40

Por un instante tuve doce años de nuevo y estaba yendo de nuevo con mi tío al claustro del templo para mi iniciación; me vi a mi mismo con mi faldellín de suave lino blanco, con la estrecha franja roja de renunciación a la inocencia pintada en mi hombro y un mechón de mi cabello en mi mano para entregárselo a la sacerdotisa. Y vi de nuevo a la hermosa Abisimti de dieciséis años de mi adolescencia, cuyos pechos eran redondos como granadas, cuyo largo pelo negro caía más allá de sus mejillas pintadas de dorado.

Ahora seguía siendo hermosa todavía. ¿Quién podía contar a los hombres que había abrazado en nombre de la diosa antes de que yo fuera a ella por primera vez, o a los hombres que había abrazado desde entonces? Pero el número de aquellos que la habían poseído podía ser tan grande como el número de los granos de arena en el desierto, y sin embargo no habían podido arrebatarle su belleza: sólo habían podido realzarla. Ya no era joven; sus pechos ya no eran tan redondos; y sin embargo seguía siendo hermosa. Me pregunté, sin embargo, por qué sus ojos parecían tan extraños, por qué su voz era tan poco familiar. Parecía casi aturdida. Debían haberle dado alguna poción, pensé: eso debía ser. ¿Pero por qué? ¿Por qué? —Esperaba hallar aquí a Inanna —dije.

Habló lentamente, como en un sueño:

—¿Te sientes disgustado? Ella no puede abandonar el templo. La verás más tarde, Gilgamesh.

Hubiera debido pensar que Inanna no iba a salir de las murallas de la ciudad. Le dije a Abisimti:

—Me siento igual de contento de encontrarte a tí. Me sorprendió, eso es todo…

—Ven. Quítate la ropa. Arrodíllate ante mí.

—¿Pero qué rito es el que tenemos que realizar?

—No debes preguntar. ¡Ven, Gilgamesh! Desnúdate. Arrodíllate.

Me sentía cauteloso pero extrañamente tranquilo. Quizá se tratara de un auténtico rito después de todo; quizás Inanna sólo deseara servir, y hubiera pensado en todo aquello para purificarme de Enlil sabía qué impureza antes de entrar en la ciudad. No podía creer que la gentil Abisimti formara parte de algún complot contra mí. Así que dejé a un lado mi espada y me despojé de mis ropas, y me arrodillé en la esterilla ante ella. Ambos estábamos desnudos, aunque ella llevaba el colgante y la serpiente viva en torno a su cintura, y yo llevaba la perla de la planta Rejuvenece colgando de una cuerda sobre mi pecho. Vi que ella la miraba. No podía tener ninguna idea de lo que era; pero sus cejas se juntaron por un momento.

—Dime qué debo hacer —indiqué.

—Esto es lo primero —dijo Abisimti.

Alcanzó algo a su lado y alzó con ambas manos un bol de alabastro de maravillosa finura y elegancia, tallado con los sagrados signos de la diosa. Lo tendió hacia mí, manteniéndolo entre los dos. Estaba lleno de oscuro vino. Así que debíamos derramar una libación, pensé, y luego quizá efectuáramos alguna especie de sacrificio —sacrificar la serpiente de Inanna, ¿era aquello posible?—, y después de eso supuse que pronunciaríamos un rito juntos; y finalmente, ella me arrastraría hacia el camastro y me haría penetrar en su cuerpo. En nuestra copulación yo expulsaría lo que fuera que debía ser purgado de mí antes de poder entrar en Uruk. Así imaginé que se desarrollarían las cosas.

Pero Abisimti tendió el bol hacia mí y dijo con un vago susurro:

—Toma esto, Gilgamesh. Bébelo hasta el fondo.

Depositó el bol en mis manos. Lo sostuve un momento, contemplando el vino, antes de llevarlo a mis labios.

Y noté algo extraño. Abisimti estaba temblando pese al gran calor del día. Todo su cuerpo estaba temblando. Sus hombros estaban extrañamente hundidos, sus pechos se agitaban como árboles en una tormenta, las comisuras de su boca se fruncían de una manera rara. Vi miedo en su rostro, y algo casi parecido a la vergüenza. Pero sus ojos resplandecían más y más brillantes; y tuve la impresión de que estaban fijos en mí como los ojos de una serpiente cuando se clavan en su impotente presa un momento antes de atacar. No puedo deciros por qué la vi de aquel modo, pero así fue. Estaba observando; estaba esperando. ¿Qué?

Dije, bruscamente suspicaz de nuevo:

—Si tenemos que tomar parte en este rito juntos, debemos compartirlo todo. Bebe tú primero; luego beberé yo.

Su cabeza se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado.

—¡Eso no es posible! —exclamó.

—¿Por qué?

—El vino… es para ti, Gilgamesh…

—Te lo ofrezco libremente. Compártelo conmigo, Abisimti.

—¡No me está permitido!

—Soy tu rey. Te lo ordeno.

Cruzó los brazos sobre sus pechos y los apretó contra su cuerpo. Estaba temblando. Sus ojos ya no estaban fijos en los míos. Dijo, tan suavemente que apenas pude oírla:

—No…, por favor, no… —Da sólo un sorbo, antes de que lo haga yo.

—No…, te lo suplico…

—¿Por qué tienes tanto miedo, Abisimti? ¿Es este vino algo tan sagrado que puede hacerte algún daño?

—Te lo suplico…, Gilgamesh…

Le tendí el bol, colocándolo prácticamente ante su rostro. Lo apartó a un lado; apretó fuertemente los labios, quizá temiendo que forzara su contenido en su boca. Entonces estuve seguro de la traición. Dejé el bol del vino a un lado y me incliné hacia delante, sujetándola por la muñeca.

—Creí que había amor entre nosotros, pero veo que tal vez estaba equivocado —dije con voz muy suave—. Ahora dime, Abisimti, por qué no quieres beber el vino conmigo, y dime la verdad.

No respondió.

—¡Dímelo!

—Mi señor…

—¡Dímelo!

Agitó la cabeza. Luego, con una fuerza que me sorprendió, liberó su brazo de mi presa y giró en redondo tan bruscamente que su serpiente se alarmó y se desenrolló de su cintura, deslizándose libre de ella. Un instante más tarde vi una daga de cobre en su mano. La había sacado de debajo de un almohadón que tenía al lado. Pensé que iba destinada a mí; pero fue hacia su propio pecho hacia donde la dirigió. Sujeté su brazo y mantuve la punta del arma lejos de su piel. Me costó un cierto esfuerzo, porque ella era casi presa de un ataque y su fuerza era casi increíble. Lentamente vencí; obligué a la daga a retroceder; luego la retiré de su mano y la arrojé al otro lado de la estancia. Inmediatamente ella se lanzó contra mí como una leona. Nuestros cuerpos se entrelazaron, resbaladizos por el sudor, en una feroz lucha. Clavó sus uñas en mí, me mordió, sollozó y chilló; y mientras luchábamos sus dedos se enredaron en la cuerda que sujetaba la perla de la planta Rejuvenece. Tiró de ella; sentí que la cuerda quemaba como fuego contra mi cuello cuan do se tensó; luego la cuerda se rompió, y la perla cayó de mi cuerpo y rodó por el suelo.

Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido empujé a Abisimti a un lado y corrí desesperado tras la más preciosa de las joyas. Por un momento no pude ver dónde había caído. Luego capté su lustre reflejado a la débil luz del brasero. Estaba a una docena de pasos de mí. Pero la maldita serpiente de Inanna la había espiado también y —sólo los dioses saben por qué— estaba deslizándose rápidamente hacia ella. —¡No! —rugí, y salté hacia adelante. Pero era demasiado tarde. Antes de que estuviera a medio camino la serpiente había alcanzado la perla y la tomó en su boca, tan delicadamente como una gata tomaría a su gatito. Giró en redondo, enfrentándose a mí, para mostrarme su trofeo. Por un instante sus amarillos ojos brillaron con la más amarga de las burlas que haya presenciado nunca. Luego la serpiente alzó muy alta su cabeza y abrió sus mandíbulas, y la perla se deslizó por sus fauces. Si hubiera agarrado aquella serpiente la hubiera retorcido violentamente hasta obligarla a vomitar la piedra; pero ante mi horror la inmunda criatura se deslizó astutamente más allá de mi alcance y desapareció ondulante por debajo del faldón de la tienda. Avancé rápidamente sobre manos y rodillas tras ella, pero no tenía ninguna posibilidad de alcanzarla. Era la más sutil de las bestias. Hocicó delicadamente la arena y en un momento hubo desaparecido culebreando bajo tierra, esfumándose de mi vista. En su lugar sólo quedaron unas pocas escamas de su espejeante piel que se habían desprendido de su cuerpo en su escapatoria. En aquellos momentos ya debía estar mudando su antiguo yo, e iniciando la renovación de su cuerpo que estaba destinada a mí. Toda mi labor había sido en vano: había penado en lugares lejanos sólo para obtener el beneficio de una nueva vida para la serpiente. Para mí no había conseguido nada.

Permanecí abrumado unos momentos. Luego volví la vista hacia Abisimti. Mientras había estado luchando por recuperar la perla ella había tomado el bol de vino y había bebido un largo sorbo de él: sus mejillas goteaban negro líquido. Se alzó en pie en un movimiento lleno de temor, y me miró con una pena y un dolor que estuvieron a punto de partir mi corazón. Cada músculo de su cuerpo se estremecía a un ritmo distinto: parecía una mujer poseída por un millar de demonios.

—Comprende…, yo no quería hacerlo… —dijo con una voz que era un denso y terrible gruñido.

Entonces el bol cayó de sus manos sin vida, y se derrumbó al suelo, virtualmente a mis pies.

Pensé que iba a volverme loco en aquel momento, o al menos iba a ser barrido a los temblores de un acceso. Pero una extraña calma me inundó, como si mi alma, golpeada con excesiva dureza, se hubiera protegido encerrándose en sí misma para hacerme invulnerable. No sufrí ningún acceso. Ni siquiera lloré. Bajé la vista y contemplé la oscura mancha del vino derramado en la arena, y calmadamente arrojé un poco de arena sobre él con mi pie hasta que quedó oculto. Luego me arrodillé y cerré los ojos de Abisimti, de la mujer que había sido enviada allí para matarme y que en cambio me había ofrecido su vida. No sentía ira hacia ella, sólo piedad y pesar: era una sacerdotisa, había jurado obedecer en todo a su diosa. Bien, su juramento a Inanna la había llevado ahora a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde yo también podría estar encaminándome en estos momentos, de no ser por aquella expresión de miedo y vergüenza que había detectado en el rostro de Abisimti mientras me tendía el vino envenenado. Ahora ella ya no estaba. Y la perla de la planta Rejuvenece había desaparecido también, entre un momento y el siguiente. Si-duri la tabernera había dicho la verdad: Nunca encontrarás esta vida eterna que buscas. Pero no importaba. Estaba cansado de perseguir un sueño. La burla de la serpiente me había dado mi respuesta: no iba a ser así, tenía que buscar alguna otra forma. Me vestí de nuevo y ceñí mi espada al cinto y salí de la tienda. La deslumbrante luz del sol me golpeó los ojos como un puño cuando emergí. Pero al cabo de uri momento pude ver. Las tres sacerdotisas de Inan-na estaban de pie ante mí, las bocas abiertas por la sorpresa: no creían volver a verme vivo.

—He efectuado el rito —dije tranquilamente—. Ahora estoy limpio de todas las cosas impuras. Id a haceros cargo de la sacerdotisa Abisimti; necesitará que sean dichas las palabras.

La sacerdotisa que llevaba la voz cantante dijo, asombrada:

—Entonces, ¿has bebido el vino sagrado? —He hecho una libación a la diosa con él —respondí—. Y ahora entraré en la ciudad, y presentaré mis respetos a la diosa en persona. —Pero…, tú…

—Apártate —dije. Apoyé la mano en la empuñadura de mi espada—. Déjame pasar, o te partiré como si fueras un pato asado. Apártate, mujer. ¡Échate a un lado!

Cedió terreno como la oscuridad cede ante el sol matutino, retrocediendo lentamente pero sin acabar de desaparecer. Pasé junto a ella hacia el carro que aguardaba. Ninurta-mansum se me acercó, apoyó una mano en mi muñeca y apretó fuerte. Los ojos del auriga brillaban con lágrimas. Creo que no esperaba volver a verme vivo.

—Ya hemos terminado lo que teníamos que hacer aquí —le dije—. Entremos en Uruk.

Ninurta-mansum tomó las riendas. Rodeamos los brillantes pabellones y nos encaminarnos hacia la Puerta Alta. Vi gente en los parapetos, mirándome; y cuando el carro alcanzó el portal la puerta se abrió de par en par y fui admitido sin ningún desafío. Como era de ley: porque todos ellos sabían que yo era Gilgamesh el rey.

—¿Ves allí? —le dije a mi auriga—. ¿Donde se alza la Plataforma Blanca, al final de esta gran avenida? Allí está el templo de Inanna, el templo que construí con mis propias manos. Llévame hasta ese lugar.

Miles de ciudadanos de Uruk habían acudido a presenciar mi regreso a casa; pero parecían extrañamente asombrados y como atemorizados, y pocos pronunciaron mi nombre cuando pasé por su lado. Miraban; se volvían los unos a los otros y murmuraban; hacían signos sagrados, extraídos de su gran temor. Así que avanzamos por una silenciosa ciudad, recorriendo la amplia avenida hacia el recinto del templo. Al extremo de la Plataforma Blanca, Ninurta-mansum hizo detener el carro y bajé. Subí solo los soberbios escalones hasta el pórtico del inmenso templo que por amor a la diosa había construido en lugar del templo de mi abuelo el real Enmerkar. Algunos sacerdotes salieron y se detuvieron ante mí mientras me acercaba a la puerta del templo.

Uno de ellos dijo osadamente:

—¿Qué asuntos te traen aquí, oh Gilgamesh?

—Quiero ver a Inanna.

—El rey no puede entrar en el recinto de Inanna a menos que haya sido llamado. Es la costumbre. Tú lo sabes.

—La costumbre acaba de ser alterada —respondí—. Apártate.

—¡Está prohibido! ¡Es impropio!

—Échate a un lado —dije en voz muy baja. Fue suficiente. Se apartó.

Las estancias del templo eran oscuras y frías incluso en aquel caluroso día, tan gruesas eran sus paredes. Ardían lámparas, arrojando una suave luz sobre los coloreados adornos de arcilla cocida que había puesto a miles en aquellas paredes. Caminé rápido. Aquél era mi templo. Yo lo había diseñado y conocía todos sus caminos. Esperaba encontrar a Inanna en la gran estancia de la diosa, y allí estaba: de pie en el centro de la habitación, completamente vestida y con sus más finos cubrepechos y adornos, como si se hubiera preparado para alguna gran ceremonia. Llevaba un adorno que nunca antes había visto en ella: una máscara de resplandeciente oro batido que cubría todo su rostro excepto sus labios y barbilla, con sólo dos pequeñas rendijas para sus ojos.

—No deberías estar aquí, Gilgamesh —dijo fríamente.

—No, no debería estar. En este momento debería estar tendido, muerto, en una tienda ruera de las murallas. ¿No es así? —No dejé que la ira penetrara en mi voz—. Ahora están diciendo las palabras sobre Abi-simti. Ella bebió el vino por mí. Hizo lo que le ordenaste y me ofreció el bol, pero yo no bebí de él, así que fue ella quien bebió el vino, por su propia voluntad.

Inanna no dijo nada. Los labios bajo la máscara estaban firmemente apretados, hasta ser sólo una delgada línea.

—Me dijeron mientras estaba en Eridu —proseguí— que en mi ausencia me declaraste muerto, y solicitaste que fuera elegido un nuevo rey. ¿Fue así, Inanna?

—La ciudad debe tener un rey —dijo.

—La ciudad tiene uno.

—Huiste de la ciudad. Huiste a las selvas y los páramos como un loco. Aunque no estuvieras muerto, podías estarlo.

—Fui en busca de algo. Y ahora he regresado.

—¿Encontraste lo que buscabas?

—Sí —dije—. Y no. No importa. ¿Por qué llevas esta máscara, Inanna?

—No importa.

—Nunca te he visto enmascarada antes.

—Es una nueva costumbre —dijo.

—Ah. Veo que hay muchas nuevas costumbres.

—Incluida la costumbre de que el rey entre en este templo sin haber sido llamado.

—Y —dije— la costumbre de ofrecer al rey, a su regreso a la ciudad tras un viaje, un bol de vino que mata. —Avancé unos pasos hacia ella—. Quítate la máscara, Inanna. Déjame ver de nuevo tu rostro.

—No lo haré —dijo. —Quítate la máscara. Te lo ordeno.

—Déjame. No me quitaré la máscara.

Pero yo no podía hablar con aquella desconocida de rostro de metal. Era a la mujer de carne y hueso a la que quería ver de nuevo, a la traidora y hermosa mujer que había conocido hacía tanto tiempo, a la que había amado, a mi manera, como nunca había amado a otra mujer. Quería contemplar una vez más a aquella mujer.

Dije con suavidad:

—Quiero ver de nuevo el esplendor de tu rostro. Creo que no hay un rostro más hermoso en todo el mundo. ¿Sabías eso, Inanna? ¿Sabías lo hermosa que siempre me has parecido? —Me eché a reír—. ¿Recuerdas las noches que celebramos el rito del Sagrado Matrimonio juntos? Por supuesto. Por supuesto. ¿Cómo podrías olvidarlo? Ese año que fui el nuevo rey, y que yací toda la noche en tus brazos, y por la mañana llegó la lluvia. Lo recuerdo. Recuerdo aquellas veces, antes de que fueras Inanna, en que me llamaste a las profundas estancias debajo del antiguo templo. Entonces yo no era más que un muchacho asustado, y apenas me daba cuenta de la forma en que se jugaba conmigo. O aquella primera vez, cuando estaban pronunciando el rito de coronación de Dumuzi, y yo me puse a vagar por los corredores del templo y tú me encontraste. Tú también eras sólo una niña entonces, aunque ya tenías tus pechos. ¿Lo recuerdas? ¿Lo recuerdas? Ah, Inanna, llegó un momento en que empecé a comprender la forma en que jugabas conmigo. Pero ahora quiero ver tu rostro de nuevo. Retira la máscara.

—Gilgamesh…

—Retira la máscara —dije—. Retírala. —Y la llamé por su nombre: no su nombre de sacerdotisa, sino el otro nombre más antiguo, su nombre de nacimiento, que nadie había pronunciado desde que se había convertido en Inanna. La conjuré por aquel nombre. Ante su sonido, jadeó y alzó las manos en un signo secreto de la diosa, protegiéndose con él. No podía ver sus ojos tras la máscara, pero imaginé que estaban clavados en mí, sin parpadear, penetrantes, fríos.

—¡Estás loco llamándome por ese nombre! —susurró.

—¿Lo estoy? Entonces estoy loco. Quiero ver tu rostro de nuevo, una última vez.

Ahora había un temblor en su voz.

—Déjame, Gilgamesh. No quiero hacerte ningún daño. Lo que hice lo hice por el bien de la ciudad: la ciudad necesita un rey, y tú te habías ido… La diosa me ordenó…

—Sí. La diosa te ordenó que te libraras de Dumuzi, y tú lo hiciste. La diosa te ordenó que te libraras de Gilgamesh, y tú lo hubieras hecho también. Ah, Inanna, Inanna…, fue por el bien de la ciudad, sí. Y por el bien de la ciudad te concedo mi perdón. Olvidaré todas tus maquinaciones. Olvidaré lo que has hecho en nombre de la diosa para causarme daño y para minar mi poder. Olvidaré tu odio, tu ira, tu furia. Incluso olvidaré tu venganza, porque fuiste tú quien llamaste a los dioses sobre Enkidu, a quien amaba, y creo que de no ser por ti él seguiría vivo hoy. Pero te perdono. Te lo perdono todo, Inanna. Si no hubiéramos sido rey y sacerdotisa, creo que te hubiera amado mucho más de lo que lo amé a él, más de lo que me amé a mí mismo. Pero yo era rey; tú eras sacerdotisa. Ah, Inanna, Inanna…

No usé la espada. Tomé la daga de mi cadera y la apoyé en su costado, entre el cubrepechos y las cuentas de lapislázuli que rodeaban su cintura, y giré la muñeca hacia arriba hasta que alcancé su corazón. Emitió un pequeño ruido ahogado y cayó. Creo que murió al momento. Dejé escapar con lentitud el aliento. Al fin me había librado de ella; pero había sido como arrancarme una parte de mi alma.

Me arrodillé a su lado, y solté la máscara y la alcé de su rostro.

Desearía no haber hecho aquello. Es difícil para mi mente dar crédito a lo que se había convertido desde la última vez que la viera. Sus ojos no habían perdido nada de su belleza, ni sus labios; pero todo lo demás era una ruina. Una horrible mácula se había apoderado de su rostro y se había ido extendiendo. Su piel estaba llena de manchas y cráteres, y se veía como roja y despellejada aquí, grisácea y colgante allí: una arpía de pesadilla, una cosa con rostro de demonio. Parecía tener mil años. Hubiera sido mejor que dejara la máscara en su sitio. Pero la había retirado, y ahora debía cargar con el peso de aquello. Me incliné hacia delante; apoyé mis labios en los suyos y los besé por última vez; luego volví a colocar la máscara en su sitio, y me alcé, y salí fuera del templo para convocar a la gente y comunicarle el nuevo orden de cosas que pensaba proclamar cuando reanudara mi reinado en Uruk.

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