La isla era baja y llana y arenosa, y —al revés de la amurallada Dilmun—, carente por completo de defensas. Cualquiera podía desembarcar en ella y caminar directamente hasta la casa de Ziusudra. Al menos la isla no poseía defensas de tipo convencional; pero cuando Sursunabu empujó su pequeña embarcación a la orilla observé que a lo largo de la playa había tres hileras de pequeñas columnas de piedra del mismo tipo que yo había destrozado en mi estúpida ira. Le pregunté qué eran y me dijo que eran los símbolos que Enlil le había dado a Ziusudra en la época del Diluvio. Protegían la isla de los enemigos: nadie se atrevería a cruzar por el lugar donde se alzaban. Viajara a donde viajara Sursunabu, ya fuera a Dilmun o al continente, siempre se llevaba consigo algunas y las colocaba al lado de su bote para que le protegieran. Me sentí más avergonzado aún de la forma en que había dispersado y roto aquellas cosas como un toro salvaje loco de rabia. Pero evidentemente había sido perdonado, puesto que Ziusudra estaba dispuesto a recibirme.
Vi lo que parecía ser un templo cerca del centro de la isla, un edificio largo y bajo, de paredes blancas y brillantes a la caliente luz del sol. Sentí que se me erizaba el pelo de la nuca cuando miré hacia él: se me ocurrió que dentro de ese edificio, a sólo unos pocos cientos de pasos de mí, debía hallarse el anciano Ziu-sudra, el superviviente del Diluvio, que había caminado con Enki y Enlil hacía tanto tiempo. El aire era tranquilo; un gran silencio reinaba sobre el lugar. Había como doce o catorce edificios menores en torno a la estructura principal, y algunos pequeños campos cultivados. Eso era todo. Sursunabu me condujo a uno de los edificios exteriores, una pequeña casa cuadrada de una sola habitación, enteramente desprovista de muebles, y me dejó allí. —Vendrán a buscarte —dijo.
Cuando uno se halla en la isla de Ziusudra es como si estuviera en un tiempo fuera del tiempo. No puedo deciros cuánto tiempo permanecí sentado allí a solas, si fue un día o tres, o cinco.
Finalmente empecé a sentirme preocupado e incluso furioso. Pensé en dirigirme a la casa central y buscar yo mismo al patriarca; pero sabía que eso era absurdo y que perjudicaría mis propósitos. Caminé arriba y abajo por mi vacía habitación, yendo de esquina a esquina. Escuché el rumor y el zumbido de mi propio cerebro, esa incesante e ininteligible charla interior. Miré al mar, deslumbrándome con el fiero destello de la franja de luz solar que cruzaba su seno. Pensé en Meskiagnunna rey de Ur y en todo lo que estaba intentando hacer. Pensé en Inanna, que seguramente estaba haciendo planes contra mí en Uruk. Pensé en mi hijo el pequeño Ur-lugal, y me pregunté si alguna vez llegaría a ser rey. Pensé en esto, pensé en aquello. Pasaron las horas, y no vino nadie. Y gradualmente sentí que el gran silencio del lugar se infiltraba en mi alma: empecé a tranquilizarme. Fue algo maravilloso. El rumor y el zumbido en mi mente disminuyeron, aunque no desaparecieron por completo; y al cabo de un tiempo todo dentro de mí estuvo tan tranquilo como todo lo de fuera. En aquel momento no me importó lo que pudiera estar haciendo Meskiagnunna, o Inanna, o Ur-lugal. No importó que me dejaran sentado en aquel lugar durante doce días, o doce años, o ciento veinte, o mil doscientos. Era un tiempo fuera del tiempo. Pero luego pasé más allá de esa maravillosa calma y volví a sentirme furioso e impaciente. ¿Cuánto tiempo iba a ser abandonado así? ¿Acaso no sabían que yo era Gilgamesh rey de Uruk? ¡Asuntos urgentes me aguardaban en casa! Meskiagnunna, rey de Ur…, Inanna…, las necesidades de mi pueblo…, Meskiagnunna…, el cuidado de los canales…, ¿no tenía que estar de vuelta en casa para la ceremonia de encender la pipa?…, ¿la exhibición de la estatua de An?…, Meskiagnunna…, Ziusudra…, Inanna…, ¡oh, el incesante charloteo de la mente!
Y entonces, finalmente, vinieron en mi busca, cuando ya me sentía frenético como un jauría azuzada.
Eran dos. Primero apareció una esbelta y solemne muchacha con el elástico cuerpo de una danzarina, que creo no debería tener más de quince o dieciséis años: hubiera sido hermosa, si hubiera sonreído. Llevaba tina sencilla túnica de algodón blanco, sin ningún adorno, y un bastón de madera negra tallado con inscripciones de naturaleza misteriosa. Durante un largo instante se inmovilizó en el umbral de mi puerta, mirándome sin prisas. Luego dijo:
—Si eres Gilgamesh de Uruk, avanza.
—Soy Gilgamesh —dije.
Junto a la puerta, al otro lado, aguardaba un viejo alto de piel oscura y ojos feroces, todo él planos y ángulos. Él también llevaba una túnica de algodón y un bastón negro, y parecía como si el sol hubiera quemado toda la carne arrancándola de sus huesos. No pude decir lo viejo que sería, pero parecía de muy avanzada edad, y una oleada de violenta emoción me traspasó. Temblando, dije, tartamudeante:
—¿Es posible? ¿Estoy ante Ziusudra?
Se echó a reír ligeramente.
—Más bien no. Pero conocerás al Ziusudra a su debido tiempo, Gilgamesh. Soy el sacerdote Lu-Ninmarka; ésta es Dabbatum. Ven con nosotros. Era extraño lo que había dicho: él Ziusudra. Pero sabía que no debía pedir explicaciones. Me las ofrecerían si creían que era conveniente o cuando creyeran que era conveniente, o no me ofrecerían ninguna en absoluto. De ello estaba seguro.
Me condujeron a una casa de regular tamaño cerca del templo principal, donde me fue entregada una túnica blanca como la suya, y una comida de lentejas e higos. Apenas la toqué; supongo que hacía tanto que no había comido que mi estómago había olvidado el significado del hambre. Mientras permanecía allí, otros miembros del sacerdocio iban y venían por la casa para tomar su comida del mediodía, y me miraban sólo casualmente, sin hablar. Muchos de ellos parecían muy viejos, aunque todos eran robustos, nervudos, llenos de vitalidad. Después de comer rezaban ante un altar bajo que no contenía ninguna imagen, y salían a trabajar a los campos. Que es lo que hice yo también cuando Lu-Ninmarka y Dabbatum hubieron terminado su comida; me hicieron una seña con la cabeza y me condujeron fuera, y me pusieron a trabajar.
¡Qué bien me sentí, trabajando de rodillas bajo el caliente sol! Quizá creyeron que me estaban probando, viendo si un rey podía hacer el trabajo de un esclavo; pero si era así no. comprendían que algunos reyes disfrutan trabajando con sus manos. Era la estación de plantar la cebada. Habían arado ya la tierra en franjas de ocho surcos de anchura, y habían dejado caer su semilla a dos dedos de profundidad. Ahora yo recorrí los surcos, despejando el campo de terrones, nivelando la superficie con mis manos para que la cebada, cuando brotara, no tuviera que luchar contra colinas ni valles. Podéis decir que para esa tarea no se necesita una gran habilidad, y tendréis razón; sin embargo, disfruté con ella.
Después regresé a la casa comedor. Otro viejo —más viejo aún, arrugado y apergaminado— entró casi junto conmigo, y de nuevo mi corazón latió fuertemente ante su vista: ¿era éste finalmente Ziusudra? Pero uno de los otros lo saludó con el nombre de Hasidanum; era simplemente uno de los sacerdotes. Este viejo hizo una libación de aceite y encendió tres lámparas, y se arrodilló sobre ellas durante un tiempo murmurando plegarias en una voz demasiado débil y ligera para que pudiera oírlas. Luego salpicó sobre mí algo del aceite.
—Es para purificarte —susurró la muchacha Dabbatum a mi lado—. Aún llevas encima la polución del mundo.
Para la comida de la noche había de nuevo lentejas y fruta y unas gachas de cebolla y centeno. Bebimos leche de cabra. Allí no utilizaban la cerveza, ni el vino, y no comían carne. El trabajo de la tarde había despertado en mí el hambre, y también la sed, y lamenté la falta de carne y buena bebida. Pero no las utilizaban; no las probé de nuevo hasta que hube abandonado la isla.
Así transcurrieron varios días. No sabría decir cuántos. La isla del Ziusudra se halla en un tiempo fuera del tiempo. Trabajé de sol a sol, comí mis sencillas comidas, observé a los sacerdotes y sacerdotisas en sus devociones, aguardé a ver lo que iba a ocurrir a continuación. Creo que dejé de preocuparme de Mes-kiagnunna, de Inanna, de Ur, de Nippur, de la propia Uruk. Aquella gran calma de la isla volvió a mí, y esta vez permaneció.
Cada dos días iban al templo principal para sus ritos y ceremonias principales. Puesto que yo sólo era un novicio no podía tomar parte en ellos, pero me permitían arrodillarme junto a ellos mientras cantaban sus textos. El templo era un gran recinto de alto techo abovedado desprovisto de todo tipo de imágenes, con un brillante suelo de piedra negra y un techo rojo de vigas de cedro. Cuando entré por primera vez esperé que el patriarca estuviera allí, pero no estaba, lo cual me causó una aguda decepción. Pero había aprendido a dominar mi impaciencia: pensé que quizá no me admitieran en presencia del Ziusudra mientras pareciera demasiado ansioso de su bendición. Escuché sus rituales sin comprender al principio mucho de lo que se decía, puesto que el lenguaje que utilizaban era sorprendentemente arcaico. Era a todas luces el lenguaje de la Tierra, pero creo que lo debían pronunciar de la manera que lo hablaba la gente antes del Diluvio. Pero al cabo de un tiempo vi como encajaban las palabras y como diferían de las palabras que utilizamos hoy, y comprendí su significado, o parte de él. En esos rituales contaban la historia del Diluvio; pero lo que decían no se parecía en nada a la historia que había oído tantas veces del viejo arpista Ur-kununna.
Empezaba con la ira de los dioses, sí: el desagrado hacia el modo de proceder ruidoso, indolente y jactancioso de la humanidad. Y los dioses enviaron lluvia, también, semana tras semana: los ríos subieron de nivel, inundando sus orillas, derramándose por las llanuras, llenando las calles donde se asentaban las ciudades y cayendo como lobos sobre las bajas calles y las casas. La destrucción de la Tierra fue horrible, y la pérdida de vidas, grande.
Pero luego la historia empezaba a desviarse de la que conocía, del mismo modo que un sendero desconocido se desvía de un camino muy conocido; y me condujo a un lugar muy poco familiar. Oí el nombre de Ziusudra, y escuché atentamente. Y lo que oí fue esto:
—El sabio y compasivo Enki acudió a Ziusudra rey de Shuruppak y le dijo: “Levántate, oh rey, y aparta provisiones y bienes útiles de todas clases, y toma a toda tu gente y ve a las tierras altas; porque la devastación va a ser grande.” Ziusudra no vaciló, sino que obedeció de inmediato: apartó provisiones, apartó bienes útiles de todas clases, y lo cargó todo a lomos de sus animales de carga, y él y su gente partieron hacia las colinas, y allá permanecieron todos mientras las aguas del Diluvio arrasaban las tierras bajas. Y no volvieron a bajar hasta que la tormenta hubo cesado.
¿Qué era esto? ¿Dónde estaba el gran barco en el que Ziusudra había hecho subir a todos los miembros de su casa y los animales del campo, pareja tras pareja? ¿Y el viaje a través del mar que había cubierto toda la faz de la Tierra? ¿Y dónde estaba la paloma que había enviado volando, y la golondrina, y el cuervo? ¿Fábulas y leyendas, y nada más? ¿Era eso posible? La historia que contaban aquí no tenía nada de esto. Era un simple relato: una mala estación de lluvias, ríos turbulentos, un rey listo actuando rápido para mitigar el desastre para su ciudad. Cuanto más escuchaba, más vulgar me parecía la historia. Cuando bajó de las colinas, Shuruppak y todas las ciudades de la Tierra estaban en terribles condiciones, cubiertas de lodo, manchadas por el agua. Las granjas se habían convertido en pantanos, las cosechas y los animales se habían perdido, todo lo almacenado en los graneros era inservible. Había hambre en la Tierra; pero en Shuruppak las cosas no eran tan malas como en otras partes porque Ziusudra había conseguido escapar a lo peor de la tormenta. Eso era todo. Ningún mar tragándose a la Tierra, ningún barco de seis cubiertas, ninguna paloma, ni golondrina, ni cuervo. No podía creerlo. ¿Una historia tan simple? Los sacerdotes no suelen construir historias tan simples cuando las van contando de boca en boca. Pero lo que estos sacerdotes estaban diciendo era que no había habido ningún Diluvio que lo destruyera todo, sino sólo algunas lluvias fuertes y una época difícil.
Y si eso era así, ¿qué había del resto de la historia, la llegada de Enlil para hablar con Ziusudra y su esposa, y el gran dios tomándoles de la mano y diciendo: “Habéis sido mortales, pero ya no sois mortales. A partir de ahora seréis como dioses, y viviréis muy lejos de la humanidad, en la boca de los ríos, en la tierra dorada de Dilmun”…, eso también era una fábula? ¿Y había cruzado medio mundo detrás de una mera fábula? Ziusudra no existe, había dicho la tabernera Siduri. ¿Era cierto? ¿Había hecho espantosamente el estúpido emprendiendo aquella búsqueda? Gilgamesh, Gil-gamesh, ¿hacia dónde corres? Nunca encontrarás esa vida eterna que buscas.
Me sentí abrumado por la desesperación. Perdido en la confusión y la vergüenza.
Fue entonces cuando el viejo sacerdote Lu-Ninmarka apoyó una mano en mi hombro y dijo:
—Álzate, Gilgamesh, báñate, ponte una túnica limpia. El Ziusudra desea verte hoy.
Una vez hube hecho mis preparativos me llevó al templo principal. Descubrí que estaba extrañamente tranquilo; o quizá no fuera extraño. El conjuro de la isla estaba sobre mí. Entramos en la gran sala de las vigas de cedro y suelo de piedra negra y fuimos a su parte de atrás; Lu-Ninmarka apoyó su mano en un lugar en la pared, y éste giró hacia atrás como por arte de magia, revelando un pasadizo que se hundía en la oscuridad.
—Ven —dijo. No llevaba ni lámpara ni antorcha. Seguimos adelante, e inmediatamente capté una húmeda y pegajosa bruma que brotaba de la tierra, arrastrando un débil olor a sal. Es el agua del gran abismo, pensé, que trepa por las raíces de la isla y se descarga en este túnel. Lu-Ninmarka avanzaba confiado en la oscuridad, y yo me veía apurado para mantener su paso. No me permití tantear el camino con las manos sino que avancé con firmeza pese a que no podía ver nada. Ignoro lo lejos que fuimos ni hasta qué profundidad bajo la piel de la isla. Quizá sólo nos estuviéramos moviendo en círculos, dando vueltas y vueltas en torno a la gran habitación central, siguiendo los recodos de un enorme laberinto. Pero al cabo de un cierto tiempo nos detuvimos en la oscuridad. Frente a mí vi un débil resplandor ambarino, tan suave y difuso como los breves resplandores de luz que brotan de las luciérnagas que brillan en una noche de verano. Débil como era, sobresaltó mis ojos; pero un momento más tarde fui capaz de ver, en cierto modo. Estaba de pie en el umbral de una pequeña estancia redonda de paredes de piedra, iluminada por una única lámpara de aceite montada en una alta hornacina. El incienso chisporroteaba en un plato de porfirio colocado en el suelo;'y en el centro de la habitación, sentado erguido en un taburete de madera, estaba el hombre más viejo que haya visto nunca. Había creído que el sacerdote Hasi-danum era anciano; éste hubiera podido ser muy fácilmente el padre de Hasidanum. Sentí que el asombro se convertía en una especie de mano que aferraba mi garganta. Yo, que había caminado con los dioses y luchado con los demonios, me veía petrificado ante la visión del Ziusudra.
Su rostro era como una máscara: sus ojos eran blancos y sin vista, su boca una hendidura negra y vacía. Estaba totalmente desprovisto de pelo, incluso en las cejas. Sus mejillas eran blandas, su dará redonda. Los otros viejos de aquella isla eran delgados, flacos, como secados por el sol, ángulos por todas partes; pero el Ziusudra había pasado más allá de esa delgadez y era suave y rosado y lleno de carne como un bebé. Sus ojos ciegos fueron atraídos hacia mí. Sonrió y dijo, con una voz que era profunda y resonante, pero hueca en algún lugar en el fondo:
—Por fin estás aquí, Gilgamesh de Uruk. ¡Has tardado mucho tiempo en venir!
No pude decir una palabra. ¿Cómo podía hablarle a este hombre cuya frente había sido tocada por la mano de Enlil?
—Siéntate. Arrodíllate. Eres demasiado grande; cuando estás de pie te alzas como un muro ante mí. No comprendí cómo podía conocer mi estatura, cuando era incapaz de verme: quizá sus sacerdotes se lo habían dicho, o posiblemente captaba las diminutas fluctuaciones de las corrientes de aire en el pasadizo. O quizá disponía de la visión más allá de la visión; no lo sé. Eso último era lo más probable. Me arrodillé ante él. Asintió y sonrió con una lejana sonrisa. Tendió la mano para bendecirme, y tocó mi mejilla. Su contacto fue como un hormigueo; las yemas de sus dedos eran muy frías. Pensé que debían haber dejado huellas blancas en mi piel. —Retrocedes —dijo—. ¿Por qué?
Conseguí responder, en un susurro ronco y herrumbroso:
—Por nada, padre.
—¿Me tienes miedo?
—No…, ¡no!
—Pero hay un aura de miedo a tu alrededor. Me dicen que eres el más grande de los héroes, que tu fuerza no conoce límites, que todos los hombres te saludan como su dueño. ¿Qué es lo que temes, Gilgamesh?
Le miré en silencio. Mi abrumadora admiración estaba cediendo, pero aún me resultaba difícil hablar; así que miré. Estaba tan inmóvil como una piedra, excepto la expresión de su rostro. Pensé por un momento que tal vez fuera realmente una estatua, alguna ingeniosa construcción manejada con cuerdas por un sacerdote oculto en el suelo. Al cabo de un tiempo dije:
—Temo lo que todo hombre debe temer.
—¿Y qué es eso? —preguntó desde muy lejos.
—Tenía un amigo, y era mi otro yo; cayó enfermo y murió. La sombra de mi propia muerte cayó entonces sobre mí. Oscurece mi vida. No veo nada excepto esa sombra cada vez más larga, padre. Y me aterra.
—Ah, entonces, ¿el héroe teme morir?
No pude decir si estaba burlándose de mí.
—No de morir —dije—. Morir es sólo dolor, y conozco el dolor, y no le temo demasiado. El dolor termina. A lo que le temo es a la muerte. Temo ser arrojado a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde deberé morar por toda la eternidad.
—¿Donde ya no serás un rey, ni beberás aromáticos vinos en copas de alabastro? ¿Donde nadie cantará tu gloria, y carecerás de todo confort?
Aquello no era justo. —No —dije con sequedad—. ¿Piensas que el confort es tan importante para mí, yo que abandoné mi ciudad por mi propia voluntad para vagar por las selvas y los páramos? ¿Crees que necesito tanto el vino, o las ropas finas, o los arpistas para que canten mis hazañas? Me gustan esas cosas: ¿a quién no? Pero perderlas no es lo que temo.
—¿Qué temes, entonces?
—Perderme yo mismo. Vivir en esa vida de sombras que viene después de la muerte, donde ya no somos nada excepto tristes, polvorientas y vacías cosas agitando nuestras almas en el polvo. Dejar de percibir; dejar de explorar; dejar de viajar; dejar de esperar. Todas esas cosas son Gilgamesh. No habrá más Gilgamesh cuando vaya a ese deprimente lugar. He estado buscando toda mi vida, padre: no puedo soportar que esa búsqueda termine.
—Pero todas las cosas terminan.
—¿Lo hacen? —pregunté.
Me miró desde más cerca, como si estuviera contemplando mi alma con sus lechosos ojos sin vista, y dijo:
—Cuando construimos una casa, ¿esperamos que dure eternamente? Cuando firmamos un contrato, ¿pensamos que sus efectos van a ser para siempre? Cuando el río crece, ¿no retroceden después sus aguas? Nada es permanente. La libélula vive en un capullo cuando es joven; luego sale, y contempla el sol durante un cierto tiempo; y luego desaparece. Así le ocurre a la humanidad. Tanto el dueño como el sirviente tienen su pequeño momento, su oportunidad de contemplar el sol. Ése es el camino.
¡De nuevo aquellas palabras! Me desesperaban.
—¡Ése es el camino! —exclamé—. ¿Tú también me dices esto, padre?
—¿Puede ser de otro modo? Ha sido decretado el mismo destino para todos nosotros.
Antes de saber lo que estaba diciendo respondí:
—¿Incluso para ti, padre? Fue una observación estúpida e inoportuna, y mis mejillas ardieron mientras la pronunciaba. Pero él no se inmutó.
—Hablaremos de mí en alguna otra ocasión —dijo calmadamente el Ziusudra—. Hoy hablamos de ti. Creo esto de ti, Gilgamesh de Uruk: que no estás tan asustado de la muerte como furioso por tener que morir.
—Es lo mismo —dije—. Llámalo miedo, llámalo furia…, no veo ninguna diferencia. Lo que veo es que el mundo está lleno de alegría y maravilla, y no siento deseos de abandonarlo. Pero pronto deberé hacerlo.
—No pronto, Gilgamesh.
—¿Eh, acaso conoces el número de mis días?
—¿Yo? No, en absoluto: no te engañaré en este aspecto. Pero aún eres joven. Eres muy fuerte. Tienes muchos años por delante.
—Por muchos que puedan ser, son demasiado pocos. Porque su número es limitado y está establecido, padre.
—Lo cual te pone furioso.
—Lo cual me inquieta enormemente —dije.
—Y en tu inquietud has venido a mí.
—Lo he hecho.
—¿Has venido a buscar de mí la vida, o la sabiduría?
—No puedo ocultarte nada. He venido buscando la vida, padre. La sabiduría es otro asunto. Espero que el tiempo me la conceda; pero lo que necesito es tiempo.
—¿Y crees que viniendo aquí puedes conseguir más tiempo para ti?
—Así lo espero, sí.
—Entonces que los dioses te concedan todo lo que buscas —dijo el Ziusudra. Hubo un largo silencio. Su cabeza se hundió hacia delante sobre su pecho, y pareció sumirse en profundas vacilaciones: frunció el ceño, apretó los labios, suspiró. Sentí que le había cansado; no me atreví a hablar. El momento fue interminable. Vamos, pensé, mírame, dame tu bendición, enséñame el secreto de tu vida eterna. Pero siguió suspirando y frunciendo el ceño.
Luego alzó la cabeza y me miró con tal intensidad que no pude llegar a creer que era ciego. Sonrió. Dijo suavemente:
—Debemos hablar de estas cosas de nuevo, Gilgamesh. Te mandaré a buscar otro día. —E hizo el más pequeño de los gestos; fue una despedida. Sentí que una cortina invisible descendía entre nosotros. Aunque el Ziusudra seguía estando sentado allí delante de mí, sin moverse, no estaba allí. Lu-Ninmarka, que había aguardado todo el rato a mi lado, se adelantó y tocó mi codo. Me levanté; ofrecí un saludo; me fui.