VI

Blaine permaneció helado por la sorpresa durante un instante. Era una aplastante sensación de sorpresa y frustración, más bien que de rabia o da temor, lo que le había dejado atónito. Era la sorpresa de ver que entre toda la gente posible de quien hubiera podido sospechar, fuese Freddy Bates el que se encontrase allí, en tales circunstancias. Y había otra cosa: Kirby Rand lo conocía, lo sabía todo, le había permitido entrar en su oficina y tomar el ascensor. Estaba claro que, al salir, había bastado una simple llamada telefónica para poner el dispositivo de caza y espionaje en marcha. Había sido muy listo — tuvo Blaine que admitir —, mucho más listo de lo que él lo había sido. Nada había sospechado, ni en la presencia de Freddy, ni en la gentil invitación a la fiesta, ni en su conversación por el camino.

Una rabia feroz empezó a subírsele a la cabeza, sustituyendo el estupor del primer momento. Era la rabia de haber sido atrapado por un tipo como Freddy Bates.

—Iremos a darnos un paseo al exterior — dijo Bates —, como buenos amigos que somos, y te llevaré a conversar un poco con Rand. Nada de gestos ni de luchas; sino muy caballerosamente. No podríamos hacer nada, como comprenderás, ni tú ni yo, que causara a Charline la menor molestia…

—No, claro — repuso Blaine.

Su mente había emprendido una carrera alocada, a la busca de una salida de aquella situación, ya que no estaba dispuesto a volver atrás. No importaba lo que sucediera, él jamás volvería vivo con Freddy. Sintió removerse en su cerebro la cosa Color de Rosa.

—¡No! — gritó Blaine —. ¡No!

Pero ya era demasiado tarde. El Color de Rosa había salido de su escondrijo y rellenado todo su cerebro, siendo todavía él mismo, más algo, además, por añadidura. Era dos cosas al mismo tiempo, era lo más confuso y lo más extraño de cuanto había experimentado hasta ahora en su vida.

La habitación se hizo silenciosa de nuevo, excepto el sonar rítmico del reloj de pared. Pero lo sorprendente era que el reloj dejó también de funcionar; se oía el zumbido de su maquinaria, pero sin el ritmo preciso del correr del tiempo. Blaine se lanzó hacia delante y Freddy no se movió. Continuaba en el mismo sitio, con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta.

Dio el paso siguiente, y Freddy apenas se movió del lugar que ocupaba. Tenía los ojos abiertos por completo, sin parpadear. Pero el rostro comenzó a retorcérsele en un lento y torturante retorcimiento y la mano del bolsillo se movió también; pero de una forma tan lenta, que apenas podía distinguirse, como si la mano y el arma que oprimía se despertaran de un profundo sueño.

Otro paso más y Blaine casi se hallaba sobre Bates, con el puño lanzado a la cabeza de su enemigo como un martillo pilón. La mandíbula de Freddy colgó de la boca y los párpados se le cerraron. Y el puño de Blaine explotó sobre la mandíbula de su enemigo. Blaine le dio en el punto preciso en que quería golpearle, con toda su fuerza concentrada en aquel mazazo. Sintió el impacto en sus propios nudillos y el dolor en la muñeca. Freddy apenas se había movido, ni siquiera parecía que hubiese tratado de defenderse.

Freddy cayó; pero no como podía caer cualquier cuerpo en su caso. Caía lenta, deliberadamente, como el árbol a quien acaban de serrarle la última brizna de madera en el corte final. En un movimiento retardado, cayó pesadamente sobre el suelo de la cocina y entonces saco con lentitud extrema la mano del bolsillo, apareciendo en ella la pistola que empuñaba. El arma se le escapó de los dedos y se deslizó por el brillante pavimento.

Blaine se amagó para recogerla. Al levantarse, tuvo que mirar el extraño comportamiento del reloj. Continuaba el zumbido de su maquinaria, pero las manecillas estaban detenidas, sin tiempo alguno, como si la máquina se hubiera vuelto loca.

Algo de extraño ocurría con el tiempo. La manecilla del reloj de marcar los segundos y la reacción de tiempo retardado de Freddy, lo demostraban.

El tiempo se había acortado.

Y aquello debía ser imposible.

El tiempo no se acorta, el tiempo es una constante universal. Pero si el tiempo, de alguna forma, se había acortado, ¿por qué él, Blaine, no era también un partícipe de tal fenómeno misterioso?

A menos que…

Por supuesto, a menos que el tiempo no hubiese permanecido en la forma que se había mostrado y para él hubiese acelerado de tal forma que Freddy no hubiera tenido tiempo para actuar, capacidad para defenderse a sí mismo, ni de haber podido sacar la pistola fuera del bolsillo.

Blaine miró la pistola que acababa de recoger: un arma temible y mortal. Freddy no había hecho el tonto, ni tampoco el Anzuelo. Nadie pone una pistola como aquélla en manos de un individuo que sabe cómo usarla, y prepara una comedia rellena de ligereza y cortesía inútilmente. Blaine se volvió nuevamente sobre Freddy, que continuaba tirado por el suelo y, en apariencia, totalmente ausente. Sin duda alguna, transcurriría bastante tiempo hasta que Freddy recobrase el conocimiento. Blaine se puso la pistola en el bolsillo y se volvió hacia la puerta, y mientras lo hacía, echó un vistazo al reloj de pared de la cocina. La manecilla apenas se había movido de la última posición en que la vio. Alcanzó la puerta, la abrió y se volvió para echar el último vistazo al interior de la cocina.

La habitación seguía tan reluciente con sus cromados brillantes y nuevos. La única cosa que contenía era el cuerpo inconsciente de Freddy Bates tumbado en el suelo, como un muñeco descoyuntado. Blaine salió al exterior y se dirigió de prisa por la cornisa volada sobre el acantilado, hasta la escalera de piedra, incrustada en la pared rocosa, que descendía serpenteando hasta la base, en un largo recorrido. La luz de una de las ventanas brilló unos instantes sobre la ruda faz de un hombre que se dirigía hacia él, en el que se notaban los gestos de una tremenda sorpresa, como si fueran unas facciones talladas en piedra.

—Lo siento, muchacho — dijo Blaine.

Y disparó el brazo derecho, con la mano abierta, que cogió de plano la cara del individuo. El hombre comenzó a recular lentamente, paso tras paso, hasta caer limpiamente al suelo de espaldas.

Blaine no esperó a ver el efecto. Se lanzó en una loca carrera, escaleras abajo. Más allá de las oscuras filas de vehículos aparcados se veía un coche solitario con las luces de cola encendidas y el motor en marcha. «Será el coche de Harriet», se dijo Blaine para sí. Pero estaba enfilando la dirección equivocada, no hacia abajo, hacia la boca del cañón, sino hacia el interior del mismo, y por aquella parte el camino quedaba a más de dos millas más lejos.

Alcanzó por fin el fondo de la escalera y corrió entre los coches aparcados en busca de su amiga. Harriet le esperaba en el asiento del volante, con la puerta abierta. Blaine se deslizó en el asiento correspondiente.

Se sintió atacado por un terrible cansancio, como si le dolieran todos los huesos de su cuerpo y hubiera tenido que correr una enorme distancia. Se dio cuenta que le temblaban las manos.

Harriet se volvió para mirarle.

—No has tardado mucho — dijo la chica.

—No, procuré darme prisa.

Harriet puso en marcha el vehículo y empezó a flotar sobre el camino, con sus reactores zumbando, en medio de ambas laderas del cañón rocoso, cuya corriente de aire hacía que el coche se inclinase a un lado y a otro.

—Espero — dijo Blaine — que sepas a dónde nos dirigimos.

—No te preocupes. Lo sé.

Blaine se sentía demasiado cansado para discutir. Parecía estar bajo los efectos de una enorme paliza. Y tenía razón de sentirse así, seguramente, ya que se había movido diez veces, quizá cien veces, más rápido de lo que normalmente lo habría hecho, de lo que un cuerpo humano puede normalmente alcanzar a moverse. Había estado usando la energía de su organismo a una escala desesperada, su corazón había latido mucho más rápidamente, sus pulmones habían trabajado al máximo e igualmente todos sus músculos habían funcionado a una velocidad increíble, espantosa.

Yacía quieto en el asiento, con la mente absorta ante lo que había ocurrido e imaginando también cuál sería la causa de lo ocurrido. La cosa Color de Rosa se había desvanecido de su cerebro y entonces procuró buscarla y hallarla, agazapado en su escondrijo.

—Gracias — le dijo mentalmente.

Aunque parecía una cosa chistosa y divertida que tuviese que agradecer a aquella cosa, que ya forma parte de su mismo ser, que se refugiaba en su cráneo, que se escondía en un escondite de su cerebro, no pudo por menos de realizarlo. Y con todo no era realmente algo que formase parte de él mismo, sino más bien algo fugitivo que le acompañaba mezclándose con su propia mente.

El coche volaba sobre el cañón y el aire entraba por las ventanillas frío y puro, como si acabase de ser lavado en la corriente de alguna montaña. El olor a pinos saturaba la atmósfera como un fino y delicado perfume.

«Quizás — se dijo a sí mismo — la cosa que llevaba dentro de sí habría actuado en la forma en que lo había hecho, sin el pensamiento concreto de prestarle ayuda. Más bien pudo ser un reflejo automático, para preservarse a sí misma, con aquella acción».

Pero no importaba lo que hubiera ocurrido, el hecho es que se había salvado a sí misma y le había salvado a él, ya que los dos formaban una sola persona por el momento. No podrían, por tanto, actuar independientemente el uno del otro. Se hallaban ligados íntimamente por el juego de manos de la misteriosa cosa Color de Rosa, extendida por el suelo en aquel lejano planeta, por el doble de la cosa que había venido a vivir con él, ya que la cosa encerrada dentro de su mente era como un sombra de la otra que vivía a cinco mil años-luz de distancia.

—¿Encontraste dificultades? — preguntó Harriet.

—Me encontré con Freddy.

—Freddy Bates, quieres decir…

—Sólo hay un Freddy.

—Ya, el pequeño monicaco.

—Pues sí, tu pequeño monicaco llevaba una pistola en el bolsillo y la sangre en los ojos.

—No querrás decir…

—Harriet — dijo Blaine —, esto es algo que se pondrá muy feo. ¿Por qué no me dejas a mí solo continuar?

—No, por nada del mundo — repuso la chica —. Nunca me he divertido tanto en mi vida.

—No vas a ninguna parte. No tendrás mucho camino que recorrer.

—Shep — le repuso Harriet —, puede que no pienses que ello me corresponde, pero yo pertenezco a una clase de intelectuales. He leído muchísimo y me gusta la historia sobre cualquier otra disciplina. La historia de las batallas sangrientas. Especialmente si hay muchos mapas de campaña que seguir.

—¿Ah, sí?

—Por tanto, he descubierto una cosa. Que siempre es una excelente idea el disponer de una línea de retirada, llegado el caso.

—Pero no continuando por este camino.

—Sí, siguiendo este camino — repuso ella.

Blaine volvió la cabeza para observar el perfil de la chica, y apreció algo que antes no había descubierto en ella. No era la periodista que se va de las manos, ni la charlatana columnista de un periódico, ni la mojigata escritora de cualquier revista de color de rosa, sino una de las pocas escritoras de talento, capaz de obtener cualquier información del propio Anzuelo, para uno de los mayores periódicos de toda Norteamérica. Y con todo, era tan chic como una modelo de última moda. Chic, sin ser cursi, en absoluto, y con un cierto aire de quieta seguridad en sí misma, que en otra mujer hubiera supuesto arrogancia. No habría nada, Blaine estuvo seguro, que pudiera ser conocido del Anzuelo, que ella no lo supiera igualmente. Ella solía escribir con un punto de vista de extraña objetividad, casi podría decirse que separada y al margen de todo; pero aun en tan rara atmósfera periodística, ella sabía inyectar a sus escritos una suave pincelada de ternura y de calor humanos.

Y frente a todo aquello, ¿qué sería lo que Harriet estaba haciendo allí?

Ella era una amiga, desde luego. Blaine la conocía desde hacía años, casi desde el primer momento en que llegó al Anzuelo y fueron a cenar juntos a aquel lugar en que una pobre mujer ciega todavía vendía rosas. Blaine le había comprado una rosa y, hallándose lejos de casa y a solas con él, había gritado un poco. «Pero — se dijo para sí — Harriet no habría vuelto, seguramente, a gritar desde entonces».

Extraño, sin duda; pero todo resultaba extraño. El Anzuelo, por sí mismo, resultaba una moderna pesadilla, que los otros mundos lejanos, en el período de un siglo, no habían acabado de aceptar completamente.

Blaine imaginó qué habría ocurrido, en todo aquel siglo ya pasado, en que los hombres de ciencia habían renunciado, cuando habían admitido que el Hombre no estaba hecho para el espacio. Y todos aquellos años muertos, todos aquellos sueños fracasados, hasta llegar a la aceptación de un amargo fin sobre el reducido espacio de un planeta. Por entonces, todos los dioses habían caído por tierra y el Hombre, en su mente secreta, había conocido que, después de tantos años de anhelos, sólo había conseguido unos cuantos artilugios y dispositivos. La esperanza cayó en tiempos difíciles y duros y los sueños habían disminuido, mientras que la realidad apretaba su garra; pero la llamada del espacio había rehusado morir del todo.

Porque existía un grupo de hombres tenaces que acabó tomando otro camino, un camino que el hombre había perdido o abandonado, según se quisiera entender, hacía muchos años, y que desde tal época había mirado con desprecio o condenado, con el nombre de lo mágico.

Lo mágico era una cosa para niños, se encontraba en los cuentos de las viejas y era algo más bien propio de la literatura infantil, y que en el mundo agrio y duro del camino que el hombre había seguido resultaba intolerable. Creer en lo mágico suponía encontrarse descartado y despreciado por los demás.

Pero aquel grupo de hombres tenaces y testarudos había creído en la magia, o al menos, en los principios de esa cosa que el mundo llamaba la magia, ya que había que tener en cuenta el significado de lo que se había ido construyendo sobre la palabra. Más bien era un principio tan verdadero, como los principios sobre los cuales descansan las ciencias físicas, pero, en tal caso, más que una ciencia física, era una ciencia mental, y ello concernía al uso y a la extensión de la mente, en vez de lo que pudiera tener relación con el uso y la extensión de las manos. Y como consecuencia de aquella testarudez, de aquella creencia y de aquella fé, había surgido el Anzuelo, y había adoptado el nombre de Anzuelo, porque era una búsqueda de lo exterior, una pesca en el espacio, un ir de la mente, donde el cuerpo no podía ir.

Delante del coche apareció una curva suave hacia la derecha y después otra hacia la izquierda, hasta llegar a un lugar en que la carretera terminaba, finalmente. Harriet dirigió el coche fuera del camino y apuntó hacia el lecho rocoso de una corriente que corría a lo largo de una de las paredes del cañón. Los reactores del coche tronaban y mugían y los motores trabajaban a pleno rendimiento. Muchas ramas de árboles saltaban al paso, rotas por el empuje, haciendo que el coche se volcara de costado y se balanceara hasta recobrar en seguida su posición correcta.

—No se está aquí demasiado mal — dijo Harriet —. Hay uno o dos lugares para ir más tarde.

—¿Es ésta la línea de retirada a que te referías antes?

—Exactamente, Shep.

Pero ¿para qué necesitaría Harriet Quimby una línea de retirada. Estuvo Blaine casi a punto de preguntárselo; pero decidió no hacerlo al fin.

La chica continuó conduciendo con precaución viajando en el lecho seco del arroyo y colgada próxima a la pared rocosa del cañón que bajaba cada vez más hasta perderse en la oscuridad. Muchos pájaros saltaban asustados de los árboles próximos y de los matorrales y el ramaje rozaba contra el coche gimiendo ante la tortura que la máquina les infligía.

Las luces delanteras mostraron una aguda plegadura del terreno, con una roca del tamaño de un granero, encerrada en la pared rocosa. El coche disminuyó de velocidad y se metió de morro entre la roca y la pared, se cernió unos segundos de la parte trasera, hasta tomar tierra suavemente en el espacio deseado.

Harriet cerró los reactores del coche y el silencio más absoluto cayó sobre ellos, en aquel lugar y en aquella hora de la madrugada.

—¿Tenemos que caminar desde aquí? — preguntó Blaine.

—No, solamente esperaremos un poco. Vendrán a cazarnos por todos los medios y, si oyen los reactores, conocerán el camino que hemos emprendido.

—¿Vas a llegar hasta el final?

—Hasta el final.

—¿Has hecho ya este camino antes?

—Muchas veces — repuso la chica —. Porque sabía que si llegaba el momento de utilizarlo, habría de hacerlo rápidamente. No hay tiempo para suposiciones ni dudas. Tenía que conocer bien el sendero a seguir.

—Pero ¿por qué, en nombre de Dios?

—Mira, Shep. Estás metido en un grave aprieto. Te he sacado de él. ¿Deberemos continuar juntos?

—Si ése es el camino que prefieres, seguro que sí. Pero creo que estás jugándote el cuello y creo que no hay necesidad de lo que hagas por mí.

—Ya me lo he jugado en otras ocasiones antes. Una buena periodista tiene que estar dispuesta a jugárselo, cuando llega la ocasión propicia.

«Aquello era cierto — se dijo Blaine a sí mismo —, pero no hasta tal extremo». Existía un gran número de periodistas en el Anzuelo y él había incluso bebido con ellos más de una vez. Había entre ellos algunos a los cuales podía considerar como amigos; pero, con todo, ninguno entre ellos, ninguno excepto Harriet, haría lo que ella estaba haciendo.

El periodismo por sí mismo no era la respuesta. Ni la amistad tampoco debería serlo. Debía ser algo más que una cosa y la otra, quizá algo mucho más importante que ambas cosas juntas.

La respuesta podía ser que Harriet no era solamente una periodista. Ella tenía que ser algo más y debería existir otro interés mucho más fuerte, que la empujase a realizar aquello.

—En alguna de las otras ocasiones, te jugaste el cuello también, ¿lo hiciste por Stone?

—No — repuso la chica —. Sólo he oído hablar de él.

Se quedaron sentados en el coche, escuchando, y allá abajo, en la lejanía, se apreciaba un sordo ruido de reactores. El ruido aumentó súbitamente camino arriba y Blaine trató de contarlos. Le pareció que eran tres, aunque no pudo estar seguro. Los coches se aproximaron en su ronda de vigilancia y se detuvieron. Unos hombres salieron y anduvieron buscando entre los matorrales. Se llamaron los, unos a los otros. Harriet puso su mano sobre el brazo de Blaine y comenzaron a hablar telepáticamente.

—Shep, ¿qué hiciste con Freddy? (Una imagen con una, cabeza de un hombre muerto en una horrible mueca.)

—Lo dejé tumbado de un puñetazo, eso fue todo.

—¿Y tenía una pistola?

—Sí, se la quité.

(Freddy encerrado en un ataúd can una apretada sonrisa en su pálida faz y un horrible ramo de lilas entre sus manos entrelazadas.)

—No. Nada de eso. (Freddy con un ojo a la vinagreta, la nariz chorreando sangre y varios esparadrapos atravesándole la faz amoratada.)

Y la pareja continuó sentada, escuchando.

Los gritos de aquellos hombres se fueron apagando y los coches emprendieron nuevamente el camino de regreso.

—¿Ahora?

—Esperaremos — dijo Harriet telepáticamente —. Vinieron tres y sólo han vuelto dos coches. Todavía hay uno esperando (una hilera de orejas enormes en batería dispuestas a captar cualquier sonido). Están seguros de que hemos seguido este camino, aunque no saben dónde nos encontramos. Se figurarán que nosotros hemos confiado en que han vuelto, para traicionarnos a nosotros mismos.

Y siguieron esperando. En alguna parte, entre el ramaje y los arbustos, se movió algo y un pájaro asustado por el explorador nocturno protestó adormecido.

—Hay un lugar — dijo Harriet —. Un lugar en que te hallarás a salvo. Si es que quieres ir allí.

—Cualquier sitio. No tengo opción a elegir.

—¿Sabes cómo se vive en el exterior?

—He oído hablar de ello.

—Tienen puestos letreros en los pueblos y en algunas ciudades (una pizarra con las palabras: ¡PARAKINO: NO DEJES QUE EL SOL TE ALUMBRE AQUÍ! Son gentes cargadas de prejuicios y de intolerancia, y además hay predicadores de los antiguos tiempos, barbudos, tronando en los púlpitos, hombres vestidos con camisones de dormir, con máscaras sobre sus rostros y con una cuerda y un látigo en la mano, gentes asustadas amparándose bajo el símbolo de un zarzal. Harriet dijo en un susurro vocal:

—Es una sucia y apestosa vergüenza.

Abajo, en el camino, el último coche arrancó. La pareja escuchó cómo se alejaban.

—Se marcharon, por fin — dijo Harriet —, aunque han podido dejar un hombre apostado todavía; ahora tendremos nuestra oportunidad, no obstante.

Puso el motor en marcha y arrancó los reactores. Con las luces apagadas, el coche se dirigió hacia el lecho rocoso del torrente, moviéndose entre una enorme masa de matorrales. Subieron a la parte izquierda esta vez y de pronto apuntó el morro hacia arriba para pasar entre un fallo de la cresta del cañón y saltar al otro lado. Harriet conducía hábilmente. Saltaron, en lo que pareció una eternidad, recibiendo el aire frío en plena cara. Finalmente el coche flotó libre en el espacio, recibiendo un torrente de luz de la luna, que se escondía por el oeste. Harriet condujo un trecho y después hizo descender el vehículo descansando en medio de una planicie, sin estorbo alguno, en ningún sentido. La chica detuvo los motores y se retrepó en el asiento.

Blaine sacó un paquete de cigarrillos, del que sólo había uno disponible, hallándose por cierto terriblemente arrugado. Lo alisó cuidadosamente y lo encendió. Entonces salieron, paseando lentamente alrededor del vehículo, y puso el cigarrillo entre los labios de Harriet. La chica tomó una profunda chupada, con verdadero placer.

—La frontera se encuentra justamente frente a nosotros — dijo ella —. Tomarás ahora el volante. Es cuestión de Otras cincuenta millas a través del territorio; pero es un camino fácil. Hay una pequeña ciudad, en donde nos detendremos para desayunar.

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