XXVI

Un grupo de gente permanecía en la puerta del hotel, atraída por el fuego, que rugía en la soledad de la noche, encendiendo el cielo de púrpura a dos bloques de casas más allá. No prestaron a Blaine la menor atención. No se advertía signo alguno de policía.

—Ya tenemos otro asunto con los enemigos del Anzuelo — decía un hombre a otro — Ahí ves qué mentalidad tienen, durante el día van a comerciar con ellos y por la noche se deslizan en la oscuridad y les prenden fuego a sus instalaciones…

—Te juro por Dios — dijo el otro hombre — que no veo por qué el Anzuelo se resigna a esto. Con lo fácil que les sería…

—Bah, al Anzuelo no le preocupa demasiado — repuso su interlocutor —. Yo estuve cinco años con ellos. Te digo que el sitio ese es fantástico…

«Reporteros de la prensa», se dijo Blaine a sí mismo. Un hotel lleno a rebosar con muchachos de la prensa venidos para presenciar lo que Finn iba a decir al día siguiente. Se fijó en el individuo que decía haber permanecido cinco años en el Anzuelo; pero no le reconoció en absoluto.

Blaine se adentró en el vestíbulo del hotel, que se hallaba vacío en aquel momento Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta para que nadie advirtiese el destrozo de sus nudillos, que llevaba ensangrentados. El hotel era una vieja instalación, tanto en el edificio como en la fornitura, y sin duda aquello no había cambiado desde hacía muchos años Todo estaba concebido al viejo estilo, ya muy pasado de actualidad, y se apreciaba enseguida el desagradable olor de la mucha gente que había pasado allí pocas horas bajo su techo. Unas cuantas personas estaban sentadas aquí o allá, leyendo un periódico o mirando distraídamente a cualquier sitio, con expresión aburrida. Blaine miró al reloj colgado encima de la recepción y marcaba exactamente las 11:30 de la noche. Se dirigió hacia el ascensor y a la escalera situada más allá.

—¡Shep!

Blaine se detuvo y miró.

Un hombre se había levantado vivamente de un sillón de cuero y se dirigía hacia él a través de la amplia habitación. Blaine esperó a que llegara junto a él, pareciéndole que un pequeño insecto le corría por la espina dorsal.

Aquel hombre se fijó en la mano de Blaine, que había sacado al tenderle la suya en un saludo.

—Me he caído — dijo tropezando en la oscuridad.

El hombre le miró nuevamente a la mano.

—Creo que harías mejor en lavártela.

—Eso es lo que intentaba hacer — respondió Blaine.

—¿Me conoces, verdad? — preguntó el individuo — Soy Bob Collins. Te encontré en el Anzuelo hace un par de años, allá en el bar del «Fantasma Rojo».

—Ah, sí — dijo Blaine —. Desde luego que te conozco. Al principio estaba algo confundido ¿Qué tal te encuentras?

—Voy tirando regularmente. Me salí del Anzuelo y después me he dedicado al periodismo.

—¿Has venido por lo de Finn?

Collins aprobó con un gesto de cabeza.

—Y a ti, ¿qué tal te van las cosas?

—Venía a ver a Finn.

—Serás un tipo afortunado si consigues verle Se aloja en el número 210. Tiene en la puerta un buen perro guardián.

—Creo que él querrá verme a mí.

Collins hizo una mueca significativa.

—Creo que tú le has puesto en un aprieto.

—Pues has oído bien.

—No tienes muy buen aspecto — dijo Collins —. No te ofendas; pero si necesitas algún dinero…

Blaine sonrió.

—¿Un trago quizás?

—No, tengo prisa por ver a Finn.

—¿Estás con él?

—N, exactamente.

—Mira, Shep, allá en el Anzuelo éramos buenos camaradas. ¿Puedes decirme lo que sabes? Nada en absoluto, supongo. Haz un buen trabajo en esto y que puedan devolverme al Anzuelo. No hay nada que desee tanto…

Blaine sacudió la cabeza.

—Mira, Shep, hay toda clase de rumores. Ha habido un camión que se salió de la carretera y con el chófer fue a parar al río. Había algo dentro de ese camión, terriblemente importante para Finn. Ha hecho un llamamiento a la prensa, para hacer unas declaraciones sensacionales. Tiene algo que desea que veamos todos nosotros. El rumor se refiere a una máquina estelar. Dime, Shep, ¿tú crees que será cierto eso de la máquina estelar? Nadie está seguro…

—No tengo la menor idea, amigo — repuso Blaine.

Collins se le aproximó más, con la voz en tono de murmullo.

—Esto es algo grande, Shep, si Finn consigue lo que se propone. Cree que tiene en sus manos lo suficiente para barrer a todos los parakinos. A todos y a cada uno de los parakinos, el completo concepto del PK, para barrerlo del mapa. Ya sabes que lleva trabajando fanáticamente en eso muchos años, aunque sea en un camino más bien fanático, desde luego, pero son muchos los años que lo viene persiguiendo. Ha venido predicando el odio y la violencia por todo el país y ahora tiene a la mano una prueba para poner su causa al rojo vivo. En cuanto pueda demostrarlo, todo el mundo cerrará los ojos a los procedimientos que viene predicando. Cuanto desea es una matanza de parakinos.

—Te has olvidado de que yo soy un parakino — dijo Blaine.

—También lo era Lambert Finn… en un tiempo.

—Existe ya demasiado odio — comentó Blaine amargamente — Se han puesto etiquetas detractaras a todo esto. Los reformadores llaman a los paranormales parakinos, y éstos llaman a los reformadores galápagos. Pero a vosotros no os importa un ardite. No os importa en absoluto el camino que sigue este odio por todo el mundo. Lo único que os interesa es escribir sobre lo que ocurre esparciendo sangre en cada página de vuestros periódicos, sin importaros de dónde procede, sino únicamente la sangre…

—¡Por el amor de Dios Shep!

—Pero te diré algo. Puedes decir en tu periódico que Finn ya no tiene nada que mostrar en público, ni una sola palabra que decir. Puedes añadir además que está asustado y que ha dado el último tropezón de su vida.

—¡Shep, no te burles de mi!

—No se atreverá a mostrarse ante el público, puedes estar seguro…

—¿Y qué ha ocurrido para eso?

—Algo que si lo llevara a la práctica le pondría en un ridículo mortal. Finn quería mostrar una prueba acusatoria conseguida. Pero ten por seguro de que no lo hará. No mostrará nada. Mañana por la mañana, Finn será el hombre más asustado que el mundo haya conocido.

—Pero yo no puedo escribir eso. Tú sabes que no es posible…

—Bien, mañana a mediodía estará impreso por todas partes — le aseguró Blaine — Todos lo escribirán a la luz del día. Si tú te das prisa en este momento las noticias aparecerían en la edición de la mañana Y aportarías a la prensa y a tu periódico la noticia del siglo Si es que tienes tripas para hacerlo…

—Pero ¿puedo estar seguro, Shep? ¿Sabes lo que eso significa?

—Afina tu inteligencia, muchacho — continuó Blaine —. Es verdad, palabra a palabra. Ya es cuestión tuya. Ahora debo continuar con mis asuntos. Collins pareció vacilar.

—¡Gracias, Shep! No sabes cómo te lo agradezco. Blaine dejó a Collins trastornado de pies a cabeza con la fabulosa noticia periodística y se dirigió rectamente hacia la escalera. Llegó al segundo piso y al final del corredor, en la izquierda, un hombre sentado en una silla estaba tranquilamente recostado sobre la pared.

Blaine continuó su paso tranquilamente a lo largo del corredor. Cuando llego más cerca de aquel tipo, el guardián se levantó de su asiento y se le aproximó. Puso una manaza contra el pecho de Blaine —Espere un momento—Es muy urgente que vea a Finn.

—No tiene que ver a nadie, amigo.

—¿Le daría usted un recado?

—No a esta hora.

—Dígale que vengo de parte de Stone.

—Pero Stone…

—Dígale simplemente que vengo de su parte.

El guardaespaldas pareció vacilar un momento. Entonces dejó caer el brazo.

—Se quedará ahí quietecito, ¿eh? — dijo —. Iré a preguntárselo. Y nada de trucos, no le conviene.

—Muy bien. Esperaré.

Y esperó, imaginándose lo inteligente que había sido esperar. En la penumbra del maloliente corredor, volvió a surgir en su mente la vieja duda. Quizá lo mejor que podía hacer sería dar media vuelta y salir corriendo.

El individuo salió.

—Un momento — le advirtió —. Tengo que cachearle un instante.

Y, con expertas manos, le recorrió el cuerpo entero buscando alguna pistola o el cuchillo. El hombre movió la cabeza satisfecho.

—Bien, va usted limpio. Puede entrar. No olvide que estoy esperándole y vigilando junto a la puerta.

—Ya comprendo.

El guardián abrió la puerta y Blaine entró en la habitación. Aquel cuarto de hotel estaba ornamentado como una habitación de estar. Al fondo había un dormitorio. En el centro de la habitación existía una mesa de despacho y un hombre aparecía en pie tras la mesa. Iba vestido de negro, como para asistir a un funeral, con un pañuelo blanco en la garganta, y era alto de estatura. Tenía un rostro alargado y huesudo, que le recordaba a Blaine una cara de caballo; pero con una impresión dura impresa en sus facciones, un fanático propósito que hacía sentir a quien le miraba un estremecimiento de temor.

Blaine se aproximó lentamente hasta llegar a la altura de la mesa.

—Usted es Finn — dijo.

—Lambert Finn — repuso el hombretón con una voz profunda, con el tono del orador de oficio, que nunca abandona, incluso cuando no tiene que pronunciar ningún discurso. Blaine se sacó las manos de los bolsillos y las puso sobre el borde de la mesa. Se fijó en Finn, quien miraba con curiosidad sus nudillos ensangrentados.

—Su nombre es Sheperd Blaine, y debo participarle que lo sé todo con respecto a usted.

—¿Incluyendo que algún día intentaré matarle?

—Incluyendo eso también — repuso impertérrito Finn —. O al menos la sospecha de que piensa hacerlo.

—Pero no esta noche — dijo Blaine —, porque deseo contemplar su rostro mañana. Quiero ver si es cierto que lleva a cabo lo que se propone.

—¿Y por qué ha venido a verme? ¿Es eso todo lo que ha venido a decirme?

—Es más bien algo divertido — repuso Blaine —. Pero en su momento particular. No tengo otra razón por ahora. No podría expresarle exactamente por qué me he molestado en venir.

—¿Quizá para hacer algún trato conmigo?

—No había pensado realmente en eso. No hay nada de cuanto yo desee que usted pueda darme.

—Quizá no, señor Blaine; pero usted sí que tiene algo que yo deseo. Algo por lo que le pagaría largamente.

Blaine se le quedó mirando fijamente, sin responderle.

—Usted estuvo en tratos con esa máquina estelar — dijo Finn —. Y usted sería la persona ideal para explicar su funcionamiento y su objetivo, sabiendo cómo se conectan sus piezas internas y cómo trabaja. Usted podría explicar muy bien su historia, en fin. Y sería una magnífica evidencia.

Blaine dejó escapar una risita entre dientes.

—Usted me tuvo una vez en las manos — dijo — y me dejó escapar.

—Sí, fue cosa de aquel estúpido doctor — dijo Finn ferozmente —. Le importaba mucho que no se diera ningún escándalo en el hospital y que adquiriera una mala reputación.

—Podría usted escoger mejor a su gente, Finn.

Finn dejó escapar un gruñido de impaciencia.

—No ha respondido usted a mi proposición.

—Ah, se refiere usted al trato, ¿no es cierto? Eso sería algo de mucho precio. Un precio terriblemente alto.

—Estoy preparado a pagar — dijo Finn —. Y usted está falto de dinero. Usted es un pobre fugitivo sin blanca, con el Anzuelo a sus talones.

—Hace precisamente una hora — dijo Blaine —, el Anzuelo me ha tenido preparado para él asesinato.

—Y usted ha escapado — dijo Finn, moviendo la cabeza —. Vaya… quizá no se escape a la próxima vez. O a la otra siguiente. El Anzuelo nunca abandona su presa, ya lo sabe. Tal y como está la situación, no tiene usted la menor oportunidad.

—¿Se refiere usted a mí especialmente? ¿O a alguien más? ¿Y qué hay con respecto a usted mismo?

—Es a usted especialmente — dijo Finn — Usted conoce a Harriet Quimby, ¿no es cierto?

—Muy bien — repuso Blaine.

—Pues bien, ella es una espía del Anzuelo.

—¡Está usted loco de atar! — exclamó Blaine.

—Piénselo con calma y lo verá — le aseguró Finn —. Y creo que estará de acuerdo conmigo.

Permanecieron ambos hombres por unos momentos mirándose fijamente el uno al otro, y el silencio que surgió entre ellos parecía algo vivo, como si existiese una tercera presencia viviente en la habitación.

Un pensamiento sangriento surgió en la mente de Blaine: «¿Por qué no matarlo allí mismo?» Matarlo no habría sido nada difícil. Era un hombre fácil de odiar. No por sus principios solamente, sino personalmente, hasta las mismas entrañas. Todo lo que tenía Blaine que hacer era pensar sencillamente en el sufrimiento pasado a través del país huyendo acosado día y noche, durmiendo muerto de frío y de hambre, enterrado por un puñado de hojas de los árboles, buscando un refugio durante el día, marchando solitario como una bestia perseguida por la noche. Levantó el brazo para atacarle; pero a medio camino se detuvo.

Y entonces hizo algo, involuntariamente, sin haberlo pensado siquiera, sin haberlo planeado ni por un segundo, o por un pensamiento de un solo instante. Y mientras lo hacía, se dio cuenta de que no era él quien así obraba, sino la otra persona la otra parte de su mente, el espía enroscado en su mente. Ya que él no pudo hacerlo, ni habría pensarlo en realizarlo. Ningún ser humano lo haría.

—Intercambio mi mente con la suya — dijo Blaine automáticamente y con mucha calma.

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