4

Para cuando Miles terminó de ducharse y acicalarse y se puso un uniforme limpio y un brillante par de botas, las píldoras habían hecho su efecto y no sentía ningún dolor. Cuando se dio cuenta de que silbaba mientras se rociaba de loción para el afeitado y se ajustaba un pañuelo de seda negra bastante llamativo y solamente semi-reglamentario, y se colocó la chaquetilla blanca y gris, decidió que sería mejor reducir la dosis para la próxima vez. Se sentía demasiado bien.

Lástima que el uniforme dendarii no incluyera una boina que uno pudiera colocar en ángulo atrevidamente ladeado. Podría ordenar que añadieran una. Probablemente Tung lo aprobaría: tenía la teoría de que los uniformes llamativos ayudaban a captar reclutas y subir la moral.

Miles no estaba completamente seguro de que así no acabarían adquiriendo un montón de reclutas que quisieran jugar a los disfraces. Al soldado Danio tal vez le gustara una boina… Miles descartó la idea.

Elli Quinn le esperaba pacientemente en el pasillo de la compuerta de la lanzadera número seis. Se puso en pie con gracilidad y se le adelantó, diciendo:

—Será mejor que nos demos prisa. ¿Cuánto tiempo piensas que podrá cubrirte tu primo en la embajada?

—Sospecho que ya es una causa perdida —dijo Miles, atándose junto a ella. Como el prospecto de las píldoras advertía de los riesgos de manejar equipo, dejó que la comandante pilotara de nuevo. La pequeña lanzadera se apartó suavemente del costado de la nave insignia y empezó a caer en su pauta orbital.

Miles meditó morosamente sobre la recepción que le esperaba cuando apareciera de vuelta en la embajada. Confinado a sus habitaciones era lo menos que cabía esperar, aunque podría alegar circunstancias atenuantes por si acaso. No le apetecía nada tener que cargar con esa pena. Aquí estaba, en la Tierra, en una cálida noche de verano, con una amiga hermosa y brillante. Sólo eran (miró su cronómetro) las 23.00. La vida nocturna estaría comenzando. Londres, con su enorme población, era una ciudad que nunca descansaba. Se le aceleró el corazón inexplicablemente.

Sin embargo, ¿qué podían hacer? Beber quedaba descartado; Dios sabía qué iba a sucederle si añadía alcohol a su actual carga farmacológica; no mejoraría su coordinación, sin duda. ¿Un espectáculo? Los mantendría inmovilizados un buen rato, algo que no era demasiado seguro. Mejor hacer alguna cosa que los mantuviera en marcha.

Al diablo con los cetagandanos. Estaba perdido si se convertía en rehén del simple miedo hacia ellos. Que el almirante Naismith disfrutara de una última correría antes de que volvieran a guardarlo en el cajón. Las luces del espaciopuerto parpadearon bajo ellos, se alzaron para atraerlos. Mientras rodaban por su pista alquilada (ciento cuarenta GSA federales por día) con su guardia dendarii a la espera. Miles estalló:

—Ey, Elli. Vamos… vámonos a ver escaparates.

Y así se encontraron paseando por un centro comercial de moda a medianoche. Allí, para el visitante con dinero, se exponían mercancías no sólo de la Tierra, sino de toda la galaxia. Los transeúntes eran un desfile que merecía ser contemplado por derecho propio, para el estudiante de modas y tendencias. Se llevaban las plumas aquel año, y la seda sintética, el cuero y la piel, en un revival de tejidos primitivos naturales del pasado. Y la Tierra tenía un montón de pasado que revivir. La joven dama del… atuendo vikingo-azteca, supuso Miles, que paseaba del brazo de un joven con botas del siglo XXIV y plumas le llamó particularmente la atención. Quizás una boina dendarii no fuera algo demasiado arcaico y poco profesional después de todo.

Elli, observó Miles tristemente, no se relajaba ni disfrutaba de aquello. Su atención hacia los peatones estaba más en la línea de la caza de armas ocultas y movimientos bruscos. Pero se detuvo por fin realmente intrigada ante una tienda que anunciaba discretamente: PIELES CULTIVADAS, UNA DIVISIÓN DE BIOINGENIERÍAS GALATECH. Miles la condujo al interior.

La zona de exposiciones era espaciosa, un claro indicativo de la gama de precios en la que operaban. Abrigos de zorro rojo, alfombras de tigre blanco, chaquetas de leopardo extinto, chillones bolsos de lagarto perlado de Tau Ceti, y botas y cinturones, chalecos de macaco blancos y negros… una pantalla holovid pasaba un programa continuo explicando que la mercancía no procedía de la matanza de animales vivos, sino de los tubos de ensayo y las tinas de la división de ocio de GalaTech. Se ofrecían diecinueve especies extinguidas en colores naturales. Para la línea de otoño, aseguraba el vid, venían el cuero de rinoceronte arco iris y el zorro blanco en tonos pastel. Elli hundió las manos hasta las muñecas en algo que parecía una explosión de gato persa albaricoque.

—¿Pierde pelo? —preguntó Miles, divertido.

—En absoluto —les aseguró el vendedor—. Las pieles cultivadas de GalaTech están garantizadas para no gastarse, pelarse ni desteñir. También son resistentes a las manchas.

Una enorme piel satinada negra ronroneó entre los brazos de Elli.

—¿Qué es esto? No es un abrigo…

—Ah, es un nuevo artículo muy popular —dijo el vendedor—. Lo último en sistemas de realimentación biomecánica. La mayoría de los artículos de piel que ven ustedes aquí son cueros corrientes teñidos… pero ésta es una piel viva. Este modelo es adecuado para una manta, una colcha o una alfombra. Se están confeccionando varios tipos de vestidos para el año que viene con ella.

—¿Una piel viva? —ella alzó las cejas, encantada.

El vendedor se puso de puntillas en un eco inconsciente: el rostro de Elli producía su efecto habitual sobre los no iniciados.

—Una piel viva —asintió el vendedor—, pero sin ninguno de los defectos del animal vivo. No pierde pelo, ni come ni —tosió discretamente— necesita un cajón de arena.

—Espere —dijo Miles—. ¿Cómo lo anuncian como vivo, entonces? ¿De dónde saca la energía, si no es por la descomposición química de los alimentos?

—Una red electromagnética en el nivel celular capta pasivamente la energía del entorno: ondas de holovid y similares. Y cada mes o así, si parece estar gastándose, pueden darle una ayudita metiéndola en el microondas unos minutos a baja potencia. Pieles Cultivadas, sin embargo, no se responsabiliza del mal uso por parte de los propietarios.

—Eso sigue sin hacer que esté viva —objetó Miles.

—Le aseguro que esta manta fue compuesta con los mejores genes de felix domesticus. También tenemos en stock el persa blanco y las franjas color chocolate de los siameses, en los colores naturales. Tengo muestras de otros tonos decorativos que pueden ser ordenados en cualquier tamaño.

—¿Le hicieron eso a un gato? —Miles se atragantó mientras Elli cogía en brazos la gran piel sin huesos.

—Acaríciela —instruyó el vendedor, ansioso.

Ella así lo hizo, y se echó a reír.

—¡Ronronea!

—Sí. También tiene una orientación termotáxica programable… en otras palabras, se enrosca.

Elli se la puso al cuello. La piel negra cayó en cascada sobre sus pies como la cola del vestido de una reina; se frotó la mejilla con el sedoso pelaje.

—¿Qué inventarán luego? Oh, cielos. Dan ganas de frotártela por toda la piel.

—¿Sí? —murmuró Miles, dubitativo. Luego se le dilataron las pupilas cuando imaginó a Elli, con su maravillosa piel, acariciándose con aquella cosa peluda—. ¿Sí? —dijo en un tono completamente distinto. Sus labios dibujaron una ansiosa sonrisa. Se volvió hacia el vendedor—. Nos la llevamos.

Se encontró en un apuro cuando sacó la tarjeta de crédito, la miró y cayó en la cuenta de que no podía emplearla. Era la del teniente Vorkosigan, completamente dependiente de su paga de la embajada y plenamente comprometido en su actual misión. Quinn, a su lado, le miró por encima del hombro al ver su vacilación. Miles ladeó la tarjeta para que pudiera verla, oculta en su palma, y sus ojos se encontraron.

—Ah… no —reaccionó ella—. No, no —sacó su cartera.

«Tendría que haber preguntado el precio primero», pensó Miles mientras salían de la tienda llevando el molesto bulto en su elegante envoltorio de plástico plateado. El paquete, los había convencido por fin el vendedor, no requería agujeros de ventilación. Bueno, la piel le había encantado a Elli, y una oportunidad para encantar a Elli no era algo que perder por mera imprudencia (u orgullo) por su parte. Se la pagaría más tarde.

Pero ahora, ¿adónde ir para probarla? Miles trató de pensar mientras salían del centro comercial y se dirigían al acceso de tubo más cercano. No quería que la noche terminara. No sabía qué quería. No, sabía perfectamente bien lo que quería, sólo que no sabía si lograría obtenerlo.

Elli, sospechó, no sabía hasta dónde lo habían llevado sus pensamientos. Un poco de romance colateral era una cosa; el cambio de carrera que pensaba proponerle (bonita expresión, por cierto) daría un vuelco a su existencia. Elli, nacida en el espacio, que llamaba comedores de polvo a los que vivían en la superficie; Elli, que tenía planes propios para su carrera; Elli, que caminaba por tierra con el dudoso desdén de una sirena salida del agua. Elli era un país independiente. Una isla. Y él era un idiota y aquello no podía continuar sin ser resuelto mucho más tiempo o estallaría.

Una vista de la famosa luna de la Tierra, calculó Miles, era lo que necesitaban, preferiblemente brillando sobre el agua. El viejo río de la ciudad, por desgracia, era subterráneo en aquel sector. Había sido canalizado en tuberías arteriales por la explosión arquitectónica del siglo XXIII que había cubierto con una cúpula la mitad del paisaje no ocupado por torres deslumbrantes y arquitectura histórica preservada. Quietud, un lugar tranquilo y privado, no era algo fácil de encontrar en una ciudad de tantos millones de habitantes.

«La tumba es un lugar bonito y privado, pero nadie, creo, quiere allí abrazarse…» Los letales flashbacks de Dagoola habían remitido en las últimas semanas, pero éste lo cogió de improviso en un tubo elevador corriente que bajaba hasta el sistema de coches burbuja. Elli caía, arrancada de su torpe asidero por un sañudo vórtice (defecto de diseño en el sistema antigravedad), engullida por la oscuridad…

—¡Miles, ay! —se quejó Elli—. ¡Suéltame el brazo! ¿Qué pasa?

—Caemos —jadeó Miles.

—Claro que caemos, éste es el tubo de descenso. ¿Te encuentras bien? Deja que te mire las pupilas.

Se agarró a un asidero y se acercó a la pared del tubo, alejándose de la zona central de tráfico rápido. Los londinenses noctámbulos continuaban pasando ante ellos. El infierno se había modernizado, decidió Miles descabelladamente, y aquello era un río de almas perdidas que borboteaba hacia algún desagüe cósmico, más y más rápido.

Las pupilas de los ojos de ella eran grandes y oscuras…

—¿Se te dilatan o se te contraen cuando tienes esas extrañas reacciones a los medicamentos? —le preguntó ella, preocupada, el rostro a centímetros del suyo.

—¿Qué están haciendo ahora?

—Laten.

—Estoy bien —Miles tragó saliva—. La cirujana comprueba dos veces todo lo que me administra. Puede que me maree un poco, eso me dijo —no había soltado su asidero.

En el tubo de descenso, advirtió Miles de pronto, su diferencia de altura se anulaba. Flotaban cara a cara, sus botas colgando por encima de los talones de ella… ni siquiera necesitaba un cajón en el que subirse, ni tenía que arriesgarse a lastimarse el cuello. Por impulso, hundió los labios en los de ella. En su mente aulló durante una milésima de segundo un gemido de terror, como en el momento después de lanzarse desde las rocas a treinta metros de aguas claras que sabía heladas, después de haberse rendido a la gravedad pero antes de que las consecuencias lo envolvieran.

El agua era cálida, cálida… Ella abrió mucho los ojos, sorprendida. Miles vaciló, perdiendo su valioso ímpetu, y empezó a apartarse. Los labios de Elli se abrieron y enroscó un brazo en su nuca. Era una mujer atlética; la tenaza fue una inmovilización efectiva, no sujeta a las ordenanzas. Sin duda la primera vez que lo clavaban al suelo quería decir que había ganado. Devoró sus labios ansiosamente, besó sus mejillas, párpados, cejas, nariz, barbilla… ¿dónde estaba el dulce pozo de su boca? Ah, sí, allí… El grueso paquete que contenía la piel viva empezó a caer, rebotando tubo abajo. Una mujer que descendía los miró con mala cara, un adolescente que bajaba por el centro del tubo aplaudió e hizo gestos groseros y explícitos. El busca que Elli llevaba en el bolsillo sonó.

Torpemente, atraparon la piel y escaparon por la primera salida que encontraron. Pasaron a un andén de coches burbuja. Salieron tambaleándose al descubierto y se miraron, aturdidos. En un lunático instante, advirtió Miles, habían dado la vuelta a su relación de trabajo tan cuidadosamente mantenida. ¿Qué eran ahora? ¿Oficial y subordinada? ¿Hombre y mujer? ¿Amigos amantes? Tal vez fuese un error fatal.

Quizá fuese fatal de necesidad. Dagoola les había dado esa lección. La persona dentro del uniforme era más grande que el soldado, el hombre, más complejo que su papel. La muerte podía llevárselos a ambos al día siguiente y un universo de posibilidades, no sólo un oficial militar, se extinguiría. La habría besado de nuevo… maldición, si esa garganta de marfil hubiese seguido a su alcance…

La garganta de marfil emitió un gruñido de preocupación. Elli pulsó la tecla para abrir el canal del enlace seguro.

—¿Qué demonios…? No puedes ser tú, estás aquí. ¡Quinn al habla!

—¿Comandante Quinn? —la voz de Ivan Vorpatril sonaba débil pero clara—. ¿Está Miles con usted?

Miles frunció los labios en una mueca de frustración. El don de la oportunidad de Ivan era sobrenatural.

—Sí, ¿por qué? —preguntó Quinn al comunicador.

—Bueno, dígale que vuelva aquí inmediatamente. Tengo abierto un agujero en Seguridad para él, pero no podré mantenerlo así mucho más. Demonios, no conseguiré permanecer despierto más tiempo.

Una larga pausa que Miles interpretó como un bostezo surgió del enlace comunicador.

—Dios mío, no creí que fuera a conseguirlo —murmuró Miles. Agarró el comunicador—. ¿Ivan? ¿De verdad puedes colarme dentro sin que me vean?

—Durante unos quince minutos. Y he tenido que mandar todas las ordenanzas al infierno para hacerlo. Estoy reteniendo el puesto de guardia del tercer subnivel, donde se encuentran la energía municipal y las conexiones del alcantarillado. Puedo interrumpir la grabación vid y cortar la toma de tu entrada, pero sólo si vuelves antes que el cabo Veli. No me importa jugarme el cuello por ti, pero sí jugármelo por nada, ¿captas?

Elli estaba estudiando el pintoresco mapa holovid del sistema de tubotransporte.

—Puedes conseguirlo, creo.

—No servirá de nada…

Ella lo agarró por el codo y lo empujó hacia los coches burbuja. El firme brillo del deber nublaba la suave luz de sus ojos.

—Estaremos diez minutos más juntos por el camino.

Miles se frotó la cara mientras ella iba a comprar los billetes, tratando de obligarse a recuperar la racionalidad perdida. Vio su tenue reflejo mirándole desde la pared de espejo, ensombrecido por una columna, la cara enrojecida por la frustración y el terror. Cerró los ojos y luego volvió a mirar tras colocarse delante de la columna. De lo más desagradable: durante un segundo se había visto de nuevo llevando su uniforme verde barrayarés. Malditas fueran las píldoras. ¿Estaba su subconsciente tratando de decirle algo? Bueno, suponía que no estaría metido en verdaderos problemas hasta que un escáner cerebral tomado con sus dos uniformes distintos revelara dos pautas diferentes.

Al verse reflejado, la idea de pronto dejó de parecer graciosa.

Cuando regresó, abrazó a Quinn con sentimientos más complicados que el simple deseo sexual. Se robaron besos en el coche burbuja; más dolor que placer. Para cuando llegaron a su destino, Miles se encontraba en el estado físico de excitación más incómodo que recordaba. Seguro que toda la sangre había abandonado su cerebro para bajarle a la entrepierna, volviéndolo idiota de hipoxia y lujuria.

Ella lo dejó en el andén del distrito de las embajadas con un angustiado susurro de «¡Más tarde!». Sólo después de que el tubo se la hubiera tragado Miles se dio cuenta de que se había quedado la bolsa, que vibraba con un rítmico ronroneo.

—Lindo gatito.

Miles se la echó al hombro con un suspiro y empezó a caminar, cojeando, de vuelta a casa.

Despertó a la mañana siguiente sofocado por la ronroneante piel negra.

—Amistosa, ¿eh? —comentó Ivan.

Miles se liberó, escupiendo pelos. El vendedor había mentido: estaba claro que la bestia se nutría de personas, no de radiación. Las envolvía en secreto durante la noche y se las tragaba como una ameba: la había dejado a los pies de la cama, maldición. A millares de niños pequeños, que se escondían bajo las mantas para protegerse de los monstruos del armario, les esperaba una desagradable sorpresa.

Seguro que el vendedor de pieles cultivadas era un agente provocador asesino cetagandano…

Ivan, en ropa interior y con el cepillo de dientes asomando entre sus brillantes incisivos, se detuvo a pasar las manos por la seda negra, que onduló intentando arquearse con la caricia.

—Es sorprendente —la barbilla sin afeitar de Ivan se movió y el cepillo cambió de lado—. Dan ganas de frotártela por toda la piel.

Miles se imaginó a Ivan acariciando…

—¡Uf! —se estremeció—. Dios, ¿dónde hay café?

—Abajo. En cuanto te hayas vestido según las ordenanzas. Trata de que parezca al menos que has estado en cama desde ayer por la tarde.

Miles olió problemas al instante cuando Galeni lo llamó para que se presentara a solas en su despacho media hora después de empezado su turno de trabajo.

—Buenos días, teniente Vorkosigan —sonrió Galeni, con fingida amabilidad. La sonrisa falsa de Galeni era tan horrenda como encantadora la verdadera.

—Buenos días, señor —asintió Miles, cansado.

—Ya veo que se ha recuperado de su agudo ataque osteoinflamatorio.

—Sí, señor.

—Siéntese.

—Gracias, señor.

Miles se sentó, torpemente: no había tomado píldoras para el dolor esa mañana. Después de la aventura de la noche anterior, rematada por aquella inquietante alucinación en el metro, Miles las había tirado a la basura y anotado mentalmente que debía decirle a su cirujana que había otro medicamento más que podía tachar de su lista. Galeni bajó las cejas en un destello de duda. Luego sus ojos repararon en la mano vendada de Miles. Éste se rebulló en su asiento, y trató de esconderla disimuladamente a su espalda. Galeni sonrió con acritud y conectó el holovid.

—Esta mañana he encontrado un reportaje fascinante en las noticias locales —dijo Galeni—. Me ha parecido que le gustaría verlo también.

«Creo que preferiría caerme muerto en su alfombra, señor.» Miles no tenía ninguna duda de lo que se le avecinaba. Maldición, y sólo se había preocupado de que la embajada cetagandana lo encontrara.

La periodista de Euronews Network comenzó su introducción. Evidentemente, aquel fragmento había sido filmado un poco después, pues el incendio de la licorería moría al fondo. Cuando la imagen cambió al rostro chamuscado y dolorido del almirante Naismith, aún ardía alegremente.

—… desafortunado error. —Miles oyó toser su propia voz betana—. Prometo una completa investigación…

La toma de sí mismo y la desgraciada empleada rodando por la puerta en llamas fue sólo moderadamente espectacular. Lástima que no hubiera sido de noche, para aprovechar todo el esplendor de la pirotecnia. La asustada furia del rostro de Naismith en el holovid tuvo un leve eco en el de Galeni. Miles sintió cierta conmiseración. No era ningún placer mandar a subordinados que no seguían tus órdenes y se metían en peligrosas estupideces por su cuenta. Galeni no iba a alegrarse de aquel asunto.

La cuña de noticias terminó por fin, y Galeni pulsó el interruptor de apagado. Se arrellanó en el asiento y miró firmemente a Miles.

—¿Bien?

Los instintos de Miles le advirtieron de que aquél no era momento para hacerse el gracioso.

—Señor, la comandante Quinn me llamó a la embajada ayer por la tarde para que manejara esta situación porque yo era el oficial dendarii más cercano. Sus temores resultaron justificados. Mi rápida intervención impidió daños innecesarios, quizá muertes. Debo pedir disculpas por ausentarme sin permiso. Sin embargo, no lo lamento.

—¿Disculpas? —ronroneó Galeni, reprimiendo la ira—. Se marchó usted sin permiso, sin protección y desafiando directamente las órdenes recibidas. Me perdí el placer, evidentemente por cuestión de segundos, de que mi próximo informe al cuartel general de Seguridad fuera para preguntar adónde enviar su cuerpo calcinado. Lo más interesante de todo es que se las apañó usted, según parece, para entrar y salir de la embajada sin dejar ninguna huella en mis registros de seguridad. ¿Y piensa resolverlo todo con una disculpa? Creo que no, teniente.

Miles defendió lo único que podía.

—No iba sin guardaespaldas, señor. La comandante Quinn estuvo presente. No pretendo resolver nada.

—Entonces puede empezar explicando exactamente cómo salió, y entró, a través de mi red de seguridad sin que nadie lo advirtiera —Galeni se echó atrás en su asiento con los brazos cruzados, frunciendo ferozmente el ceño.

—Yo…

Aquí estaba el meollo del asunto. Quizá confesar fuese bueno para su alma, ¿pero debía delatar a Ivan?

—Salí con un grupo de invitados que se marchaba de la recepción, por la puerta pública principal. Como llevaba el uniforme dendarii, los guardias supusieron que era uno de ellos.

—¿Y el regreso?

Miles guardó silencio. Galeni necesitaba recabar todos los datos para reparar su red, pero entre otras cosas Miles no sabía exactamente cómo había manipulado Ivan los escáneres vid, por no mencionar al cabo de guardia. Se había tendido en la cama sin preguntar los detalles.

—No puede usted proteger a Vorpatril, teniente —puntualizó Galeni—. Iré por él a continuación.

—¿Qué le hace pensar que Ivan está implicado? —continuó la boca de Miles, ganando tiempo para pensar. No, tendría que haber pensado primero.

Galeni parecía disgustado.

—Seamos serios, Vorkosigan.

Miles tomó aire.

—Todo lo que Ivan hizo, lo hizo siguiendo mis órdenes. La responsabilidad es completamente mía. Si accede usted a que no haya ningún cargo contra él, le pediré que le entregue un informe completo de cómo creó el agujero temporal en la red.

—Eso hará, ¿eh? —los labios de Galeni se torcieron—. ¿Se ha dado cuenta ya de que el teniente Vorpatril está por encima de usted en la cadena de mando?

—No, señor —deglutió Miles—. Esto, er… se me pasó por alto.

—Y a él también, parece.

—Señor, en un principio había planeado ausentarme durante un corto espacio de tiempo, y preparar mi regreso era la menor de mis preocupaciones. Como la situación se prolongó, me quedó claro que tendría que volver al descubierto, pero cuando lo hice eran las dos de la madrugada y él se había tomado un montón de molestias… No quise ser desagradecido…

—Y además —interrumpió Galeni sotto voce—, parecía que podría funcionar…

Miles reprimió una sonrisa involuntaria.

—Ivan es parte inocente. Acúseme de lo que quiera, señor.

—Gracias, teniente, por su amable permiso.

Picado, Miles replicó:

—Maldición, señor, ¿qué quería que hiciera? Los dendarii son tan soldados de Barrayar como cualquiera que lleve el uniforme del Emperador, aunque ellos no lo sepan. Están bajo mi mando. No puedo desatender sus necesidades urgentes, ni siquiera para representar el papel del teniente Vorkosigan.

Galeni se meció en su asiento, sus cejas se alzaron.

—¿Representar el papel del teniente Vorkosigan? ¿Quién cree que es usted?

—Yo soy…

Miles guardó silencio, atenazado por una súbita sensación de vértigo, como al caer por un tubo defectuoso. Durante un cegador momento, ni siquiera entendió la pregunta. El silencio se prolongó.

Galeni cruzó las manos sobre la mesa, el ceño fruncido. Su voz se suavizó.

—Ha perdido la pista, ¿no?

—Yo… —Miles abrió las manos, indefenso—. Es mi deber, cuando soy el almirante Naismith, ser el almirante Naismith lo mejor que pueda. No suelo tener que cambiar de uno a otro de esta forma.

Galeni ladeó la cabeza.

—Pero Naismith no es real. Eso mismo ha dicho usted.

—Uh… cierto, señor. Naismith no es real. —Miles tomó aire—. Pero sus deberes sí lo son. Debemos establecer algún acuerdo más racional para que yo pueda cumplirlos.

Galeni no parecía darse cuenta de que, al entrar Miles inadvertidamente en su cadena de mando, la había aumentado no en una persona, sino en cinco mil. Sin embargo, de haber sido consciente del hecho, ¿habría empezado a mediar con los dendarii? Miles apretó la mandíbula, siguiendo el impulso de descartar esta posibilidad en todos los sentidos. Un caluroso arrebato de… ¿celos? lo atravesó. Que Galeni continúe, por favor, Dios, considerando a los dendarii como asunto personal de Miles…

—Mm —Galeni se frotó la frente—. Sí, bien… mientras tanto, cuando llamen los deberes del almirante Naismith, acuda a mí primero, teniente Vorkosigan —suspiró—. Considérese a prueba. Le ordenaría quedar confinado en sus habitaciones, pero el embajador solicitó específicamente su presencia como escolta esta tarde. Pero sea consciente de que podría haber presentado cargos serios contra usted. El de desobedecer una orden directa, por ejemplo.

Yo… soy plenamente consciente de eso, señor. Uh… ¿e Ivan?

—Ya veremos —Galeni sacudió la cabeza, aparentemente reflexionando sobre Ivan. Miles no podía reprochárselo.

—Sí, señor —dijo Miles, decidiendo que había presionado todo lo posible, de momento.

—Puede retirarse.

«Magnífico —pensó Miles sardónicamente, y salió del despacho—. Primero me tomó por un insubordinado. Ahora sólo por un loco. Sea quien sea yo.»

El acontecimiento político-social de la tarde era una recepción con cena para celebrar la visita a la Tierra del Baba de Lairouba. El Baba, jefe de Estado hereditario de su planeta, combinaba deberes políticos y religiosos. Tras completar su peregrinaje a La Meca, había viajado a Londres para participar en las conversaciones sobre derechos de paso por el grupo de planetas del Brazo de Orión Occidental. Tau Ceti era el centro de ese nexo, y Komarr conectaba con él a través de dos rutas: de ahí el interés de Barrayar.

Los deberes de Miles eran los de costumbre. En este caso, se encontró escoltando a una de las cuatro esposas del Baba. No estaba seguro de si clasificarla de matrona aburrida o no: sus brillantes ojos castaños y sus suaves manos de chocolate eran bastante hermosos, pero el resto de su persona estaba envuelto en capas de seda cremosa con bordados de oro que sugerían una pulcritud puntillosa, como un colchón tentador.

No era capaz de calibrar su inteligencia, ya que ella no hablaba inglés, francés, ruso ni griego, en sus dialectos barrayareses ni en ningún otro, y él no hablaba ni lairoubano ni árabe. La caja de aparatitos traductores, por desgracia, había sido entregada a una dirección desconocida al otro lado de Londres, dejando a la mitad de los diplomáticos presentes con la única posibilidad de mirar a sus homólogos y sonreír. Miles y la dama se comunicaban las necesidades básicas mediante mímica (¿sal, señora?) con buena voluntad durante la cena, y él consiguió hacerla reír dos veces. Ojalá hubiese sabido a santo de qué.

Todavía más lamentable: antes de que los discursos de sobremesa pudieran ser cancelados, apareció un lacayo sudoroso con una caja de micros de repuesto. Se sucedieron varios discursos en diversas lenguas para beneficio de la prensa. Las cosas se dispersaron, la dama acolchada fue rescatada de las manos de Miles por otras dos coesposas, y él empezó a cruzar la sala de vuelta a la fiesta del embajador barrayarés. Al rodear una chillona columna de alabastro que sostenía el techo abovedado, se encontró de cara con la periodista de Euronews Network.

Mon Dieu, es el pequeño almirante —dijo ella alegremente—. ¿Qué está haciendo usted aquí?

Ignorando el grito de angustia que resonaba en su cerebro. Miles consiguió manipular sus rasgos para componer una expresión de exquisito y amable vacío.

—¿Perdone usted, señora?

—Almirante Naismith, o… —Ella advirtió su uniforme y los ojos se le iluminaron de interés—. ¿Se trata de algún tipo de operación mercenaria encubierta, almirante?

Pasó un segundo. Miles abrió unos ojos como platos y se llevó una mano crispada al cinturón sin armas.

—Dios mío —se atragantó, con voz de espanto, algo que no le resultó difícil—. ¿Quiere usted decir que han visto al almirante Naismith en la Tierra?

Ella alzó la barbilla y abrió los labios en una sonrisita de incredulidad.

—En su espejo, naturalmente.

¿Tenía las cejas visiblemente chamuscadas? Todavía llevaba la mano derecha vendada. «No es una quemadura, señora —pensó Miles a la desesperada—. Me corté al afeitarme…»

Miles se puso firmes con un fuerte taconazo y le dirigió un saludo formal. Con voz orgullosa, grave y cargada de acento barrayarés, dijo:

—Se confunde usted, señora. Soy lord Miles Vorkosigan de Barrayar. Teniente del servicio imperial. No es que no aspire al rango que menciona, pero es un poquitín prematuro.

Ella sonrió con dulzura.

—¿Se ha recuperado por completo de las quemaduras, señor?

Miles alzó las cejas… No, no tendría que haber llamado la atención sobre ellas.

—¿Naismith se ha quemado? ¿Le ha visto usted? ¿Cuándo? ¿Podemos hablar de esto? El hombre que menciona es del mayor interés para Seguridad Imperial de Barrayar.

Ella lo miró de arriba abajo.

—Eso diría yo, ya que son ustedes iguales.

—Venga, venga aquí.

¿Y cómo iba a salir de ésta? La cogió por el codo y la empujó hacia un rincón privado.

—Claro que somos iguales. El almirante Naismith de los dendarii es mi…

¿Hermano ilegítimo? No, eso no colaría. La luz no se encendió, estalló como una explosión nuclear.

—…mi clon —concluyó Miles tranquilamente.

—¿Qué? —el aplomo de ella se resquebrajó; su atención osciló.

—Mi clon —repitió Miles con voz más firme—. Es una creación extraordinaria. Pensamos, aunque nunca hemos podido confirmarlo, que fue el resultado de una presunta operación encubierta cetagandana que salió mal. Los cetagandanos, sin duda, son capaces de esas proezas médicas. Los resultados de sus experimentos genéticos militares la horrorizarían. —Miles hizo una pausa. Eso último era cierto—. ¿Quién es usted, por cierto?

—Lise Vallerie —ella le mostró su cubo de prensa—. Euronews Network.

El hecho mismo de que estuviera dispuesta a volver a presentarse confirmaba que Miles había escogido el camino adecuado.

—Ah —se apartó un poco de ella—, los servicios de noticias. No me había dado cuenta. Discúlpeme, señora. No debería estar hablando con usted sin permiso de mis superiores.

Hizo un amago de marcharse.

—No, espere… ah… lord Vorkosigan. Oh… no estará usted relacionado con ese Vorkosigan, ¿verdad?

Él alzó la barbilla y trató de parecer severo.

—Mi padre.

—Oh —ella suspiró en tono de comprensión—, eso lo explica todo.

«Eso pensaba», reflexionó Miles, orgulloso.

Hizo unos cuantos intentos de escapar. Ella se aferró a él como una lapa.

—No, por favor… si no me lo dice, sin duda que investigaré por mi cuenta.

—Bueno… —Miles hizo una pausa—. Son datos bastante antiguos, desde nuestro punto de vista. Puedo decirle unas cuantas cosas, supongo, ya que está relacionado personalmente conmigo. Pero no es para hacerlo público. Debe darme su palabra primero.

—La palabra de un lord Vor de Barrayar es sagrada, ¿no? —dijo ella—. Nunca revelo mis fuentes.

—Muy bien —asintió Miles fingiendo tener la impresión de que ella le había hecho una promesa, aunque nada en sus palabras lo indicaba. Acercó un par de sillas y se sentaron lejos de los roboservidores que retiraban los restos del banquete.

Miles se aclaró la garganta, y se lanzó.

—La construcción biológica que se llama a sí mismo almirante Naismith es… quizás el hombre más peligroso de la galaxia. Astuto, resuelto. Los equipos de Seguridad barrayaresa y cetagandana han intentado, en el pasado, asesinarlo. Sin éxito. Ha empezado a construirse una base de poder, con sus dendarii. Aún no sabemos cuáles son sus planes a largo plazo para este ejército privado, excepto que debe de tener alguno.

Vallerie se acercó un dedo a los labios, dubitativa.

—Parecía… bastante agradable cuando hablé con él. Dadas las circunstancias. Un hombre valiente, sin duda.

—Sí, ahí está el genio y la maravilla del hombre —gimió Miles, luego decidió que sería mejor que no se pasara—. Tiene carisma. Sin duda los cetagandanos, si fueron los cetagandanos, pretendían algo extraordinario con él. Es un genio militar, ¿sabe?

—Espere un momento. ¿Es un clon auténtico, dice usted… no sólo una copia exterior? Entonces debe de ser aún más joven que usted.

—Sí. Su crecimiento, su educación, fueron acelerados artificialmente, aparentemente hasta los límites del proceso. ¿Pero dónde lo ha visto usted?

—Aquí, en Londres —respondió ella; iba a añadir algo y se detuvo—. Pero ¿no dice que Barrayar trata de matarlo? —Se apartó un poco de él—. Creo que será mejor que yo deje que lo localicen ustedes mismos.

—Oh, ya no —rió Miles—. Ahora nos limitamos a seguirle la pista. Lo perdimos de vista recientemente, lo que hace que mis servicios de seguridad se pongan extremadamente nerviosos. Claramente fue creado para algún tipo de plan de sustitución cuyo objetivo último era mi padre. Pero hace siete años se volvió un renegado, escapó de sus captores-creadores y empezó a actuar por su cuenta. Nosotros, Barrayar, sabemos demasiadas cosas de él ahora, y él y yo nos hemos diferenciado demasiado para que intente sustituirme a estas alturas.

Ella lo miró.

—Podría hacerlo. De verdad que podría.

—Casi —Miles sonrió, sombrío—. Pero si nos tuviera a ambos en la misma habitación, vería que soy casi dos centímetros más alto. Crecimiento tardío por mi parte. Tratamientos de hormonas…

Debía terminar pronto con aquella invención. Siguió farfullando.

—Los cetagandanos, sin embargo, todavía tratan de matarlo. Hasta ahora, ésa constituye la mejor prueba que tenemos de que es creación suya. Es evidente que sabe demasiado sobre algo. Nos encantaría saber qué.

Le dirigió una sonrisa encantadora, perruna, horriblemente falsa. Ella se apartó un poco más.

Miles cerró los puños, enfadado.

—Lo más ofensivo de ese tipo es su valor. Al menos, debería haber escogido otro nombre, pero ensucia el mío. Tal vez se acostumbró a él cuando se entrenaba para ser yo. Habla con acento betano y usa el apellido de soltera de mi madre, al estilo betano. ¿Y sabe usted por qué?

«Sí, ¿por qué, por qué…?»

Ella sacudió la cabeza, muda, mirándole con involuntaria fascinación.

—¡Porque según la ley betana referida a los clones, sería mi hermano legal, por eso! Intenta conseguir una identidad falsa para sí. No estoy seguro de por qué. Quizá sea la clave de su debilidad. Debe de tener algún punto flaco, alguna grieta en la coraza… además de padecer de locura hereditaria, por supuesto…

Se interrumpió, jadeando levemente. Que ella pensara que se debía a la ira reprimida y no al terror.

El embajador, gracias a Dios, le hacía señas desde el otro lado de la sala. Su grupo se disponía a marcharse.

—Discúlpeme, señora —Miles se puso en pie—. Debo dejarla. Pero, ah… en caso de que encuentre al falso Naismith de nuevo, consideraría un gran favor que contactara usted conmigo en la embajada de Barrayar.

Pourquoi?, silabearon los labios de ella. Con cuidado, se levantó también. Miles se inclinó sobre su mano, ejecutó un elegante saludo y se marchó.

Tuvo que contenerse para no bajar dando saltitos los escalones del Palais de Londres tras el embajador. Un genio. Un puñetero genio. ¿Por qué no se le había ocurrido aquella tapadera antes? A Illyan, el jefe de Seguridad Imperial, iba a encantarle. Quizás incluso Galeni se alegrara un poco.

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