llamadas por un enlace seguro. Sus mercenarios piden órdenes.

—Acordamos que evitarías a los mercenarios.

—Bien, díselo a ellos.

—¿Cuánto tardarás en tener las órdenes que te saquen de la embajada y te envíen de vuelta a Barrayar?

—No lo suficientemente pronto para evitar a los dendarii por completo. Se lo comenté al embajador, pero parece que Vorkosigan está encargado de la búsqueda del capitán Galeni. Creo que le sorprendió que yo quisiera marcharme, así que me eché atrás. ¿Ha cambiado ya el capitán de opinión? ¿Colaborará? Si no, tendrás que generar mis órdenes de regreso a casa desde allí y deslizarlas con el correo o algo por el estilo.

Galen vaciló visiblemente.

—Veré qué puedo hacer. Mientras tanto, sigue intentándolo.

«¿No sabe Galen que sabemos que el correo está implicado?», pensó Miles con un destello de lucidez casi normal. Consiguió mantener la vocalización en un murmullo.

—De acuerdo. Bueno, me prometiste que lo mantendrías con vida para hacerle preguntas hasta que me marchara, así que ahí va una. ¿Quién es la teniente Bone, y qué se supone que tiene que hacer con el superávit de la Triumph? No dijo de qué había sobrantes.

Uno de los guardias pinchó a Miles.

—Contesta a la pregunta.

Miles luchó por conseguir claridad de pensamiento y expresión.

—Es la contable de mi flota. Supongo que debería invertirlo en su cuenta y jugar como de costumbre. Es un superávit de dinero —se vio obligado a explicar, entonces chasqueó la lengua con pesar—. Temporal, estoy seguro.

—¿Valdrá eso? —preguntó Galen.

—Creo que sí. Le dije que era una oficial experimentada y que actuara a su discreción, y pareció marcharse satisfecha, pero me preguntaba qué le había ordenado. Muy bien, la siguiente. ¿Quién es Rosalie Crew, y por qué demanda al almirante Naismith por medio millón de créditos federales de la GSA?

—¿Quién? —boqueó Miles, con sincero asombro, cuando el guardia volvió a pincharlo—. ¿Qué?

Miles era incapaz de traducir medio millón de créditos GSA a marcos imperiales barrayareses en su cabeza confundida por la droga en otra cosa que no fueran «montones y montones y montones». Durante un momento, la asociación del nombre permaneció bloqueada. Luego cayó en la cuenta.

—Dioses, es esa pobre empleada de la licorería. La salvé del incendio. ¿Pero por qué me demanda a mí? ¿Por qué no demanda a Danio, que le quemó la tienda…? Claro, está sin blanca…

—¿Pero qué hago al respecto? —preguntó el clon.

—Querías ser yo —dijo Miles con voz áspera—, resuélvelo tú.

Sus procesos mentales actuaron de todas formas.

—Amenázala con una contrademanda por daños médicos. Creo que me torcí la espalda al levantarla. Todavía me duele…

Galen no dio importancia al tema.

—Ignóralo —instruyó—. Estarás fuera de allí antes de que pase nada.

—Muy bien —dijo el clon de Miles, dubitativo.

—¿Y cargarles el muerto a los dendarii? —protestó Miles, furioso. Cerró los ojos, tratando desesperadamente de pensar mientras la habitación se estremecía—. Pero, por supuesto, no te importan nada los dendarii, ¿verdad? ¡Tienen que importarte! Ponen sus vidas en peligro por ti… por mí… no está bien. Los traicionarás, como si nada, sin pensarlo siquiera, apenas sabes lo que son…

—Cierto —suspiró el clon— y, hablando de lo que son, ¿cuál es su relación con esa comandante Quinn? ¿Habéis decidido finalmente si se la estaba tirando, o no?

—Sólo somos buenos amigos —canturreó Miles, y se echó a reír histérico. Saltó hacia la comuconsola (los guardias intentaron agarrarlo y fallaron) y, tras subirse a la mesa, se asomó al vid—. ¡Apártate de ella, pequeño mierda! Ella es mía, lo oyes, mía, toda mía… Quinn, Quinn, hermosa Quinn, Quinn de la noche, hermosa Quinn —cantó desafinando mientras los guardias lo arrastraban. Los golpes le hicieron guardar silencio.

—Creía que le habíais administrado pentarrápida —le dijo el clon a Galen.

—Así es.

—¡Pues no lo parece!

—Sí. Pasa algo raro. Sin embargo, se supone que no ha sido condicionado… Empiezo a dudar seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida como fuente de información si no podemos confiar en sus respuestas.

—Magnífico —rezongó el clon. Miró por encima del hombro—. Tengo que irme. Informaré de nuevo esta noche. Si todavía estoy vivo.

Se desvaneció con un pitido irritado.

Galen acosó a Miles con una lista de preguntas: sobre el cuartel general imperial de Barrayar; sobre el emperador Gregor; sobre las actividades habituales de Miles cuando estaba destinado en la capital de Barrayar, Vorbarr Sultana; y, con insistencia, sobre los mercenarios dendarii. Miles, rebulléndose, contestó y contestó y contestó, incapaz de detener su rápido parloteo. Pero a la mitad se topó con un verso y acabó recitando todo el soneto. Los bofetones de Galen no pudieron desviarlo; las cadenas de asociación eran demasiado fuertes para romperlas. Después de eso consiguió esquivar el interrogatorio repetidamente. Las obras de metro y rima fuertes funcionaban mejor; los malos versos, las canciones obscenas de farra dendarii, todo lo que pudiera disparar una palabra o frase casual de sus captores. Su memoria parecía fenomenal. El rostro de Galen se ensombreció de frustración.

—A este paso estaremos aquí hasta el próximo invierno —dijo disgustado uno de los guardias.

Los labios ensangrentados de Miles esbozaron una sonrisa maniática.

—«Ahora es el invierno de nuestro descontento —gimió—, vuelto glorioso verano por este sol de York…»

Habían pasado años desde que memorizara la antigua obra, pero los sugestivos pentámetros yámbicos lo llevaron implacables de la mano. Aparte de golpearlo hasta dejarlo inconsciente, no parecía que Galen pudiera hacer nada por desconectarlo. Miles ni siquiera había llegado al final del Acto I cuando los dos guardias lo arrastraron de vuelta al tubo elevador y lo arrojaron a su prisión.

Una vez allí, sus aceleradas neuronas lo impulsaron de pared a pared, caminando y recitando, dando saltos arriba y abajo en el camastro en los momentos adecuados, adoptando todos los papeles femeninos con un agudo falsete. Llegó hasta el último amén antes de desplomarse en el suelo y quedarse allí jadeando.

El capitán Galeni, que llevaba una hora acurrucado en un rincón de su camastro protegiéndose los oídos con las manos, alzó la cabeza con cautela.

—¿Ha terminado ya? —preguntó suavemente.

Miles se tendió de espaldas y miró aturdido la luz del techo.

—Tres hurras por la cultura… estoy mareado.

—No me extraña —el propio Galeni, pálido, parecía enfermo; seguía tembloroso por los efectos del aturdidor—. ¿Qué ha sido eso?

—¿La obra, o la droga?

—Reconozco la obra, gracias. ¿Qué droga ha sido?

—Pentarrápida.

—Está bromeando.

—Para nada. Tengo varias reacciones extrañas a los medicamentos. Hay toda una gama de sedantes que no puedo tocar. Al parecer, la pentarrápida está relacionada.

—¡Qué buena suerte!

«Dudo seriamente de la utilidad de mantenerlo con vida…»

—No lo creo —dijo Miles, distante. Se puso en pie, se abalanzó hacia el cuarto de baño, vomitó y se desmayó.

Despertó con la fija mirada de la luz acuchillando sus ojos, y se pasó un brazo por la cara para anularla. Alguien (¿Galeni?) le había arrastrado de vuelta al camastro. Galeni estaba ahora dormido al otro lado de la habitación, respirando pesadamente. Una comida, fría y olvidada, esperaba en un plato situado en el extremo del camastro de Miles. Debía ser de madrugada. Contempló inquieto la comida, luego la apartó de su vista, bajo la cama. El tiempo se estiró inexorable mientras se agitaba, se volvía, se sentaba, se tumbaba, dolorido y mareado. Imposible escapar ni siquiera en sueños.

A la mañana siguiente, después del desayuno, vinieron y se llevaron no a Miles, sino a Galeni. El capitán salió con una expresión de sombrío disgusto en los ojos. Desde el pasillo llegaron los sonidos de un violento altercado: Galeni intentando que lo aturdieran; una manera draconiana pero sin duda efectiva de evitar el interrogatorio. No tuvo éxito. Sus captores lo devolvieron a la celda, riendo como un loco, después de una sesión maratoniana.

Yació fláccido en la cama durante aproximadamente otra hora antes de sumirse en un sueño inquieto. Miles resistió amablemente la oportunidad de aprovecharse de los efectos residuales de la droga para plantearle unas cuantas preguntas propias. Lástima, los sujetos sometidos a la pentarrápida recordaban sus experiencias. Miles estaba bastante seguro de que una de las motivaciones personales de Galeni se hallaba en la palabra clave traición.

Galeni regresó por fin a una pastosa pero fría consciencia, sintiéndose enfermo. La resaca de la pentarrápida era una experiencia enormemente desagradable. En eso, la respuesta de Miles a la droga era la habitual. Se estremeció cuando Galeni hizo su viaje al cuarto de baño.

Regresó y se sentó pesadamente en el camastro. Sus ojos se posaron en el plato frío de la cena; lo apartó dubitativo con un dedo.

—¿Quiere usted esto? —le preguntó a Miles.

—No, gracias.

—Mm —Galeni quitó el plato de la vista, colocándolo bajo la cama, y se sentó, agotado.

—¿Qué buscaban en su interrogatorio? —Miles volvió la cabeza hacia la puerta.

—Esta vez, historia personal, principalmente.

Galeni se miró los calcetines, que se estaban quedando tiesos de tan sucios. Sin embargo, Miles no estaba seguro de que viera lo que estaba mirando.

—Parece tener dificultades para comprender que yo hablaba en serio. Al parecer estaba verdaderamente convencido de que sólo tenía que aparecer, silbar y tenerme corriendo a sus talones como lo hacía a mis catorce años. Como si el peso de toda mi vida adulta no contara para nada. Como si me hubiera puesto este uniforme de broma, o por desesperación o confusión… todo menos por una decisión razonada y de principios.

No había necesidad de preguntar a quién se refería. Miles sonrió con amargura.

—¿Qué, no fue por las botas de caña?

—Me dejé deslumbrar por los oropeles del neofascismo —le informó Galeni suavemente.

—¿Así es como lo definió? Es feudalismo, por cierto, no fascismo (aparte de algunos experimentos en centralización del difunto emperador Ezar Vorbarra). El deslumbrante oropel del neo-feudalismo, se lo aseguro.

—Conozco perfectamente los principios del Gobierno barrayarés, gracias —observó Galeni.

—Da igual —murmuró Miles—. Todo se ha ido consiguiendo sobre la marcha, ya sabe.

—Sí, lo sé. Me alegra saber que no es un analfabeto histórico como el oficial medio de hoy en día.

—Bueno… —dijo Miles—, si no fue por los galones dorados y las botas brillantes, ¿por qué está usted con nosotros?

—Oh, claro. —Galeni dirigió la mirada hacia la luz—. Siento un sádico placer psicosexual siendo un matón, un hampón y un gallito. Es una búsqueda de poder.

—Hola —le saludó Miles desde el otro lado de la habitación—, hable conmigo, no con él, ¿vale? Ya ha tenido su turno.

—Mm —Galeni se cruzó de brazos, sombrío—. En cierto modo, supongo que es verdad. Busco el poder. O lo buscaba.

—Por si sirve de algo, eso no es ningún secreto para el Alto Mando de Barrayar.

—Ni para ningún barrayarés, aunque por lo visto la gente de fuera de su sociedad lo pasa siempre por alto. ¿Cómo imaginan que una sociedad de castas aparentemente tan rígida ha soportado sin desintegrarse las increíbles tensiones de este siglo desde el final de la Era del Aislamiento? En cierto modo, el servicio imperial ha sido algo que tiene la misma función social que la Iglesia medieval aquí en la Tierra: una válvula de seguridad. A través del servicio, todo aquel que tenga talento puede superar sus orígenes de casta. Veinte años de servicio imperial, y salen siendo a todos los efectos Vor honorarios. Los nombres puede que no hayan cambiado desde la época de Dorca Vorbarra, cuando los Vor eran una casta cerrada de matones a caballo…

Miles sonrió al oír la descripción de la generación de su abuelo.

—… pero la sustancia se ha alterado hasta lo irreconocible. Y sin embargo, durante todo este tiempo los Vor han conseguido, de forma desesperada, aferrarse a ciertos principios vitales de servicio y sacrificio. Al conocimiento de que es posible, para un hombre que no quiere detenerse y agacharse, correr calle abajo con la oportunidad de dar… —Se detuvo en seco y se aclaró la garganta, ruborizado—. Mi tesis doctoral, ¿sabe? El servicio imperial barrayarés, un siglo de cambio.

—Ya veo.

—Quería servir a Komarr…

—Como su padre antes que usted —terminó Miles.

Galeni alzó bruscamente la mirada, sospechando sarcasmo, pero sólo encontró en sus ojos, confió Miles, ironía compasiva.

Galeni abrió la mano en un breve gesto de acuerdo y de comprensión.

—Sí. Y no. Ninguno de los cadetes que entraron en el servicio cuando lo hice yo han visto todavía una guerra. Yo la vi desde la calle…

—Sospechaba que estaba usted más íntimamente relacionado con la Revuelta komarresa de lo que revelan los informes de seguridad —observó Miles.

—Como aprendiz reclutado por mi padre —confirmó Galeni—. Algunas incursiones nocturnas, misiones de sabotaje… era bajo para mi edad. Hay lugares en los que un niño puede meterse como si jugara, mientras que un adulto es detenido. Antes de cumplir catorce años había ayudado a matar hombres… No abrigo ninguna ilusión sobre las gloriosas tropas imperiales durante la Revuelta de Komarr. Vi a hombres que llevaban este uniforme —se pasó un dedo por los pantalones verdes— hacer cosas vergonzosas. Por furia o miedo, por frustración o desesperación, a veces sólo por mala fe. Pero no vi que hubiera ninguna diferencia palpable para los cadáveres, para la gente corriente pillada en el fuego cruzado, ya resultaran quemados con el fuego de plasma de los malvados invasores o volados en pedazos por las implosiones gravitatorias de los buenos patriotas. ¿Libertad? Difícilmente podemos pretender que Komarr fuera una democracia antes de que llegaran los barrayareses. Mi padre decía que Barrayar había destruido Komarr, pero cuando yo miraba alrededor, Komarr seguía allí.

—No se pueden cobrar impuestos a una tierra yerma —murmuró Miles.

—Una vez vi a una niña pequeña… —se detuvo, se mordió los labios, continuó—: Lo que sí constituye una diferencia palpable es que no haya guerra. Yo pretendo, pretendía, crear esa diferencia palpable. Una carrera en el servicio, un retiro honorable, subir hasta ocupar un cargo ministerial… luego pasar a las filas del lado civil, luego…

—¿El virreinato de Komarr? —sugirió Miles.

—Esa pretensión sería un poco megalomaníaca —dijo Galeni—. Un nombramiento en el personal, desde luego —su mirada se apagó de manera visible mientras contemplaba la celda y arrugó los labios en una risa silenciosa, autodespectiva—. Mi padre, por otro lado, quiere venganza. La dominación extranjera de Komarr no es sólo un abuso, sino intrínsecamente maligna por principio. Tratar de convertirla en no extranjera por integración no es un compromiso, es colaboración, capitulación. Los revolucionarios komarreses murieron por mis pecados. Y así una y otra vez. Una y otra vez.

—Entonces, sigue intentando persuadirle para que se pase a su bando.

—Oh, sí. Creo que seguirá hablando hasta que apriete el gatillo.

—No es que le esté pidiendo, um, que sacrifique sus principios ni nada por el estilo, pero la verdad es que no creo que cometiera ningún pecado extra si usted, digamos, suplica por su vida. «El que lucha y huye vive para luchar otro día», y todo eso.

Galeni sacudió la cabeza.

—Precisamente por esa lógica no puedo rendirme. No voy a hacerlo porque no puedo. Si diera marcha atrás, él lo haría también, y se vería obligado a razonar que habría que matarme igual que ahora finge razonar lo contrario. Ya ha sacrificado a mi hermano. En cierto sentido, la muerte de mi madre fue consecuencia de esa pérdida, y de otras que le infligió en nombre de la causa. Supongo que eso hace que todo parezca muy edípico —añadió, en un destello de reflexión—, pero… la angustia de tomar las decisiones difíciles siempre ha atraído su alma romántica.

Miles sacudió la cabeza.

—Admito que conoce usted al hombre mejor que yo. Y sin embargo… bueno, la gente siente fascinación por las elecciones difíciles, y deja de buscar alternativas. La voluntad de ser estúpido es una fuerza muy poderosa…

Esto provocó una risita de Galeni, y una mirada pensativa.

—… pero siempre hay alternativas. Sin duda es más importante ser leal a una persona que a un principio.

Galeni alzó las cejas.

—Supongo que eso no debería sorprenderme, viniendo de un barrayarés. De una sociedad que tradicionalmente se organiza por juramentos internos de lealtad en vez de un marco externo de ley abstracta… ¿es debido a la política de su padre?

Miles se aclaró la garganta.

—A la teología de mi madre, en realidad. Desde dos puntos de partida completamente distintos llegan a esta extraña intersección en sus puntos de vista. La teoría de ella es que los principios vienen y van, pero que las almas humanas son inmortales, y que por tanto hay que decantarse hacia lo importante. Mi madre tiende a ser enormemente lógica. Es betana, ya sabe.

Galeni se adelantó con interés, las manos relajadas sobre las rodillas.

—Me sorprende que su madre haya tenido algo que ver con su educación. La sociedad barrayaresa tiende a ser tan, er, radicalmente patriarcal… Y la condesa Vorkosigan tiene fama de ser la más invisible de las esposas políticas.

—Sí, invisible —reconoció Miles alegremente—, como el aire. Si desapareciera uno apenas se daría cuenta. Hasta la próxima vez en que hubiera que respirar.

Reprimió un arrebato de añoranza de casa y un temor atroz… «si no regreso esta vez…».

Galeni sonrió, amablemente incrédulo.

—Es difícil imaginarse al gran almirante claudicando ante, ah, presiones matrimoniales.

Miles se encogió de hombros.

—Cede ante la lógica. Mi madre es una de las pocas personas que conozco que casi ha conquistado por completo la voluntad de ser estúpido —frunció el ceño, introspectivo—. Su padre es un hombre bastante inteligente, ¿no? Quiero decir, dadas sus premisas. Ha eludido a Seguridad, ha podido preparar al menos unos cuantos planes de acción temporalmente efectivos, tiene seguidores, es sin duda persistente…

—Sí, supongo que sí.

—Mm.

—¿Qué?

—Bueno… hay algo en todo este asunto que me molesta.

—¡Yo diría que mucho!

—No personalmente. Lógicamente. En abstracto. Como plan, hay algo que no encaja desde mi punto de vista. Claro que es un lío: hay que correr riesgos, siempre pasa cuando tienes que convertir un plan en acción. Pero por encima de todo están los problemas prácticos. Algo intrínsecamente retorcido.

—Es atrevido. Pero si tiene éxito, lo conseguirá todo. Si su clon toma el imperio, se plantará en el centro de la estructura de poder barrayaresa. Lo controlará todo. Poder absoluto.

—Chorradas —dijo Miles.

Galeni alzó las cejas.

—El hecho de que el sistema de comprobaciones y equilibrios de Barrayar no esté escrito no significa que no exista. Debe usted saber que el poder del Emperador no consiste más que en la cooperación de los militares, los condes, los ministros, el pueblo en general. A los emperadores que no cumplen su función al gusto de todos estos grupos les suceden cosas terribles. El desmembramiento del loco emperador Yuri no fue hace mucho tiempo. Mi padre estuvo presente en aquella sangrienta ejecución, cuando era niño. ¡Y la gente se pregunta todavía por qué nunca ha intentado tomar el Imperio para sí!

»Así he aquí que tenemos el cuadro de esa imitación mía, pretendiendo hacerse con el trono de un sangriento golpe, y eso seguido por una rápida transferencia de poder y privilegios a Komarr, digamos que incluso con la concesión de su independencia. ¿Resultados?

—Continúe —dijo Galeni, fascinado.

—Los militares se sentirán ofendidos, porque estaré tirando por la borda sus victorias tan duramente conseguidas. Los condes se ofenderán, porque me habré alzado por encima de ellos. Los ministros se ofenderán, porque la pérdida de Komarr como fuente de impuestos y nexo comercial reducirá su poder. El pueblo se ofenderá por todos estos motivos más el hecho de que a sus ojos soy un mutante físicamente sucio según la tradición de Barrayar. El infanticidio por defectos de nacimiento obvios sigue realizándose en secreto en el campo, a pesar de que hace cuatro décadas de su prohibición, ¿lo sabía? Si se le ocurre algo más desagradable que ser desmembrado vivo, bueno, ese pobre clon va de cabeza a ello. Ni siquiera estoy seguro de que yo pudiera asaltar el Imperio y sobrevivir, incluso sin las complicaciones komarresas. Y ese chico sólo tiene… ¿cuántos, diecisiete, dieciocho años? Es un plan estúpido. O…

—¿O?

—O es algún otro plan.

—Mm.

—Además —dijo Miles más despacio—, ¿por qué Ser Galen, que si no he interpretado mal odia a mi padre más que ama a nadie… por qué iba a tomarse todas estas molestias para poner sangre Vorkosigan en el trono imperial de Barrayar? Es una venganza de lo más oscuro. ¿Y cómo, si por algún milagro logra que el muchacho consiga el poder, se propone entonces controlarlo?

—¿Condicionamiento? —sugirió Galeni—. ¿La amenaza de descubrirlo?

—Mm, tal vez.

Llegados a esta situación, Miles guardó silencio. Pasado un buen rato, volvió a hablar.

—Creo que el auténtico plan es mucho más sencillo e inteligente. Pretende soltar al clon en medio de la pugna de poder sólo para crear el caos en Barrayar. Los resultados de esa pugna son irrelevantes. El clon no es más que un peón. Hay prevista una revuelta en Komarr para que coincida con el momento de máximo clamor en Barrayar, cuanto más sangrienta mejor. Debe de tener un aliado en el entramado preparado para intervenir con suficientes fuerzas militares y bloquear la salida del agujero de gusano de Barrayar. Dios, espero que no haya hecho un pacto diabólico con los cetagandanos.

—Intercambiar una ocupación barrayaresa por una cetagandana me parece un movimiento demasiado tonto… sin duda no está tan loco. ¿Pero qué le ocurrirá a su carísimo clon? —dijo Galeni, siguiendo los hilos.

Miles sonrió, maligno.

—A Ser Galen no le importa. Es sólo un medio para lograr un fin —abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir—. Excepto que… no paro de oír mentalmente la voz de mi madre. De ahí es de donde saqué ese perfecto acento betano, ¿sabe?, el que uso para el almirante Naismith. La oigo ahora mismo.

—¿Y qué es lo que dice? —las cejas de Galeni se alzaron, divertidas.

—«Miles —dice—, ¿qué has hecho con tu hermano pequeño?»

—¡Pero el clon no lo es! —rió Galeni.

—Al contrario, según la ley betana mi clon es exactamente eso.

—Una locura —Galeni se detuvo—. Su madre no esperaría que cuidara de esa criatura.

—Oh, sí, claro que lo haría —suspiró Miles, sombrío. Un nudo de silencioso pánico se convirtió en un bulto en su pecho. Complejo, demasiado complejo…

—¿Y ésa es la mujer que, según usted, está detrás del hombre que está detrás del Imperio barrayarés? No lo comprendo. El conde Vorkosigan es el más pragmático de los políticos. Mire todo el esquema de integración komarrés.

—Sí —dijo Miles cordialmente—. Mírelo.

Galeni le dirigió una mirada recelosa.

—Personas antes que principios, ¿eh? —dijo lentamente por fin.

—Ajá.

Galeni se sentó cansinamente en su camastro. Poco después, murmuró:

—Mi padre fue siempre un hombre de grandes… principios.

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