XXIII

El cobertizo era más grande de lo que parecía, visto desde la carretera general. Se halla rodeado por altos matorrales, secos y mustios, que producían un áspero sonido al ser batidos por el aire. Había sido construido con grandes planchas metálicas onduladas, que se habían empleado mucho en edificación, antes de ser introducida, años atrás, una nueva sustancia plástica, traída del planeta VII del sistema de la estrella Aldebarán. Unas ventanas, ennegrecidas por las telarañas, sucias y polvorientas, alteraban la brillante superficie metálica de la estructura. Una puerta grande, de dos hojas, llenaba casi la total superficie de la entrada principal, en la parte frontal del cobertizo.

Hacia el oeste se observaba la oscura masa del pueblo, silueteado contra el débil resplandor del cielo, que ya anunciaba la próxima salida de la luna.

Con el mayor cuidado, Blaine dio una vuelta completa a la edificación, buscando un camino que le permitiese entrar en el cobertizo. No pudo encontrar nada accesible. Las dos grandes hojas de la puerta estaban bien cerradas. Había unas cuantas planchas metálicas corroídas en el fondo, pero el material era demasiado pesado y duro para doblarlo y permitir que un hombre pudiera deslizarse por debajo.

Sólo había, pues, una sola forma de conseguirlo.

Blaine se aproximó a la esquina del cobertizo, más próxima a la carretera y escuchó con atención. Excepto el chasquido suave que producían los matorrales al impulso del viento, no se oía ningún otro sonido alarmante. La carretera general estaba desierta, y seguramente continuaría así, dado el nulo tráfico de la época. No se advertía, por lo demás, ninguna otra luz, ni lámpara encendida por las proximidades. Parecía un mundo sin vida, en donde sólo existiesen él y el cobertizo.

Observó fijamente durante unos momentos el bosquecillo de sauces, bajo el camino; pero no oyó absolutamente nada, ni tampoco cualquier resplandor metálico que advirtiese la presencia de un coche, allí escondido.

Abandonó rápidamente la esquina y caminó de prisa a lo largo de la pared metálica, hasta encontrar la primera ventana Se despojó de la chaqueta que se enrolló sobre el puño y el antebrazo. Y en seguida, golpeó fuertemente El viejo cristal saltó hecho añicos Dio otros golpes más para quitar las astillas que todavía colgaban de la armadura. Volvió de nuevo por un instante hacia la esquina. La noche seguía en calma y totalmente silenciosa. Retornó al hueco de la ventana y saltó al interior, dejándose caer con cuidado, hasta sentir bajo sus pies el suelo del cobertizo Tomó la linterna del bolsillo y la encendió, produciéndose un haz de rayos de luz que alumbraron la vacía caverna del interior del cobertizo. Y allí, cerca de la puerta, se hallaba la chatarra resultante de lo que había sido el camión en el que el pobre Riley había perdido la vida, y junto a ella la brillante y resplandeciente máquina estelar que había transportado.

Moviéndose sin el menor ruido, Blaine cruzó la estancia y se acercó a la máquina, iluminándola con la linterna. Era algo muy bien conocido para él, una máquina que allá en el Anzuelo había sentido y vivido muy íntimamente. Había en ella algo de una extraña belleza, como si pudiera ver reflejadas en ellas las incontables maravillas de los lejanos lugares del Universo, donde aquel maravilloso ingenio ayudaba al hombre a viajar con su mente.

Pero era vieja, era uno de los modelos antiguos que el Anzuelo había reemplazado hacía diez años atrás, y sin la menor duda, procedía, desde luego, del Anzuelo. Tendría que haber varias de aquellas máquinas almacenadas, ya en desuso, por algún olvidado depósito, ya que era mucho más simple hacerlo así, que destruirlas. Sobre aquella máquina recaía en absoluto monopolio del Anzuelo y no podría existir la menor posibilidad de que ninguna de ellas pudiese caer en manos extrañas. Pero una de ellas se había caído en extrañas manos: y allí estaba, como muda evidencia de una de las más sagaces, inteligentes y hábiles intrigas de que había sido víctima el Anzuelo, con ser la gigantesca organización el imperio de la intriga.

Blaine trató de imaginarse cómo pudo habérselas arreglado Stone para conseguirlo, y pensando en ello, su admiración por el antiguo camarada recién muerto subió al más alto grado. Aquello habría requerido dinero, seguramente la confianza de agentes fieles y un plan de operación perfecto, sin fallo alguno. Se imaginó vagamente, mientras permanecía en pie frente a la máquina, cuánto habría tenido Harriet que ver con todo aquello. Sin duda alguna, ella no habría tenido escrúpulo alguno en el proceso de sacarle y huir con él fuera del Anzuelo y de escaparse ella misma. «Ella era, pensó Blaine, la clase de mujer que pudo haber imaginado una cosa así, con una absoluta calma, una increíble astucia y un seguro conocimiento de muchas cosas del Anzuelo, y con una mente que operase con la precisión de un buen reloj suizo».

Stone había puesto grandes esperanzas en aquella máquina, aunque en realidad no podía considerarse como tal máquina, tal y como la gente estaba acostumbrada a llamar a un ingenio desde siglos No tenía piezas, ni movimiento discernible. Estaba diseñada para funcionar sin ningún material, excepto el humano, la mente humana y los sentidos humanos. Trabajaba con símbolos, más bien que empleando energía de cualquier clase.

Y con todo, trabajaba. Al igual que un rosario en las manos de una persona devota cumple una función trascendente y de la mayor importancia, y así ha ocurrido desde siglos, aquella máquina estelar tenía como base una fuerza humana paranormal Si las esperanzas se habían destruido con la muerte de Stone, la máquina no podía seguir allí. Si le pertenecía solamente a Stone, ahora era de su pertenencia. Y había un camino, sí, existía un camino, si empleando el conocimiento extrahumano que tenia alojado en la mente pudiera hacerla funcionar. Y lo buscó, encontrándolo finalmente, íntimamente escondido en su escondrijo, en lo profundo de su mente paranormal, como si un empleado celoso la hubiera guardado con llave en el mas escondido de los cajones de un escritorio. Permaneció unos momentos como asustado y sorprendido del hallazgo, ya que hasta entonces no había tenido necesidad de buscar desesperadamente entre la fabulosa masa de datos que aquella criatura extraña, en aquel alejado planeta, le había depositado en lo más íntimo de su mente. La criatura todavía seguía permaneciendo en él, o al menos la esencia de parte de aquella criatura, y continuó buscándola entre los recovecos de su cerebro; pero no estaba allí, no existía signo alguno de evidencia para Blaine; y había algo más también, había algo que no iba bien en todo aquello. Asustado, persiguió tenazmente la irregularidad de su mente y finalmente dio con ella, descubriéndola con una sensación de horror, porque en definitiva lo que ocurría era bien sencillo su mente ya no era una mente completamente humana. Y al borde mismo del terror, existía la terrible sospecha de cómo él podía seguir reteniendo la suficiente humanidad para conocer que aquél era el caso.

Puso una mano sobre una esquina de la máquina y la apretó fuertemente Todo debería residir, sospechó, en el simple hecho de que permanecía humano, o con la mayor parte de ser humano en la superficie y en la forma, mientras en su interior era una fusión de dos individualidades, con el conocimiento y quizá con los principios éticos y los motivos fundamentales de dos diferentes formas de vida. Aquello debería tener sentido, después de haberlo pensado, ya que el Color de Rosa no había cambiado, y en ella no existía traza humana mientras que en su interior se hallaba una cierta porción de humanidad y Dios sabe qué otras cosas, además.

Aflojó la mano que tenía asida a la máquina y se volvió con ella a ponerla contra la suavidad de cristal de su estructura metálica. Existía un camino si pudiera hacerlo. Ahora tenía el conocimiento, pero ¿tendría también la técnica suficiente?

«El tiempo — le había dicho el Color de Rosa —, el tiempo es la cosa más sencilla que existe, la más simple». «Pero todavía, se dijo Blaine a sí mismo, no tan fácilmente manejable en manos de un hombre». Continuó abstraído pensando unos instantes más y lo que estaba buscando en su mente surgió claro y diáfano.

El pasado era una senda sin valor que perseguir, ya que la máquina estaba ya en el pasado. Había dejado un trazo largo y nebuloso a través del pasado. Pero el futuro era una cuestión diferente. Si pudiera moverse en el futuro, aquel presente momento y todos los sucesivos momentos presentes, se convertirían en pasados y todo lo que quedaría sería el rastro fantasmal de él, siendo la risa, la burla y algo de mágico lo que haría improcedente y absurdo el sujeto de un tremebundo sermón por parte de un hombre que se llamaba Lambert Finn.

Exploró con su mente para circunscribir la máquina y resultó inútil. Su mente podía abrirse y buscar; pero había una falta de asimiento en ella que no alcanzaba a englobar la totalidad de la máquina. Continuó y trató nuevamente de hacerlo.

Había algo extraño y extrahumano en el cobertizo que le había pasado desapercibido, e intuyó una extraña amenaza en el matorral del exterior fuera de la ventana rota, y el aire le llegó con una agudeza y un sabor que le produjeron escalofríos en la espalda Era de lo más confuso, ya que repentinamente le pareció que había pendido todo contacto con este mundo en el que se encontraba, y que nada, ni el terreno en que se apoyaba, ni el aire que espiraba y ni aún el cuerpo que le sostenía vitalmente, eran cosas que hubiere conocido antes, en aquel despegue de lo conocido, que ya no pudo recordar, hasta lo desconocido, en lo cual él no tenía puntos focales de cálculo. Pero ello podría ir muy bien, si pudiera hacerse con aquel extraño artefacto que sostenía dentro de su mente, ya que con tal propósito había llamado con todas sus fuerzas mentales al superconocimiento dejado en su mente por el Color de Rosa, y si tras haber hecho lo que se proponía, pudiese volver de nuevo, volver a su memoria y a su lenta asimilación de los nuevos datos que tenía apilados en su cerebro.

El artefacto, no obstante su misterio, era una cosa sencilla de manejar. Sus fundamentos radicales no podían estar muy lejos, y las coordenadas fueron mostrándose satisfactoriamente, en el lugar conveniente, y Blaine encontró que casi lo había conseguido. Pero no podía darse demasiada prisa, a despecho de su desespera da necesidad de tenerla, debería necesariamente gastar alguna paciencia. Esperó, pues, a que las coordenadas fueran situándose en el lugar justo, y Blaine realizó el exacto y cumplido reajuste, sin precipitaciones, de la tensión temporal, dándole entonces un tirón brusco hacia el grado recto de desviación, que era exactamente lo que Blaine deseaba obtener.

Y entonces se sintió sumergido en la oscuridad, una oscuridad cálida que le hacía sentirse ausente de todas las cosas, excepto de su propia humanidad, en un lugar de una nada neblinosa. Allí nada existía, nada, excepto él mismo y la máquina estelar Con la mano, tocó la máquina y la encontró sólida y consistente. Era, en cuanto podía apreciar, lo único sólido visible, ya que la niebla, si tal era lo que observaba, tenía una calidad irreal, como si se esforzara por camuflar el verdadero hecho de ser.

Blaine permaneció quieto con miedo a moverse, el miedo de que el más pequeño movimiento pudiese sumergirlo en un abismo de eterna negrura. Y se dio cuenta de que aquello era el futuro Era un lugar sin una simple imagen de la matriz espacio-tiempo que él conocía. Era un sitio en donde todavía no había ocurrido nada, un vacío absoluto y total. No había ni luz ni oscuridad, sino la más definitiva nada. No debía haber existido nunca ninguna cosa en aquel lugar, ni haber intentado nada jamás, haber ocupado tal sitio, hasta aquel preciso instante en que él y la máquina habían irrumpido en él, intrusos que habían superado su propio tiempo Dejó escapar su respiración y respiró de nuevo; pero ¡no había nada que respirar allí!

Una negrura total le envolvió y el martilleo de su ritmo cardíaco sonaba fuertemente en su cabeza, y se lanzó desesperadamente a asirse a cualquier cosa, a lo que fuese, en aquel lugar en que nada había a qué asirse. Mientras lo hacía, algo extrahumano volvió, una sensación espantable de extrahumanidad y un correr frenético de cifras simbólicas, algo así como un aquelarre matemático, que flotó a través de su cerebro. Y entonces hubo aire fresco que respirar, y un suelo firme bajo sus pies, y percibió nuevamente el olor de la humedad de la vegetación exterior del cobertizo. Se encontraba de nuevo en este mundo, mientras que lo extrahumano huyó de su mente. Se encontraba, pues, de nuevo en posesión de su yo terrestre. Permaneció erecto y mentalmente se comprobó a sí mismo, encontrándose perfectamente. Abrió los ojos lentamente, ya que de alguna forma se le habían cerrado durante aquella fantástica experiencia, encontrándose en la oscuridad del cobertizo, hasta recordar la linterna de mano que todavía retenía en la suya. Además, por la ventana entraba la luz de la luna, ya en el cielo, que no había advertido momentos antes.

Presionó el botón de encendido de la linterna y la luz se encendió, comprobando que la máquina se hallaba frente a él; pero ya extraña e insustancial, era el fantasma de una máquina, el rastro que había dejado tras él, cuando se había adentrado en el futuro. Levantó su brazo libre y usó la manga de la chaqueta para limpiarse la frente que tenía seca. Podía considerarse satisfecho: había realizado lo que tenía que llevar a cabo. Había devuelto el golpe asestado a Stone, había destrozado los planes de Finn.

Ya no había materia para una lección, había dejado de existir el texto en que Finn se apoyaría para predicar su sermón. En su lugar, había la burla socarrona de lo verdaderamente mágico que Finn había combatido durante años.

Tras él se sintió un movimiento, y Blaine se volvió tan da prisa que la linterna se le escapó de la mano y cayó en e1 suelo rodando por él.

Y una voz habló desde la oscuridad.

—Shep — dijo llena de cordialidad —, ha sido un maravilloso trabajo.

Blaine se quedó helado y la desesperanza se posesionó de todo su ser.

Aquello era el fin, sin duda. Había llegado al extremo de todos sus esfuerzos. Había terminado su desesperada huida.

Conoció en seguida aquella voz que hablaba con entonación cordial y amistosa. No pudo nunca haberla olvidado.

El hombre que se hallaba en la oscuridad del cobertizo era su viejo amigo ¡Kirby Rand!

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