XXXI

La tormenta amenazaba con estallar. Apenas existía otro aviso que el progresivo oscurecimiento del día. Hacia el mediodía, las nubes masivas ya ocultaron el sol y hacia las tres de la tarde el cielo estaba totalmente cerrado, de horizonte a horizonte. Blaine se inclinó al remo de la canoa poniendo en él toda su energía, remando furiosamente, para hacer aquellas millas de distancia en el mínimo tiempo posible. Hacía ya muchos años que no manejaba un remo y le resultaba un ejercicio fatigoso. Los brazos se le embotaron por el esfuerzo y los hombros le dolían agudamente. Las manos le ardían como si las hubiera puesto sobre una plancha de fuego.

Pero no hizo nada por disminuir los golpes de remo, ya que cada minuto contaba. Cuando pudiese llegar hasta Pierre, tenía la seguridad y la esperanza cierta de tomar contacto con el grupo de Stone, que no rehusarían prestarle la ayuda que necesitaba. Seguramente querrían comprobar su identidad y comprobar su historial e incluso podía ser que imaginaran que él fuese un espía de Finn. Si Harriet estuviera allí, estaría completamente avalado por ella, aunque no estaba seguro de si la chica gozaba del suficiente predicamento acerca de aquel grupo. De todos modos, era una gran oportunidad. Era la esperanza final y no podía desperdiciarla. No tenía otro remedio que localizar a Pierre y encontrar al grupo y hacerles comprender la terrible urgencia de la situación.

Si fracasaba, aquello podía significar el fin de Hamilton y de todos los Hamilton que hubiese por el mundo, además de todos los paranormales aislados que vivían entre gentes normales, disminuidos y asustados entre constantes enemigos.

No morirían todos ellos, por supuesto. Pero la mayor parte de ellos serian esparcidos como hojas al viento, y perdidos prácticamente para quién sabe cuánto tiempo en los últimos rincones de una sociedad hostil y enemiga. Ello significaría que los paranormal-kinéticos perderían la base amplia en que descansaban, cualquiera que fuese no obstante el tácito consentimiento que hasta entonces venían gozando o el imperfecto entendimiento que se había establecido con los vecinos de condición normal. Sería un brutal golpe de regresión de la clase PK, quizá su lenta desaparición. Serían quizá otros cincuenta años de persecuciones brutales, hasta aguardar la llegada de otra generación más tolerante y comprensiva.

En la visión proyectada al futuro que Blaine se trazó, no veía por ningún sitio trazo alguno de ayuda, ni de simpatía. Ya que el Anzuelo, la única organización que podía ayudarles, les dejaría sencillamente a su suerte completamente abandonados, sin preocuparse de ellos lo más mínimo. Ya lo había comprobado en su último contacto con Kirby Rand.

Aquel pensamiento había dejado un amargo sabor en su mente, ya que había barrido de su persona el único placer que había tenido en la vida, la memoria de sus días gloriosos en el Anzuelo. Lo había amado con todo su corazón, había luchado contra quienes estaban en su contra, había incluso lamentado huir de él. Pero ahora comprendía claramente que no era posible permanecer ni lejos de aquella monstruosa organización, y que su lugar estaba allí, en el mundo duro y amargo de los demás paranormales, hermanos suyos. En ellos yacía viva la esperanza del desarrollo de los poderes paranormal-kinéticos, hasta el máximo de su capacidad.

Ellos eran entonces, por desventura, los desplazados, por haberse desviado de las normas que la humanidad había establecido rutinariamente a través de la historia, siendo precisamente aquel progreso radicante en tal desviación, donde se hallaba la riqueza y el futuro del género humano. Los seres humanos corrientes, efectivamente, habían empujado la cultura hasta donde les había sido posible. Pero entonces la raza evolucionaba. Se habían despertado y crecido facultades subyacentes en las mentes de otros seres privilegiados, exactamente como todas las criaturas del mundo habían evolucionado y especializado y nuevamente evolucionado, siempre hacia delante, desde el primer momento en que la primera chispa de vida había surgido en la Creación.

Las gentes corrientes les llamaban cerebros retorcidos, gente mágica, habitantes de las sombras. Era el resultado rutinario de establecer unas normas que arraigaban como una costumbre en cada generación, normas que no estaban apoyadas por ninguna regla universal, sino por el convenio de la mayoría llena de prejuicios y con el sentido reaccionario hacia todo lo nuevo y a lo que no se comprende, con la lógica inestable y el mezquino pensamiento, hacia donde se encaminan siempre las inteligencias corrientes.

«Y él mismo, pensó, ¿cómo podría encajar en todo aquello?». Su mente, en realidad, era más retorcida y extraña que las demás, ya que no era completamente humano. Pensó en Anita y en Hamilton y su corazón se veía apegado a ellos; pero ¿podría solicitar de cualquier ciudad, o de cualquier mujer, convertirse en una parte de sus vidas?

Se inclinó con más fuerza sobre el remo, tratando de borrar de su mente aquellos sombríos pensamientos. El viento, que hasta entonces había sido una brisa agradable, desde hacía una hora se había levantado con enorme fuerza desde el norte hacia el oeste, haciéndole cada vez más difícil la navegación. La superficie del río estaba encrespada y constantemente se veía asaltado por golpes de agua que casi le hacían zozobrar. El cielo pareció bajar más y mas, como si quisiera aplastar a la tierra. Bandadas de pájaros, aturdidos se dirigían de una parte a otra tratando de ocultarse entre los sauces, creyendo que la noche había precipitado su llegada. Blaine recordó al anciano sacerdote, sentado en el bote y husmeando el aire y oteando el cielo. Se aproximaba la tormenta, había dicho, y casi podía olerla.

«Pero el tiempo y la tormenta no podían detenerle». Pensó Blaine con decisión irrevocable, mientras que luchaba frenéticamente con el remo de la canoa No podría haber nada que le detuviese, ninguna fuerza en la Tierra lo haría, no podía dejarse detener. Sintió el primer golpe de la racha de nieve que le cayó sobre el rostro, y allá adelante el río iba desapareciendo de su vista, oculto por una cortina gris que avanzaba sobre él. Podía oír claramente el silbido de la nieve arrastrada por el fuerte viento, como si algún enorme animal fuese siguiéndole el rastro y rugiese ferozmente al no poder alcanzar a la víctima que deseaba atrapar. La ribera sólo se hallaba a un centenar de yardas de distancia, y Blaine comprendió que había llegado el momento de atracar a la orilla y hacer el resto del viaje a pie. Su desesperado esfuerzo y la vital necesidad de tiempo que le urgía, dadas las circunstancias de la tormenta, le impedían absolutamente continuar viajando por el río. Giró el remo con fuerza para enfilar la canoa hacia la orilla; pero mientras lo hacía el viento y la nieve, cada vez más temibles, con la tormenta desatada, le cerraron la visión hasta dejar el mundo que le rodeaba reducido a un diámetro de unos cuantos pies. Sólo había nieve por todas partes y el oleaje que el viento levantaba en la gran corriente del río, atacando a la canoa hasta hacerle bailar una danza loca. La orilla había desaparecido de su vista. Sólo tenía alrededor el agua, la nieve y el viento rugiendo como en un huracán desatado. La canoa se tumbó de costado peligrosamente y en un instante Blaine perdió por completo la dirección de la pequeña embarcación. Se sintió perdido y desorientado, sin la menor idea de dónde podría alcanzar la orilla. Levantó el remo y lo dejó al sesgo, tratando ya solamente de sostenerse en la canoa. El viento era helado y le atacaba el cuerpo como un cuchillo afilado, teniéndolo interiormente empapado de sudor. La nieve se había depositado helada sobre las cejas y chorros constantes de agua le caían por el rostro, conforme la nieve se le depositaba en los cabellos y se iba fundiendo.

La canoa danzaba de un lado a otro sin gobierno, arrastrada por las olas, y Blaine agarrado a ella, extraviado, sin saber qué hacer, batido totalmente por aquel terrible asalto que se le venía encima procedente de la tormenta y del río. Repentinamente apareció ante sus ojos un grupo de sauces cubiertos de nieve, a menos de veinte pies de distancia, como si se hiciese un claro entre la masa neblinosa que le envolvía por todas partes, y la canoa se dirigió rectamente hacia él. Blaine apenas si tuvo tiempo para prepararse para el choque contra la orilla, con las piernas encogidas y las manos aferradas a los bordes, y la canoa se estrelló contra la ribera, entre los sauces, con un fuerte golpe, amortiguado por la violencia del viento, que hizo zozobrar definitivamente a la pequeña embarcación, que volcó, echando a Blaine a la fría corriente del agua. Blaine se debatió a ciegas, tosiendo y escupiendo la fría y sucia agua del río, y luchó por poner pie en el fondo para poder alcanzar la pantalla de raíces formada por los sauces y emerger a tierra firme. La canoa había sido desgarrada y deshecha en la lona de un costado y pocos momentos después se hundía como un objeto inútil, tragada por el río. Blaine no se apercibió nuevamente del frío hasta salir del agua, pues el viento, en sus violentas ráfagas, le golpeaba sin piedad contra las ropas mojadas, produciéndole mil dolorosos pinchazos como heladas agujas. Blaine permaneció unos momentos temblando de frío entre los sauces, que el fuerte viento batía en un sordo rumor, formando un caótico remolino constante de ramas a su alrededor. Debería encontrar un agujero donde ocultarse a la mayor brevedad y encender fuego, de ser posible. En caso contrario no sobreviviría aquella noche. Se aproximó el reloj de pulsera a los ojos y comprobó que marcaba las cuatro de la tarde solamente. Dispondría quizá de otra hora de luz, y en aquella hora debería hallar un refugio contra la tormenta y el frío.

Comenzó a moverse, siguiendo la ribera, y repentinamente comprobó la imposibilidad de poder encender ninguna hoguera. No tenía cerillas, ni creía tenerlas, y aun en tal caso no le habrían servido de nada, pues estarían mojadas e inútiles, si bien quizá podría secarlas, y se detuvo a mirar. Se rebuscó frenéticamente en los bolsillos, sin resultado. Tenía sin otro remedio que hallar un refugio, donde podría soportar la tormenta sin el fuego de una hoguera. Un buen agujero abierto en las raíces de cualquier árbol, quizás, o un hoyo protegido contra la furia del viento y la nieve, cualquier pequeño espacio cerrado, en fin, donde resguardarse de aquellos elementos desatados de la naturaleza. Pero no veía árboles grandes, sino los frágiles sauces, zarandeados como dementes, por el viento furioso.

Y continuó su penosa marcha, tropezando, cayendo y levantándose nuevamente, impulsado por una energía sobrehumana. Se hallaba ya recubierto del fango de sus caídas, con las ropas heladas y aterido. Tenía al menos que seguir moviéndose, continuar buscando un lugar en donde refugiarse de algún modo, de permanecer quieto y si fracasaba en su marcha, podía considerarse muerto más tarde por congelación. Volvió a caer en la misma orilla y al levantarse sobre sus rodillas, en el mismo filo del agua, envuelta entre los sauces flotaba una canoa abandonada, dando vueltas como una peonza por la fuerza de la corriente.

¡Una canoa!

Se limpió la cara con una mano enlodada, para aclarar su visión.

Era la misma canoa que le había llevado por el río, no podía ser otra.

Era la misma que había abandonado en la orilla, en la que había naufragado.

¡Y allí estaba, de vuelta otra vez!

Luchó contra su entumecido cerebro para hallar la respuesta al fenómeno, y la respuesta se le presentó fácil como única posible. ¡Había sido atrapado por una diminuta isla de sauces en pleno río!

Allí no había otra cosa que los sauces. No podía encontrar otro árbol más grande, ni agujero alguno. No disponía de cerillas, y aunque las hubiera tenido, no disponía de combustible de quemar, excepto algún ramaje esparcido, y poco, además. Los pantalones le chorreaban agua y tenía las piernas ateridas. A cada minuto que pasaba, pudo comprobar que la temperatura descendía más y más, aunque no tuviera otra forma de comprobarlo que el mismo frío que sentía. Volvió lentamente sobre sus pasos, y permaneció de pie, de cara al viento cortante, con el terrible silbido de la nieve a través de los sauces y el rugir de la tormenta sobre el río, y la oscuridad que caía por momentos. Había una trágica respuesta a una pregunta todavía no propuesta formalmente. Y era que no podría sobrevivir a aquella noche en la pequeña isla, y no había forma de salir de ella. Tendría que haber, como mucho, según calculó Blaine, un centenar de pies hasta la orilla; pero aun así, ¿qué diferencia significaba aquello?

«Tendría que haber una evasión posible», insistió para sí mismo. No podía dejarse morir en aquel horrible lugar. No es que su vida tuviera un gran valor, ni quizá para sí mismo. Pero era el único hombre que podría conseguir de Pierre alguna ayuda tan necesaria para sus hermanos, los paranormal-kinéticos. Y por una extraña reacción, se puso a reír con fuertes carcajadas, ya que nunca conseguiría llegar hasta Pierre. No saldría de aquel islote. Al fin, permaneciendo allí donde estaba, era más que verosímil que nadie pudiera encontrarle. Y cuando llegara la crecida de la primavera, su cuerpo sería arrastrado con los restos vegetales que la corriente arrastraría río adelante. Se volvió nuevamente hacia el filo del agua. Encontró un sitio en que refugiarse parcialmente del viento, por la espesura de los sauces, y deliberadamente se sentó con las piernas entendidas ante él. Se levantó el cuello de la chaqueta y se apretó los brazos contra el pecho, mirando fijamente delante de él en aquel crepúsculo fantasmal. Pero aquello era un error fatal, consideró Blaine. Cuando un hombre permanece en una postura fija como aquella, está perdido. Tenía que mantener la circulación de su sangre, desentumecerse los músculos, evitar la congelación. Tenía que luchar ferozmente para conservarse vivo. «Pero era inútil», pensó casi derrotado. Un hombre podría continuar viviendo un poco más a través de semejante miseria para morir al fin. Tendría que haber otro camino, mejor que aquél. Un hombre realmente inteligente, tendría que hallar otra solución mejor que aquélla. El problema, tratando de divorciarse él mismo de la situación, en pro de la objetividad, era sacar su propio cuerpo fuera del islote, y no solamente eso, sino encontrar un lugar seguro.

Pero no había ningún lugar que le ofreciera seguridad.

Pero, repentinamente, la halló.

Sí, existía un maravilloso lugar donde Blaine podría ir. Podría volver a aquel bello lugar azul brillante donde habitaba el Color de Rosa.

Pero… ¡cuidado! Aquello no sería mejor que permanecer donde estaba, ya que iría allá con la mente solo, pero tenía que dejase su cuerpo en el islote. Y cuando volviera, lo más seguro sería que su cuerpo fuese algo completamente inútil. Si pudiese trasladar también su cuerpo con la mente, sería maravilloso.


Pero no creía poder hacerlo. Y en el caso de realizarlo, más que cierto, sería fatal para su organismo. Trató de recordar los datos precisos del distante planeta; pero se le escapaban de la mente. Pero le asaltó la espontánea idea, en la que no había pensado antes. Su cuerpo no podría vivir ni un minuto seguramente en aquel lejano mundo del Color de Rosa. Era simple y puramente un veneno para su especie de vida.

Pero debían existir otros lugares, otros sitios a donde poder dirigirse. Se concentró para luchar contra el viento y el frío y pareció entonces dejar de sentir el sufrimiento de los elementos desencadenados. Sintió al Color de Rosa dentro de él y lo llamó insistentemente aunque sin recibir respuesta.

Volvió a llamarlo una y otra vez, con idéntico resultado negativo. Probó a buscarlo en el último rincón de su cerebro, llamándolo desesperadamente, cazándolo, siguiéndole el rastro oculto; pero no halló signo alguno de su contestación, casi como si una voz le dijera desde el exterior que resultaba inútil llamar o buscarlo, ya que no lo encontraría. Y no lo hallaría porque él formaba parte de la Cosa. Los dos corrían juntos, y no era cuestión de distinguir si era el Color de Rosa o un ser humano, sino una extraña aleación que resultaba de ambos. Ir a perseguirla, era como perseguirse a sí mismo. Cualquier cosa que pudiera hacer, se lo haría a sí mismo, por el resumen total de los poderes en que se había convertido. Existían datos, conocimientos, allí residía el porqué y el cómo y también existía una cierta suciedad, que era la mente intercambiada de Lambert Finn.

Blaine profundizó en su mente, en el fondo de todos los recovecos de su gran mente, entre los millones de resortes secretos escondidos en su cerebro, y encontró cosas que le espantaron, otras que le disgustaron y otras ideas fantásticas; pero nada concreto que le ayudase a salir de aquella terrible situación. Y durante todo el tiempo, como algo persistente y que no dejaba de removerse en todas direcciones, la mente de Lambert Finn, todavía inabsorbida del todo, quizá nunca terminada de absorber; pero siempre encerrada en algún lugar recóndito, negándose a marcharse. Trató de echarla a un lado y continuar su limpio sendero propio; pero la perturbación de las ideas y pensamientos sucios de la de Lambert Finn se mezclaban obstinadamente como una pesadilla horrible. Por centésima vez puso a un lado la sucia mente de Finn, y todo lo concerniente a lo repulsivo, despreciable y malo que había embargado la mente de aquel fanático, y acabó captando finalmente la visión espantosa del planeta que había sido el causante de la locura de Lambert, totalmente distinto de lo que había heredado del Color de Rosa.

Captó claramente un conocimiento extrahumano de aquel planeta que había devuelto a Finn a la Tierra, como un maníaco y lo sostuvo con sus manos mentales, comprobando en la forma en que funcionaba, de qué forma tan sencilla lo hacía, lo lógico de sus conceptos compuestos del temor y la culpabilidad y que habían sido la causa del odio que Finn había sembrado ferozmente por la faz de la Tierra. Su especial don de conocer el cómo y el porqué de las estrellas, continuaba abierto, en Blaine, hacia toda la vida del Universo. Y en la desequilibrada mente de Finn, sólo había significación para una cosa sola: la Tierra, también abierta. Y más específicamente permanecía abierta para el planeta maldito que le había enloquecido. No existía nada que pudiese parecerse a un útil o un medio para que la raza humana pudiese usarlo en beneficio propio, era simplemente un puente tendido entre el planeta que había encontrado y el otro planeta al que llamaba su hogar. Y había luchado con todos sus medios para hacer recular el viejo planeta hogareño, a quien debía la vida, la Tierra, hacia su antigua pequeñez, para romper todo contacto con las estrellas, para estrangular y pulverizar al Anzuelo, barriendo de la faz del mundo a los paranormal-kinéticos, la gran promesa de un futuro mejor para la especie humana. Blaine pudo entonces leer como en un libro abierto el razonamiento de Finn: si la Tierra continuaba empequeñecida y oscura, sin llamar la atención en el concierto universal-cósmico, así, el gran Universo continuaría hacia delante, dejando a la Tierra segura y en paz.

Pero, cualquiera que fuese la técnica, Blaine la tenía en sus manos, para desplazarse hacia las estrellas, en cuerpo y mente… y con ella un camino para salvar su vida. Continuó profundizando en su mente y allí encontró, por fin, limpiamente catalogados, miles de planetas que el Color de Rosa había visitado en su larguísima vida. Pasó revista a cientos de planetas diferentes y todos resultaban mortales para la vida humana, frente a los que se hallaba totalmente desprotegida. Y el sentimiento de horror comenzó a crecer en su interior, ya que teniendo un camino de evasión hacia el universo cósmico, no podía encontrar pronto un solo planeta lo bastante seguro para poder desplazarse cuanto antes. El estruendo de la tormenta se infiltró en su interior rompiendo la serena concentración de su búsqueda mental y comprendió que el frío le invadía, más allá de cuanto había conocido antes en su vida. Trató de mover una pierna y apenas si pudo moverla. El viento silbaba furiosamente como si quisiera burlarse de él, mientras corría a lo largo del río y entre las ráfagas del viento, sentía el seco y repetido sonido de la nieve que caía sobre todo su cuerpo, como una constante perdigonada a través de los sauces.

Fue retirándose del viento, del frío de la nieve y de aquel horrible martirio. Y allí apareció por fin el planeta que buscó con tanta pasión.

Comprobó los datos por dos veces y resultaron satisfactorios. Se grabó en su cerebro las coordenadas perfectamente y obtuvo una completa imagen en su mente. Y entonces, lentamente, puso en práctica el método de larga distancia para teleportarse… y un sol brillante le calentó, acariciándole.

Se encontró tumbado de cara al suelo de aquel bello planeta. Bajo su cuerpo apareció el perfume de la hierba y la tierra. No se oía el rugido de ninguna tormenta, y no existían silbidos, ni ruidos de ramajes en los sauces.

Rodó sobre sí mismo y se sentó.

Y contuvo la respiración ante lo que sus ojos contemplaron.

¡Estaba en el paraíso!

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