6

Comió un bocadillo y tomó café para cenar en su camarote mientras repasaba los informes de situación de la Flota Dendarii. Las reparaciones de las lanzaderas de combate supervivientes de la Triumph habían sido terminadas y aprobadas. Y pagadas, ay, por una cantidad astronómica. Las tareas de reacondicionamiento se habían terminado en toda la flota, los permisos se habían acabado, los trabajos de limpieza también. El aburrimiento imperaba. Y la bancarrota.

Los cetagandanos lo habían entendido todo al revés, decidió Miles amargamente. No era la guerra lo que destruiría a los dendarii, sino la paz. Si sus enemigos se cruzaran de brazos y esperaran con paciencia, los dendarii, su creación, se derrumbarían por su cuenta sin ninguna ayuda exterior.

El timbre del camarote sonó: una bienvenida interrupción a la oscura y serpenteante cadena de sus pensamientos. Pulsó el comunicador de la mesa.

—¿Sí?

—Soy Elli.

Su mano saltó ansiosa hacia el control de la cerradura.

—¡Entra! Has vuelto antes de lo que esperaba. Temía que te quedaras atrapada allí como Danio. O peor, con Danio.

Giró en su silla. La habitación se le antojó de pronto más brillante cuando la puerta se abrió, aunque un fotómetro no habría detectado el cambio. Elli le dirigió un saludo y acomodó una cadera sobre el borde de la mesa. Sonrió, pero tenía una mirada cansada.

—Te lo dije —comentó—. De hecho, hablaron de convertirme en huésped permanente. Fui dulce, cooperativa, casi tonta tratando de convencerlos de que no era en realidad una amenaza homicida para la sociedad y de que podían dejarme suelta por las calles, pero no hice ningún progreso hasta que sus ordenadores de pronto dieron en el clavo. El laboratorio reveló la identidad de esos dos hombres que… maté en el espaciopuerto.

Miles captó la breve vacilación en su elección de los términos. Otra persona habría escogido un eufemismo («eliminé» o «quité de en medio») para distanciarse de las consecuencias de su acción. Quinn no.

—Interesante, supongo —la animó. Procuró que su voz sonara tranquila, sin ninguna carga de presunción. Ojalá los fantasmas de tus enemigos sólo te escoltaran al infierno. Pero no, los llevabas a hombros constantemente, esperando su oportunidad. Tal vez las muescas que Danio grababa en las cachas de sus armas no eran una idea de tan mal gusto, a fin de cuentas. Sin duda era un pecado mayor olvidar a uno solo de los hombres que matas—. Háblame de ellos.

—Resultaron ser conocidos y buscados por la Red Euroley. Eran, cómo diría yo, soldados de la subeconomía. Asesinos profesionales. Locales.

Miles dio un respingo.

—Santo cielo, ¿qué les he hecho yo?

—Dudo que fueran por ti de motu proprio. Eran casi con toda seguridad gente contratada por un grupo desconocido de terceros, aunque ambos podemos imaginar de quién se trata.

—Oh, no. ¿La embajada cetagandana está subcontratando mi asesinato? Supongo que tiene sentido. Galeni dijo que andaban cortos de personal. ¿Pero te das cuenta… —se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro en su agitación— de que esto significa que podrían volver a atacarme desde cualquier parte? En cualquier sitio, en cualquier momento. Desconocidos totalmente carentes de motivaciones personales.

—Una pesadilla para seguridad —reconoció ella.

—Supongo que la policía no ha podido localizar a quien los empleó.

—No ha habido tanta suerte. De momento, al menos. Dirigí su atención hacia los cetagandanos como candidatos de una de las tres patas del triángulo método-motivo-oportunidad: el motivo.

—Bien. ¿Podemos sacar por nuestra cuenta algo del método y la oportunidad? —se preguntó Miles en voz alta—. Los resultados finales del atentado parecen indicar que estaban un pelín mal preparados para su tarea.

—Desde mi punto de vista, el método estuvo horriblemente a punto de funcionar —observó ella—. Sin embargo, sugiere que la oportunidad ha sido un factor limitador. Quiero decir que el almirante Naismith no se esconde cuando tú vas abajo, por difícil que sea encontrar a un hombre entre nueve mil millones de habitantes. ¡Literalmente deja de existir en todas partes, zas! Había pruebas de que esos tipos llevaban varios días deambulando por el espaciopuerto, esperándote.

—¡Uf!

Su visita a la Tierra echada a perder. Al parecer el almirante Naismith era un peligro para sí mismo y para los demás. La Tierra estaba demasiado congestionada. ¿Y si sus atacantes intentaban la próxima vez hacer volar un vagón de metro o un restaurante para alcanzar su objetivo? Una escolta para espantar de muerte a sus enemigos era una cosa, pero ¿y si se encontraban junto a una clase de niños de enseñanza primaria la próxima vez?

—Oh, por cierto, vi al soldado Danio cuando estuve abajo —añadió Elli, examinándose una uña rota—. Su caso se verá en los tribunales dentro de un par de días, y me pidió que te pidiera que vayas.

Miles rezongó entre dientes.

—Oh, claro. Hay un número potencialmente ilimitado de completos desconocidos que intentan liquidarme y quiere que haga una aparición pública. Para que me convierta en el blanco de sus prácticas de tiro, sin duda.

Elli sonrió y se mordisqueó la uña.

—Quiere un testigo de carácter, alguien que le conozca.

—¡Testigo de carácter! Ojalá supiera dónde esconde su colección de cabelleras, se la llevaría al juez. La terapia de sociópatas fue inventada para gente como él. No, no. La última persona que necesita como testigo de carácter es alguien que le conozca. —Miles suspiró, claudicando—. Envía al capitán Thorne. Betano, tiene un montón de savoir faire cosmopolita, debería poder mentir bien en el estrado.

—Buena elección —aplaudió Elli—. Ya era hora de que empezaras a delegar parte de tu trabajo.

—Delego constantemente —objetó él—. Estoy contentísimo, por ejemplo, de haber delegado en ti mi seguridad personal.

Ella agitó una mano, sonriendo, como para descartar el cumplido implícito. ¿Le molestaron sus palabras?

—Fui lenta.

—Fuiste lo suficientemente rápida. —Miles se giró para encararse a ella, o en cualquier caso para enfrentarse a su garganta. Ella se había echado atrás la chaqueta por comodidad y el arco de su camiseta negra, en la intersección con la clavícula, formaba una especie de escultura abstracta y estética. Su olor (ningún perfume, sólo a mujer) emanaba cálido de la piel.

—Creo que tenías razón —dijo ella—. Los oficiales no deberían comprar en las tiendas de la compañía…

«Maldición —pensó Miles—. Sólo lo dije porque estaba enamorado de la esposa de Baz Jesek y no quería admitirlo; mejor no decir nunca que no…»

—… realmente te distrae de tu deber. Te observé, caminando hacia nosotros a través del espaciopuerto y, durante un par de minutos, minutos críticos, la seguridad fue lo último que tuve en cuenta.

—¿Qué fue lo primero? —preguntó Miles, esperanzado, antes de que el buen sentido lo detuviera. «Despierta, hombre, podrías destrozar todo tu futuro en los próximos treinta segundos.»

Elli le ofreció una sonrisa dolida.

—Me preguntaba qué habrías hecho con la estúpida manta gato, de hecho —dijo con frivolidad.

—La dejé en la embajada. Iba a traértela —y qué no daría por tenderla ahora e invitarla a sentarse en el borde de su cama—, pero tenía otras cosas en la cabeza. No te he contado lo de la última pega en nuestras revueltas finanzas. Sospecho…

Maldición, otra vez los negocios inmiscuyéndose en aquel momento de intimidad, en aquel posible momento de intimidad.

—Te lo contaré más tarde. Ahora quiero hablar de nosotros. Tengo que hablar de nosotros.

Ella se apartó un poco. Miles se corrigió rápidamente.

—Y sobre el deber.

Ella dejó de retirarse. La mano derecha de Miles tocó el cuello de su uniforme, lo volvió, acarició la lisa y fría superficie de su insignia de rango. Nervioso como un pollito. Retiró la mano, la cerró sobre su pecho para controlarla.

—Yo… tengo un montón de deberes, ¿sabes? Casi una doble dosis. Están los deberes del almirante Naismith y los del teniente Vorkosigan. Y luego están los deberes de lord Vorkosigan. Una triple dosis.

Ella arqueó las cejas, arrugó los labios, preguntando con los ojos; paciencia suprema, sí, había esperado a que quedara como un idiota por su cuenta. Y estaba consiguiéndolo a marchas forzadas.

—Estás familiarizada con los deberes del almirante Naismith. Pero son el menor de mis problemas, en realidad. El almirante Naismith es un subordinado del teniente Vorkosigan, que existe solamente para servir a Seguridad del Imperio de Barrayar, para la cual ha sido destinado por la sabiduría y piedad de su Emperador. Bueno, por los consejeros de su Emperador, al menos. En resumen, mi padre. Ya conoces esa historia.

Ella asintió.

—Ese asunto de no implicarse personalmente con nadie del personal es de cumplimiento para el almirante Naismith…

—Me pregunté, más tarde, si ese… incidente en el tubo de descenso no había sido algún tipo de prueba —dijo ella, reflexiva.

Tardó un momento en captar las implicaciones de sus palabras.

—¡Ah! ¡No! —aulló Miles—. Qué truco tan sucio y sibilino habría sido… no. Ninguna prueba. Bastante real.

—Ah —dijo ella, pero no consiguió tranquilizarlo con, digamos, un abrazo sentido. Un abrazo sentido habría sido muy tranquilizador en aquellos momentos. Pero ella permaneció allí de pie, observándolo, con una pose que se parecía incómodamente a la de descanso militar.

—Pero tienes que recordar que el almirante Naismith no es un hombre real. Es un artificio. Yo lo inventé. Y le faltan algunas partes importantes, visto en retrospectiva.

—Oh, tonterías, Miles —ella le tocó ligeramente la mejilla—. ¿Qué es esto, ectoplasma?

—Volvamos atrás, a lord Vorkosigan —consiguió decir Miles, desesperado. Se aclaró la garganta y con esfuerzo bajó la voz para recuperar su acento barrayarés—. Apenas has conocido a lord Vorkosigan.

Ella sonrió al oír su cambio de voz.

—Te he oído imitar su acento. Es agradable aunque, um, un poco incongruente.

—Yo no imito su acento, él imita el mío. Es decir… eso creo —se detuvo, confundido—. Llevo Barrayar marcado en los huesos.

Ella alzó las cejas, la ironía olvidada por pura fuerza de voluntad.

—Literalmente, según tengo entendido. No pensaba que fueras a agradecerles que te envenenaran antes incluso de que hubieras conseguido nacer.

—No iban por mí, sino por mi padre. Mi madre…

Considerando hacia dónde intentaba desviar aquella conversación, quizá fuese mejor evitar explicar los infructuosos intentos de asesinato de los últimos veinticinco años.

—De todas formas, ese tipo de cosas apenas suceden ya.

—¿Qué ha sido eso del espaciopuerto de hoy, ballet callejero?

—No un asesinato barrayarés.

—Eso no lo sabes —recalcó ella alegremente.

Miles abrió la boca y se quedó así, aturdido por una nueva y aún más horrible paranoia. El capitán Galeni era un hombre sutil, si Miles lo había calado bien. Podía estar muy por delante de cualquier cadena lógica de interés por él. Suponiendo que fuera en efecto culpable de desfalco. Y suponiendo que se hubiera anticipado a las sospechas de Miles. Y suponiendo que hubiera encontrado un modo de conservar dinero y carrera, eliminando a su acusador. Galeni, después de todo, sabía el momento exacto en que Miles estaría en el espaciopuerto. Cualquier asesino a sueldo que la embajada cetagandana pudiera contratar, podía estar igualmente al servicio de la barrayaresa.

—Hablaremos de eso… más tarde —tosió.

—¿Por qué no ahora?

—PORQUE ESTOY… —se detuvo, tomó aire— tratando de decir otra cosa —continuó con vocecita contenida.

Hubo una pausa.

—Dila —lo instó Elli.

—Um, deberes. Bueno, igual que el teniente Vorkosigan asume todos los deberes del almirante Naismith, más otros propios, lord Vorkosigan tiene todos los del teniente Vorkosigan, más los propios. Deberes políticos separados y superiores a los deberes militares de un teniente. Y, um… deberes familiares.

Tenía húmeda la palma de la mano; se la frotó con disimulo en los pantalones. Aquello era aún más difícil de lo que esperaba. Pero no más, sin duda, de lo que sería para alguien que había visto una vez cómo le volaban la cara con fuego de plasma tener que enfrentarse otra vez a lo mismo.

—Hablas como un diagrama de Venn. «El conjunto de todos los conjuntos que se pertenecen», o algo parecido.

—Así me siento —admitió él—. Pero tengo que evitar perderme.

—¿Qué contiene a lord Vorkosigan? —preguntó ella con curiosidad—. Cuando te miras en el espejo al salir de la ducha, ¿quién te mira desde allí? ¿Te dices a ti mismo «Hola, lord Vorkosigan»?

«Evito mirarme en los espejos…»

—Miles, supongo. Sólo Miles.

—¿Y qué contiene a Miles?

Con el índice derecho se acarició el dorso de su inmovilizada mano izquierda.

—Esta piel.

—¿Y ése es el último perímetro externo?

—Supongo.

—Dioses —murmuró ella—, me he enamorado de un hombre que se considera una cebolla.

Miles hizo una mueca; no pudo evitarlo. Pero… ¿«enamorado»? Su corazón se animó enormemente.

—Mejor que mi antepasada, que pensaba que era…

No, sería mejor no mencionar ese caso tampoco.

Pero la curiosidad de Elli era insaciable. Por eso la había asignado en primer lugar a la inteligencia dendarii, para la que había obtenido éxitos tan espectaculares.

—¿Qué?

Miles se aclaró la garganta.

—Se decía que la quinta condesa Vorkosigan sufría delirios periódicos y creía que estaba hecha de cristal.

—¿Y qué le pasó? —preguntó Elli, fascinada.

—Una de sus irritadas relaciones acabó por tirarla al suelo y romperla.

—¿Tan intenso era el delirio?

—Fue desde una torre de veinte metros. No sé —dijo él, impaciente—. No soy responsable de mis extraños antepasados. Todo lo contrario. Exactamente al contrario —tragó saliva—. Verás, uno de los deberes no militares de lord Vorkosigan es acabar por encontrar, en algún momento, en algún lugar, a una lady Vorkosigan. La undécima condesa Vorkosigan. Es algo que se espera de un hombre de una cultura estrictamente patriarcal. Ya sabes…

Parecía como si tuviera la garganta llena de algodón, su acento oscilaba de una personalidad a otra.

—… que estos, uh, problemas físicos míos —pasó la mano por toda la longitud, o carencia de longitud, de su cuerpo— fueron teratogénicos, no genéticos. Mis hijos deberían ser normales. Un hecho que tal vez me haya salvado la vida, en vista de la tradicional actitud implacable de Barrayar hacia las mutaciones. Creo que mi abuelo nunca estuvo totalmente convencido de ello. Siempre he deseado que hubiese vivido para ver a mis hijos, sólo para demostrárselo.

—Miles —lo interrumpió Elli amablemente.

—¿Sí? —dijo él, sin aliento.

—Estás farfullando. ¿Por qué? Podría escucharte una hora entera, pero es preocupante cuando te atascas.

—Estoy nervioso —confesó. Sonrió, cegado.

—¿Reacción retrasada por lo de esta tarde? —Elli se acercó, tranquilizándolo—. Lo comprendo.

Él acomodó el brazo derecho alrededor de su cintura.

—No. Sí, bueno, tal vez un poco. ¿Te gustaría ser la condesa Vorkosigan?

Ella sonrió.

—¿Hecha de cristal? No es mi estilo, gracias. La verdad es que el título sugiere a alguien vestido de cuero negro con tachuelas de cromo.

La imagen mental de Elli vestida de esa manera fue tan arrebatadora que Miles tardó medio minuto en volver al tema.

—Déjame que lo exprese de otra forma —dijo por fin—. ¿Quieres casarte conmigo?

El silencio fue esta vez mucho más largo.

—Creía que tratabas de pedirme que me fuera a la cama contigo, y me reía. Por tus nervios.

No se reía ahora.

—No —dijo Miles—. Eso habría sido fácil.

—No quieres mucho, ¿no? Sólo cambiar por completo el resto de mi vida.

—Es bueno que comprendas eso. No se trata sólo de un matrimonio. Lleva unido un trabajo muy concreto.

—En Barrayar. Abajo.

—Sí. Bueno, habría algunos viajes.

Ella permaneció en silencio durante demasiado rato, y luego dijo:

—Nací en el espacio. Crecí en una estación de tránsito en el espacio profundo. He trabajado la mayor parte de mi vida adulta a bordo de naves. El tiempo que he pasado con los pies pisando tierra auténtica no pasa de meses.

—Sería un cambio —admitió Miles, incómodo.

—¿Y qué le sucedería a la futura almirante Quinn, mercenaria libre?

—Presumiblemente… es de esperar que encuentre el trabajo de lady Vorkosigan igualmente interesante.

—Déjame adivinar. El trabajo de lady Vorkosigan no incluiría el mando de naves.

—Los riesgos de seguridad por permitir una carrera así me sorprenderían incluso a mí. Mi madre renunció al mando de una nave (Investigación Astronómica Betana) por ir a Barrayar.

—¿Me estás diciendo que buscas a una chica que sea como mamá?

—Tiene que ser lista, tiene que ser rápida, tiene que ser una superviviente decidida —explicó Miles tristemente—. Cualquier otra cosa supondría una masacre de inocentes. Tal vez la suya, tal vez la de nuestros hijos. Los guardaespaldas, como bien sabes, no lo resuelven todo.

Ella dejó escapar un largo y silencioso silbido mientras observaba cómo la observaba él. El contraste entre la incomodidad de sus ojos y la sonrisa de sus labios hería a Miles. «No quería hacerte daño… lo mejor que puedo ofrecerte no debería resultarte doloroso… Es demasiado, demasiado poco… ¿demasiado horrible?»

—Oh, querido —suspiró ella apenada—, piensa.

—Quiero lo mejor para ti.

—Y por eso quieres encadenarme el resto de mi vida a una, lo siento, pelota de polvo de segunda clase que apenas ha salido del feudalismo, que trata a las mujeres como muebles o ganado… y que me negaría la práctica de todas las habilidades militares que he aprendido en los últimos doce años, desde el amarre de lanzaderas a la química de interrogatorios… lo siento. No soy antropóloga. No soy una santa, y no estoy loca.

—No tienes que decir que no ahora mismo —dijo Miles con un hilo de voz.

—Oh, claro que sí. Antes de que mirarte haga que se me debiliten los tobillos. O la cabeza.

«¿Y qué decir a eso? —se preguntó Miles—. Si realmente me amaras, ¿querrías renunciar a toda tu historia personal por mí? Oh, claro. No le va la inmolación. Esto la hace fuerte, su fuerza me hace quererla, y así completamos el círculo.»

—El problema entonces es Barrayar.

—Por supuesto. ¿Qué mujer humana en su sano juicio se trasladaría voluntariamente a ese planeta? Con la excepción de tu madre, al parecer.

—Ella es excepcional. Pero… cuando ella y Barrayar chocan, es Barrayar el que cambia. Lo he visto. Tú podrías ser una fuerza de cambio similar.

Elli sacudió la cabeza.

—Conozco mis límites.

—Nadie conoce sus límites hasta que los ha superado.

Ella lo miró.

—Tú sí que tendrías que saberlo bien. ¿Qué pasa contigo y Barrayar, por cierto? Los dejas que te manejen como… Nunca he comprendido por qué nunca has cogido a los dendarii y te has largado. Conseguirías que funcionara, mejor de lo que lo hizo funcionar el almirante Oser, mejor incluso que Tung. Podrías acabar siendo emperador de tu propia roca.

—¿Contigo a mi lado? —Miles sonrió enigmáticamente—. ¿Sugieres en serio que me embarque en un plan de conquista galáctica con cinco mil tipos?

Ella se echó a reír.

—Al menos yo no tendría que renunciar al mando de la flota. No, en serio. Si estás tan obsesionado con ser soldado profesional, ¿para qué necesitas a Barrayar? Una flota mercenaria ve diez veces más acción que una planetaria. Una bola de tierra entra en guerra una vez por generación, si tiene suerte…

—O no la tiene —concluyó Miles.

—Una flota mercenaria la sigue.

—Ese hecho estadístico ha sido advertido por el alto mando barrayarés. Es una de las principales razones por las que estoy aquí. He tenido más experiencia de combate real, aunque a pequeña escala, en los últimos cuatro años, que la mayoría de los otros oficiales imperiales en los últimos catorce. El nepotismo funciona de formas extrañas. —Se pasó un dedo por la limpia línea de su mandíbula—. Ahora comprendo. Estás enamorada del almirante Naismith.

—Por supuesto.

—No de lord Vorkosigan.

—Estoy molesta con lord Vorkosigan. Te tiene en poca estima, amor.

Él dejó pasar el doble sentido. Así que el abismo que se había abierto entre ellos era más profundo de lo que pensaba. Para ella, quien no era real era lord Vorkosigan. Enlazó los dedos tras su nuca y respiró su aliento mientras ella preguntaba:

—¿Por qué dejas que Barrayar te fastidie la vida?

—Es la mano que me han servido.

—¿Quién? No lo entiendo.

—No importa. Da la casualidad de que para mí es muy importante ganar con esa mano. Así sea.

—Tu funeral —hundió los labios en su boca.

—Mmm.

Ella se apartó un instante.

—¿Puedo seguir abrazándote? Con cuidado, por supuesto. No te marcharás cabreado porque te he rechazado, ¿no? Rechazado a Barrayar, quiero decir. No a ti, nunca a ti…

«Me estoy acostumbrando a esto. Casi aturdido…»

—¿Que si voy a marcharme? —preguntó suavemente—. ¿Porque no puedo tenerlo todo, no tomo nada, y me marcho enfurruñado? Espero que me arrastres de cabeza por el pasillo si me comporto de forma tan obtusa.

Ella se echó a reír. No pasaba nada, si todavía conseguía hacerla reír. Si Naismith era todo lo que ella quería, sin duda lo tendría. La mitad de hombre a la mitad de precio. Se acercaron a la cama, las bocas hambrientas de besos. Fue fácil, con Quinn. Ella así lo permitió.

Hablar en la cama con Quinn fue hablar de trabajo. Miles no se sorprendió. Junto con un masaje con el que a punto estuvo de fundirse y derramarse por el borde de la cama para formar un charquito en el suelo, Miles asimiló el resto de su completo informe sobre las actividades y los descubrimientos de la policía londinense. Él a cambio la puso al día sobre los acontecimientos en la embajada y la misión que había encomendado a Elena Bothari-Jesek. Y durante todos aquellos años él había pensado que necesitaba una sala de conferencias para intercambiar información. Claramente, se había topado con un insospechado universo de estilo de mando alternativo. Lo sibarítico se había impuesto a lo cibernético.

—Pasarán diez días —se quejó Miles a su colchón—, antes de que Elena pueda regresar de Tau Ceti. Y no hay ninguna garantía de que traiga consigo el dinero que falta. Sobre todo si ya lo habían enviado. Mientras, la Flota Dendarii permanece mano sobre mano en órbita. ¿Sabes lo que nos hace falta?

—Un contrato.

—Exactamente. Hemos aceptado antes contratos en el ínterin. A pesar de que Seguridad Imperial de Barrayar es un cliente permanente, incluso le gusta: da un respiro a su presupuesto. Después de todo, cuantos menos impuestos tengan que exprimir a los ciudadanos, más tranquila se vuelve Seguridad en casa. Es curioso que nunca hayan intentado convertir a la Flota Dendarii en un proyecto generador de ingresos. Habría enviado a nuestros encargados a buscar un contrato hace semanas si no estuviéramos atascados en la órbita de la Tierra hasta que se resuelva este lío de la embajada.

—Lástima que no podamos poner la flota a trabajar aquí mismo, en la Tierra —dijo Elli—. La paz se ha impuesto en todo el planeta, desgraciadamente.

Con las manos aflojó los nudos de los músculos de sus pantorrillas, fibra a fibra. Miles se preguntó si la convencería para que a continuación le trabajara los pies. Él lo había hecho con los suyos hacía un ratito, después de todo, aunque con vistas a objetivos más elevados. Oh, cielos, no iba a tener siquiera que convencerla… agitó los dedos, deleitado. Nunca había sospechado que los dedos de sus pies fueran sexis hasta que Elli se lo dijo. De hecho, su satisfacción con todo el cuerpo henchido de placer era siempre alta.

—Estoy mentalmente bloqueado —decidió—. Me equivoco en algo. Vamos a ver. La Flota Dendarii no está atada a la embajada, aunque yo sí. Podría despediros a todos…

Elli gimió. Fue un sonido tan inesperado, viniendo de ella, que se arriesgó a sufrir un espasmo muscular para doblar el cuello y mirarla por encima del hombro.

—Ideas tumultuosas —se disculpó.

—Bien, adelante.

—Y además, por culpa del lío de la embajada, no estoy demasiado ansioso por desprenderme de mis refuerzos. Hay… hay algo que no va bien. Lo que significa que si nos quedamos quietos esperando a que la embajada lo resuelva será aún peor. Bien. Un problema cada vez. Los dendarii. Dinero. Trabajitos dispersos… ¡eh!

—¿Eh?

—¿Quién dice que tengo que contratar toda la flota a la vez? Trabajo. Chapucillas aquí y allá. Dinero contante y sonante. ¡Divide y vencerás! Guardias de seguridad, técnicos de ordenador, todo lo que se nos ocurra que pueda constituir una fuente de ingresos…

—¿Robo de bancos? —dijo Elli con creciente interés.

—¿Y dices que la policía te soltó? No te entusiasmes. Pero dispongo de una mano de obra de cinco mil personas de formaciones diversas y altamente especializadas. Seguro que eso es una fuente de recursos de valor superior a la Triumph. ¡Delega! ¡Que ellos se disgreguen y vayan a ganar unas malditas monedas!

Elli, sentada cruzada de piernas al pie de la cama, observó, molesta:

—¡He trabajado una hora para relajarte y mira ahora! ¿De qué eres, de plástico? Todo tu cuerpo se enrosca ante mis ojos… ¿Adónde vas?

—A poner la idea en marcha, ¿adónde si no?

—La mayoría de la gente se pone a dormir, llegados a este punto…

Bostezando, le ayudó a rebuscar entre los uniformes apilados en el suelo. Las camisetas negras resultaron ser casi iguales. La de Elli se distinguía por el leve olor corporal que la impregnaba. Miles casi no quiso devolvérsela, pero comprendió que quedarse la ropa interior de su novia no le iba a ayudar a ganar puntos en el apartado de savoir faire. El acuerdo fue tácito pero claro: esa fase de su relación debía cesar discretamente en la puerta del dormitorio, si no querían desacreditar la fatua consigna del almirante Naismith.

La conferencia inicial del personal dendarii, al principio de una misión, cuando Miles llegaba con un nuevo contrato en la mano, siempre le producía la sensación de ver doble. Era un interfaz, consciente de ambas mitades, intentando ser un espejo unidireccional entre los dendarii y su auténtico jefe, el Emperador. Esta desagradable sensación solía difuminarse rápidamente, mientras concentraba sus facultades en la misión concreta, recentrando su personalidad. El almirante Naismith casi ocupaba entonces toda su piel. «Relajarse» no era el término adecuado para este estado alfa, dada la fuerte personalidad de Naismith. «Sin constricciones» se acercaba más.

Había pasado con los dendarii cinco meses seguidos, algo sin precedentes, y la súbita reaparición del teniente Vorkosigan en su vida había sido desusadamente molesta esta vez. Por supuesto, no era normalmente el lado barrayarés del asunto lo que se fastidiaba. Siempre había contado con que la estructura de mando fuera sólida, el axioma del cual fluía toda la acción, el estándar por el que se medía el subsiguiente éxito o fracaso.

Esta vez, no.

Esta noche se encontraba en la sala de reuniones de la Triumph con sus jefes de departamento y sus capitanes, todos congregados rápidamente, y se vio asaltado por una súbita y esquizofrénica parálisis: ¿qué iba a decirles? «Tendréis que arreglároslas por vuestra cuenta, capullos…»

—Tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta durante algún tiempo —empezó a decir el almirante Naismith, saliendo de la cueva situada en el interior del cerebro de Miles en la que habitaba, y se lanzó de lleno al tema. La noticia, hecha pública por fin, de que había un problema en su paga levantó la esperada preocupación; más sorprendente fue su aparente tranquilidad cuando les dijo, la voz cargada de énfasis amenazador, que estaba investigando el asunto personalmente. Bueno, al menos explicaba desde el punto de vista dendarii todo el tiempo que había pasado atiborrando los ordenadores en las entrañas de la embajada barrayaresa. «Dios —pensó Miles—, juro que podría venderles a todos granjas radiactivas.»

Pero cuando se vieron ante el desafío, lanzaron un impresionante montón de ideas para conseguir dinero a corto plazo. Miles se sintió enormemente aliviado, y los dejó seguir. Después de todo, nadie llegaba al Estado Mayor dendarii siendo idiota. Su propio cerebro parecía agotado. Esperaba que fuera porque sus circuitos estuvieran trabajando a nivel subconsciente en la mitad barrayaresa del problema, y que no fuera un síntoma de deterioro senil prematuro.

Durmió solo y mal, y se despertó cansado y dolorido. Atendió algunos aspectos rutinarios internos y aprobó los siete planes menos descabellados para conseguir dinero que su gente había desarrollado durante la noche. Un oficial había conseguido un contrato como guardias de seguridad para un escuadrón de veinte, no importaba que fuera para la inauguración de un centro comercial en… ¿dónde demonios estaba Xian?

Se vistió cuidadosamente con su mejor túnica de paseo de terciopelo gris —botones plateados en los hombros, pantalones de deslumbrante costura blanca, las botas más relucientes— y acompañó a la teniente Bone al banco de Londres. Elli Quinn lo escoltó con dos de sus más corpulentos dendarii uniformados y un círculo invisible, delante y detrás, de guardias vestidos de civil y provistos de escáneres.

En el banco, el almirante Naismith, acicalado y muy educado para tratarse de un hombre que no existía, cedió cuestionables derechos de una nave de guerra que no poseía a una organización financiera que no la necesitaba ni la quería. Como señaló la teniente Bone, al menos el dinero era real. En vez de un colapso progresivo a partir de esa tarde (la hora en la que la teniente Bone calculaba que las primeras nóminas de los dendarii empezarían a rebotar), sería un gran colapso en una fecha futura indefinida. Hurra.

Miles despidió a los guardias mientras se acercaba a la embajada de Barrayar; sólo quedó Elli. Se detuvieron ante una puerta en los túneles subterráneos que anunciaba: PELIGRO. TÓXICO. PERSONAL AUTORIZADO SOLAMENTE.

—Ahora estamos bajo los escáneres —le advirtió Miles.

Elli se llevó un dedo a los labios, reflexionando.

—Por otro lado, si entras ahí y te encuentras con que han llegado órdenes para enviarte a Barrayar, quizá no te vea hasta dentro de un año. O nunca.

—Me resistiría a eso… —empezó a decir él, pero Elli le cubrió los labios con el dedo, acallando la estupidez que estuviera a punto de decir al transferirle el beso—. Bien —sonrió Miles levemente—. Estaré en contacto, comandante Quinn.

Ella enderezó la espalda, hizo un gesto irónico, un impresionante saludo militar y se marchó. Miles suspiró y colocó la palma abierta sobre la intimidante cerradura de la entrada.

Al otro lado de la segunda puerta, más allá del guardia uniformado sentado ante la consola del escáner, le esperaba Ivan Vorpatril. Descargó su peso de un pie a otro con una sonrisa forzada. Oh, Dios, ¿ahora qué? Sin duda era esperar demasiado que el hombre tuviera simplemente ganas de hacer un pis.

—Me alegro de que vuelvas, Miles —dijo Ivan—. Justo a tiempo.

—No quería abusar del privilegio. Puede que quiera marcharme otra vez. No es que sea probable que lo consiga… Me sorprendió que Galeni no me arrastrara de vuelta a la embajada permanentemente después de ese pequeño episodio en el espaciopuerto de ayer.

—Sí, bueno, hay un motivo para eso.

—¿Sí? —dijo Miles, forzando la voz para que su tono fuese neutro.

—El capitán Galeni salió ayer de la embajada una media hora después que tú. No lo hemos vuelto a ver desde entonces.

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