20

Un día fui al encuentro de Enkidu y lo hallé de un humor lúgubre, con el ceño fruncido, suspirando y a punto de echarse a llorar. Le pregunté qué le preocupaba, aunque estaba casi seguro de saberlo, y me respondió:

—Pensarás que soy un estúpido si te lo digo.

—Quizá, pero, ¿y qué? Vamos, habla.

—¡Es una tontería, Gilgamesh!

—Creo que no —dije. Le miré atentamente y añadí—: Permíteme que adivine. Empiezas a sentirte intranquilo de tu cómoda vida civilizada, ¿no es eso? Empieza a cansarte esta inactividad.

Su rostro enrojeció y respondió, sorprendido:

—Por los dioses, ¿cómo lo has adivinado?

—No se necesita una gran sabiduría para verlo, Enkidu.

—No quisiera que pensases que deseo volver a mi antigua vida y correr desnudo por las estepas.

—No. Dudo que lo hicieras.

—Pero te diré una cosa: estoy empezando a ablandarme aquí. Mi fuerza se me está yendo. Mis brazos están flojos, pierdo fácilmente el resuello.

—¿Y las cacerías? ¿Y las luchas en los campos de entrenamiento? ¿Acaso no son suficientes, Enkidu? —Me siento avergonzado de admitirlo, pero no son suficientes —dijo con una voz tan baja que casi no la oí.

Apoyé una mano en su brazo.

—Bien, tampoco son suficientes para mí.

Parpadeó, sorprendido.

—¿Lo dices de veras?

—Siento la misma inquietud que tú. Mi reinado me ata y me confina. La tranquilidad que he conseguido para la ciudad se ha convertido en mi enemiga. Mi alma se siente tan turbada como la tuya. Anhelo tanto como tú la aventura, Enkidu: el peligro, las grandes hazañas que eleven mi nombre por encima de la humanidad. Me ahogo aquí. Anhelo emprender un gran viaje.

Era cierto. Todo resultaba tan sereno en Uruk que ser rey no parecía muy diferente a mis ojos a ser un vulgar comerciante. No podía aceptar el ser un comerciante, porque los dioses habían puesto divinidad en mí, y la parte divina de mí me mantenía sin dormir, siempre haciéndome preguntas, siempre insatisfecho. Ésa era la burla que los dioses habían arrojado sobre mí: anhelar la paz y sin embargo no sentirme satisfecho una vez conseguida; pero creo haber resuelto ahora el problema de esa burla, como narraré a su debido tiempo.

—Oh, ¿es cierto? —dijo—. ¿Sufres tanto como yo?

—Exactamente igual que tú.

Se echó a reír.

—Somos como dos niños demasiado crecidos, buscando nuevas diversiones. ¿Pero qué podemos hacer, Gilgamesh? ¿Adonde podemos ir?

Le dirigí una larga y firme mirada. Lentamente, dije:

—Hay un lugar conocido como la Tierra de los Cedros. Desde hace algún tiempo estoy pensando en organizar una expedición a ese lugar. —No era cierto; la idea acababa de acudírseme en aquel momento—. ¿Has oído hablar de ella, Enkidu? —La conozco, sí —dijo con el ceño fruncido, hablando con una cierta hosquedad.

—¿Crees que curaría tus inquietudes ir allí conmigo?

Se humedeció los labios. —¿Por qué ese lugar, Gilgamesh? —Necesitamos cedro. Es una madera espléndida. No existe en la Tierra. —No estaba engañándole. Era cierto. Pero también había elegido la Tierra de los Cedros por su fuerte y vigorizante aire, que creía libraría a Enkidu de su melancolía. Y por encima y más allá de ello, había recientes rumores de que los elamitas estaban reclamando toda la tierra en torno al bosque de cedros. No podía permitir aquello.

—Hay otros lugares donde puedes obtener cedro. —Quizá. Pero tengo intención de ir a la Tierra de los Cedros a buscarlo. Dicen que se trata de una región maravillosa, alta y verde y fresca, muy hermosa. —Y muy peligrosa —dijo Enkidu. —¿De veras? —Me encogí de hombros—. ¡Mejor aún! Has dicho que te sentías cada vez más inquieto en esa tranquilidad civilizada: que sentías ansias de desafío, de peligro…

—Es posible que estés ofreciendo más de lo que yo esperaba —dijo, con un aspecto más avergonzado de lo que nunca había visto en él.

—¿Qué? ¿Demasiado peligro, quieres decir? ¿Es posible que esas palabras broten de los labios de Enkidu? Nunca creí oírte hablar de una forma tan cobarde. Sus ojos llamearon; pero se controló con un esfuerzo.

—Hay una línea muy delgada, hermano, entre cobardía y sentido común.

—¿Y es sentido común temer una escaramuza con unos cuantos elamitas?

—No, no con los elamitas, Gilgamesh.

—Entonces, ¿qué…?

—¿No te das cuenta de que el señor Enlil situó al demonio Huwawa en la puerta de la Tierra de los Cedros para que guardara sus sagrados árboles? Casi estuve a punto de echarme a reír ante aquello. Por supuesto que había oído las historias del demonio del bosque; cada bosque tiene su demonio, o a veces incluso dos, y abundan los relatos terroríficos. Pero en general los demonios pueden ser propiciados o de otro modo alejados; y no había esperado que Enkidu se echara atrás ante seres de ese tipo.

—Bueno, hay algunas historias al respecto —dije sin darle importancia—. Pero quizá el demonio esté ocupado en alguna otra parte cuando lleguemos allí. O quizá el demonio no sea tan feroz como lo pintan esas historias. O quizás, Enkidu, no haya ningún demonio en el bosque.

—He visto a Huwawa con mis propios ojos —dijo suavemente Enkidu.

Sus palabras tuvieron la fuerza de un puñetazo en el vientre, tan apagada sonó su voz, tan llena de convicción. Ahora fue mi turno de parpadear, desconcertado.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Realmente lo has visto?

—Cuando merodeaba aún con los animales salvajes —dijo—, llegué una vez muy lejos al este, y alcancé el bosque donde crecen los cedros. Se extiende diez mil leguas en todas direcciones; y Huwawa está en todas partes en su interior. No hay forma de ocultarse de él. Se alzó ante mí y rugió, y creí que iba a morir de terror; y no soy un cobarde, Gilgamesh. —Me miró desde muy cerca—. ¿Crees que soy un cobarde? Pero Huwawa se alzó ante mí y rugió, y cuando ruge es como el rugir de las tormentas que traen las grandes inundaciones. Creí morir de terror. Su boca es como el mismo fuego; su aliento es la muerte.

Seguía sin poder creerle.

—¿Dices que has visto el rostro del demonio? —pregunté.

—Lo vi. No hay nada más aterrador en todo el mundo. Ese Huwawa es un monstruo más allá de todo lo creíble. Sus dientes son como los colmillos de un dragón. Su rostro es el de un león. —Enkidu estaba temblando. Sus ojos brillaban con el recuerdo del terror—. Cuando carga, es como las aguas desatadas del río. Devora árboles y cañas como si fueran hierba. —¡Viste al demonio! —dije de nuevo, con voz apagada.

—Lo vi, Gilgamesh. Y tuve suerte de poder escapar. Se volvió hacia un lado; me olvidó. No querría enfrentarme a él una segunda vez. Nos matará. Te diré esto: si vamos a la Tierra de los Cedros, nos matará. Percibe todo lo que ocurre en ese bosque. Puede oír el sonido de las terneras salvajes que merodean entre los bosques, aunque estén a sesenta leguas de distancia. No hay forma de escapar de él. Es un enfrentamiento desigual. —Agitó la cabeza—. Gilgamesh, Gilgamesh, siento tantas ansias como tú de alguna gran hazaña: ¿pero tú ansias la muerte? —¿Crees que sí?

—Estás hablando de ir a la Tierra de los Cedros. —Por la aventura, sí. Para conseguir que mi corazón lata un poco más aprisa en mi pecho. Pero no ansío la muerte. Es el amor a la vida el que me atrae a la Tierra de los Cedros, no el ansia de morir. Tú lo sabes.

—Sin embargo, entrar en el cubil de Huwawa…

—No, Enkidu. He visto los cadáveres flotando en el río, y pesa enormemente en mi alma el haberlos visto y saber que éste es también nuestro destino. Aborrezco la muerte. La muerte es mi enemiga.

—Entonces, ¿por qué ir…?

—Porque debemos hacerlo.

—Ah. ¿Por qué debemos hacerlo? ¡Podemos ir al norte! ¡Podemos ir al sur! ¡Podemos ir…!

—No —dije. El fuego estaba ahora en mí. Me apenaba ver a Enkidu languidecer bajo aquel temor. Su alma se había ablandado en Uruk; moriría si no lo sacaba de allí. Por su propio bien debíamos emprender aquella aventura, no importaban los riesgos—. Sólo hay un lugar donde podamos ir, y es la Tierra de los Cedros. —Donde seguro que moriremos. —No estoy tan seguro de ello. Pero considera esto, amigo: sólo los dioses viven eternamente bajo el sol, e incluso ellos prueban el sabor de la muerte de tanto en tanto. En cuanto a los mortales como nosotros, todo lo que intentamos no es más que aire vacío, el soplo del viento. Sin embargo creo que debemos intentarlo, incluso así.

—Y morir. Nunca te he visto tan ansioso hacia la muerte, Gilgamesh. No importa lo que digas, eso es lo que pareces.

—¡No! ¡No! Mi intención es eludir la muerte durante tanto tiempo como pueda. Pero no viviré en el temor. ¿Cómo es posible, Enkidu, que sientas miedo? Esta vez no desperté su ira. Apartó la vista, el ceño fruncido, el rostro pálido.

—He visto a Huwawa —dijo hoscamente. Entonces fui yo quien se puso furioso. Aquél no era el Enkidu que conocía.

—Está bien —exclamé—. ¡Témele, entonces! Pero yo no. Quédate donde estés seguro si quieres. Ven conmigo a la Tierra de los Cedros, sí. El viaje te animará; el nuevo aire despertará tu alma. Pero cuando estemos en el bosque, te dejaré que camines detrás de mí. ¿Qué ocurrirá si me mata? Si caigo ante él, bueno, al menos habrá dejado tras de mí un nombre que perdurará por siempre. Dirán de mí: “Gilgamesh ha caído ante el feroz Huwawa.” Eso no es ninguna deshonra, ¿verdad? ¿Qué deshonra hay en caer ante un demonio tan terrible que incluso aterra al héroe Enkidu?

Sus ojos se cruzaron con los míos. Sonrió ferozmente, y las aletas de su nariz temblaron. —¡Eres hábil, Gilgamesh! —¿Lo soy? ¿Por qué? —Por decirme que caminaré detrás de ti. —Será más seguro para ti, Enkidu. —¿Eso crees? Y así todo el mundo en Uruk podrá decir después: “¡Éste es Enkidu, el que caminó detrás de su hermano en el bosque del demonio!” —Pero si el demonio te asusta… —Tú sabes que caminaré a tu lado cuando penetremos en los dominios de Huwawa.

—Oh, no te pido eso…, tú has visto al terrible Huwawa.

—Ahórrame tus burlas —dijo Enkidu con voz cansada—. Iré a tu lado. Tú lo sabes, Gilgamesh. Me conoces desde el principio.

—Si no estás dispuesto a ir…

—¡Te lo repito, iré a tu lado! —gritó. Y nos echamos los dos a reír y nos dimos un fuerte abrazo, y así terminamos aquella charla; y dejamos que se divulgara la noticia de que pronto partiríamos de Uruk en dirección a la Tierra de los Cedros.

No puedo decir cuántas veces, mientras efectuábamos nuestros preparativos para el viaje, le pedí a Enkidu que me describiera el demonio. Cada vez me ofreció las mismas palabras. Habló del rugir, de la boca como fuego, de la enorme fuente de tormentosa fuerza. Bien, no podía creer que mintiera: no había artificio en Enkidu, no sabía nada del engaño ni del disimulo. Evidentemente había visto el demonio, y evidentemente también el demonio no era un enemigo que se pudiera tomar a la ligera. De tanto en tanto todos vemos demonios, porque están por todas partes, acechando detrás de las puerta, en el aire, en los tejados, bajo los arbustos; yo mismo había visto demonios muy a menudo; pero nunca había visto ninguno que pudiera compararse a Huwawa. Sin embargo, seguía sin sentir miedo. El mismo miedo que había expresado Enkidu no hacía más que acentuar mi resolución de traer de vuelta cedros del bosque de Huwawa. Elegí cincuenta hombres para que nos acompañaran, entre ellos Bir-hurturre, pero no Zabardi-bunug-ga, porque le dije que tenía que quedarse para mandar el ejército de la ciudad mientras yo estaba fuera. Hice preparar grandes azuelas para desbastar los árboles que íbamos a cortar, de un peso de tres talentos cada una, con mangos de madera de sauce y boj; y mis artesanos nos fabricaron espadas propias de héroes, con hojas de dos talentos de peso cada una, y vainas de oro, y empuñaduras que sólo la mano de un gran hombre podía aferrar. Reunimos nuestras más espléndidas hachas, nuestros arcos de caza, nuestras lanzas. Incluso antes del día de la partida oí la canción de batalla zumbar en mis oídos, algo que hacía mucho tiempo que no había oído, y me sentí de nuevo como un muchacho, sentí la sangre fresca circular ardiente por mis venas.

Por supuesto, los ancianos se mostraron taciturnos. Formaron una delegación en el muelle y se dirigieron a la ciudad a través de la Puerta de los Siete Cerrojos, cantando plegarias a su manera lánguida y grave. La gente se reunió en torno a ellos en el Mercado de la Tierra y todo el mundo empezó a cantar y a sollozar también, y vi que iba a haber problemas; así que me dirigí a la plaza del mercado y me presenté en persona ante los ancianos. No era difícil predecir lo que dirían:

—Todavía eres joven, Gilgamesh, tu coraje es más grande que tu prudencia, tu corazón te empuja a algo temerario. Emprendes un camino que nunca has recorrido, y te perderás. Eres fuerte, pero nunca vencerás a Huwawa. Es un ser monstruoso; su rugir es como el de la tormenta desatada, su boca es el mismo fuego, su aliento el aliento de la muerte. —Y así seguirían y seguirían.

Eso fue exactamente lo que dijeron. Les escuché; y luego respondí, sonriendo, que buscaría la protección de los dioses y que confiaba que los dioses me protegerían, como siempre lo habían hecho en el pasado. —Es un camino que nunca he recorrido, lo admito —dije—, pero voy a él sin miedo. Voy con el corazón alegre.

Cuando vieron que no iba a cambiar de opinión, alteraron su enfoque. Ahora se limitaron a advertirme que no confiara demasiado en mis propias fuerzas. Deja que Enkidu vaya primero, dijeron. Deja que él abra camino, deja que proteja al rey. Escuché calmadamente este consejo, aún sonriendo, sin entrar en ninguna disputa con ellos. También me dijeron que me colocara bajo la misericordia de Utu del sol, que es el dios que guarda a aquellos que están en peligro, y juré ir cada día al templo de Utu y ofrecerle dos niños, uno blanco sin mancha y otro moreno. Rogaría la ayuda de Utu, y le prometería una gloriosa ofrenda de alabanza y muchos regalos si me concedía un regreso seguro. Y en mi viaje a la Tierra de los Cedros efectuaría este rito y ese otro, esta observancia y aquella, para protegerme de todo mal. Prometí esas cosas con sinceridad. Después de todo, no ignoraba los peligros.

Cuando los ancianos dejaron de incordiarme, fue el turno de la sacerdotisa Inanna, que me llamó al templo que yo había construido para ella y me dijo furiosa:

—¿Qué es esta locura, Gilgamesh? ¿Adonde vas?

—¿Acaso eres mi madre, para hablarme de este modo?

—Por supuesto que no. Pero eres el rey de Uruk, y si mueres en esta aventura, ¿quién será rey después de ti?

Me encogí de hombros y dije:

—Eso es la diosa quien debe determinarlo, no yo. Pero no temas, Inanna. No moriré en este viaje.

—¿Y si mueres?

—No moriré —dije de nuevo.

—¿Es tan importante intentar esa aventura?

—Necesitamos el cedro.

—Envía tus tropas, entonces, y deja que sean ellas quienes luchen con los demonios.

—Ah, ¿quieres que digan que le tengo miedo a Huwawa y que envío a mis hombres en mi lugar, mientras me quedo sentado cómodamente en casa durante todo el resto de mis días? Iré, Inanna. Eso está decidido.

Me miró furiosa. Sentí, como sentía siempre, el poder de su belleza, que se hallaba ahora en toda su madurez; y sentí también la fuerza de su amor hacia mí, que había ardido dentro de ella como el fuego de los cielos desde que éramos niños; y sentí, más allá de eso, la furia que ella sentía hacia mí porque era incapaz de llenar en ningún sentido ese amor que existe normalmente entre los hombres y las mujeres.

Pensé también en esas veces, una noche al año, en que ella y yo nos habíamos acostado juntos en el lecho de la diosa, cuando ella había yacido desnuda en mis brazos, con los pechos enhiestos y las piernas abiertas y los dedos clavados en mi espalda, y me pregunté si viviría para volver a abrazarla de nuevo de esa forma. Porque a mi manera yo la amaba también, aunque mi amor estaba siempre mezclado con una cierta desconfianza y algo más que un cierto temor hacia sus ardides. Guardamos silencio durante un tiempo. Luego ella dijo:

—Haré ofrendas por tu seguridad. Y ve a tu madre la vieja reina, y pídele que haga lo mismo.

—Eso es lo que pensaba hacer ahora —respondí. Era cierto. Enkidu y yo cruzamos la ciudad hasta la sabia y gran Ninsun, y me arrodillé ante ella y le dije que iba a partir hacia un sendero desconocido, con una extraña batalla que tendría que luchar al final. Ella suspiró y preguntó por qué los dioses, tras haberle dado a Gilgamesh por hijo, lo habían dotado con un corazón tan inquieto; pero no hizo ningún intento de disuadirme de mis planes. En vez de ello se levantó y se envolvió en su sagrada capa carmesí, se puso sus cubrepechos de oro y sus collares de lapislázuli y cornalina, y la tiara sobre su cabeza, y se dirigió al altar de Utu en el techo de su morada. Prendió incienso ante él y habló con el dios durante un tiempo; y cuando regresó a nosotros, se volvió hacia Enkidu y dijo:

—Tú no eres el hijo de mi carne, fuerte Enkidu, pero te adopto como hijo mío. Te adopto ante todas mis sacerdotisas y devotos. —Colgó un amuleto en torno al cuello de Enkidu, y lo abrazó, y dijo—: Te lo confío. Guárdalo. Protégelo. Tráelo sano y salvo de vuelta. Es el rey, Enkidu. Y es mi hijo.

Las plegarias y las conversaciones terminaron por fin; y conduje a mis hombres fuera de la ciudad de Uruk, en dirección a la Tierra de los Cedros.

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