El general no volvió a decirme nada. Al principio pensé muy a menudo en Uruk, luego no tan a menudo, y finalmente casi nunca. Me había convertido en un hombre de Kish. Al principio, oír en Kish informes de las gestas del ejército de Uruk contra las tribus del desierto o alguna ciudad de las montañas orientales me hacía sentir un cierto orgullo por lo que “habíamos” conseguido, pero luego me di cuenta de que estaba pensando en el ejército de Uruk como en ellos en vez de nosotros, y sus hazañas dejaron de interesarme por completo.
Y sin embargo sabía, cada vez que me molestaba en pensar en ello, que mi vida en Kish no conducía a ninguna parte. Vivía en la corte de Agga comió un príncipe, sí, y cuando llegaba la estación de hacer la guerra se me concedía una gran precedencia en el campo, casi como si fuera un hijo del rey. Pero no era un hijo del rey, y era consciente de que ya había subido tan alto como podía en Kish: un príncipes, un guerrero, quizá algún día un general, pero nada más. En Uruk hubiera podido ser rey.
Por otro lado, cada vez me sentía más turbado por la enormidad de aquel aterrador abismo que me separaba de los demás hombres. Tenía camaradas, sí, compañeros guerreros con los que podía beber o fanfarronear o ir con mujeres. Pero sus almas estaban cerradas para mí. ¿Qué era lo que me separaba de ellos? ¿Era mi gran estatura, o mi prestancia real, o la presencia del dios que flota siempre a mi alrededor? No lo sabía. Sólo sabía que aquí, como en Uruk, llevaba sobre mí la maldición de la soledad, y no había conjuro que pudiera borrarla.
También pensaba a menudo en mi madre. Me entristecía que se viera obligada ahora a envejecer sin un hijo a su lado. Le enviaba a veces noticias mías a través de mensajeros secretos, y recibía de vuelta mensajes con los sacerdotes que actuaban como correos entre las dos ciudades. Nunca me preguntaba cuándo iba a regresar, y sin embargo sabía que esta idea no debía apartarse jamás de su mente. También yo anhelaba arrodillarme ante el santuario de mi padre y efectuar los ritos necesarios en su memoria. Porque aunque sabía que su espíritu merodeaba en mi alma, y veía todo lo que yo veía, eso no era excusa para que yo no cumpliera con los ritos que merecía su fantasma. No podía realizar esos ritos en Kish. Ese fallo me atormentaba.
Como tampoco podía borrar de mi mente el recuerdo de la sacerdotisa Inanna, sus brillantes ojos, su esbelto y elástico cuerpo. Cada año, cuando llegaba el otoño y el momento del Sagrado Matrimonio en Uruk, me imaginaba a mí mismo de pie entre la excitada multitud en la Plataforma Blanca, viendo al rey y a la sacerdotisa, al dios y a la diosa, mostrarse ante el pueblo; y una amarga angustia crecía en mi interior, al pensar que ella iba a compartir su cama con Dumuzi aquella noche. Me decía a mí mismo que me había traicionado, o al menos me había sido infiel; y sin embargo seguía resplandeciendo en mi mente, y la anhelaba. La sacerdotisa, como la diosa a la que servía y que encarnaba, era para mí una figura peligrosa pero irresistible. Su aura era de muerte y desastre, y sin embargo de pasión y de alegrías de la carne, y a veces más aún que eso, la unión de dos espíritus que es el auténtico Sagrado Matrimonio. Ella era mi otra mitad. Ella lo sabía y siempre lo había sabido, desde aquella vez cuando yo era un niño perdido en los oscuros corredores del templo de Enmerkar. Pero yo era un guerrero en Kish, y ella era una diosa en Uruk; y yo no podía ir a ella, porque mi vida estaba puesta a precio en mi ciudad natal por causa suya, o por imprudencia suya.
En el cuarto año de mi exilio, un sacerdote de cabeza rapada, recién llegado de Uruk, vino a mí en el palacio de Agga e hizo ante mí el signo de la diosa. Tomó de su túnica una bolsita de piel de cabra negra y la puso en mi palma diciendo:
—Es un signo para Gilgamesh el rey, de mano de la diosa.
Sólo había oído aquel extraño nombre, Gilgamesh, una vez, hacía mucho tiempo. Y el sacerdote, al utilizarlo, dejó muy claro la única persona que podía enviarme aquella bolsa.
Cuando el sacerdote hubo marchado abrí la bolsa en mis habitaciones privadas. Dentro había un objeto pequeño y resplandeciente, un sello cilíndrico, como el que empleamos en las cartas y otros documentos importantes. Estaba tallado en una pieza de olbsidiana blanca tan clara que la luz la atravesaba tan fácilmente como si fuera aire, y el dibujo era intrincado y muy elaborado, a todas luces la obra de un gran maestro. Llamé a un escriba y le pedí que me trajera su mejor tablilla roja, e hizo rodar cuidadosamente el sello contra la arcilla para ver la marca que dejaba.
Había dos escenas grabadas en el sello, ambas extraídas del relato del descenso de Inanna a la tierra de la muerte. En un lado vi a Dumuzi, vestido con atuendo noble, sentado orgulloso en su altivo trono. Ante él está de pie Inanna, vestida con tela de saco: acaba de regresar de su estancia en el infierno. Sus ojos son los ojos de la muerte, y sus brazos están alzadas para arrojar una maldición sobre él: porque Dumuzi es el chivo expiatorio elegido cuya muerte la liberará del mundo inferior. El otro lado del sello reflejaba la secuela de aquella escena, un encogido Dumuzi rodeado por resplandecientes demonios que lo hacen pedazos con sus hachas, mientras Inanna lo contempla triunfante.
No creí que Inanna me hubiera enviado aquel sello simplemente para despertar en mi mente algún recuerdo de aquel gran poema. No. El sello tenía que ser un signo, una profecía, un claro mensaje. Alentó un fuego en mi alma: la sangre empezó a fluir en mi interior como un río turbulento, y mi corazón se alzó como un ave recién liberada de una trampa.
Pero la cautela volvió de inmediato, tras ese primer estallido de excitación. Aunque hubiera interpretado correctamente el mensaje, ¿podía confiar en él, o en ella? Inanna la sacerdotisa me había conducido ya una vez al peligro; e Inanna la diosa, como todo el mundo sabe, es la más mortífera de todos los dioses. Un mensaje que venía de la una, bajo los auspicios de la otra, podía ser muy bien una invitación a la condena. Debía actuar cautelosamente. Aquella tarde envié un mensaje a Uruk, por medio de uno de mis propios esclavos, diciendo simplemente: “¡Te saludo, Inanna, gran dama de los cielos! ¡Sagrada antorcha, llenas el cielo con tu luz!” Eso es lo que canta el recién entronizado rey, cuando entona su primer himno a la diosa: veamos cómo lo toma ella. Firmé la tablilla con el nombre que ella me había dado, Gilgamesh, y el símbolo real.
Un día o dos más tarde, Agga me llamó a la cámara del trono real, esa gran estancia de paredes de alabastro llena de ecos donde le gustaba sentarse con gran pompa hora tras hora, y dijo:
—Me han llegado noticias de Uruk de que Dumuzi el rey está gravemente enfermo.
Me invadió una gran oleada de emoción, como el surgir de las aguas en un manantial. Sentí la realización de que mi destino estaba empezando a perfilarse. Esta es sin duda la confirmación del mensaje inscrito en imágenes en el sello cilíndrico, me dije. He leído correctamente el mensaje: ella ha empezado ya a trabajar con su mortal conjuro. Y Uruk será mía.
Pero a Agga me limité a decirle, encogiéndome de hombros:
—Esta noticia me causa muy poco dolor.
Agitó la cabeza, recién afeitada, cejas y barba y todo lo demás, calva como un huevo. Tiró de sus papadas y se inclinó hacia delante hasta el punto que los rosados pliegues de su desnudo estómago se amontonaron el uno encima del otro, y me miró con ceñudo desagrado, ignoro si fingido o real. Finalmente dijo:
—¡Ah, invitas a la ira de los dioses con palabras como ésas!
Noté que mis mejillas se encendían.
—Dumuzi es mi enemigo.
—También lo es mío. Pero es un rey ungido de la Tierra, que lleva sobre sí la bendición de Enlil. Su persona es sagrada. Su enfermedad debe apenarnos a todos: y especialmente a ti, un hijo de Uruk y por lo tanto súbdito suyo. Tengo intención de enviar una embajada a Uruk para aportar mis plegarias por su recuperación. Y quiero que tú seas mi embajador.
—¿Yo?
—Un príncipe de Uruk, de la estirpe de Lugalbanda, un valiente héroe…, no puedo enviar a nadie mejor, ni siquiera a uno de mis propios hijos.
Sorprendido, dije:
—¿Pretendes enviarme a la muerte, entonces? ¡Porque para mí no es seguro ni siquiera ahora regresar a Uruk!
—Lo será —dijo suavemente Agga.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Dumuzi sufre de una enfermedad mortal; ya no eres una amenaza para él. Todo Uruk te dará la bienvenida, incluso Dumuzi. Eso representa una gran ventaja para ti, muchacho: ¿acaso no lo ves?
—Si se está muriendo, sí. ¿Pero y si no lo está?
—Aunque no lo estuviera, un embajador tiene garantizado el salvoconducto. Los dioses destruirían cualquier ciudad que violara ese juramento. ¿Crees que Uruk se atrevería a poner las manos sobre el representante de Kish?
—Dumuzi lo haría. Si ese representante fuera el hijo de Lugalbanda.
—Dumuzi está muriéndose —dijo de nuevo Agga—. Pronto habrá necesidad de un nuevo rey en Uruk. Enviándote a ti en este momento, te sitúo en la posición más útil para ti. —Se alzó lentamente del trono y bajó hasta donde estaba yo, y puso pesadamente sus manos sobre mis hombros, como lo haría un padre; porque en realidad había sido virtualmente un segundo padre para mí. El sudor resplandecía en su cráneo. Sentí su presencia física casi como podría sentir la de un dios: era enorme, no solo corporalmente sino también en su profundamente asentada autoridad real. Pero su aliento olía a cerveza. No creía que Padre Enlil oliera a cerveza, ni An el Padre Cielo. Lentamente, me dijo—: Todo esto es completamente cierto. Mi información me llega del más alto poder en Uruk.
—¿Del propio Dumuzi, quieres decir?
—De más alto.
Lo miré fijamente.
—¿Estás en comunicación con ella?
—Tu diosa y yo nos somos muy útiles el uno al otro.
En aquel momento toda la verdad vino a mí, y me golpeó como el fuego de los dioses, de tal modo que por unos momentos me quedé sin aliento. Oí el zumbar del aura del dios dentro de mi cerebro. Vi, envolviendo a Agga y a todo lo que había en la estancia, un resplandor luminoso, dorado con profundas sombras azules en su interior: el signo de la tempestad en mi espíritu. Temblé. Apreté los puños y luché por permanecer erguido. ¡Qué estúpido había sido! Inanna me había estado gobernando desde un principio. Había maquinado la necesidad de mi huida de Uruk, sabiendo que yo iría a Kish y que durante mi exilio me prepararía para reemplazar a Dumuzi en el trono. Ella y Agga habían conspirado eso entre los dos; y Agga me había enviado a sus guerras y me había entrenado para ser un príncipe y un líder, y ahora yo estaba preparado; y ahora Dumuzi, que ya no era necesario, estaba siendo empujado a la Casa del Polvo y la Oscuridad. Yo no era un héroe, sino solo una marioneta, bailando a su melodía. Sería rey en Uruk, sí: pero la sacerdotisa tendría el poder, ella y Agga a quien yo había prestado juramento. Y el hijo que yo había engendrado a Ama-sukkul, hija del rey de Kish, sería rey en Uruk después de mí, si el plan de Agga funcionaba hasta su florecimiento final. Así, la semilla de Agga terminaría reinando en las dos grandes ciudades.
Sin embargo, podía volver todo aquello en mi propia ventaja, si iba con cautela.
—¿Cuándo debo partir para Uruk? —dije.
—Dentro de cuatro días, el día de la fiesta de Utu, que es un tiempo de buen augurio para el comienzo de grandes aventuras. —La mano de Agga seguía apretando aún fuertemente mi hombro—. Viajarás era majestad, y te recibirán con alegría. Y llevarás contigo espléndidos regalos de mi parte para el tesoro de Uruk, en reconocimiento por la amistad que existirá siempre entre tu ciudad y la mía cuando seas rey.
La víspera de la fiesta de Utu, la luna, cuando apareció, fue cubierta por un velo, que es un presagio interpretado generalmente como que el rey alcanzará el más grande poder. Pero la luna no dijo a qué rey se refería…, si Agga, el rey que ya era, o Gilgamesh, el rey que podía ser. Éste es el gran problema con los presagios, y con los oráculos de todo tipo: dicen la verdad, sí, pero uno nunca está seguro de qué verdad es realmente.