Entonces todo el peso del reinado cayó sobre mí, y fue mucho más pesado de lo que jamás hubiera imaginado. De todos modos, creo que lo resistí bien.
Estaban los rituales que había que realizar, las ofrendas y sacrificios. Esperaba eso. ¡Pero tantos, tantos! La Festividad de la Comida del Centeno, la Festividad de la Comida de las Gacelas, la Festividad de la Sangre de los Leones, esta festividad y esa otra, un calendario de ceremonias que agotaba el tiempo y las fuerzas del rey. Los dioses son insaciables. Deben ser alimentados constantemente. No llevaba diez días de rey cuando descubrí que el olor de la carne asada y el denso y dulce aroma de la sangre recién derramada me producían nauseas. Debéis comprender que por aquel entonces yo apenas era algo más que un muchacho: sabía que todo este ritual era mi deber, pero hubiera preferido con mucho romper unas cuantas cabezas en la casa de luchas o arrojar jabalinas en el campo de batalla que pasar mis días y mis noches derramando la sangre de animales en aquellas encumbradas ceremonias. Sin embargo conseguí superar esa primera repugnancia y realicé las tareas como mejor supe. El rey no sólo es el líder en la guerra y el portavoz de los dioses en asuntos de estado; es el más alto de los sumos sacerdotes, lo cual es un trabajo formidable.
Así que en la noche correspondiente subí al tejado del templo de An en la primera noche de guardia, cuando la estrella de An había aparecido ya, y presidí la mesa dorada donde se había preparado un festín en honor al Padre Cielo, con comida también para la esposa de An y para las siete estrellas errantes. Ofrecí a esos grandes la carne de nuestro ganado, ovejas y aves, cerveza de la mejor calidad y el vino de dátiles, servido de una jarra de oro. Hice una ofrenda de cada tipo de fruta, y vertí miel y especias aromáticas en los siete incensarios de oro. Di la vuelta a cada uno de los cuatro cuernos del altar y los besé para renovar su santidad.
Bebí vino y cerveza y leche y miel, e incluso aceite, hasta que mi estómago estuvo insoportablemente hinchado de todo ello. En algunos ritos tenía que beber de jarras de sangre fresca, lo cual nunca había hecho de buen grado. En algunos otros rituales llevaba pesadas ropas, y en otros aún iba completamente desnudo. Nunca había una noche sin alguna observancia, a menudo había algunas también durante el día. Los dioses debían ser alimentados. Empezaba a sentirme como un cocinero y un camarero.
Y también como un matarife, a veces. Para uno de los ritos me trajeron un buey sacrificial demasiado gordo para poder mantenerse en pie: parecía como un gran cilindro de grasa. Me miró con unos grandes y tristes ojos castaños como si supiera que yo era su muerte que se aproximaba, pero era demasiado plácido para protestar. Alzaron su cabeza y pusieron el cuchillo en mi mano.
—Los dioses te crearon para este momento —le dije—. Ahora te devuelvo a ellos. —Lo degollé de un solo tajo. El buey, jadeando, suspirando, se derrumbó sobre sus patas delanteras, pero necesitó mucho tiempo para morir; creí oírle llorar. Dejé que su cálida sangre bañara mi desnuda piel hasta que me sentí pringoso de cabeza a pies. Eso significaba ser rey en Uruk.
Había restricciones y obligaciones sobre mí. En un día determinado del mes no podía comer ternera, y en una noche determinada no podía comer cerdo, y en otra tenía prohibido cualquier tipo de carne cocida. En un cierto día era peligroso para mí comer ajo; en otro día, en bien de la seguridad de la comunidad, se me exigía que me abstuviera de cualquier tipo de relación carnal con mujeres; el día en que se delimitaban los campos con piedras no podía ver el río; y así sucesivamente. Muchas de esas cosas me parecían absurdas, pero las observaba todas. Algunas de ellas sigo observándolas todavía. Pero algunas otras las he ido desechando con los años, y nunca he visto que haya caído ningún castigo sobre mí o sobre Uruk por haberlo hecho.
Esas obligaciones y cargas del reinado se fueron haciendo menos opresivas a medida que me acostumbraba a ellas. De tanto en tanto me descubría anhelando la vida más libre y vital que había llevado como guerrero en Kish; pero esos sentimientos pasaban con rapidez, como los pájaros del invierno que llamean plateados en el cielo azul. Hacía lo que se me requería que hiciera, y lo hacía sin protestar. Un rey que protesta acerca de sus propios deberes no es un rey, es un mero impostor.
Había un rito que hubiera realizado no solo sin protestar sino muy ansiosamente. Pero había empezado mi reinado en pleno verano; ese rito había que esperar hasta el nuevo año. Me refiero al Sagrado Matrimonio, cuando Inanna yacería finalmente en mis brazos.
Finalmente cedió el calor y empezó a soplar del sur ese dulce y suave viento, el Tramposo. En ese viento viaja el aroma del cálido mar; permanecí largo tiempo a solas en la terraza de mi palacio, respirándolo profundamente, dejándolo penetrar en mis pulmones. Es el heraldo, pensé. Pronto cambiará la estación; volverán las lluvias; llegará el tiempo de arar y sembrar. Y antes de que los campos puedan ser sembrados, tiene que serlo la diosa. Temblé con anticipación.
Esa mañana el chambelán a cargo de tales cosas me dijo que tenía que dejar de acostarme con las concubinas de palacio, porque el festival ya estaba cerca. Los días de purificación habían llegado, cuando la semilla del rey debe ser dedicada enteramente a Inanna. Me eché a reír y le dije que haría de buen grado el sacrificio, aunque al cabo de uno o dos días mis pensamientos al respecto eran distintos. Siempre he sentido el empuje del deseo como la orilla siente el empuje del mar, es decir, algo que se produce de una forma rítmica, insistente, incesante. Nada puede contener el empuje del mar; y cuando intenté contener ese otro empuje dentro de mí, lo descubrí casi tan difícil como hubiera sido impedir que las olas se estrellaran contra la playa. Creo que no había estado sin el abrazo de una mujer mucho más de medio día desde que alcanzara la virilidad. Ahora decretaba para mí un gran ahogo de las pasiones, y eso agostaba mi sangre de la forma más sorprendente. Fue un tiempo realmente duro para mí. Lo resistí, pero sólo porque sabía que mi recompensa iba a ser Inanna, acudiendo a mí como las frías lluvias del invierno después de un verano infernal.
Todos los asuntos normales de la ciudad se detuvieron. Se iniciaron los preparativos del festival: la reparación y limpieza de los edificios, los sacrificios, las fumigaciones, los desfiles. Los exorcistas no dejaban de trabajar en todos los rincones de Uruk, arrojando a los demonios más allá de las murallas de la ciudad. Los sacerdotes salían a los secos campos y los rociaban con el agua sagrada de jarras de oro. Los que pertenecían a las castas impuras regresaban a sus poblados temporales fuera de la ciudad, y cualquiera que fuese extranjero a Uruk era invitado también a marcharse.
Yo permanecí encerrado en el palacio, ayunando, purificándome, no comiendo carne, no tocando a ninguna mujer. Durante todo el día inhalaba los humos del sagrado incienso real, que ardía en braseros de largos pies. Apenas dormía, sino que pasaba mis noches entre la plegaria y el canto. Los dioses iban y venían por mi habitación, grandes figuras sombrías que se erguían de pie a mi lado unos momentos y luego se iban. Una noche sentí la presencia de Enlil; otra, desperté de un sueño ligero para ver la encapuchada figura de Enki ante mí, con los ojos reluciendo como carbones encendidos. Las visitas de esos dioses y otros me dejaban helado de terror. Nadie, ni siquiera un rey, puede aceptar fácilmente tales presencias. Si hubiera tenido algún buen amigo a quien quisiera a mi lado me hubiera resultado menos difícil enfrentarme a esos espíritus. Pero por aquel entonces estaba solo. Caminaban por toda mi habitación y pasaban a través de mí como si yo no estuviera allí, y cada vez que lo hacían sentía soplar sobre mí el cortante viento gris del mundo inferior. En aquella estación del año, cuando la sequía mortal que es el verano aferra todavía la Tierra, el mundo inferior está muy cerca: su boca se abre justo debajo del portal que da acceso a Uruk.
Gungunum, el sumo sacerdote de An, acudió a mí la tercera mañana. Mis sirvientes me vistieron con todas mis galas reales, y fui con él a la capilla de palacio. Allá me arrodillé delante del Padre Cielo. Entonces Gungunum me despojó de todos mis ornamentos de rango, y abofeteó mi rostro, y me tiró de las orejas, y me humilló de otras maneras delante del dios, y me hizo jurar que no había nada en mí que fuera indigno a la vista de los dioses; y cuando hubo terminado, me alzó y me vistió con sus propias manos, y me devolvió mi realeza.
Después me tendió un bol que contenía tiernas rodajas del corazón de la palmera, el cogollo joven de la palmera datilera. Consideramos ese árbol sagrado, porque tiene tantos usos como días hay en el año, y nos proporciona comida y bebida, y fibras para cuerdas y redes, y madera para nuestros muebles, y todo lo demás: es un árbol divino. Así que tomé el bol del sacerdote y comí las rodajas del corazón de la palmera, e inmediatamente Dumuzi entró en mí.
Quiero decir el dios Dumuzi, por supuesto, no ese estúpido y superficial rey que había tomado su nombre. El corazón de la palma es la energía que posee el árbol para producir nuevos frutos, y cuando Lo comí, esa energía, que es Dumuzi el dios, pasó a mi interior. Ahora toda la fertilidad estaba encarnada en mí. Yo era la lluvia; yo era la savia que asciende por el tallo; yo era la flor; yo era la semilla. Yo era la fuerza que podía engendrar dátiles y cebada, trigo e higos. De mí brotarían los ríos. De mí fluirían el vino y la cerveza, la leche y la crema. El dios pulsaba dentro de mí, y me sentía estallar con la nueva vida del nuevo año. Cuando contemplé mi cuerpo desnudo vi el rígido cetro de mi masculinidad tendido delante de mí como un tercer brazo, y había una pulsación dentro de él.
Pero Dumuzi sin Inanna no sirve para nada. Había llegado el momento de que liberara la energía del dios en sus receptivas ingles.
Así pues —al fin, al fin—, la noche del Sagrado Matrimonio estaba al alcance de la mano. La luna se había desvanecido en su lugar de sueño. Aquélla mañana me había bañado en agua pura de la fuente del templo de An, y luego las doncellas habían aceitado mi cuerpo, sin omitir ninguna parte de él, utilizando el dorado aceite exprimido de los más jugosos dátiles. Me puse mi corona y mi ropa, dejando desnuda la parte superior de mi cuerpo. Me llevaron a la oscura casa de Dumuzi, carente de ventanas, al extremo de la ciudad, donde pasé medio día en silencio, vaciando mi mente de todo excepto de la diosa. Os digo que era como un hombre en un sueño, vacío de todo yo, poseído enteramente por Dumuzi. Y a la caída de la noche fui con un bote —el trayecto debía hacerse por agua, de modo que el rey se deslice dentro de la ciudad como la semilla lo hace dentro del seno— hasta el muelle cercano al recinto de Eanna, y desde allí a pie hasta la Plataforma Blanca y el templo donde me aguardaba la diosa.
Ascendí la Plataforma en su extremo occidental, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Conducía una oveja de negros rizos tirando de una correa de cuero, y sujetaba a un niño pequeño descansando sobre mi brazo, como ofrendas a Inanna. Supongo que el aire era cálido o frío aquella noche, y las estrellas eran brillantes o tal vez estaban veladas por la bruma, y posiblemente la brisa arrastrara el perfume de los brotes jóvenes, o quizá no. No sabría decirlo. No veía ni sentía nada, excepto el resplandeciente templo delante de mí, y los lisos ladrillos de la Plataforma bajo mis pies desnudos.
Entré en el templo y entregué el niño a una sacerdotisa y la oveja a un sacerdote, y me dirigí a la gran estancia. Inanna estaba allí. Si vivo doce mil años nunca contemplaré una visión más gloriosa.
Resplandecía como un escudo pulimentado. Brillaba en todo su esplendor. La habían bañado, le habían aplicado ungüentos, habían envuelto su desnudez con marfil y oro y lapislázuli y plata. Tiras de alabastro rodeaban sus muslos, y un triángulo de oro ocultaba sus ingles. Bloques de lapislázuli claro descansaban sobre sus pechos. Hilos de oro trenzado se enredaban por entre su pelo. Había visto todo aquello antes, llevado por ella misma en la noche de su primer Sagrado Matrimonio con Dumuzi, y llevado por su predecesora en tiempos de Lugalbanda. Lo que me maravillaba no era la magnificencia de sus joyas sino la magnificencia de la diosa que parecía resplandecer bajo todo aquello. Del mismo modo que yo me había convertido en la encarnación del poder viril —ahí estaba ese insistente pulsar entre mis piernas para recordármelo—, ella también se había transformado ahora en la deslumbrante esencia de la feminidad. De aquel triángulo dorado en la base de su vientre brotaban ola tras ola de intenso poder, como el resplandor del sol. Extendió sonriente las manos hacia mí, con los dedos abiertos. Sus ojos se encontraron con los míos. Retrocedí a través del abismo de los años hasta aquel otro momento, en aquel mismo templo, cuando la muchachita Inanna me había encontrado vagabundeando, y me había abrazado y había pronunciado mi nombre, y me había mirado directamente a los ojos y me había dicho que yo sería rey, y que ella yacería un día en mis brazos: con mi mejilla apoyada contra los pequeños brotes de sus pechos y su intenso perfume invadiendo mi olfato. Ahora todo lo que había sido profetizado se había cumplido, y estábamos de pie el uno frente al otro en el templo y aquella era la noche del Sagrado Matrimonio, y sus oscuros ojos, resplandecientes como ónice a la luz de las antorchas, ardían con el fuego de la diosa.
—Saludos, Inanna —susurré.
—Saludos, real esposo, fuente de la vida.
—Mi sagrada joya.
—Mi esposo. Mi auténtico amor destinado.
Luego se echó a reír con una risa muy humana.
—¿Lo ves? Todo ha ocurrido como tenía que ocurrir. ¿No es así? ¿No es así?
Oí la música de la celebración. Mis dedos tocaron los de ella —sólo las puntas, pero eran fuego, ¡fuego!—, y caminamos juntos corredor abajo y salimos al porche del templo. La puerta se abrió de par en par delante de nosotros. El luminoso creciente de la luna nueva surgió sobre el templo. Un millar de paires de ojos me devolvieron la mirada allá fuera en la noche. Pronunciamos las palabras de los ritos. Bebimos del cuenco de miel, y derramamos el recipiente de cebada al suelo. Permanecimos allí de pie con las manos unidas mientras se cantaba el himno de la celebración. Tres sacerdotes desnudos pronunciaron bendiciones. La sangre del niño, mi ofrenda, fue untada en mi antebrazo y en su cuello. La carne asada de mi otra ofrenda, la oveja, nos fue ofrecida en bandejas de oro, y tomamos cada uno un bocado. Necesité mil doscientos años para tragar aquel pequeño trozo de carne.
Entramos de nuevo en el templo, precedidos y rodeados por sacerdotisas y sacerdotes, músicos, danzarines, todos saltando y cantando en torno nuestro mientras nos encaminábamos al dormitorio de la diosa. Era una habitación pequeña de alto techo abovedado, donde habían sido esparcidos suaves y tiernos juncos perfumados con aceite de cedro. El lecho que había en su centro era del más negro ébano, incrustado con marfil y oro. Estaba cubierto por una sábana del más fino lino, que llevaba el emblema de Inanna. En torno al lecho había montones de dátiles recién recolectados, formando aún racimos, como estaban en el árbol: el auténtico tesoro de la Tierra, más precioso que cualquier gema. Inanna arrancó un dátil de un racimo y lo puso tiernamente en mi boca, y luego yo hice la misma ofrenda a ella.
Pensaréis que en este punto yo estaba enloquecido por el deseo y la impaciencia. Pero no, no, el dios estaba en mí y me inundaba con su divina calma. ¿Cuántos años llevaba celebrándose aquel Matrimonio? ¿Qué importaban ahora unos cuantos minutos más? Permanecí tranquilo mientras las sacerdotisas de Inanna la despojaban de sus joyas, sus cuentas, las tiras de alabastro, los anillos, los ornamentos de sus orejas, de sus ojos, de sus labios, de su ombligo. Le quitaron las cuentas que cubrían sus nalgas, y dejaron desnudos sus pechos, que eran altos y redondos y se erguían firmes como los de una muchacha, aunque ya había pasado los veinte años. Y luego alzaron el triángulo que cubría sus ingles y revelaron para mí la zona más íntima de su femineidad, oscura y profundamente cubierta de vello e intensamente perfumada. Y luego las mismas mujeres me despojaron de mis ropas y descubrieron mi cuerpo; y cuando ambos estuvimos desnudos se retiraron de la estancia y nos dejaron solos el uno con el otro. Me acerqué a ella. Me detuve frente a ella. Observé el subir y bajar de sus pechos al ritmo de su respiración. Asomó la lengua entre sus labios, lentamente, haciéndolos resplandecer. Sus ojos recorrieron desvergonzadamente mi cuerpo; y los míos viajaron por todo el suyo, deteniéndose en la plenitud de sus pechos, en la anchura de sus caderas, en el denso triángulo negro que ocultaba el pozo de su femineidad. La tomé ligeramente de la mano y la conduje hacia el lecho.
Por un momento, mientras mi cuerpo flotaba encima del suyo, mi yo-dios parpadeó y desapareció de mí y mi yo mortal regresó. Y pensé en todos los vericuetos de mis tratos con aquella mujer, cómo me había engañado y desconcertado. Pensé en su perversidad, en su oscuro juego, su misterio, su poder. Pensé también en aquel otro Dumuzi, el mortal, al que ella había abrazado año tras año en este mismo rito, y luego, cuando ya no le era útil, había asesinado con absoluta frialdad. Luego el dios se reafirmó de nuevo en mí y todos aquellos pensamientos desaparecieron, y dije, como debe decir el dios a la diosa en este momento:
—Soy el pastor, soy el labrador, soy el rey: soy el desposado. ¡Que la diosa goce!
Ño os contaré qué otras palabras nos dijimos aquella noche. Las cosas que la diosa debe decirle al dios, y el dios debe decirle a la diosa, ya las sabéis, porque esas palabras son las mismas cada año; y las cosas que la sacerdotisa dijo al rey, y el rey a la sacerdotisa, pueden ser fácilmente adivinadas, y carecen de interés. Aparte de dios y diosa y rey y sacerdotisa, también éramos un hombre y una mujer en aquella estancia; y en cuanto a las palabras que fueron dichas por la mujer al hombre y por el hombre a la mujer, bien, creo que son secretas entre esa mujer y ese hombre, y no debo decirlas, pese a que he dicho ya tantas cosas. Dejemos que estas palabras sigan siendo nuestro misterio. El mayor misterio que realizamos aquella noche ya podéis imaginarlo. Sabéis qué ritos de labios y pezones, de nalgas y manos, de bocas e ingles, deben ser efectuados por la pareja sagrada. Su piel era cálida, ardiente como el hielo de las montañas del norte. Sus pezones eran duros como alabastro en mis manos. Hicimos todo lo que había que hacer, antes del acto final, y cuando llegó el momento de éste, lo supimos sin necesidad de decirlo. Penetrarla fue como deslizarse en miel. Cuando nos unimos, ella se rió, y yo supe que era tanto la risa de la muchacha en el corredor como la de la suma sacerdotisa. Yo también me eché a reír, gozando de la realización de mi deseo tanto tiempo aguardado; y luego nuestras risas se perdieron en un sonido más profundo y pesado. Mientras nos movíamos al unísono, ella empezó a hablar con frases balbuceantes que yo no comprendí; el lenguaje de la mujer, el lenguaje de la diosa de la Antigua Manera. Sus ojos giraron hacia arriba de modo que sólo pude ver el blanco. Luego mis ojos también se cerraron, y la abracé fuertemente con ambos brazos. El poder del dios fluyó de mí como fuego líquido, llevó el poder de la diosa que había dentro de ella a su fructificación. Con el derramar de mi semilla nació el nuevo año. Un grito de regocijo brotó de mis labios, y de los de ella, y oímos la respuesta de las melodías de los músicos que aguardaban fuera de la estancia. Fue entonces cuando nos hablamos el uno al otro, primero con nuestros ojos y nuestras sonrisas, luego con palabras. Al cabo de poco empezamos de nuevo el rito, y luego otra vez, y otra y otra vez, hasta que el amanecer trajo sobre nosotros la bendición del nuevo año, y salimos pausadamente del templo para erguirnos desnudos en medio de la suave lluvia que nuestro acoplamiento habría atraído sobre la Tierra.