Nota final

No tengo ninguna razón para dudar de que Gilgamesh de Uruk fue una auténtica figura histórica. Su nombre aparece con frecuencia en las listas de reyes de la región mesopotámica de Sumer —que actualmente forma la parte meridional de Irak—, y es probable que viviera alrededor del año 2500 AC. Fue sin la menor duda un rey fuerte y célebre; hasta el final de las civilizaciones mesopotámicas independientes, dos mil años más tarde, fue contemplado siempre como el prototipo del gran líder, un guerrero y un estadista más allá de toda comparación. A su alrededor crecieron mitos de todas clases; se convirtió en un legendario héroe cultural, que combinó en sí los mejores rasgos de Hércules, de Ulises y de Prometeo.

Es principalmente el Gilgamesh histórico el que me ha preocupado en este libro, pero he enfocado también al Gilgamesh mítico que es el héroe de la obra más antigua de literatura trágica que ha sobrevivido hasta nuestros tiempos. Me refiero a la Épica de Gilgamesh, que tiene quizá dos mil años —más de mil años más antigua que la litada y la Odisea—, y que es probable que sea más antigua que eso. Nuestro texto de ella, que es incompleto pero contiene lo esencial de la historia, nos ha llegado en varias formas que han sobrevivido por mero azar entre las ruinas de la antigüedad. La versión más larga conocida fue hallada por los arqueólogos del siglo XIX en la biblioteca del rey asirio Ashurbanipal —los asidos fueron los herederos finales de la antigua cultura mesopotámica, mucho después de que los fundadores súmenos hubieran sido absorbidos por otras razas más jóvenes y vigorosas—, escrita en tablillas de arcilla aproximadamente el año 700 AC. Además poseemos una versión fragmentaria quizá mil años más antigua, escrita en el lenguaje de los babilonios que dominaron Mesopotamia entre la época de los sumerios y la de los asidos; y hay también una versión en el lenguaje de los hititas de Siria, indicando que la historia se extendió ampliamente a través del Próximo Oriente. Todas ellas se hallan basadas probablemente en el mismo original sumerio, que se ha perdido.

La Épica de Gilgamesh es una obra profundamente inquietante: un poema meditativo sobre la necesidad de la muerte. Gilgamesh es mostrado como una figura sobrehumana, confiado hasta el punto de la arrogancia, estallando de vitalidad; y sin embargo el temor a su propia mortalidad lo reduce a una especie de parálisis, de la que emerge para emprender un desesperado peregrinaje hasta el inmortal superviviente del Diluvio, Ziusudra (Utnapishtim en versiones posteriores). Vale la pena señalar de pasada que todo el relato de Noé y el arca tal como nos es contado en la Biblia se basa seguramente en la narrativa del Diluvio incluida en la Épica de Gilgamesh, que la precede al menos en un millar de años y quizá en muchos más.

Al relatar de nuevo la historia de Gilgamesh he buceado libremente en la épica original, basándome principalmente en las dos traducciones inglesas estándar, la de Alexander Heidel (1946) y la de E. A. Speiser (1955). También he incorporado en ella los mucho más antiguos poemas sumerios que tratan otros aspectos de la vida de Gilgamesh, haciendo uso de las traducciones de Samuel Noah Kramer (1955). Pero en todo momento he intentado interpretar los fantásticos y fantasiosos acontecimientos de esos poemas de una forma realista, es decir, contar la historia de Gilgamesh como si él estuviera escribiendo sus propias memorias, y con ese fin he introducido muchas interpretaciones propias que, para mejor o para peor, no pueden en ningún momento ser adscritas a los eruditos que acabo de mencionar.

Quizá no sea necesario explicar —pero lo haré— que los dos ríos referidos en la novela por sus nombres sumerios como el Idigna y el Buranunu son los conocidos en civilizaciones posteriores como el Tigris y el Eufrates. Las ruinas de la Uruk de Gilgamesh han sido descubiertas cerca de la moderna ciudad iraquí de Warka, que se halla a casi veinte kilómetros de distancia del actual curso del Eufrates; pero las pruebas literarias y arqueológicas señalan que el río fluía mucho más cerca de la ciudad en tiempos de Gilgamesh.

Finalmente, deseo expresar mi gratitud a los varios amigos que leyeron el manuscrito en sus estadios preliminares y me ofrecieron críticas útiles. Me siento en deuda en particular con Merrilee Heifetz por su riguroso escrutinio del libro y por la profundidad de su perspicacia y la experiencia técnica demostradas en su lectura. Me proporcionó un extraordinario e inapreciable servicio.


Robert Silverberg

Oakland, California

febrero de 1984

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