38

Hosco y melancólico y silencioso como siempre, Sursunabu el barquero me llevó de vuelta por la tarde a la gran isla cercana. Una vez más me alojé en la ciudad principal de Dilmun por unos días, hasta que pude conseguir pasaje a bordo de un barco que se dirigía a la Tierra. Recorrí ociosamente las empinadas calles, pasé por delante de las tiendas de ladrillo y madera con sus amplias entradas donde los artesanos del oro y del cobre y de las piedras preciosas exhibían el producto de sus habilidades, y miré hacia la playa y sus barcos, y más allá hacia la amplia sábana azul del mar y la pequeña y arenosa isla. Pensé en el Ziu-sudra que no era Ziusudra, y en los sacerdotes y sacerdotisas que lo servían en los misterios de su culto, y en el auténtico relato que me habían contado de la llegada del Diluvio, tan diferente del que me habían contado en la Tierra; y pensé también en el pétreo fruto de la planta Rejuvenece guardado en una bolsita en torno a mi cuello y que ardía contra mi pecho como una esfera de llamas. Así que al fin mi búsqueda había terminado. Volvía a casa; y aunque no había encontrado lo que había venido a buscar, al menos había conseguido parte de ello, un medio de luchar contra el destino que tanto aborrecía.

Que así fuera. ¡Ahora, a Uruk!

Había un barco mercante de Meluhha en el puerto, que ya había terminado todos sus negocios en tierra. Partiría hacia el norte hasta Eridu y Ur para intercambiar sus mercancías con los productos de la Tierra; y luego, cuando estuviera cargado, se dirigiría de vuelta al Mar del Sol Naciente y partiría hacia el distante y misterioso lugar en el este de donde había venido. Supe esto de un mercader de Lagash que se alojaba en mi hostería.

Fui al puerto y me dirigí al dueño del barco de Meluhhan. Era un hombre bajo y de aspecto delicado con una piel tan negra como el ébano y acusados rasgos, delicados y orgullosos; comprendía bastante bien mi lenguaje, y dijo que me tomaría como pasajero. Le pedí que fijara su precio, y lo hizo: calculo que era la mitad de lo que valía su barco. Me miró con unos ojos como ónice pulido y sonrió. ¿Esperaba que regateara con él? ¿Cómo podía yo hacer algo así? Soy rey de Uruk; no puedo regatear. Quizá él supiera eso y se estuviera aprovechando de ello. O quizá pensara que yo no era más que un fornido estúpido, con más plata que inteligencia. Bien, era un precio alto; se llevó casi toda la plata que me quedaba. Pero eso no importaba demasiado. Había permanecido demasiado tiempo lejos de la Tierra; pagaría eso y más con el corazón alegre, con tal de que me llevara de vuelta a casa.

Partimos, pues. Un día, mientras el cielo era tan llano y ardiente como un yunque, los pequeños hombres de Meluhha, de piel oscura, izaron su vela y saltaron a sus remos, y pusimos rumbo al norte, a mar abierto.

La carga era maderas de varias clases de su tierra, que estaban almacenadas en grandes montones en cubiertas, y arcones que contenían lingotes de oro, peines y figurillas de marfil, cornalina y lapislázuli. El capitán dijo que había hecho aquel viaje cincuenta veces y que tenía intención de hacerlo otras cincuenta antes de morir. Le pedí que me hablara de los países que se extienden entre Meluhha y la Tierra. Deseaba conocer la forma de sus costas, el color del aire, el aroma de las flores, y un centenar de otras cosas; pero él se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—¿A qué viene este interés? El mundo es igual en todas partes.

Sentí una gran piedad hacia él al oírle decir eso.

Entre aquellos meluhhanos me sentía como un coloso. Desde hace tiempo me he acostumbrado a dominar con mi estatura a los hombres de la Tierra, superándoles la cabeza y los hombros e incluso el pecho; pero en este viaje mis compañeros apenas me llegaban al estómago, e iban de un lado para otro a mi alrededor casi como si fuesen pequeños monos. ¡Por Enlil, yo debía parecerles algo monstruoso! Sin embargo no me mostraban ni miedo ni admiración; para ellos era simplemente una curiosidad bárbara, supongo, algo que contarían en sus relatos de marinos cuando llegaran a su tierra natal:

—Creedlo si queréis, pero tuvimos un pasajero entre Dilmun y Eridu, ¡y su estatura era como la de un elefante! También era tan estúpido como un elefante, e igual de torpe…, cuidábamos mucho de permanecer fuera de su camino, ¡o de otro modo nos hubiera pisoteado sin darse cuenta de que estábamos allí!

En realidad, me hacían sentir como un patán, debido a lo pequeños y ágiles que eran; pero diré en mi defensa que el barco estaba construido para personas de un tamaño inferior al mío. No era culpa mía el que tuviera que ir constantemente semiagachado y con los brazos a los costados, apenas capaz de moverme sin chocar contra algo.


El sol era blanco y ardiente y el cielo sin nubes despiadado. Había poco viento; pero tan hábiles eran aquellos marinos que mantenían el barco en movimiento incluso con la más ligera de las brisas. Los observaba admirado. Trabajaban como si sólo tuvieran una mente; cada cual ejecutaba sus tareas sin necesidad de que nadie le mandara nada, rápido y silencioso bajo el bochornoso calor. Si me hubieran pedido que les ayudara en algo lo hubiera hecho, pero me dejaban de lado. ¿Sabían que yo era un rey? ¿Les importaba? Creo que eran una raza curiosa; pero trabajaban duro.

Al anochecer, cuando se reunían para su comida vespertina, me invitaban tímidamente a que me uniera a ellos. Cada noche comían un guiso de carne o de pescado de un sabor tan intenso que creí que iba a quemarme los labios, y una especie de gachas que sabían a leche cuajada. Después de comer cantaban: una música extraña, retorciendo y entrelazando sus voces para crear sorprendentes melodías que se agitaban como serpientes. Y así transcurrió el viaje. Me alegraba permanecer un tanto apartado de ellos, a solas conmigo mismo, porque me sentía cansado y tenía muchas cosas en que pensar. De tanto en tanto tocaba la perla de la planta Rejuvenece que colgaba de mi cuello; y pensaba a menudo en Uruk y en lo que allí me aguardaba.

Finalmente vi las queridas orillas de la oscura Tierra destacarse en el horizonte. Entramos en la amplia boca de los ríos gemelos y seguimos adelante, y adelante y adelante, hasta llegar al lugar donde los dos ríos se dividen. Y allí delante estaba el Idigna, abriéndose camino desde la derecha; y allí delante estaba también el Buranunu, nuestro gran río, procedente de la izquierda. Di las gracias a Enlil. Todavía no estaba en casa; pero el viento que llegaba a mi rostro era el viento que había soplado ayer sobre mi ciudad nativa, y eso sólo era suficiente para alegrarme.

Poco después atracamos en los muelles de la sagrada Eridu. Allí dije adiós al capitán meluhhano y bajé solo a tierra. No era prudente ir hasta más allá en aquel barco, porque el siguiente puerto de atraque sería Ur; y no habría ninguna forma de ocultarme allí bajo el disfraz de viajero solitario. En Ur sería reconocido. Si ponía el pie en aquel lugar sin un ejército a mis espaldas sabía que nunca volvería a ver Uruk de nuevo. También me conocían en Eridu. Apenas llevaba tres minutos fuera del barco cuando empecé a ver ojos que me miraban parpadeantes y dedos que me señalaban, y les oí susurrar con sorpresa y maravilla: “¡ Gilgamesh! ¡Gilgamesh!” Era de esperar. Había estado muchas veces en Eridu para los ritos de otoño que forman como una estela del Sagrado Matrimonio. Pero no estábamos en otoño, y yo llegaba sin ningún séquito. No era extraño que me señalaran y murmuraran.

Eridu es la ciudad más antigua del mundo. Decimos que fue la primera de las cinco ciudades que existieron antes del Diluvio. Quizá fuera así, aunque ya no tengo tanta fe en esas viejas historias como antes de mi visita al Ziusudra. Enki es el principal dios del lugar, el que tiene poder sobre las dulces aguas que fluyen por debajo de la tierra; su gran templo está aquí, y su morada principal se halla debajo de él, o así se dice. Creo que debe ser así: puedes cavar en cualquier lugar en el suelo de Eridu y descubrir agua fresca.

Eridu se halla algo apartada del Buranunu, pero está conectada al río mediante lagunas y buenos canales, es tan puerto fluvial como cualquiera de las otras ciudades del río. Su emplazamiento es difícil, sin embargo, porque el desierto se inicia inmediatamente al borde de la ciudad, y creo que algún día las dunas llegarán a cubrirla por completo. Ellos también deben creerlo así, porque han situado no sólo el templo sino toda la ciudad encima de una gran plataforma elevada. Hay mucha piedra en torno a Eridu, y los constructores de la ciudad han sabido usarla bien. La pared que sustenta la plataforma es una enorme estructura revestida de piedra caliza, y los escalones del templo son grandes losas de mármol. Es algo digno de ser envidiado, tener tanta piedra tan cerca de tu ciudad, y no verte obligado como nosotros a construir sólo a base de barro.

Los mercaderes de Uruk han mantenido desde hace mucho una casa comercial en Eridu, cerca del templo de Enki: un lugar que mantienen en común, donde pueden extenderse crédito los unos a los otros y hacer el balance de sus libros e intercambiar rumores acerca del mercado y hacer todas las demás cosas que hacen los mercaderes. Hacia allí me dirigí desde el muelle, avanzando sin preocuparme por entre una multitud cada vez mayor de murmuradores y señala-dores: “¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh!”, durante todo el camino. Cuando entré en la gran estancia comercial descubrí a tres hombres de mi ciudad realizando su trabajo de escribas con estilos y tablillas; saltaron en pie apenas me vieron, jadeando y poniéndose pálidos como si el propio Enlil hubiera entrado entre ellos. Luego cayeron de rodillas y se pusieron a hacer frenéticamente los signos reales, moviendo los brazos y agitando las cabezas como locos frenéticos. Pasó un tiempo antes de que se calmaran lo suficiente como para hacerse entender.

—¡No estás muerto, majestad! —exclamaron. —Evidentemente no —dije—. ¿Quién hizo circular esa historia?

Se miraron inseguros entre sí. Finalmente el más viejo y de aspecto más despierto respondió:

—Se dijo en el templo, creo. Que te habías marchado de la ciudad para llorar a tu hermano Enkidu, y que habías sido devorado por los leones…

—No, que habías sido arrebatado por los demonios —intervino otro—. Por los demonios, sí, que cayeron sobre ti en un torbellino…

—El pájaro Imdugud fue visto encima de los tejados de la ciudad, chillando horribles presagios, durante cinco noches consecutivas… —declaró el tercero. —En los pastos fue hallado un ternero con dos cabezas…, fue sacrificado al Ubshukkinakku… —Y en el Santuario de los Destinos… —Sí, y hubo una bruma verde en torno a la luna, que…

—¡Alto! —interrumpí con un grito todos aquellos balbuceos—. Decidme esto: ¿en qué templo fui dado por muerto? —¡Oh, en el templo de la diosa, majestad! Sonreí. No era una sorpresa muy grande. —Ah —dije suavemente—. Ah. Entiendo: por supuesto. Fue la propia Inanna quien dio la triste noticia, ¿verdad?

Asintieron. Parecían más intranquilos a cada momento que pasaba.

Pensé en Inanna y en su odio hacia mí, y en su hambre de poder, y en cómo había echado fríamente al rey Dumuzi a un lado hacía mucho tiempo cuando había dejado de servir a sus necesidades; y supe que mi partida de Uruk debía haberle parecido como un regalo de los dioses; y me dije a mí mismo que había cometido la más estúpida de las estupideces al huir en mi locura y en mi dolor en busca de la vida eterna, cuando debía ocuparme de los deberes de esta vida. ¡Cómo debió reírse cuando le comunicaron la noticia de que me había marchado bruscamente de la ciudad! ¡Cómo debió gozar cuando transcurrieron los días y yo no regresé, y nadie sabía dónde estaba!

—¿Se mostró muy apenada? —pregunté—. ¿Se lamentó y rasgó sus vestiduras?

Asintieron de la manera más solemne. —Su dolor fue realmente grande, oh Gilgamesh. —¿E hicieron sonar los tambores por mí? ¿El tambor lilissu, los pequeños tambores balag? No respondieron. —¿Lo hicieron? ¿Lo hicieron?

—Sí. —Fue un ronco susurro—. Hicieron sonar los tambores por ti, oh Gilgamesh. Te lloraron enormemente.

Mi cabeza rugió. Tuve la sensación de que el acceso iba a apoderarse de mí. Sentí el zumbido en mi interior. Me acerqué a ellos, hasta que se echaron a temblar al verme tan próximo, y estaba temblando cuando les formulé la pregunta que más temía hacer: —Y decidme, ¿han elegido ya a otro rey en mi lugar?

De nuevo el intercambio de inquietas miradas. Aquellos indefensos mercaderes temblaban como hojas en una tormenta de otoño.

—¿Lo han hecho? —quise saber.

—No… Todavía no, oh Gilgamesh —dijo finalmente uno.

—Ah, ¿todavía no? ¿todavía no? Los presagios no resultan aún favorables, imagino.

—Dicen que la diosa ha exigido un nuevo rey, pero hasta ahora la asamblea ha elegido retener su consentimiento. Hay quienes creen que aún estás vivo…

—Evidentemente, lo estoy —dije.

—…y temen que los dioses se muestren disgustados, si es puesto demasiado apresuradamente un rey en tu lugar…

—Los dioses se mostrarán por supuesto disgustados —dije—. Y no sólo los dioses.

—…pero todo el mundo está de acuerdo en que se necesita un rey en Uruk; porque tú sabes, majestad, que Meskiagnunna de Ur está henchido de orgullo, y que ha puesto tanto Kish como Nippur bajo su mano, y que ahora mira hacia nuestra ciudad…, y que en estos meses de inquietud no hemos tenido un rey…, no hemos tenido un rey, majestad…

—Tenéis un rey —dije—. No cometáis un error al respecto: tenéis un rey. Espero que no tengáis dos, a estas alturas.

Supongo que había una cierta ligereza en el tono de mi voz, pero ninguna en mi corazón. Sentía un gran peso dentro de mí, y mucho desconcierto. ¿Seguía siendo rey? ¿Lo merecía ser todavía? Los dioses me habían puesto al mando de Uruk y yo había desertado de mi puesto: eso no podía negarse. Y la culpa de todo ello, podía decir cualquiera, era completamente mía. ¿Pero puede culparse alguna vez a alguien de algo, cuando son los dioses quienes pulsan todas las cuerdas? ¿Acaso no eran los dioses quienes primero me habían enviado a Enkidu, y luego me lo habían arrebatado? ¿Y no eran pues los dioses quienes habían despertado en mí el dolor, el miedo a morir, que me había empujado a mi búsqueda de la vida? Sí. Sí. Sí. No creía que fuese culpa mía. Yo sólo había estado siguiendo los dictados de los dioses en todas las cosas. ¿Pero dónde estaba entonces la voluntad del orgulloso Gilgamesh? ¿Acaso no era otra cosa que el juguete de los remotos y despreocupados dioses superiores a quienes pertenece el mundo? El sirviente de los dioses, sí: no negaré eso. Todos somos sirvientes de los dioses, y es una locura pensar de otro modo. ¿Pero su juguete? ¿Algo que pueden manejar a su antojo?

Bien, no podía entretenerme con estas cuestiones. Las eché a un lado. Si ya no soy rey de Uruk, pensé, entonces dejemos que la diosa me lo diga. No su sacerdotisa, sino la propia diosa. Iré a la ciudad; buscaré allí mis respuestas.

Entonces sentí la intensa presencia de mi padre el héroe Lugalbanda dentro de mí. Hacía mucho que no la sentía. El gran rey llenó mi espíritu con su fuerza y me dio mucho confort. Supe por ello que no necesitaba sentir vergüenza por nada de lo que había hecho. Las cosas que había hecho eran las que los dioses habían decretado para mí, y eran cosas correctas y pertinentes. Mi dolor había sido necesario. Mi búsqueda había sido necesaria. Los dioses habían decidido otorgarme la sabiduría: yo había obedecido simplemente sus designios.

Ya no dudé de que seguía siendo rey. Envié de inmediato al más viejo de los mercaderes al palacio del gobernador de Eridu, a decirle que su señor Gilgamesh de Uruk había llegado a su ciudad y que aguardaba una bienvenida apropiada. Di instrucciones al más joven de los mercaderes para que tomara pasaje aquel mismo día a bordo del próximo barco que partiera hacia Uruk, a fin de poder llevar la noticia de que el rey volvía de sus viajes. Y envié al tercer hombre a buscarme vino y carne asada, y una ramera de altos pechos de dieciséis o diecisiete años; porque de pronto los jugos de la vida estaban recorriendo de nuevo mi cuerpo. En todo aquel oscuro período errante desde el momento de la muerte de Enkidu, me había vuelto un extraño para mí mismo. Tuve la sensación de como si me hubiera escindido en dos, y la parte que era Gilgamesh se había extraviado en alguna parte dejando tras de sí sólo un cascarón, y yo era ese cascarón. Pero ahora el vigor y las energías de la vida que eran Gilgamesh el rey habían vuelto a mí. Era de nuevo yo mismo. Era Gilgamesh, total y completo. De lo que di las gracias a Enlil el dueño, y a An el gran padre, y a Enki el dios del lugar donde me hallaba ahora; pero mi más cálido agradecimiento fue al dios Lugalbanda, de cuya semilla había brotado. Los grandes dioses están muy lejos, y nosotros sólo somos, en el mejor de los casos, meros granos de arena para ellos. Pero Lugalbanda estaba muy cerca de mí, entonces y siempre.

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