Fue un momento de triunfo. Entramos en Uruk tan victoriosos como si hubiéramos conquistado seis reinos. Creo que había una especie de locura en nuestro orgullo, pero creo también que era un orgullo perdonable. Después de todo, uno no mata a un demonio cada día.
Así que celebramos nuestros éxitos en la Tierra de los Cedros y nuestro regreso sanos y salvos con grandes fiestas y risas. Pero hubo un toque de discordia al inicio de aquella noche de gloriosa diversión, y hubo otro antes de que terminara.
Cuando nos acercamos a las murallas de la ciudad a última hora de la tarde con nuestro botín, la Puerta Real se abrió de par en par y por ella surgió un grupo de bienvenida compuesto por muchos carros y dirigido por Zabardi-bunugga. Sonaron trompetas, se agitaron banderas; oí gritar mi nombre una y otra vez. Nos detuvimos y aguardamos. Zabardi-bunugga avanzó hacia mí, me saludó con las manos alzadas y me presentó el haz de gavillas de cebada que es el saludo acostumbrado a un rey que regresa. Hizo su ofrenda de acción de gracias por mi seguridad, y luego derramamos juntos una libación a los divinos. El bueno y leal Zabardi-bunugga, con su chato rostro: ¡un gran príncipe! Cuando hubieron terminado esas ceremonias nos abrazamos de un modo menos formal. Saludó también graciosamente a Enkidu, y sonrió su bienvenida a Bir-hurturre. Si había alguna envidia en Zabardi-bunug-ga porque no había tomado parte en nuestra gran aventura, no supe verla. Le conté cómo había ido el viaje; pero ya lo sabía, porque habíamos enviado heraldos con la noticia de nuestra victoria. Luego le pregunté cómo habían ido las cosas en Uruk durante mi ausencia, y una sombra cruzó sus ojos y miró a un lado mientras decía:
—La ciudad prospera, oh Gilgamesh.
No era difícil captar la intranquilidad en él, la vacilación, la incomodidad. Dije:
—¿En verdad prospera?
—¿Puedo entrar contigo en la ciudad? —respondió nerviosamente.
Le invité a subir al carro. Miró a Enkidu, que iba a mi lado; pero yo me limité a encogerme de hombros, como diciendo: cualquier cosa que tengas que decirme puede ser oída por mi hermano. Cosa que Zabardi-bunug-ga comprendió sin necesidad que yo tuviera que decírsela. Subió al carro, y Enkidu dio la señal para que la procesión continuara a través de la gran puerta de la ciudad.
—¿Y bien? —dije—. ¿Hay problemas? Cuéntame.
—La diosa se agita inquieta —dijo Zabardi-bunugga en voz baja—. Creo que hay peligro, Gilgamesh.
—¿Cómo es eso?
—Medita mucho. Se inquieta. Cree que la has eclipsado, que la dominas. Dice que la ignoras, que no la consultas, que sigues tu propio camino hasta el punto de que ésta ya no es la ciudad de Inanna, sino que se ha convertido solamente en la ciudad de Gilgamesh.
—Soy el rey —dije—. Yo llevo la carga. —Creo que te recordará que eres rey por gracia de la diosa.
—Lo soy, y nunca lo olvido. Pero ella debe recordar también que no es la diosa, sino sólo la voz de la diosa. —Entonces me eché a reír—. ¿Crees que estoy blasfemando, Zabardi-bunugga? No. No. Ésta es la verdad: todos debemos recordarla. La diosa habla a través de ella; pero ella sólo es una sacerdotisa. Y yo llevo el peso de la ciudad cada día. —Cuando nos acercábamos a la puerta de la ciudad dije—: ¿Qué pruebas tienes de esa ira suya?
—Lo he sabido por mi padre, que dice que recibió su visita en el templo de An para consultar antiguas tablillas, escritas en tiempos de Enmerkar, los anales del reinado de tu abuelo, el registro de sus contactos con la sacerdotisa de su época. También ha estado en los archivos de los sacerdotes de Enlil. Y ha convocado varias veces la asamblea de ancianos para que se reunieran con ella mientras tú estabas fuera.
—Quizá esté escribiendo un libro de historia, ¿no? —dije alegremente.
—Creo que no, Gilgamesh. Busca formas de dominarte: intenta hallar precedentes, busca estrategias de confianza.
—¿Sospechas simplemente esto, o lo sabes? —Es algo seguro. Ha estado hablando, y muchos la han oído. Tu viaje la puso furiosa. Así se lo dijo a tu madre, a mi padre Gungunum, a algunos de la asamblea de ancianos, incluso a sus acólitos: no mantuvo su furia en secreto. Dice que fue presuntuoso por tu parte emprender la aventura sin buscar primero su bendición.
—Oh, ¿de veras? Pero necesitábamos el cedro. Los elamitas habían construido un muro en torno al bosque. No se trataba sólo de una expedición sagrada, Zabardi-bunugga: se trataba de una guerra. Las decisiones relativas a la guerra corresponden exclusivamente al rey.
—Creo que ella lo ve de otro modo.
—Entonces la educaré.
—Ve con cuidado. Es una mujer peligrosa.
Apoyé una mano sobre su brazo y sonreí.
—No me dices nada nuevo con esto, viejo amigo. Pero estaré en guardia. Y tienes mi agradecimiento. Cruzamos la puerta. Dejé de prestarle mi atención y alcé el escudo muy alto, para que captara los últimos resplandores del muriente día y enviara lanzas de dorada luz hacia la multitud que se alineaba a ambos lados del gran camino procesional. Media ciudad estaba allí para darme la bienvenida.
—¡Gilgamesh! —exclamaban hasta enronquecer—. ¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh! —Y utilizaban la palabra que significa divino, que no es usada normalmente para un rey mientras aún vive—. ¡Gilgamesh el dios! ¡Gilgamesh el dios!
Me sentí abrumado; pero sólo por un momento, porque hubiera sido estúpido negar la divinidad que hay en mí.
Las advertencias de Zabardi-bunugga habían oscurecido algo mi regreso a casa. Pero no me había sorprendido demasiado oírlas: hacía ya demasiado que Inanna permanecía tranquila, y desde hacía un tiempo esperaba dificultades por parte de ella. Bien, ya veríamos; decidí no preocuparme de esos asuntos en estos momentos. Era la noche de mi regreso a casa; era la noche de mi triunfo.
En palacio aceité y pulí mis armas y las guardé, y dije las plegarias del descanso sobre ellas. Luego fui a los baños de palacio y abrí mi trenza de modo que el pelo cayera suelto por mi espalda, y las doncellas quitaron de él toda la suciedad del viaje. Decidí dejarme el pelo suelto y largo. Me envolví en una fina capa de flecos y me até una faja escarlata a la cintura e incluso me puse mi tiara real, que no suelo llevar a menudo. Cuando todo esto estuvo hecho llamé a mis cincuenta héroes y a Enkidu a mi alrededor, y nos reunimos en el gran salón de palacio para un festín de terneras y corderos asados, y pasteles de harina mezclada con miel, y cerveza tanto suave como fuerte, y vino real de palma, el más espeso y aromático de la Tierra. Incluso bebimos el vino hecho de uva, que traemos de los territorios del norte, un líquido púrpura oscuro que hace que el alma se eleve. Cantamos y relatamos historias de los guerreros antiguos, y jugamos y peleamos a la luz de las antorchas, y gozamos de las doncellas de palacio hasta que nos sentimos saciados; y luego nos bañamos y vestimos de nuevo con nuestras ropas más espléndidas y salimos a exhibirnos por la ciudad, haciendo sonar los pífanos y las trompetas y dando palmadas mientras nos mostrábamos por todas partes. ¡Oh, fueron unos momentos espléndidos, espléndidos! Nunca conoceré otros como aquellos.
A las horas gris plata del amanecer los soñolientos héroes yacían en mil posturas amontonados por todo el palacio, roncando su vino. Yo no sentía necesidad de dormir; así que fui a bañarme a la fuente de palacio. Enkidu estaba conmigo. Sus ropas hedían a vino y a jugo de la carne, y supongo que las mías no debían' estar en mejor estado. Trocitos de paja y motas de ceniza del fuego se pegaban a nuestras barbas y pelo. Pero la fría agua nos refrescó y nos limpió como si fuese una fuente de los dioses. Cuando salí miré a mi alrededor en busca de un esclavo que nos trajera ropas limpias, y capté una esbelta figura en el extremo más alejado del patio, una mujer, vestida con una túnica color ceniza de una tela delgada y resplandeciente, y un chai echado sobre el rostro de modo que no pudieran verse sus rasgos. Parecía encaminarse en mi dirección.
—¡Hey, tú! —llamé—. Ven y préstanos un servicio, ¿quieres?
Se volvió hacia mí y bajó el chai, y vi su rostro. Pero no pude creer lo que veía.
—¿Gilgamesh? —dijo suavemente.
La sorpresa me dejó sin aliento. Aquello sólo podía ser una aparición.
—¡Un demonio! —susurré—. ¡Mira, Enkidu, lleva el rostro de Inanna! Tiene que ser Lilitu que ha venido a atormentarnos, o quizá el fantasma Utukku? —Miedo y sorpresa me golpearon como el resonar de una campana de bronce, y me estremecí, y rebusqué entre las ropas que había echado a un lado hasta encontrar el pequeño amuleto de la diosa que la joven sacerdotisa Inanna me había dado hacía tanto tiempo. Con la misma voz suave dijo: —No temas, Gilgamesh. Soy Inanna. —¿Aquí? ¿En palacio? La sacerdotisa nunca abandona el templo para ver al rey: llama al rey para que acuda a verla en sus propios dominios.
—Esta noche soy yo quien viene a ti —dijo ella. Ahora estaba muy cerca de mí, y tuve la impresión de que estaba diciendo la verdad; si era algún demonio, tenía más habilidad mímica que cualquier otro demonio que supiera. ¿Y qué demonio, además, se atrevería a disfrazarse como la diosa dentro de las murallas de la propia ciudad de la diosa? Sin embargo, seguía sin poder comprender la presencia de Inanna en el recinto de palacio. No era correcto. No ocurría. Mis ingles se helaron y sentí un estremecimiento en la nuca, y tomé mi ropa y me envolví con ella, pese a lo manchada y sudada que estaba. Enkidu la miraba como si se tratase de una voraz bestia de los campos, toda ella colmillos y dientes, lista para saltar.
—¿Qué deseas de mí? —dije roncamente. —Algunas palabras. Sólo algunas palabras. Tenía la garganta seca, los labios agrietados. —¡Habla, entonces!
—Lo que tengo que decir debo hacerlo en privado. Miré a Enkidu, que ahora fruncía el ceño. No me gustaba decirle que se fuera; pero conocía lo suficiente a Inanna como para darme cuenta de que no conseguiría hacerle cambiar de opinión. Dije tristemente: —Te ruego que nos dejes, amigo. —¿Debo irme?
—Esta vez sí —dije, y se marchó lentamente del patio, mirando varias veces hacia atrás, como si temiera que la sacerdotisa me atacara en el momento en que él hubiera desaparecido. Entonces Inanna dijo: —Te vi desde el pórtico del templo, cuando te exhibías esta tarde por toda la ciudad con tus héroes. Nunca habías lucido tan apuesto, Gilgamesh. Estabas tan radiante como un dios.
—La alegría de mi victoria puso ese resplandor en mí. Acabamos con el demonio; conseguimos la madera; derribamos el muro que habían alzado los elamitas.
—Eso he oído. Fue una magnífica victoria. Eres un héroe más allá de toda comparación: cantarán tu nombre en los tiempos futuros.
La miré directamente a los ojos. A aquella hora, bajo la pálida luz gris del amanecer, parecían de un color que nunca antes había visto, más oscuros aún que el negro. Estudié los perfectos arcos de sus cejas; escruté su fina y recta nariz y la plenitud de sus labios. Emanaba calor de ella, pero era un calor frío. No podía decir si tenía ante mí a una diosa o a una mujer; ambas parecían mezcladas en ella más aún de lo usual. Pensé en las advertencias de Zabardi-bunugga, y supe por lo que él había dicho que era mi enemiga; pero no parecía ser una enemiga en aquel momento. —¿Por qué estás aquí, Inanna? —No pude impedírmelo. Cuando te vi esa tarde me dije: tengo que ir a él cuando la fiesta haya terminado, tengo que ir a él antes de que llegue el amanecer, para ofrecerme.
—¿Ofrecerte? ¿Qué estás diciendo? Sus ojos brillaban de una forma extraña, como soles de plata alzándose a medianoche.
—Cásate conmigo, Gilgamesh. Sé mi esposo. Me quedé absolutamente abrumado ante aquello. —¡Pero no es la estación adecuada, Inanna! —dije con voz entrecortada—. Todavía faltan algunos meses para el festival del nuevo año y…
—No estoy hablando ahora del Sagrado Matrimonio —dijo enérgicamente—. Hablo del matrimonio entre hombre y mujer, que viven bajo el mismo techo, y crían a sus hijos, y envejecen juntos a la manera de esposo y esposa. Si hubiera hablado en el lenguaje del pueblo de la luna no me hubiera sentido más desconcertado.
—Pero eso es imposible —exclamé, cuando hallé de nuevo el uso de mi lengua—. El rey…, la sacerdotisa…, nunca desde la fundación de la ciudad…, nunca en toda la historia de la Tierra…
—He hablado con la diosa. Ella da su consentimiento. Puede hacerse. Ya sé que es algo nuevo y extraño. Pero puede hacerse. —Avanzó un paso hacia mí, puso sus manos sobre mis manos—. Escúchame, Gilgamesh. Sé mi esposo, hazme la ofrenda de la semilla de tu cuerpo, no sólo una noche al año sino cada noche. Sé mi esposo y yo seré tu esposa. Escucha, te ofreceré espléndidos regalos: haré enjaezar para ti un carro de lapislázuli y oro, con ruedas de oro y cuernos de bronce. Dispondrás de demonios de las tormentas para tirar de él, en vez de muías. Nuestra morada estará llena de fragantes cedros, y cuando entres en ella el umbral te besará los pies. —Inanna…
No había forma de detenerla. Siguió hablando, como si salmodiara sumida en trance:
—¡Reyes y señores y príncipes se inclinarán ante ti! ¡Todo el producto de montañas y llanuras vendrá a ti como tributo! ¡Tus cabras parirán trillizos, tus ovejas mellizos! ¡El asno que cargue fardos para ti será más veloz que la más rápida de las muías; tus carros ganarán en todas las carreras; tus bueyes no tendrán rival, si sólo dejas que derrame sobre ti mis bendiciones, Gilgamesh!
—El pueblo no lo aceptará —dije mustiamente.
—¡El pueblo! ¡El pueblo! —Su rostro se endureció y oscureció; sus ojos se volvieron fríos—. ¡El pueblo no puede impedírnoslo! —Su presa sobre mi mano se hizo más fuerte: imaginé que podía sentir crujir mis huesos. Con un tono extraño dijo—: Los dioses están furiosos contigo, Gilgamesh, por la muerte de Huwawa. ¿No sabías esto? Quieren tomar venganza.
—No es así, Inanna. —Ah, ¿caminas tú con los dioses como yo camino con los dioses? Te diré una cosa: Enlil llora la muerte del guardián de su bosque. Te harán pagar con sangre esa muerte. Te harán llorar como ahora llora Enlil. Pero yo puedo protegerte de eso. Puedo interceder. ¡Entrégate a mí, Gilgamesh! ¡Tómame como tu esposa! Soy tu única esperanza de paz.
Sus palabras cayeron sobre mí como un helado torrente sin piedad. Deseé huir de ella; deseé enterrar mi cabeza en algún lugar blando y oscuro y dormir. Todo aquello era una locura. ¿Casarme con ella? No había ninguna forma de llevarlo a la práctica. Por un alocado momento pensé en lo que sería compartir su cama noche tras noche, sentir el fuego de su aliento contra mi mejilla, saborear la dulzura de su boca. Sí, por supuesto, ¿qué hombre rechazaría tales cosas? ¿Pero el matrimonio? ¿Con la sacerdotisa, con la diosa? Ella no podía casarse; yo no podía casarme con ella. Aunque la ciudad lo permitiera —y la ciudad no lo permitiría, la ciudad se alzaría al instante contra nosotros y arrojaría nuestros cadáveres a los lobos—, yo no podría soportarlo. Ir humildemente al templo con mis regalos nupciales, arrodillarme ante mi propia esposa porque también era la diosa, la Reina de los Cielos…, no, no, sería mi ruina. Yo soy el rey. El rey no debe arrodillarse. Agité la cabeza como para despejar la bruma que se estaba acumulando y espesando en mi espíritu. Empecé a comprender la verdad. Sus planes se me hicieron claros: una mezcla de codicia y lujuria y envidia. Su objetivo era arrastrarme hasta su trampa, hacerme caer. Si no podía romper el poder del rey de otra manera, lo rompería a través del matrimonio. Puesto que era una diosa, podría hacerme arrodillar ante ella como ningún hombre, y por supuesto ningún rey, se arrodilla jamás ante su esposa. La gente se reiría de mí en las calles. Los propios perros me ladrarían a mis talones. Pero no permitiría que me dominara de aquel modo. No dejaría que comprara mi esclavitud con su cuerpo. Y todas sus palabras sobre la ira de los dioses, que sólo ella podía alejar de mí…, no, eso no era más que una estúpida mentira dirigida a asustarme. No le permitiría que me amenazara tampoco.
Mientras todas esas cosas se aclaraban en mi mente, sentí que una ardiente rabia crecía en mí como el fuego en una montaña en pleno verano. Quizá fuera por el hecho de haber permanecido despierto toda la noche, quizá fuera por el vino, quizá fuera porque algún tenebroso demonio flotante del aire del amanecer había penetrado en mi espíritu; o quizá fuera simplemente porque estaba ahíto del arrogante orgullo surgido de mi victoria sobre Huwawa; pero me puse inmoderadamente furioso. Retiré bruscamente mi mano de las suyas y me erguí en toda mi altura ante ella y exclamé:
—¿Dices que tú eres mi única esperanza? ¿Qué esperanza me ofreces, excepto la esperanza del dolor y la humillación? ¿Qué podría esperar, si fuera tan estúpido como para aceptarte en matrimonio? Sólo me ofreces peligro y tormento. —Las palabras brotaban furiosas de mí. No quería ni podía detenerlas—. ¿Quién eres tú? Un brasero que lucha inútilmente contra el frío. Una puerta trasera qué no retiene ni el viento ni la lluvia. Una tela impermeabilizada que empapa a su portador. Unas sandalias que hacen tropezar a quien las lleva.
Me miró con la boca abierta, sorprendida, tan sorprendida como me había sentido yo cuando la oí hablar de matrimonio.
—¿Quién eres tú? —proseguí—. Una bota que aprieta los pies de quien la calza. Una piedra que cae de un parapeto. Una brea que mancha las manos, un palacio que se derrumba sobre sus moradores, un turbante que no cubre la cabeza. ¿Casarme contigo? ¿Casarme contigo? ¡Ah, Inanna, Inanna, qué estupidez, qué locura!
—Gilgamesh…
—¿Hay alguna esperanza para el hombre que cae en las redes de Inanna? El jardinero Ishullanu…, conozco esa historia. Vino a ti con cestos de dátiles, y tú le miraste y le sonreíste con esa sonrisa tuya, y dijiste: “Ishullanu, acércate a mí, déjame gozar de ti, tócame aquí y acaríciame ahí.” Y él retrocedió lleno de terror y dijo: “¿Qué quieres de mí? Sólo soy un jardinero. Me helarás como la escarcha hiela los brotes jóvenes.” Y cuando oíste esto lo transformaste en un topo y lo arrojaste de tu lado para que cavara túneles en la tierra.
—Gilgamesh —dijo, sorprendida—, ¡eso es sólo una historia de la diosa! ¡No fue obra mía, sino de la propia diosa, hace mucho tiempo!
—Es lo mismo. Tú eres la diosa, la diosa eres tú. Sus pecados son los tuyos. Sus crímenes son los tuyos. ¿Qué les ha ocurrido a los amantes de Inanna? ¿El pastor que acumulaba pasteles de harina para ti, y mataba a los tiernos infantes: te aburría, y le golpeaste y lo transformaste en un lobo, y ahora sus propios compañeros de horda lo apartan de su lado, y sus propios perros muerden sus ancas… —¡Una fábula, Gilgamesh, un cuento! —El león al que amaste: siete pozos cavaste para él, y siete más. El pájaro de muchos colores: rompiste su ala, y ahora permanece posado en el bosquecillo gimiendo: “¡Mi ala, mi ala!” El semental tan noble en la batalla: ordenaste el látigo y la espuela y la correa para él, y le hiciste galopar siete leguas, y ordenaste que bebiera agua lodosa…
—¿Estás loco? ¿Qué estás diciendo? ¡Ésos son viejos cuentos de arpistas, las historias de la diosa! Supongo que era una especie de locura. Pero no podía detenerme.
—¿Has mantenido alguna vez un poco de lealtad hacia alguno de tus amantes? ¿Y no me tratarás a mí del mismo modo que los trataste a ellos? —Abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su boca, y en su silencio dije—: ¿Qué hay de Dumuzi? ¡Háblame de él! Lo enviaste al infierno. —¿Por qué arrojas antiguas fábulas contra mi rostro? ¿Por qué sigues reprochándome cosas que no tienen nada que ver conmigo?
La ignoré. Estaba sumido en la locura.
—No Dumuzi el dios —dije—. Dumuzi el rey, que gobernó esta ciudad, y murió antes de que se cumplieran sus años. ¡Sí, háblame de Dumuzi! Dumuzi el dios, Dumuzi el rey, Inanna la diosa, Inanna la sacerdotisa…, todo es lo mismo. Hasta los niños conocen la historia. Ella lo atrapa y lo utiliza y consigue su triunfo sobre él. No harás lo mismo conmigo. —Entonces recobré el aliento y me sequé la frente, y con una voz completamente distinta dije, muy fríamente—: Esto es el palacio real. No tienes nada que hacer aquí. Vete. ¡Vete!
Buscó las palabras que debía decir y de nuevo no las encontró, sólo sonidos tartamudeantes e ininteligibles. Jadeó y se tambaleó y retrocedió, los ojos en fuego, el rostro llameante. En la puerta, se detuvo un momento y me lanzó una larga mirada petrificante. Luego dijo, con una voz calmada que parecía brotar de las profundidades del mundo inferior:
—Sufrirás, Gilgamesh. Te lo prometo. Sentirás dolor más allá de cualquier dolor que hayas podido imaginar. Eso promete la diosa. —Y se fue.