Cuando volví a captar algo que tuviera sentido me encontré tendido en el suelo con la cabeza en el regazo de Enkidu. Estaba frotando mi frente y mis hombros, y aquello era muy relajante. Sentía dolor en todas partes, pero en especial en mi rostro y cuello. El gran cedro había caído; de hecho, la mayor parte de los árboles a nuestro alrededor estaban derribados o parcialmente derribados, como si medio bosque hubiera sido barrido por un terremoto. Oscuras fisuras cebraban el suelo en una docena de lugares. Directamente frente a nosotros la tierra se había hendido por completo y una horrenda columna de humo, negra con feroces lenguas ígneas, ascendía directa hacia el cielo, produciendo un ruido como el bramar del Toro de los Cielos en el último día del mundo.
—¿Qué es esa cosa? —pregunté a Enkidu, señalando la rugiente columna de humo.
—Es Huwawa —dijo.
—¿Qué? ¿Acaso Huwawa no es más que humo y llamas?
—Ésa es la forma que ha adoptado hoy.
—¿Tenía otra forma, esa otra vez que estuviste aquí?
—Es un demonio —dijo Enkidu con un alzarse de hombros—. Los demonios toman cualquier apariencia que les plazca. Tiene miedo de atacar, porque siente al dios que hay en ti. Flota ahí, surgiendo a borbotones. Este es el momento de terminar con él. —Ayúdame a ponerme en pie. Me levantó como si yo fuera un niño y me mantuvo erguido. Sentí un mareo y me tambaleé, pero me sostuvo, y luego el mareo pasó. Planté mis pies en el suelo. La tierra debajo de mí estaba vibrando por la fuerza de la exhalación de Huwawa en su cubil subterráneo, pero aparte eso parecía firme de nuevo. Quien fuera el que se había agitado en ella antes del temblor, ya hubiera sido el cornudo Enlil o sólo su secuaz Huwawa, ya no estaba sacudiendo las columnas y los cimientos que sostenían el mundo. Avancé y miré a Huwawa.
Era difícil acercársele. El aire en las inmediaciones de aquella humeante columna era hediondo y aceitoso, y se aferraba a mis pulmones como algo viscoso. Mi cabeza pulsaba, y no sólo por las secuelas de mi acceso. Recordé la historia de la ocasión en que Lugal-banda, viajando por aquellas regiones orientales, fue atacado por un demonio de humo muy parecido a éste en las laderas del monte Hurum, y fue dejado por muerto por sus camaradas.
—Debemos ir con cuidado —dije a los demás— e impedir que la materia del demonio penetre en nosotros por la nariz. —Cortamos el doblez de nuestras ropas y lo envolvimos sobre nuestros rostros, y cuidamos de respirar lo más ligeramente posible mientras observábamos aquel nocivo humo.
La grieta que se había abierto en la tierra para dejar salir a Huwawa no era grande: podía medir su anchura con mis dos manos extendidas. Sin embargo, el demonio brotaba hirviendo de ella con enorme fuerza. Miré, intentando ver el rostro y los ojos, pero no vi nada excepto humo. Exclamé:
—¡Te conjuro, Huwawa, a que te muestres tal como eres! —Pero seguí sin ver nada más que humo. —¿Cómo podemos acabar con él, si sólo es humo? —dijo Enkidu.
—Ahogándole —respondí—. Y asfixiándole.
Señalé hacia un lado, donde el temblor había liberado un manantial subterráneo. Ahora un pequeño riachuelo avanzaba hacia el fondo del valle: el agua era caliente a causa de la respiración del dios que había debajo de la tierra, supongo, y de ella brotaban nubéculas de vapor. Nos reunimos a su alrededor y elaboramos un plan. Puse a treinta de mis hombres a trabajar cavando un canal para guiar el arroyo hacia un lado, hacia la boca a través de la que Huwawa rugía al aire; y asigné a los otros la tarea de desbastar el tronco del gran cedro, cortando de él un largo de aproximadamente dos veces la altura de un hombre y dándole la forma de una puntiaguda estaca. Trabajamos rápidamente, temiendo que el demonio pudiera tomar su forma sólida y atacarnos; pero la presencia del dios en mí parecía mantenerlo aún a raya. Para asegurarnos puse a tres hombres a entonar cánticos y hacer signos sin pausa.
Cuando estuvimos preparados llamé:
—¿Huwawa? ¿Oyes mi voz, demonio? ¡Es Gilgamesh, rey de Uruk, quien acaba contigo! —Miré a Enkidu, y por un instante, digo la verdad, sentí miedo y duda. No es pequeña empresa acabar con un demonio que está al servicio de Enlil. De modo que me pregunté después de todo si había necesidad de acabar con él…, si no sería suficiente sellar su agujero y dejarlo encerrado allí. Os digo que mi corazón sintió compasión hacia el demonio. ¿Suena eso extraño? Pero es lo que sentí.
Enkidu, que conocía mi alma como si fuera la suya propia, me vio vacilar. Exclamó:
—¡Apresúrate, Gilgamesh, ahora! No es momento de dudar. El demonio tiene que morir, hermano, si tienes alguna esperanza de abandonar este lugar. No hay otra alternativa. Perdónale, y nunca volverás a tu ciudad y a la madre que te trajo al mundo. Bloqueará el camino de la montaña contra ti. Hará los senderos infranqueables.
Vi la sabiduría de aquello. Alcé la mano y di la señal.
En aquel momento mis hombres practicaron una abertura en el dique de tierra que habían construido cortando el paso al riachuelo, y dejaron que sus aguas se derramaran en el nuevo canal que habían practicado hasta el orificio abierto por Huwawa. Contemplé la cascada de humeante agua fluir rápidamente de vuelta a su hogar: y cuando alcanzó la grieta y cayó dentro, de sus profundidades brotó un gemido y un aullido tan estremecedores que apenas pude creerlo. Un blanco chorro de humo ardiente surgió en el corazón de la nube negra, y oí el tronar y el rugir. El suelo tembló como si se preparara para oscilar y abrirse de nuevo. Pero me mantuve firme. La grieta engulló el riachuelo, y el riachuelo siguió manando, devolviendo a las profundidades todo lo que éstas podían beber. Las chispas rojas dentro de la negra columna disminuyeron; el hediondo humo osciló y brotó en estranguladas bocanadas.
—Ahora —dije, y alzamos la estaca de cedro.
Yo cargué con la mayor parte del peso, aunque Enkidu con su mano buena me ofreció más fuerza que cualquier otro hombre sano y en plenas condiciones, y siete u ocho de mis otros hombres corrieron a nuestro lado y nos dieron apoyo. Llevamos aquella tremenda estaca al trote hasta que la tuvimos apuntada sobre el humeante agujero, tan cerca de él como podíamos, con los ojos llenos de lágrimas y los rostros enrojecidos por contener el aliento; y entonces nos alzamos sobre la punta de nuestros pies y arrojamos la estaca hacia delante y hacia abajo y la introdujimos por la abertura.
Retrocedimos rápidamente, pensando que la tierra iba a entrar en erupción. Pero no: el demonio estaba debilitado o ahogado por el agua, y no podía resistir el empuje de la madera. Vi algunos retorcidos jirones de humo brotar de la tierra a una cierta distancia; pero al cabo de-poco desaparecieron, y no oímos nada más.
Todo permanecía mortalmente quieto y en silencio. El brillo y la gloria que habían sido Huwawa se habían apagado. No había humo, no había fuego, sólo el hedor residual que manchaba el aire y asaltaba nuestros olfatos, e incluso eso estaba empezando a disiparse rápidamente en el fresco y suave bosque de cedros. Supongo que cuando el relato de esta hazaña, tras ser contado una y otra y otra vez, empiece a cambiar como suelen hacerlo todas esas historias con el tiempo, dirá que Enkidu y yo corrimos contra Huwawa y le cortamos la cabeza; porque los arpistas de los tiempos por venir no comprenderán cómo pudimos matar a un demonio sin nada más que un pequeño riachuelo y una estaca afilada. Que así sea; pero esto es lo que hicimos, digan lo que digan cuando yo ya no esté aquí para testificar la verdad.
—Está muerto —dije—. Vamos, purifiquemos el lugar y sigamos adelante.
Cortamos ramas de cedro y las depositamos sobre la tumba del demonio, e hicimos las ofrendas, y dijimos las palabras. Después elegimos cincuenta espléndidos troncos de cedro para llevarnos con nosotros a Uruk, y los desbastamos y los cargamos; y cuando hubimos terminado con todo esto, regresamos al muro que los elamitas habían construido y lo destruimos como hubiéramos hecho con uno de paja, aunque en beneficio de la belleza dejamos intacta la esplendorosa puerta que el traidor Utu-ragaba había erigido para el rey de la montaña.
Cuando abandonamos el lugar, un centenar de guerreros elamitas acudieron a nosotros, y nos preguntaron en nombre de su rey por qué habíamos violado sus dominios. A lo que respondí que no estábamos violando ningún dominio, sino que habíamos venido simplemente a recoger un poco de madera para nuestro templo, lo cual había exigido de nosotros que matásemos al demonio del lugar. Consideraron que aquello era una insolencia por mi parte.
—¿Quién eres tú, hombre? —preguntó su líder.
—¿Que quién soy yo? —Miré a Enkidu—. Díselo.
—Bueno, eres Gilgamesh, rey de Uruk, el más grande de los héroes, el toro salvaje que saquea las montañas a su antojo: Gilgamesh el rey, Gilgamesh el dios. Y yo soy Enkidu, tu hermano. —Se dio una palmada en el vientre y rió, y le dijo al elamita—: ¿Conoces el nombre de Gilgamesh, amigo? —Pero los elamitas huían ya. Seguimos tras ellos y acabamos más o menos con la mitad, y dejamos irse a los otros, de modo que pudieran llevarle a su rey la noticia de que no era prudente construir muros en torno al bosque de los cedros. Creo que comprendió sin problemas el buen juicio de esa decisión, porque no volví a oír hablar de tales muros, ni de Huwawa el terrible, y en los siguientes años dispusimos sin problemas de todo el cedro que necesitamos de aquel bosque.