Nadie puede ver una mente pensante. Pero el Color de Rosa la vio o la sintió, o al menos conoció que la mente estaba allí presente.
Y para Sheperd Blaine no hubo sorpresa ni extrañeza alguna. Le pareció, en cierto modo, como si aquél fuese su propio hogar, ya que aquella fantástica estancia, con su suelo brillante azul y sus maravillosos ornamentos le resultaron mucho más familiares que la primera vez.
—Bien — dijo mentalmente el Color de Rosa, mirando a la mente de Blaine de arriba a abajo —. ¡Hacéis una bonita pareja!
Y así era, en realidad, aunque la parte de mente que todavía quedaba de Sheperd Blaine, él, o al menos una parte de él quizá tanto como la mitad de su yo, había llegado al hogar del Color de Rosa, indudablemente. Ya que Blaine, en cualquier porcentaje todavía no bien determinado, quizá imposible de determinar, era una parte de aquella criatura de otro mundo, con la que se estaba encarando.
—¿Y cómo has conseguido venir? — le preguntó el Color de Rosa como si lo ignorase, y en el tono más afable.
—Hay especialmente una cosa — dijo Blaine, dándose prisa contra el tiempo, para no hallarse forzado a marcharse de allí, acabado el tiempo disponible, según el mecanismo anterior de su primer viaje —. Hay especialmente una cosa. Tú nos has hecho como un espejo. Espantamos a la gente.
—¡Vaya, por supuesto! — le repuso el Color de Rosa —. Es la única forma de hacerlo. En un planeta extraño, tú necesitas cierta protección… No desearás que otras inteligencias estén atisbando a tu alrededor. Así espantarás su búsqueda. Aquí, en el hogar, naturalmente, no hay necesidad alguna de tal protección…
— Pero, no comprendo — protestó Blaine —. Ello no nos protege. Al contrario, atrae la atención hacia nosotros. Casi han estado a punto de matarnos.
—No hay tal cosa — le dijo la extraña criatura a Blaine —. No hay tal cosa de matar a nadie. No hay tal cosa que sea la muerte. Aunque quizá yo esté equivocado. Me parece que hubo un planeta, hace ya mucho tiempo…
Y a Blaine le pareció casi oír la fabulosa memoria del Color de Rosa trabajar a velocidades increíbles, captando tales recuerdos.
—Sí — continuó —, hubo un planeta. Había varios más con él. Y era una vergüenza. Yo no puedo entenderlo bien. No tiene sentido alguno.
—Puedo asegurarte — le dijo Blaine — que en mi planeta existe la muerte por todas partes. Por la cosa más sencilla…
—¿Por cualquier cosa?
—Bien, no puedo estar seguro. Quizás…
— Ya ves — dijo el Color de Rosa —. Aun en tu planeta no es universal.
—No lo sé — dijo Blaine —. Me parece que recuerdo que hay cosas mortales.
—Cosas normales, querrás decir.
—La muerte, como propósito — continuó Blaine —. La muerte es un proceso, una función que ha causado la evolución y el desarrollo de las especies, y la diferenciación de tales especies sobre mi planeta. Ello significa el término. Es como algo que borra todas las equivocaciones, disipa todos los errores, para dar lugar a nuevos comienzos…
El Color de Rosa pareció adoptar mayor atención. Blaine podía oír el fabuloso mecanismo de su gigantesca mente, buscando ideas nuevas, argumentos quizás.
—Puede ser así —dijo—, pero eso es muy primitivo. Eso vuelve hacia el origen lejano de la vida, hasta el barro. Hay mejores caminos conocidos. Existe un punto de mejoramiento, donde no es precisa esa evolución de que estás hablando. Pero, antes de nada, ¿estás satisfecho? — preguntó.
—¿Satisfecho?
—Bien, tú eres una cosa mejorada en ti mismo. Una cosa que se ha expandido. Tú eres parte de mí y parte de ti mismo.
—Y tú participas también de mí mismo.
El Color de Rosa pareció sonreír.
—Pero existe precisamente la pareja formada por ti mismo y por mi, y yo soy tantas cosas, que no puedo empezar a contártelo. He hecho muchas visitas, he recogido muchísimas cosas, incluyendo diversas mentes, y algunas de ellas, no me importa decírtelo, fueron fuertemente enriquecidas con el cambio. Pero para que sepas también, a pesar de cuantas visitas he hecho, casi nadie ha venido a visitarme a mí. No puedo decirte cuánto aprecio esta visita tuya. Hubo un ser una vez, que vino a visitarme y lo hizo con frecuencia; pero hace ya tanto tiempo que resulta difícil recordarlo. Y a propósito, ¿tú mides el tiempo, no es cierto? El tiempo superficial, quiero decir.
Blaine le dijo cómo los humanos se servían para medir el tiempo.
—Humm, veamos — dijo la criatura, haciendo un cálculo rápido —, eso hará unos diez mil años de vuestro tiempo.
—¿Que esa criatura vino a visitarte?
—Exactamente — repuso el Color de Rosa —. Y tú eres la primera que has venido, desde entonces. Y tú has venido a visitarme. No tuviste que esperar a que yo te visitara. Y tenías aquella máquina…
—¿Cómo vine? — preguntó Blaine —. Tenías que haberme preguntado acerca de la forma de contar nuestro tiempo. Tú lo tienes todo. Has intercambiado la mente conmigo. Tú tienes todas las cosas que conozco.
—Desde luego — repuso el Color de Rosa —. Claro que lo tenía. Pero no puedo removerlo todo. No me creerías si te dijese cuan alborotado me encuentro.
«Aquello tenía que ser cierto», pensó Blaine. Aun tratándose de una mente extranormal y gigantesca, debería hallarse profundamente alborotada. Blaine imaginó, si…
—Sí, claro está — continuó el Color de Rosa —. Has venido pasando a través del tiempo. Eso se lleva algún esfuerzo. Tú eres el resumen de dos mentes, pero una sola mente. Y viajáis juntas. Formáis como un equipo. Te gusta el procedimiento, ¿verdad?—Pero es algo duro este asunto del espejo.
—No me inclino a creer que te cause preocupaciones — dijo el Color de Rosa —. Yo sólo hago lo que mejor puedo. Y por tanto, también puedo cometer errores. Lo arreglaré. Quitaré el espejo, lo cancelaré, anulándolo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo — repuso Blaine.
—Sentado aquí — dijo la criatura — voy a visitar, sin moverme de este sitio, cualquier lugar que desee, y te sorprenderías de saber que pocas mentes encuentro que se merezcan un intercambio.
—Pero, en diez mil años, habrás recogido muchas de ellas, no obstante.
—Diez mil años — dijo la extraña criatura —. Diez mil años, amigo mío, es sólo hablar de ayer mismo…
Y pareció ocuparse de volver hacia atrás, muy hacia atrás, buscando, sin que pareciese hallar el comienzo, hasta que finalmente renunció.
—Y hay tan pocos — se quejó el Color de Rosa — que pueden manejarse con una segunda mente… Tengo que tener mucho cuidado con ellos. Hay una porción de ellos que se creen poseídos. Muchos de ellos se volverían locos si yo me intercambiara con ellos. Tú quizás puedas comprenderlo.
—Cuanto antes, mejor.
—Ven — dijo el Color de Rosa —. Siéntate aquí junto a mí.
—Pero — explicó Blaine — apenas si estoy en condiciones de sentarme en ningún sitio…
—Oh, sí, ya veo. Tenía que haber pensado en ello. Bien, entonces, acércate más a mí. Has venido para una visita, ¿no es cierto?
—Naturalmente — dijo Blaine no sabiendo qué decir.
—Entonces — dijo la criatura — vamos a empezar la visita.
—Ciertamente — dijo Blaine, moviéndose de algún modo, más cerca de ella.
—Y ahora, ¿por dónde empezamos? — dijo el Color de Rosa —. Hay tantos lugares, tantos tiempos y tan diferentes criaturas… Eso siempre es un problema. Supongo que llega, porque de un deseo ea curiosidad intelectual se produce un método de la mente. Este deseo persiste en mí como, una enfermedad, como si yo pudiera ponerlo todo juntamente y pudiese llegar a un significado de conjunto. No te importará que te cuente algo sobre esas extrañas criaturas que habitan casi en los bordes de la Galaxia…
—En absoluto — dijo Blaine.
—Son más bien algo extraordinario — dijo el Color de Rosa — en cuanto no han desarrollado sus máquinas, como en tu planeta se ha hecho; pero que se han convertido, de hecho, en máquinas ellas mismas…
Y sentado allí en el brillante recinto azul, con las lejanas estrellas brillando sobre sus cabezas, con el lejano sonido del viento zumbando en el desierto, que llegaba como un murmullo en la estancia, la cosa Color de Rosa habló, no sólo de entidades-máquinas, sino de muchas otras criaturas distintas. Se refirió a las tribus de insectos que apilaban por todas partes, durante siglos sin fin, colosales reservas de alimentos, del que no tenían la menor necesidad, esclavos de una ciega manía económica. Habló también de la raza que hacía de sus formas de arte la base de una fantástica religión. Se refirió a los puestos de escucha, pertrechados por guarniciones de un imperio galáctico, que había sido olvidado desde hacía muchísimo tiempo por todos, menos por las propias guarniciones. Del fantástico y complicado arreglo sexual que tenía que hacer otra raza de seres, encarados con una procreación masiva. De planetas que nunca habían conocido la vida; pero que rodaban a lo largo de sus órbitas, tan desnudos, tan en bruto y tan silenciosamente como el primer día en que fueron formados. Y de otros planetas, que eran como una olla hirviente de vida, una gigantesca caldera de reacciones químicas, que sólo al pensarlo se empequeñecía la mente, y cómo de tales reacciones surgía una sensible y estable sustancia que era vida en un momento y fracasaba como vida al instante siguiente.
El Color de Rosa habló de todo aquello y de mucho más.
Blaine, escuchando, se dio cuenta de la verdadera y fantástica envergadura de aquel ser viviente con el que se había mezclado mentalmente, una cosa aparentemente inmortal, que no tenía memoria de su comienzo, ni concepto de lo que era el fin, una criatura con una poderosa mente que había explorado durante millones y millones de años, millones de estrellas y planetas, situados a millones de años-luz en la Galaxia y en otras galaxias de las proximidades, una mente que había reunido una gigantesca e incalculable información, como en un archivo sin dimensiones, pero una información que podía ser utilizada al punto, en el instante requerido. Una criatura, en fin, que podía sentarse bajo el sol de su sistema, en aquel punto del Universo y expandir sus hilos invisibles como ondas excéntricas y captar todo cuanto deseara ver y saber.
«Por lo que respectaba a la raza humana, pensó Blaine, allí se hallaba sentada una enciclopedia viviente del conocimiento galáctico, un atlas cósmico que reunía millones y millones de mapas y esquemas estelares por incontables años-luz de distancia en el Cosmos. Allí se hallaba lo que las criaturas que formaban las tribus del Hombre necesitaban para su grandeza. Allí estaba un capital incalculable en su riqueza, que habría repartido magníficos dividendos de interés vital a la raza humana, dividendos de una entidad que parecía vivir sin emociones, aparte un cierto sentido de la amistad, una entidad que quizás, en años de observación calmosa y tranquila, habría tenido todas las emociones posibles, hasta dejarlas perder como el humo, entidad que no había usado nada de lo ganado; pero que lo conservaba todo. Ya que en sus infinitas observaciones, como ventana abierta a todo el saber galáctico, había ganado una increíble tolerancia y un infinito conocimiento, no de su propia naturaleza, ni de la naturaleza humana, sino de todas las criaturas, un conocimiento y una comprensión de la vida en sí misma, de sensibilidad y de inteligencia. Y la simpatía por todos los motivos y todas las éticas, y de todas las ambiciones, sin importar qué distorsionadas pudieran aparecer a la vista de otras formas de vida distintas.»
Y todo aquello, o parte de aquello, se hallaba también almacenado en la mente de un solo hombre de la Tierra, un Sheperd Blaine, si era capaz de separar, clasificar, remover en ello y ponerlo en debido orden para su adecuada utilización. Escuchando, Blaine perdió todo sentido del tiempo, perdió toda noción de lo que había sido, de dónde estaba o por qué se hallaba allí, escuchando como un niño las estupendas y maravillosas narraciones de un anciano marinero, de una lejana y desconocida tierra.
La estancia se le hizo familiar y el Color de Rosa un amigo, las estrellas dejaron de ser extrañas, y el lejano aullido del viento en el desierto se convirtió en una canción agradable al oído, que siempre le hubiera gustado escuchar.
Pasó bastante tiempo hasta darse cuenta de que sólo escuchaba el viento, y de que los relatos de otros mundos ya habían cesado.
Se conmovió, casi somnoliento, y el Color de Rosa le dijo:
—Ésta ha sido una visita deliciosa para ambos. Creo que ha sido la mejor que jamás haya tenido.
—Hay una cosa todavía — dijo Blaine —. Una pregunta…
—Si es lo de la protección — le interrumpió el Color de Rosa — no tienes que preocuparte. No hay nada ahora que pueda traicionarte.
—No me refería a eso — dijo Blaine —. Me refería al tiempo. Yo… quiero decir, nosotros dos… tenemos cierto control sobre el tiempo. Por dos veces me ha salvado la vida.
—Ahí lo tienes — dijo el Color de Rosa —. El conocimiento está en tu mente. Sólo tienes que hallarlo.
—Pero el tiempo…
—El tiempo — dijo la criatura — es la cosa más simple que hay. Yo te diré…