El gobernador en Eridu era entonces Shulutula hijo de Akurgal. Era un hombre bajo, gordo y de piel oscura con una gran y redonda nariz. Eridu no tiene reyes; el reino fue apartado de aquella ciudad hace mucho tiempo, antes del Diluvio. Pero aunque su rango era sólo de gobernador, Shulutula vivía como un rey, en un gran palacio formado por dos edificios gemelos rodeados por un enorme muro doble. Me recibió nervioso, pero su naturaleza era tranquila y tan pronto como se dio cuenta de que no estaba allí para desposeerle o para hacerle grandes peticiones de su tesoro, se sintió mucho más sosegado. Aquella noche ordenó una gran fiesta para mí y me cubrió de regalos, finas lanzas y algunas concubinas y una preciosa estatuilla hecha de alabastro de la longitud de mi brazo, con los ojos incrustados de lapislázuli y conchas.
Hablamos hasta bien entrada la noche. Sabía que yo había estado algún tiempo fuera de Uruk, pero no se atrevió a preguntar por qué, ni dónde había estado. Intenté obtener de él un relato de los acontecimientos más recientes en mi ciudad, pero no pudo o no quiso decirme mucho, sólo que había oído decir que la cosecha había sido pobre y que se habían producido algunas inundaciones a lo largo de los canales durante la estación de las aguas altas. Pero el centro de su preocupación, evidentemente, no era Uruk sino Ur. Esa poderosa ciudad, después de todo, estaba sólo a unas pocas leguas de Eridu; y Meskiagnunna había engullido ya a Kish y Nippur. ¿Cuál sería la próxima, si no Eridu?
—¿Cómo podemos dudarlo? —me dijo Shulutula—. Quiere reinar sobre toda la Tierra.
—Los dioses no han concedido el sumo reinado a Ur —dije.
Miró sombrío su copa de vino.
—¿Podemos estar seguros de eso?
—No es posible.
—Hubo una ocasión en que el reinado recayó en Eridu, ¿no? —dijo Shulutula—. Hace mucho, antes del Diluvio. Luego pasó a Badtibira, a Larak, a…
—Sí —corté, impaciente—. No hace falta que me lo digas, conozco los antiguos anales tan bien como tú.
Aunque evidentemente mi tono brusco lo alteró, no se dejó impresionar. Me gustó por aquello.
—Suplico tu indulgencia —fue todo lo que dijo, y luego, con sorprendente atrevimiento, continuó como si yo no hubiera comentado nada—:…a Sippar y a Shuruppak. Luego vino el Diluvio, y todo resultó destruido. Después del Diluvio, cuando el reinado de la tierra descendió de nuevo de los cielos, el lugar donde fue a residir fue Kish, ¿no?
—Exacto —dije.
—Meskiagnunna se ha hecho el amo de Kish; no puede decirse entonces que el reinado ha sido de Kish aUr?
Entonces vi a dónde quería ir.
Agité la cabeza.
—Es difícil —dije—. El reinado residió en Kish, sí. Pero olvidas algo. En los primeros años de mi reinado Agga de Kish acudió a Uruk para hacer la guerra, y fue derrotado y tomado cautivo. Resulta claro que el reinado pasó de Kish a Uruk en ese momento. Cuando el rey de Ur se apoderó de Kish, sólo se apoderó de algo vacío. El reinado había desaparecido de allí; había ido a Uruk. Donde reside ahora.
—Entonces, ¿mantienes que el rey de Uruk es el rey de toda la Tierra?
—Absolutamente —dije.
—¡Pero no ha habido rey en Uruk en todos esos meses pasados!
—Muy pronto habrá de nuevo rey en Uruk, Shulutula —le dije. Me incliné hacia delante hasta que casi pude tocar la enorme protuberancia de su nariz con la punta de la mía, y dije de una forma que no admitía equívocos—: Meskiagnunna puede quedarse con Kish si lo desea. Pero no le permitiré que conserve Nippur, porque es una ciudad sagrada y debe ser libre; y te digo esto: nunca tendrá Eridu tampoco. No tienes nada que temer. —Entonces me levanté; bostecé y me estiré; y vacié mi última copa de vino—. Ya es bastante festín para esta noche, creo. El sueño me reclama. Por la mañana visitaré los templos, y luego iniciaré mi viaje a casa. Necesitaré de ti un carro y una reata de asnos, y un auriga que conozca el camino del norte.
Pareció desconcertado.
—¿Piensas ir por tierra, majestad?
Asentí.
—Daré a mi pueblo más tiempo para preparar mi recibimiento.
—Entonces te proporcionaré una escolta de quinientos soldados para ti, y cualquier otra cosa que puedas…
—No —dije—. Sólo un carro, y animales para tirar de él. Un sólo auriga. No necesito más que esto. Los dioses me protegerán, Shulutula, como siempre lo han hecho. Iré solo.
Le costó comprender aquello. No podía ver que yo no deseaba entrar en Uruk a la cabeza de un ejército de soldados extranjeros: quería entrar en mi ciudad del mismo modo que la había abandonado, solo, sin temor. Mi pueblo me aceptaría como su rey porque era su rey, no porque quisiera reimponerme por la fuerza. Cuando los hombres son dominados por la fuerza de las armas, no someten sus almas, simplemente doblegan sus cuerpos porque no tienen otra elección. Pero cuando los hombres son dominados por el poder del carácter ceden hasta lo más profundo de sus corazones, y se someten de forma absoluta. Cualquier rey inteligente sabe estas cosas.
Así que acepté de Shulutula de Eridu solamente lo que le había pedido: un carro, un auriga. También me dio algunas provisiones y un carcaj de espléndidas jabalinas, en caso de que encontrásemos leones o lobos a lo largo del camino; pero, aunque no dejó de dar vueltas a mi alrededor intentando ansiosamente persuadirme de que aceptar a una escolta algo más imponente de sus hombres, no cedí.
Permanecí en Eridu cinco días más. Había purificaciones que debía hacer ante los santuarios de Enki y An, y un rito privado en honor de Lugalbanda. Esos asuntos me ocuparon tres días; el cuarto, según los conjuradores de Shulutula, era un día nefasto, así que me quedé hasta el quinto. Partí hacia Uruk al despuntar el alba. Era el duodécimo día del mes du'uzu, cuando el pleno calor del verano empieza a caer sobre la Tierra. El auriga que me dio era un hombre corpulento llamado Ninurta-mansum, que tendría quizás unos treinta años, con los primeros flecos grises asomando en su barba. Llevaba cruzando su pecho la banda escarlata que anunciaba que había jurado su vida al servicio de Enki. De una forma curiosa, me hizo recordar la gruesa cicatriz rojiza que había marcado el cuerpo del viejo Namhani, que había conducido mi carro hacía mucho, cuando yo era un joven príncipe al servicio de Agga de Kish. Lo cual era sorprendentemente apropiado, puesto que el único auriga que haya llegado a conocer nunca que pudiera igualarse en habilidad a Ninurta-mansum fue Namhani: parecían hermanos gemelos en eso. Cuando sujetaban las riendas, era como si sujetaran en sus manos las almas de sus animales. A la hora de mi partida, abracé a Shulutula y le juré una vez más que protegería su ciudad contra las ambiciones del rey de Ur; él sacrificó una cabra y derramó una libación de sangre y miel en la puerta principal para asegurar mi feliz paso hasta casa; y luego salí en la mañana. Abandonamos la ciudad por la Puerta del Abismo y cruzamos las altas dunas y un gran bosquecillo de espinosos árboles kiskanu, casi un auténtico bosque: cuando miré hacia atrás, vi las torres del palacio y los templos de Eridu alzarse como los castillos de los príncipes demonio contra el pálido cielo de primera hora de la mañana. Luego cruzamos un tosco puente de piedra y descendimos al valle, y la ciudad se perdió a nuestras espaldas.
Ninurta-mansum sabía muy bien quién era yo y qué sería lo más probable que ocurriera si caía en manos de algún escuadrón de en patrulla de hombres de Ur. Así que dio un amplio rodeo a esa ciudad y se adentró en la desierta y desolada tierra de la parte occidental de Eridu. Todo era yermo allí, y soplaba un áspero y deprimente viento: la arena se elevaba en grandes torbellinos y tomaba la forma de tenues fantasmas cuyos melancólicos ojos no me abandonaban a lo largo de todo el día. Pero no sentía miedo. No eran más que torbellinos de arena.
Los asnos parecían incansables. Avanzaban hora tras hora, y no parecían conocer ni hambre, ni sed ni fatiga. Puede que estuvieran encantados, o quizá fueran demonios bajo un conjuro, tan incansables eran. Cuando se detenían al anochecer, apenas parecían cortos de aliento. Me pregunté cómo los animales iban a obtener agua en aquella sequedad; pero Ninurta-mansum empezó de inmediato a cavar, y al cabo de pocos momentos un fresco y suave manantial aparecía burbujeando entre la arena. Sin duda la bendición de Enki estaba sobre aquel hombre.
Cuando ya no corríamos riesgo de encontrarnos con guerreros de Ur, el auriga empezó a guiarnos más cerca del río. Estábamos en el lado de poniente del Buranunu, y en algún punto tendríamos que cruzarlo para alcanzar Uruk; pero eso no significaba una gran tarea para Ninurta-mansum. Conocía un lugar donde, en aquella época del año, el río era poco profundo y el fondo era firme, y nos llevó a través de él. Pasamos un mal momento cuando el asno delantero de la izquierda perdió pie y cayó, lo cual creí que iba a hacer volcar el carro. Pero Ninurta-mansum aferró fuertemente las riendas y reunió todas sus fuerzas para mantenernos erguidos. Los otros tres asnos aguantaron firmes. El que había caído salió del río bufando y escupiendo agua, y volvió a equilibrarse en su sitio; y salimos sanos y salvos a la orilla de levante del río. Quizá ni siquiera Namhani hubiera sido capaz de aquello.
Ahora nos hallábamos en tierras tributarias de Uruk. La ciudad en sí estaba todavía a algunas leguas hacia el nordeste. No sabía en qué región habíamos entrado, si era de Inanna o de An o de algún magnate de la ciudad —incluso podía ser mía, porque poseía grandes extensiones en aquel distrito—, pero fuera de quien fuese, tierra del templo o tierra privada, era tierra de Uruk. Tras mi larga ausencia sentí una tal alegría al ver aquellos ricos y fértiles campos que estuve a punto de saltar del carro y besar el suelo. En vez de ello me contenté con una libación y los breves ritos del regreso a casa. El auriga se arrodilló a mi lado, pese a que era un extraño en Uruk. Ese auriga era un hombre santo; más santo que algunos sacerdotes y sacerdotisas que he conocido.
Ahora nos encontrábamos con gente campesina, y por supuesto me reconocían como su rey, aunque sólo fuera por mi altura y prestancia. Corrían al lado del carro gritando mi nombre: yo agitaba la mano, sonreía, les hacía los signos de los dioses. Ninurta-mansum refrenó los asnos y avanzamos a un trote corto, a fin de que la gente pudiera mantenerse a mi lado. Fueron aumentando de número, llegados de este campo y de ese otro y del de más allá a medida que la noticia se extendía, hasta que estuvimos rodeados por cientos de ellos. Esa noche, cuando nos detuvimos, nos trajeron lo mejor que tenían, fuerte cerveza negra y esa cerveza roja que tanto les gusta, y vino de dátiles, y carne asada de ternera y cordero. Y fueron llegando uno a uno a lo largo de las horas, llorando de alegría, para arrodillarse ante mí y expresar su alegría de que aún estuviera vivo y pudiera seguir gobernándoles. Me han agasajado de formas más ricas y solemnes, pero no creo que ninguno de esos agasajos haya llegado a emocionarme tanto como aquél.
Por supuesto, la noticia de que me aproximaba a la ciudad me precedió a Uruk. Eso era lo que pretendía. Estaba seguro de que Inanna había utilizado mi ausencia para acumular el máximo de poder en sus manos; deseaba que ese poder empezara a escapársele, hora tras hora, a medida que los ciudadanos susurraban entre ellos acerca del inminente regreso de su rey.
Luego, finalmente, un día en que el calor danzaba en el cielo como las olas del océano, divisé las murallas de Uruk alzándose en la distancia, brillando como el cobre resplandeciendo al sol. ¿Hay alguna visión más espléndida en todo el mundo que las murallas de Uruk? Creo que no. Creo que hubiera oído hablar de ello, si existiera algo comparable. Pero no existe, porque la nuestra es la ciudad de las ciudades, la diosa entre las ciudades, la ciudad que se halla en el corazón y en el centro del mundo.
Cuando estuve más cerca, sin embargo, vi algo poco familiar. En la llanura exterior de la ciudad, en la franja de tierra desnuda y arenosa que se extiende entre la Puerta Alta y la Puerta de Nippur, capté destellos de brillante color que brotaban como flores bajo las murallas: macizos escarlatas y negros, amarillos y azules brillantes. Constituyeron un misterio para mí hasta que estuve más cerca; entonces me di cuenta de que en aquel lugar habían sido erigidos tiendas y pabellones. En celebración de mi regreso, pensé. Pero estaba equivocado. En vez de ver a mis buenos y leales Bir-hurturre y Zabardi-bunugga cabalgar hacia mí para recibirme con las tropas y escoltarme al interior de la ciudad, como había esperado, vi a tres mujeres de Inanna salir a pie de aquellos pabellones. Así comprendí de inmediato que iban a presentarse dificultades. No las conocía por sus nombres, pero las había visto en los ritos: eran altas sacerdotisas. Llevaban ricas túnicas escarlatas y el emblema de la serpiente en bronce enroscado en torno a sus brazos izquierdos. Cuando estuve a distancia de oído de la del centro, que era alta y majestuosa, con el pelo negro apretadamente tensado, ésta hizo los signos de la diosa en mi dirección y exclamó:
—¡En nombre de Inanna te pido que no vayas más allá!
Aquella era una osadía demasiado grande incluso para Inanna. Me quedé rígido y contuve el aliento mientras la rabia ascendía en mí; pero luego me forcé a tranquilizarme. Con voz calmada dije: —¿No me conoces, sacerdotisa? Sus ojos se encontraron fríamente con los míos. Capté una gran fuerza en ella, y un formidable poder. —Eres Gilgamesh hijo de Lugalbanda —dijo. —Exacto. Soy Gilgamesh rey de Uruk, que vuelve de su peregrinaje. ¿O piensas discutir eso?
Con la misma voz comedida dijo, como si no estuviera admitiendo nada:
—Eso es cierto. Eres el rey.
—Entonces, ¿por qué las mujeres de la diosa me hacen detener en este lugar fuera de las murallas? Entraré en mi ciudad. He estado fuera mucho tiempo; ansio verla de nuevo.
Éramos como dos espadachines, tanteándonos el uno al otro con cautelosos golpes.
—La diosa me pide que te comunique la alegría que siente ante tu regreso sano y salvo —respondió, sin el menor rastro de alegría en su tono—, y me requiere que te pida que acudas al lugar de purificación que hemos erigido fuera de las murallas. Abrí mucho los ojos. —¿Purificación? ¿Acaso vuelvo impuro? Dijo blandamente:
—La diosa ha seguido tu peregrinaje en sueños, oh rey. Sabe que espíritus oscuros se han infiltrado en tu alma; y desea limpiarte de su fuerza maligna antes de que entres en la ciudad. Su destino es servir, y éste es su servicio: tú ya lo sabes.. —Su amabilidad es excesiva.
—No es una cuestión de amabilidad, oh rey. Es una cuestión de salud para tu alma y seguridad para la ciudad, y de equilibrio divino y orden en el reino, que deben ser mantenidos. Por eso la diosa ha decretado esos ritos, movida por su gran bondad y amor.
Ah, pensé. ¡Su gran bondad y amor! Casi estuve a punto de estallar en carcajadas. Pero no lo hice; me controlé. Bien, me dije a mí mismo, jugaré a su juego hasta el final. Dije, de la forma más cortés y formal: —La bondad de la diosa es sublime. Si mi alma corre algún riesgo, debe ser purificada. Condúceme al lugar de la purificación.
Mientras descendía del carro, Ninurta-mansum me miró, y le vi fruncir el ceño. No tenía por qué preocuparse de que se estuviera fraguando alguna traición contra mí: al fin y al cabo era un hombre de Shulutula, no mío. Sin embargo, estaba intentando advertirme. Me di cuenta de que era alguien que moriría de buen grado por mí, si era necesario. Le di una tranquilizadora palmada en el hombro y le dije que llevara a los asnos a pastar, pero que no se alejara demasiado de mí. Luego, a pie, seguí a las tres sacerdotisas de Inanna hacia los pabellones debajo de la muralla. Se había tomado a todas luces su tiempo en planear aquello. Lo que había construido ahí fuera era virtual-mente un recinto sagrado. Había cinco tiendas, una grande con los haces de cañas de Inanna clavados en la arena ante ella, y cuatro más pequeñas donde parecían haberse instalado todo tipo de utensilios sagrados: braseros, incensarios, imágenes y estandartes sagrados, y cosas así. Mientras me acercaba, las sacerdotisas empezaron a cantar, los músicos a golpear sus tambores y a soplar sus pífanos, las danzarinas del templo a girar y girar en torno mío con las manos cogidas. Miré hacia la tienda principal. La propia Inanna debía estar aguardándome en ella, pensé, y de pronto sentí la garganta seca y fieros retortijones en las entrañas. ¿Estaba asustado? No, no era exactamente miedo; era la sensación de una gran finalidad cerrándose sobre mí. ¿Cuánto tiempo hacía desde que nos habíamos visto por última vez cara a cara? ¿Qué transformaciones había realizado a mis espaldas en la ciudad desde entonces? Seguro que hoy pretendía desautorizarme de alguna manera, pero ¿cómo? ¿Cómo? ¿Y cómo podía yo defenderme? Desde mi infancia —cuando ella era también poco más que una niña—, mi destino se había visto profundamente entremezclado con aquella mujer de oscura alma; y parecía seguro que ahora me estaba aproximando, dentro de aquella gran tienda escarlata y negra que se alzaba ante mí en la llanura de Uruk, a la colisión definitiva de nuestros destinos.
Pero estaba equivocado una vez más. Las tres sacerdotisas alzaron la cortina de la tienda un poco y retrocedieron, indicándome que debía entrar. Entré, y me encontré en un lugar perfumado de ricas y lustrosas esterillas y hermosos tapices; y aguardándome en su centro, sentada sobre sus talones en un bajo camastro, había una mujer de voluptuosas formas cuyo cuerpo estaba desnudo excepto un resplandeciente pendiente de oro que colgaba entre sus pechos y la olivácea serpiente de la diosa con el grueso cuerpo enroscado como una cuerda en torno a su cintura, moviéndose con lentas y deslizantes pulsaciones. Pero no era Inanna. Era Abisimti, la sagrada cortesana, la que me había iniciado en los ritos de la hombría hacía tanto tiempo, la que había hecho lo mismo con Enkidu cuando todavía moraba en la salvaje estepa. Me había preparado para Inanna; la sorpresa y la impresión de hallar a una persona distinta en el lugar de Inanna me dejaron tan desconcertado que me tambaleé y me di cuenta de que iba a hundirme en mi acceso. Me vi a mí mismo al borde de un abismo. Oscilé; me agité; conseguí dominarme apelando hasta a mis últimas fuerzas.
Abisimti me miró. Sus ojos brillaban de una torma extraña; ardían en sus órbitas como esferas de resplandeciente cornalina. Con una voz que pareció llegarme desde algún mundo que no era este mundo, dijo:
—Te saludo, oh rey. ¡Te saludo, Gilgamesh! —Y me hizo señas de que me acercara a su lado.