VII

La multitud se había congregado en la calle, frente al restaurante. Parecía un enjambre alrededor del coche de Harriet, al que observaban en silencio y de cerca. Lo hacían sin ruido, irritados seguramente y con cierta aprensión, quizás en el borde mismo del miedo.

Blaine apoyó su espalda contra la pared del restaurante, donde unos minutos antes habían terminado de tomar el desayuno, sin el menor incidente, resultándoles una comida grata y apetecible. Ninguno de los dos había pronunciado una palabra. Todo parecía normal, como en cualquier otro sitio.

—¿Cómo habrán podido saberlo? — preguntó Blaine.

—No lo sé — repuso Harriet.

—Han quitado el letrero.

—Quizá será que se habrá caído. O a lo mejor no lo han tenido nunca puesto. Hay sitios en que no aparece. El ponerlo significa un desafío y muchas veces es causa de beligerancia.

—Pues esa gente tiene cara de pocos amigos.

—Puede que no sea por nosotros.

—Quizá no — repuso él.

—Escucha con atención, Shep — dijo Harriet telepáticamente —. Si ocurre alguna cosa, si tenemos que separarnos, vete a Dakota del Sur. Allí está Fierre (un mapa de los Estados Unidos, con Fierre marcado con una estrella y el nombre en grandes letras rojas y un camino señalado en color de púrpura que conducía desde aquel punto hacia la gran ciudad en el ancho Missouri).

—Conozco el lugar — repuso Blaine. —Pregunta por mí en este restaurante (la fachada de un edificio, con el frontal de piedra y grandes ventanas con una silla de montar muy adornada colgando de una de ellas y una magnífica cabeza de alce clavada sobre la puerta principal). Está sobre la colina, por encima del río, casi todo el mundo me conoce allí. Ellos podrán decirte dónde me encuentro en un momento determinado.

—No iremos a separarnos.

—Está bien; pero de ocurrir así, recuerda cuanto le he dicho.

—Desde luego, así lo haré. Tú me has sacado de todo este atolladero, ya sabes que confío absolutamente en cuanto me digas.

La multitud de curiosos mal encarados de la calle comenzó a moverse ligeramente, como en un susurro animal, como si comenzara a salir de la quietud que hasta entonces había guardado. Un murmullo de rebaño comenzó a surgir más y más fuerte, sin palabras. Una vieja arrugada empujó entre la multitud y se plantó en medio de la calle. Era un ser prehistórico. Lo que pudo ser aquella anciana como mujer, su cabeza, sus manos y sus pies desnudos y embarrados, era entonces un repugnante revoltijo de porquería Tenía los cabellos blancos como la nieve, cayéndole en sucios mechones alrededor de la cabeza.

Levantó un brazo delgado como un pingajo de músculos fláccidos y apuntó con un dedo huesudo y retorcido en dirección a Blaine.

—Es él — gritó —. Es el único a quien he localizado Existe en él algo misterioso. No puede una meterse en su cerebro. Es como un espejo brillante. Es…

El resto de lo que pudo decir quedó ahogado por el creciente clamor de la multitud, que comenzó a moverse hacia delante, paso a paso, sin correr, de a dos en fondo, pegándose contra la pared como si fuese algo que tuvieran que hacer temeroso y con repugnancia, empujados por un deber cívico que debía ser más grande que su temor.

Blaine se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y acarició con los dedos la pistola que recogió en la cocina de Charline. Pero no debería ser aquel el procedimiento a seguir. Aquello pondría las cosas mucho peor. Retiró la mano del bolsillo y se la dejó colgando junto al costado. Pero algo debía ir equivocadamente. Allí se encontraba él solo, como ser humano. No existía el Color de Rosa en su interior, no sentía el menor movimiento en el escondite de su cerebro. Era un hombre al desnudo y se imaginó por un momento si aquello debía ser motivo de alegrarse o no. Y entonces captó el leve susurro de su cerebro, y esperó a ver qué pasaba; pero nada ocurrió en aquel sector de su cerebro donde la cosa Color de Rosa se hallaba íntimamente refugiada.

Entre el gentío que se dirigía hacia el restaurante surgió la furia y se comenzaron a oír maldiciones e imprecaciones de todo género. No era el movimiento escurridizo nocturno de un grupo sedicioso, sino el torcido propósito a la luz del día de una manada de lobos, y a la cabeza, la horrible vieja que había apuntado a Blaine con el dedo.

—Nos quedaremos quietos — dijo Blaine a Harriet —. Es nuestra única oportunidad.

En cualquier momento, entonces, la situación podría estallar en una crisis difícil de prever. Aquella multitud podía perder los nervios, de algún modo, o estallar por cualquier incidente simple en una algarada de graves consecuencias. Y de ocurrir así, no tendría más remedio que usar la pistola No era que lo deseara, ni siquiera lo intentaría; pero podría llegar el caso de tener que hacerlo en propia supervivencia. Pero, por el momento, entre el pequeño intervalo que podía existir, antes de que la violencia pudiera producirse, el pueblo aparecía como petrificado, una pequeña población como dormida, con unos cuantos comercios, todos necesitados de una mano de pintura, frente a una larga calle tostada por el sol. Unos árboles raquíticos surgían a trechos asimétricos. Por algunas ventanas se observaban las caras de algunas personas que fijamente miraban con asombro aquel potencial animal andando por la calle.

La multitud se aproximaba más y más, en círculo, con precauciones y muda, todos los murmullos se habían aquietado, todo el odio y su rencor debía haber quedado escondido bajo sus salvajes máscaras. Un pie sonó metálicamente sobre la acera y otro después, como de alguien que pisaba terreno firme.

Aquel hombre se aproximó a Blaine, permaneciendo a un lado, volviéndose entonces hacia la turba. No había pronunciado palabra, limitándose a permanecer allí. La multitud se detuvo en la calle, en una temerosa quietud. Entonces, uno de los hombres le dijo:

—Buenos días, sheriff.

El sheriff permaneció impertérrito, sin pronunciar palabra.

—Esa gente son parakinos.

—¿Quién dice eso? — preguntó el sheriff.

—La vieja Sara lo dice.

El sheriff miró a la vieja arpía.

—¿Qué ocurre, Sara?

—Tom tiene razón — dijo Sara entre sus escasos dientes —. Aquel que hay allí tiene una mente muy extraña y divertida. Puede tirar a uno de espaldas.

—¿Y la mujer? — preguntó nuevamente el sheriff.

—Ella está con él, ¿no es así?

—Estoy avergonzado de ti — repuso el sheriff, como si se tratara de una chica traviesa —. Sí, avergonzado de todos vosotros. Se me ocurre meter a todos en la cárcel, uno por uno.

—¡Pero son unos parakinos! — chilló una voz cascada —. Usted sabe que aquí no están permitidos esos tipos.

—Ahora os diré lo que voy a hacer — ordenó el sheriff —. Cada uno a su negocio. Yo me ocuparé de esas personas.

—¿De las dos? — preguntó una voz.

—¡Diablo! ¡No lo sé todavía…! — dijo el sheriff —. La señora no parece ningún parakino. Creo que será suficiente con que se marche del pueblo.

Se dirigió hacia Harriet.

—¿Está usted con ese hombre?

—¡Y seguiré estando con él!

—¡No! — dijo Blaine —. (Un signo de silencio con un dedo en los labios.)

La respuesta telepática la efectuó rápidamente, esperando que nadie pudiera haberla captado, ya que era difícil que en un pueblo como aquél pudiera haber un telépata.

Y la advertencia fue pronunciada.

—¿Su coche, es aquel que hay al otro lado de la calle?

—Sí, así es.

—Bien, le diré, señorita. Tómelo cuanto antes y márchese de aquí. La gente la dejará ir en paz.

—Pero, no hay motivo…

Blaine la interrumpió. —Será mejor que obedezcas, Harriet.

La chica vaciló.

—Vamos, adelante.

Harriet salió a la acera y se volvió.

—Volveremos a vernos — le dijo a guisa de despedida.

Y, al marcharse, miró de reojo al sheriff.

—¡Cosaco! — le disparó al pasar junto a él.

Pero el sheriff pareció no enterarse. Probablemente, jamás habría oído semejante palabra.

—Dése prisa, señora — le repuso casi amablemente.

El gentío se apartó para dejarla pasar; pero murmuró sordamente con rabia. La chica llegó hasta el coche y se volvió para saludar a Blaine con la mano. Entonces, puso en marcha el vehículo y salió disparada a todo correr. La gente se apartó asustada, tratando de ganar las aceras para no ser atropellada por el potente coche atómico, que partió como una flecha, blindado por la nube de polvo que levantaron sus potentes reactores.

El sheriff aguardó con una calma monumental, hasta que el vehículo hubo desaparecido al fondo de la calle.

—¡Ve usted, sheriff! — gritó una víctima ultrajada —. ¿Por qué no la persigue usted?

—Se lo tiene bien merecido — repuso el sheriff —. Usted empezó todo esto. Hoy pensaba pasarme el día tranquilo y ya me tiene todo excitado.

En realidad, no aparecía así, ni mucho menos.

El rebaño empujó hacia la acera, argumentando violentamente. El sheriff hizo un gesto con ambas manos, como si estuviera espantando un grupo de pollitos.

—¡Vamos, lárguense de aquí! — les dijo —. Ya se han divertido bastante. Ahora voy a ocuparme de mi trabajo, llevaré a este tipo a la cárcel.

Se volvió hacia Blaine.

—Venga conmigo.

Caminaron a lo largo de la acera juntos, hacia el pequeño tribunal del pueblo.

—Debería usted haberlo sabido mejor — le dijo el sheriff —. Este pueblo es el infierno para las personas como usted.

—¿Cómo iba a saberlo? — repuso Blaine —. No había signo alguno.

—Desapareció hace un par de años — comentó el sheriff —. Y nadie ha tenido después la idea de volver a ponerlo. Realmente debería existir un nuevo letrero, aunque lo cierto es que las tormentas de arena acaban borrándolo por completo.

—¿Qué intenta usted hacer conmigo? — preguntó Blaine.

—No mucho, calculo — repuso el sheriff —. Detenerle a usted un rato mientras se calman los ánimos de esta gente. Creo que será mejor para su propia protección. Tan pronto como se halle seguro, le pondré en libertad y se marchará de aquí cuanto antes.

Blaine quedó un momento en silencio, considerando la situación. Llegaron a la pequeña corte de justicia del pueblo y subieron los escalones de madera. El sheriff abrió la puerta.

—Adelante.

Entraron ambos en la oficina del sheriff y éste cerró la puerta.

—Oiga, sheriff — dijo Blaine —. No creo que tenga usted fundamento suficiente para detenerme. ¿Qué pasaría si me marchara ahora mismo de aquí?

—No gran cosa, imagino. No lo haría en derecho, por lo menos. Yo personalmente no le detendría a usted, aunque tuviese algo que argumentar. Pero es usted el que no querría seguramente marcharse del pueblo ahora mismo. Esa gente le cazaría en cinco minutos.

—He podido marcharme en el coche.

El sheriff sacudió la cabeza.

—Hijo, yo conozco a estas gentes. Me he criado con ellos y soy uno de ellos. Sé hasta dónde puedo llegar y cuándo debo detenerme. He podido hacer que se marche la señora; pero no ambos. ¿No ha visto usted nunca una multitud en acción?

Blaine movió la cabeza significativamente.

—No es nada bonito de ver.

—¿Y qué hay de esa vieja Sara? ¿Ella es también una visionaria?

—Bien, le diré a usted, amigo. Sara procede de una antigua familia. Ella cayó en los malos tiempos; pero su familia ha vivido aquí desde hace más de cien años. El pueblo la tolera.

—Sí, y es mañosa como un detective. El sheriff sacudió la cabeza y emitió una risita entre dientes.

—No hay mucho que se le escape a nuestra vieja Sara — dijo el sheriff —. Se dedica a vigilar a todos los forasteros que vienen al pueblo.

—¿Y ha podido usted coger a muchos parakinos por ese procedimiento?

—Bah, regular, de vez en cuando Un número prudente.

El sheriff se dirigió hacia su mesa de despacho.

—Vacíe aquí sus bolsillos. La Ley dice que tengo que hacerlo así Le daré un recibo.

Blaine comenzó a vaciar el contenido de sus bolsillos. Una billetera, un pañuelo, una llave y, finalmente, la pistola.

El sheriff se fijó especialmente en el arma.

—¿La tuvo usted encima todo ese tiempo?

Blaine afirmó con la cabeza.

—¿Y no hizo usted intención de usarla?

—Estaba demasiado asustado para intentarlo.

—¿Tiene usted licencia para usarla?

—No, no la he tenido nunca.

El sheriff silbó entre dientes. Recogió la pistola, la examinó y la descargó después Las balas brillaron con un reflejo cobrizo al caer fuera del arma. El sheriff abrió un cajón y la depositó.

—Bien, ahora ya tengo motivo para encerrarle a usted.

Recogió las cerillas y las entregó a Blaine.

— Le harán falta para fumar.

Blaine las guardó en un bolsillo.

—Trataré de conseguirle cigarrillos — dijo el sheriff.

—No tiene que molestarse — respondió Blaine —. Los llevo pocas veces, ya que, realmente, fumo muy poco.

El sheriff descolgó un manojo de llaves de un clavo de la pared.

—Vamos.

Blaine le siguió a lo largo del corredor que desembocaba frente a una hilera de celdas. La autoridad abrió la más próxima.

—Se quedará aquí solo — le dijo —. Cualquier cosa que desee, dígamelo y haré lo posible por complacerle.

Y la autoridad del pueblo cerró con llave, y corrió el cerrojo de la celda.

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