Llegué a la ciudad que se extiende en la costa opuesta a Dilmun con el aspecto de un salvaje, como un segundo Enkidu. No es realmente una ciudad, supongo; no tiene ni una décima parte del tamaño de Uruk, ni siquiera es tan grande como Nippur o Shuruppak. Es sólo una pequeña ciudad costera, un poblado más bien; un lugar donde viven los pescadores, y aquellos que reparan las redes de los pescadores. Pero a mí me parecía una ciudad, porque había estado demasiado tiempo en las tierras salvajes.
En realidad era un lugar lamentable. Su calles estaban sin pavimentar, sus jardines eran escasos y mal cuidados, la sal del aire corroía los ladrillos de sus edificios. Vi lo que podía ser un templo; al menos estaba erigido sobre una pequeña plataforma. Pero era una estructura pequeña y destartalada, y no podría decir el nombre del dios al que estaba dedicado. Dudo que fuera ninguno de nuestros dioses. La gente del lugar era delgada y de piel oscura, e iba prácticamente desnuda excepto una banda de tela blanca en torno a su cintura. Hacían bien, porque el calor allí era como el de la Tierra en lo más profundo del verano; pero aún no estábamos en verano. Era una ciudad vulgar y chillona; pero para mí seguía siendo una ciudad. Entré en ella, buscando alojamiento y alguien que pudiera decirme dónde podía contratar una barca que me llevara hasta Dilmun.
Supongo que cualquier extranjero despertaría una cierta expectación en aquel soñoliento poblado. Pocos viajeros debían llegar hasta allí en busca de su esplendor. Los visitantes de cualquier tipo debían ser una rareza. Pero seguro que ocasionaría algunos comentarios el que un hombre de gigantesca estatura apareciera caminando por sus destartaladas calles, demacrado y con los ojos extraviados, vestido con la piel de un león y reclinándose en un enorme bastón puntiagudo. Los primeros en verme fueron algunos niños —huyeron a la carrera—, y luego unos cuantos chicos mayores, y después, uno a uno, los habitantes de la ciudad fueron apareciendo para mirarme y señalar. Les oí murmurar entre ellos. Hablaban una versión de ese mismo lenguaje que hablan las tribus del desierto, y que es hablado en muchos lugares fronterizos de la Tierra. Los giros que empleaban no eran muy parecidos a los que usa la gente del desierto cuando viene a vivir en las ciudades de la Tierra; pero podía comprenderles bastante bien. Algunos de ellos pensaban que yo era un demonio, y algunos un pirata naufragado, y algunos un bandido. Les dije:
—¿Hay algún lugar donde pueda comprar comida y bebida, y alquilar una cama para la noche?
Se echaron a reír a mis palabras: una risa nerviosa quizá, o tal vez sólo fuera que mi acento les sonaba tan bárbaro. Pero luego una mujer señaló hacia una retorcida y lodosa calle un poco más abajo y a un pequeño edificio de paredes blancas, más bonito y bien conservado que cualquier otro de las inmediaciones. La brisa me trajo el aroma de cerveza: una taberna de marineros, me di cuenta.
Fui hacia allá. Cuando me acercaba a su puerta, salió una mujer y me miró. Era alta y bien parecida, de ojos firmes y cuerpo fuerte: sus hombros casi eran tan anchos como los de un hombre. Me miró por un momento como si fuera un lobo que hubiera acudido hasta su puerta; y entonces, con gran fuerza, cerró la puerta en mis narices. Oí el correr de un cerrojo dentro.
—Espera, ¿qué es esto? —exclamé—. ¡Todo lo que busco es alojamiento para una noche!
—Aquí no lo encontrarás —dijo desde el otro lado.
—¿Es ésta la hospitalidad de este lugar? ¿Qué has visto que te ha asustado tanto? ¡Vamos, mujer, no voy a hacerte ningún daño!
Hubo un silencio. Luego dijo:
—Es tu rostro lo que asusta. Creo que es el rostro de un asesino.
—¿Un asesino? ¡No, mujer, no soy ningún asesino, sólo un viajero cansado! ¡Abre! ¡Abre! —Y en mi debilidad me sentí invadido por una terrible ira. Alcé el bastón y dije—: ¡Abre, o derribaré la puerta! ¡La echaré abajo! —Golpeé una vez, y otra, y oí crujir la madera. No me hubiera costado demasiado romperla. Golpeé una tercera vez, y oí de nuevo el cerrojo. La puerta se abrió y la mujer se plantó delante de mí, en absoluto asustada. Tenía la mandíbula encajada, los brazos cruzados al pecho. En sus ojos había una furia igual a la mía. Dijo secamente:
—¿Sabes cuál es el precio de una puerta nueva? ¿Con qué derecho la golpeas?
—Busco alojamiento, y esa gente de ahí arriba me ha dicho que esto es una taberna.
—Lo es. Pero no tengo obligación de dejar entrar a cualquier vagabundo holgazán que aparezca por aquí. —Cometes una injusticia conmigo, mujer. No soy ningún vagabundo holgazán.
—Entonces, ¿por qué tienes el rostro de uno? Le dije que eso era también una injusticia: había recorrido un largo camino, y el viaje había dejado sus huellas en mí, pero no era un vagabundo holgazán. Tomé algunas monedas de plata de la bolsa que llevaba a la cintura y se las mostré.
—Si no quieres dejarme dormir aquí esta noche, ¿al menos me darás una jarra de cerveza? —pregunté.
—Entra —dijo a regañadientes.
Entré. Cerró la puerta a mis espaldas. El lugar era fresco y oscuro; agradecí penetrar en él. Le tendí una de mis monedas de plata, pero la rechazó con un gesto y dijo mientras me traía la cerveza:
—Más tarde, más tarde. No soy tan codiciosa de tu plata como pareces pensar. ¿Quién eres, viajero? ¿De dónde vienes?
Pensé en inventarme un nombre; pero de pronto pareció no haber ninguna razón para nacerlo.
—Soy Gilgamesh —dije, y aguardé a que ella se echara a reír en mi cara, como haría cualquiera si dijese: “Soy Enlil”, o “Soy An el Padre Cielo”. Pero no se echó a reír. Me miró largo y rato, muy de cerca, con el ceño fruncido. Sentí su presencia, fuerte y cálida y buena. Al cabo de unos instantes dije—: ¿Has oído hablar de mí?
—Todo el mundo conoce el nombre de Gilgamesh.
—¿Y es Gilgamesh un asesino?
—Es rey en Uruk. Los reyes tienen sangre en las manos.
—Maté al demonio en el bosque, sí. Maté al Toro de los Cielos, cuando la diosa lo dejó suelto para que asolara mi ciudad. He tomado otras vidas cuando ha habido necesidad, pero siempre sólo cuando ha habido necesidad. Sin embargo, me cerraste tu puerta como si yo fuera un vulgar salteador de caminos. No soy eso.
—Ah, ¿pero eres Gilgamesh? ¡Me pides que crea algo muy grande, viajero!
—¿Por qué dudas de mí? —pregunté. Lentamente, dijo:
—Si eres en realidad Gilgamesh de Uruk, y por tu estatura y tu corpulencia y por cierta majestad que veo en tí supongo que podría ser cierto, ¿cómo es que tus mejillas están tan hundidas, y tu rostro tan torvo, y tus rasgos tan carcomidos por el calor y el frío y el viento? ¿Es ése el estilo de un rey? Y tus ropas son puros andrajos. ¿Visten de este modo los reyes? —He permanecido mucho tiempo en la selva —respondí—. En Elam, y al norte en la tierra llamada Uri, y en los desiertos, y cruzando la montaña conocida como monte Mashu, y en muchos otros lugares. Si parezco gastado por la intemperie y los elementos, hay buenas razones para ello. Pero soy Gilgamesh. Agitó la cabeza.
—Gilgamesh es un rey. Los reyes son los amos del mundo; viven en la alegría y la comodidad. Tú eres un hombre con aflicción en el vientre y dolor en el corazón. No es difícil ver eso.
—Soy Gilgamesh —dije. Y porque había calidez y fuerza en ella, le conté por qué había iniciado mi peregrinaje. Sobre una jarra de cerveza, y luego otra, le hablé de Enkidu, mi hermano, mi amigo al que tan profundamente había amado, él que había cazado el asno salvaje de las colinas, la pantera de la estepa. Le dije cómo habíamos vivido lado a lado, cómo habíamos cazado juntos y habíamos luchado juntos y nos habíamos divertido juntos, cómo habíamos realizado juntos grandes y numerosas hazañas; le dije cómo se había puesto enfermo, y cómo había muerto; le dije cómo le había llorado.
—Su muerte pesa enormemente en mí —le dije—. Fue la más dolorosa de las pérdidas. ¿Cómo puedo sentirme en paz? ¡Mi amigo, al que amaba, se ha convertido en arcilla!
—Tu amigo está muerto. Lo has llorado; ahora olvídalo. Nadie se apena como tú te apenas. —No lo comprendes.
—Entonces cuéntamelo —dijo, y me dio otra cerveza.
Di un largo sorbo del dulce y espumoso líquido antes de hablar.
—Su muerte despertó mi miedo ante mi propia muerte. Y así, temiendo a la muerte, vagué de tierra en tierra.
—Todos debemos morir, Gilgamesh.
—Eso he oído, una y otra vez; de la mujer-escorpión en la montaña, de Utu en las alturas, de ti ahora. ¿Ha de ser así? ¿Debo terminar yaciendo como Enkidu, para no volver a levantarme en toda la eternidad?
—Éste es el camino —dijo con calma.
Sentí ascender en mí una ardiente furia. ¡Cuántas veces había oído esto! Éste es él camino, éste es el camino, éste es el camino…, las palabras empezaban a sonar como el balido de las ovejas en mis oídos. ¿Acaso era yo el único que desdeñaba la soberanía de la muerte?
—¡No! —grité—. ¡No lo aceptaré! Seguiré adelante, atravesaré todo el mundo si es necesario, hasta que averigüe cómo escapar de la mano de la muerte.
La tabernera se me acercó y me miró profundamente. Apoyó ligeramente su mano en mi brazo. Una vez más sentí su fuerza, y la ternura dentro de aquella fuerza. Había una presencia divina en aquella mujer; tenía dentro de ella la fuerza maternal. Dijo con suavidad:
—Gilgamesh, Gilgamesh, ¿hacia dónde corres? Nunca hallarás esa vida eterna que buscas. ¿No puedes llegar a comprender nunca eso? Cuando los dioses crearon la humanidad, crearon también la muerte. Nos adjudicaron la muerte a todos nosotros, y reservaron la vida para ellos.
—No —murmuré—. No. No.
—Éste es el camino. Olvida tu búsqueda. En vez de ello vive bien mientras vivas. Llena tu vientre. Sé feliz, día y noche: baila y canta, diviértete y disfruta. Echa a un lado estos harapos y ponte ropas limpias y nuevas. Lava tu pelo, baña tu cuerpo, permanece siempre fresco y limpio y puro. Disfruta del pequeño que se coge de tu mano, disfruta de la esposa que se deleita en tu abrazo. Éste es también el camino, Gilgamesh. Y es el único camino: vive alegre mientras tengas vida. Deja de atormentarte; deja de buscar.
—No puedo descansar —dije.
—Esta noche descansarás. —Me hizo ponerme en pie. Era tan alta que me llegaba casi al pecho—. Soy Siduri —dijo—. Vivo tranquila al lado del mar, y a veces los extranjeros acuden a mi taberna, pero no a menudo. Cuando vienen los trato con cortesía, porque, ¿cuál es mi tarea en la tierra, sino velar por el confort de los caminantes? Ven conmigo, Gilgamesh.
Y me bañó, y lavó y cortó y peinó mi pelo y barba; y me preparó una comida de cebada y carne estofada, y en vez de cerveza bebimos un espléndido vino de un claro color dorado. Luego me hizo acostar en su cama y me masajeó hasta que toda debilidad huyó de mi cuerpo; y pasé la noche abrazado a ella. Nadie me había abrazado de aquel modo desde que era un niño pequeño. Su aliento era cálido y sus pechos llenos y su piel suave. Me perdí en ella. Es bueno a veces perderse de este modo; pero nadie puede permanecer perdido así mucho tiempo, o al menos eso me parece. Antes de que amaneciera estaba despierto, e intranquilo, aunque Siduri siguiera a mi lado. Le dije que debía irme; y de nuevo dijo, con suavidad, casi como un reproche:
—Gilgamesh, Gilgamesh, ¿adonde quieres correr ahora?
—Tengo intención de ir a Dilmun, y hablar con Ziusudra.
—Él no puede ayudarte.
—De todos modos, debo ir.
—Cruzar el mar es penoso.
—Indudablemente lo es. Dime cómo puedo llegar hasta allí.
—¿Por qué crees que hallarás a Ziusudra, aunque alcances Dilmun?
—Porque soy Gilgamesh el rey —le respondí—. Él me recibirá. Y me ayudará.
—Ziusudra no existe —dijo Siduri.
Reí secamente.
—¿Debo creer eso? Los propios dioses le recompensaron con la vida eterna y lo enviaron a morar a Dilmun. Sé todo esto. ¿Por qué intentas desanimarme, Siduri? —¡Qué terco eres! —Emitió un sonido ronroneante, v se me acercó más—. ¡Quédate conmigo, Gilgamesh! Vive junto al mar, vive tranquilo, ¡envejece en paz!
Sonreí. Acaricié sus mejillas y las profundas cuencas de sus pechos. Pero luego dije:
—Explícame cómo puedo llegar a Dilmun.
Suspiró. Al cabo de un momento respondió:
—Hay un barquero, de nombre Sursunabu, que sirve a Ziusudra y a los sacerdotes de Ziusudra. Viene cada mes a tierra firme para comprar algunos productos. Creo que llegará dentro de uno o dos días. Cuando venga, le pediré que te lleve de vuelta con él a Dilmun. Quizá acepte.
Le di las gracias. La mantuve durante largo rato entre mis brazos.
Durante tres días viví en la taberna de Siduri a la orilla del cálido mar verde. Me alimentó bien y me bañó y durmió conmigo. Me descubrí pensando a veces que esta vida no era en realidad tan mala, que tal vez no me resultara imposible seguir así indefinidamente, sin pensar en el mañana, viviendo sólo los tranquilos placeres del momento. ¿Por qué no? ¿Qué me ofrecía el mañana, excepto la muerte y la oscuridad? Pero no creía realmente que pudiera vivir de aquel modo durante mucho tiempo. Y tampoco lo creía Siduri. Al cuarto día, mientras permanecía durmiendo tras una larga noche de hacer el amor, vino hasta mí y me sacudió por el hombro y susurró:
—¡Despierta, Gilgamesh! El barquero Sursunabu ha venido de Dilmun. Arriba, vístete, ven conmigo al puerto, si quieres obtener pasaje con él.