IV

Blaine pasó a lo largo de la enorme y ornamentada entrada que daba a la gran plaza, donde en circunstancias ordinarias se habría detenido para tomarse unos cuantos tragos, en aquella interesante parte del día. Las lámparas callejeras aparecían como suaves globos de luz y los árboles murmuraban contra la brisa del crepúsculo. Los paseantes, sobre las aceras, daban la impresión de sombras escurridizas y los coches se deslizaban rápidos con una prisa sin respiro; pero sin ruido, muy quietamente. Sobre todo aquello parecía suspenderse la magia de una noche de otoño.

Blaine se dirigió hacia el aparcamiento de coches.

«Concédeme diez minutos más», se dijo a sí mismo, como si fuese una plegaria. Con aquel lapso de tiempo de diez minutos, existían una docena de sitios en donde podría esconderse para ganar un espacio de respiro, pensar y hacer planes. De todos modos, sin coche a la mano, no había planes posibles. Y habría tenido esos diez minutos, sencillamente, con la suerte de no encontrarse a nadie que hubiera podido reconocerle.

Sintió el terror surgir como un hervidero de espuma en su cerebro. No era su terror, no era un terror humano. Era algo negro y abismal, un terror aullante, cuyas garras le desgarraban la mente, y cuyo origen estaba en una mente que no podía ocultar por más tiempo los horrores de un planeta extraño; que no podía seguir ocultando dentro del suyo, un cerebro extraño igualmente; y que le había puesto en una situación insoportable. Blaine luchó contra aquel terror espantoso, apretando los dientes, sabiendo con una ráfaga intuitiva, que no era él, Sheperd Blaine, el que se hallaba presa de semejante terror, sino aquel otro, aquel espía de su cerebro. Y se dio cuenta, al pensar en ello, que apenas podría separar a los dos; y que se hallaban inexorablemente atados, ligados para encararse con un mismo y común destino.

Comenzó a correr materialmente; pero hizo un enorme esfuerzo para detenerse, ya que no necesitaba correr; lo único inteligente y sabio que precisaba, era no atraer la atención de nadie sobre sí mismo. En un vaivén sobre la acera, se golpeó contra el tronco de un árbol imponente, al que se abrazó por un instante, como si el contacto físico de algo terrestre pudiera proporcionarle alguna fuerza. Se quedó un instante junto al árbol, apoyado contra él. Sin nada más, el terror comenzó a alejarse lentamente de su ser, como si por algún proceso interno se volviese a esconder, misericordiosamente, en su refugio de nuevo.

—Así está bien — le dijo a la cosa —. Permanece donde estás rectamente. No te preocupes más. Déjame a mí resolver todas las cosas. Yo sabré hacerlo.

Aquello había tratado de escaparse, había tratado de liberarse del lugar que ocupaba y habiendo fallado, ahora se volvía hacia el escondrijo seguro en que había permanecido en el rincón más íntimo de su cerebro.

«No más que esto», pensó Blaine. «No puedo permitir otro como éste.» Si aquello aumentaba, si llegaba otro, no podría luchar contra el invisible aliado o enemigo que rebullía en su mente, no podría estar en condiciones de luchar contra aquel terror cósmico. Entonces, sería el fin para Blaine.

Se apartó del árbol permaneciendo erecto y rígido a su lado, forzándose a sí mismo a permanecer entero contra la debilidad que le invadía y le había convertido en un pelele con piernas de goma. Sintió la helada sensación de un sudor frío que le brotaba por todos los poros y se sintió jadear desfallecido como el hombre que acaba de terminar una larga y agotadora carrera. ¿Cómo podría correr y ocultarse? — se dijo a sí mismo —. ¿Cómo huir, escapar, llevando a aquel mono sobre su espalda?» Para él mismo, solo, ya era difícil problema. Pero no podría esperar poder hacerlo, si tenía además que arrastrar a aquel aterrorizado y gimiente ser extraño que portaba dentro de sí. Pero no había forma de deshacerse de aquello, ningún medio que entonces conociera para sacudirse de ello. Estaba prendido, ensartado en común con aquello y tenía que huir, fuera como fuese, por el procedimiento que tuviera a su alcance.

Se alejó del árbol y continuó acera adelante; más despacio aunque con menos seguridad, tratando de regañar algún ánimo, de inyectar alguna fuerza en sus piernas que le temblaban. Unos instantes después, se dio cuenta de que tenía un apetito de cuervo. Se maravilló de no haberse dado cuenta antes ya que, excepto el vaso de leche, no había tomado alimento alguno desde hacía treinta horas. Sólo había permanecido en reposo… un reposo profundo, en un sueño sin alteraciones; pero sin pizca de alimento.

Los coches pasaban rápidamente con el zumbido de sus tubos reactores y el murmullo suave de sus motores nucleares, trabajando en una frecuencia baja de sonido.

Uno de ellos enfiló la curva que había ante él y se detuvo, mientras que una cabeza se asomaba al exterior para saludarle.

—¡Shep! ¡Qué suerte! Esperaba poder encontrarte…

Blaine permaneció quieto un instante, sintiendo otra vez que el terror cósmico extraño a su mente se levantaba de nuevo, teniendo que hacer un terrible esfuerzo para hacerlo volver a su punto de origen. Dominó la voz y luchó por conservarse sereno en apariencia.

—Hola, Freddy — dijo —. Hacía mucho tiempo que no te veía.

Se trataba de Freddy Bates, hombre sin ocupación conocida, aunque se tenía entendido, de una forma vaga, que representaba a algo o a alguien en la ciudad, donde casi todo el mundo era un cabildero, representante o agente secreto.

Freddy abrió la puerta.

—Vamos, entra — dijo —. Iremos a una fiesta.

«Aquello podía ser la solución», pensó Blaine. Sí, aquella fiesta podía ser el principio para ir a donde Blaine se proponía. Era mejor que cualquier otro medio de los que tenía hasta el momento en la cabeza. El Anzuelo, seguramente, no podría pensar en un millón de años, en encontrarle en una fiesta particular. Y, además, una fiesta íntima era el lugar ideal para escurrir el bulto. Habría, como en todas, mucha gente que ni siquiera se fijaría en él y que desde luego no tendría la menor noción de que se hubiese podido marchar en un momento determinado. Y allí habría, en última instancia, algún coche que tuviese la llave de ignición dejada por olvido en su lugar. Y habría alimento en abundancia, ya que por el momento lo que necesitaba era comida.

—Vamos — dijo Freddy nuevamente —. Es una de las fiestas de Charline.

Blaine se deslizó en el interior del coche. La puerta se deslizó suavemente, cerrándose, y Freddy dirigió el coche en el torrente de tráfico de aquella hora.

—Le dije a Charline — continuó Freddy — que una fiesta no podría serlo del todo, a menos que no apareciesen elementos del Anzuelo. Ahora podré llevarle a un personaje del Anzuelo.

—Estás bromeando, Freddy — repuso Blaine —. Yo no soy ningún personaje.

—Excepto que vosotros, los viajeros cósmicos, tenéis maravillosas historias que contar.

—Ya sabes — respondió Blaine — que nosotros jamás contamos nada.

Freddy chasqueó la lengua. —Alto secreto.

—No, estás equivocado, Freddy. Son las normas y las regulaciones propias.

—Sí, por supuesto. Y esa es la razón para que un rumor se convierta en una escalera de fuego. Basta que ocurra cualquier cosa por la tarde, aquí sobre la colina, para que por la noche lo sepan hasta en el último garito de la ciudad.

—Pero, usualmente, no es correcto. —Quizá no lo sea en su verdadera y exacta descripción; pero al menos se sabe en su principio.

Blaine no respondió. Se retrepó en el asiento del coche y volvió la cabeza hacia la ventanilla, mirando cómo pasaban las calles iluminadas, y por encima de éstas los bloques de edificios construidos sobre terrazas, que eran el Anzuelo. Se maravilló ante la visión de aquello, que durante años nunca había dejado de impresionarle íntimamente. Sabía que no era precisamente por su grandeza, ya que habría en el mundo cosas mucho más grandes y enormes sino por su fabulosa significación que caía como una enorme capa sobre la ciudad, cubriéndolo todo. «Allí — pensó Blaine — de hecho, si no nominalmente, estaba la capital de la Tierra. Allí yacía la esperanza y la grandeza del futuro, allí estaba el eslabón humano con otros mundos esparcidos en las enormes profundidades del espacio».

Y él tenía que abandonarlo.

Aunque le resultase increíble, con todo su amor por aquello, toda su devoción y su fé de años, ahora se disponía a huir alocadamente como un conejo empavorecido.

—¿Y qué hacéis todos vosotros con todo ello? — preguntó Freddy.

—¿Todo qué?

—Todos los conocimientos, todos los secretos, todos los conceptos que escudriñáis y obtenéis…

—Pues no sabría explicarlo — repuso Blaine.

—Regimientos de científicos — continuó Freddy — trabajando con entusiasmo. Cuerpos enteros de técnicos, planeando y calculando desde todos los ángulos posibles. ¿A qué distancia del resto de nosotros te encuentras tú, por ejemplo, a un millón de años luz o así?

—Le estás hablando al hombre menos informado. No sé una palabra. Me limito simplemente a realizar mi trabajo. Y si intentas sonsacarme, deberías saber que yo no lo hago.

—Lo siento, chico — dijo Freddy —. Es como una obsesión para mí.

—Para ti y para millones de otras personas. Fastidiar y especular contra el Anzuelo se ha convertido en el pasatiempo mundial.

—Ponte en mi lugar — repuso Freddy vivamente —. Yo me encuentro totalmente al margen, sin tener la menor noción y desde ese puesto puedo fijarme en esa gran monstruosidad, ese dechado humano único, ese proyecto sobrehumano y colosal, no pudiendo por menos de sentir envidia de cualquiera de quienes se encuentran ahí dentro, sintiendo ser un extraño y no pertenecer de algún modo, como si fuera distinto y de una categoría inferior. ¿Te sorprende que el mundo entero aborrezca a el Anzuelo hasta las entrañas?

—¿Lo hacen de veras?—Shep — dijo Freddy solemnemente —. Tendrías que darte una vuelta y abrir los oídos por ahí.

—No tengo ni siento ninguna necesidad particular de hacerlo. Ya oigo lo suficiente sobre ello, sin ir a ninguna parte. Mi pregunta era: ¿la gente odia realmente a el Anzuelo?

—Creo que sí lo hacen — repuso Freddy —. Quizá no lo hagan mucho aquí en la ciudad. Todas las conversaciones en esta ciudad tienen más bien un carácter ponderado Pero márchate fuera, a las provincias. Esas gentes sí que lo odian realmente.

Las calles aparecían con menos luces y más distantes. Se advertían menos edificios de negocios y las residencias de categoría disminuían cada vez más. El tráfico también había disminuido ostensiblemente.

—¿Quién hay en casa de Charline? — preguntó Blaine.

—Oh, ya sabes, la gente de siempre —repuso Freddy—. Además de la fauna corriente. Ella pertenece a una clase de gente medio loca. Sin inhibición alguna y dotada escasamente del sentido de lo social. Puedes tropezarte con casi todos.

—Sí, ya sé.

La cosa comenzó a removerse en el cerebro de Blaine, casi imperceptiblemente.

«Todo va bien — le dijo Blaine mentalmente —. Quédate donde estás y continúa durmiendo. Tenemos que conseguirlo. Estamos sobre el buen camino.»

Freddy sacó el coche del camino principal y siguió una vía secundaria que seguía hacia arriba el curso de un cañón entre dos montañas. El aire se volvió frío. En la oscuridad exterior, podían oírse los árboles moverse al impulso del viento y se apreciaba un fuerte olor a pino. El coche torció una abrupta curva y la casa apareció brillante de luces sobre un banco rocoso. Una casa ultramoderna, colgada de las paredes rocosas del acantilado, construida de los más modernos materiales plásticos, como un nido de golondrinas.

—Bien — dijo Freddy alegremente —. Ya hemos llegado, por fin.

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