XII

Se despertó con las primeras luces de la mañana, cuando los pájaros comienzan sus primeros trinos en los árboles, y se dirigió siguiendo el sendero de la granja que había en la colina, hacia el terreno circundante, que estaba sembrado de maíz y patatas. Tomó varias mazorcas de maíz y arrancó una gran mata de patatas comprobando con satisfacción que tenía un abundante fruto en las raíces. Vuelto hacia el boscaje de chopos de Virginia se buscó en los bolsillos las cerillas que le dio el sheriff, encontrándose con tres en la caja.

Mirándolas gravemente, le vino a la memoria aquel día ya lejano en su vida en que fue examinado finalmente para su ingreso en los «boy-scout», cuya prueba consistía en encender un fuego con una sola cerilla. ¿Lo volvería ahora a hacer también?

Buscó un tronco de árbol seco y removió en su interior para hallar el punto más combustible, lo rodeó de ramas secas, ya que tendría que evitar el menor humo posible que delatara su presencia, y el fuego surgió a la segunda cerilla. Por encima del camino pasó el primer coche del día, y algo más lejos una vaca dejó escapar unos mugidos. Alimentó el fuego cuidadosamente y consiguió tener una regular hoguera, sin humo, gracias a las ramitas secas y trozos de madera con que la arregló con tal propósito. Se sentó junto al fuego y esperó a que se consumiera, dejando los carbones encendidos, como resultado de la combustión. El sol no había salido todavía, pero la aurora, en el este, se mostraba magnífica y el frío recubría todo el terreno circundante. Bajo él, el riachuelo corría por su lecho de guijarros, rumorosamente. Blaine respiró a pleno pulmón el aire de la mañana y aquello le hizo mucho bien. Todavía estaba vivo y tenía algo que comer, pero ¿qué le esperaba de allí en delante? No tenía dinero, no tenía absolutamente nada, excepto una sola cerilla y las ropas que vestía. Y tenía una mente que le traicionaría, y que tal y como había dicho aquella vieja arpía, era una mente capaz de tumbar de espaldas a cualquiera. Estaría a merced de ser descubierto por cualquier espía, cualquier soplón de los que se cruzasen en su camino.

Podría esconderse durante el día y caminar por la noche. Podría hallar alimento buscando entre los huertos y las granjas, al paso. Podría continuar viviendo así, haciendo algunas millas de distancia cada noche, aunque fuese en una marcha lenta.

Pero tendría que haber otro comino distinto para salir de tal situación.

Puso más leña en el fuego y se dirigió hacia el torrente tumbándose en el suelo, bebió hasta saciarse de aquella agua fresca y cristalina.

¿Habría cometido un gran error con haber huido del Anzuelo? No hubiera importado lo que le hubiese esperado allá, la situación en que ahora se encontraba resultaba mucho peor de todos modos. Porque entonces, era un fugitivo para todo el mundo, no habría nadie que pudiera confiar en él ni creerle. Se quedó tumbado boca abajo, tras haber bebido, mirando fijamente las brillantes piedras del lecho del arroyuelo. Tomó una de aquellas piedras en sus manos y vio con curiosidad la estructura cristalina de su composición, y la suave conformación exterior, consecuencia de haber rodado a través de milenios, sin duda.

Apartó aquella idea de su mente y tomó otro trozo de piedra del lecho, siendo entonces un pequeño trozo de cuarzo.

¡Y allí había algo fuera de su sitio!

¡Era algo que nunca había hecho antes!

Se levantó del arroyo con todos sus sentidos humanos despiertos. Pensó de nuevo en la cosa Color de Rosa que debería llevar en su mente; la buscó intensamente, sin hallarla; pero presentía que debería encontrarse arrinconada y viviendo con él. Sí, debía continuar allí, a juzgar por aquellos extraños recuerdos sueltos, sin memoria, con sus habilidades misteriosas y su locura lógica. Con los ojos de su mente pudo ver durante unos momentos un extraño desfile de figuras geométricas de color purpúreo a través de un desierto de oro puro, con un sol rojo como la sangre cerniéndose sobre él, en un cielo color de azufre, y nada más a la vista. Y en el instantáneo durar de aquella visión, Blaine conoció la localización exacta del lugar y el significado, y las coordinadas de un sistema cosmográfico tan fantástico que acababan de reproducirse en su mente. Y en seguida, todo desapareció, las figuras y el conocimiento.

Se volvió lentamente hacia el fuego que ya tenía un lecho de grandes carbones encendidos. Depositó en aquel horno las patatas y las mazorcas de maíz y las dejó cocer lentamente. Sentado junto al fuego, sintió un raro contento, una primitiva alegría, la del hombre que ha reducido sus necesidades a lo más estrictamente indispensable para sobrevivir. Un poco de alimento natural, agua y fuego para calentarse. Cuando aquello estuvo cocido, procedió a comérselo tranquilamente. Todo le parecía normal en aquel momento.

Recordó a Dalton retrepado en su butacón en la fiesta de Charline, con el enorme cigarro destrozado en la boca y el cabello sobre la frente, vomitando denuestos contra la planta-carnicero, así como los demás ultrajes que habían sido cometidos contra aquel hombre de negocios por la astucia del Anzuelo. Y trató de recordar de qué planeta y de qué sol habría venido aquella planta carnicero. «La planta carnicero, pensó, y ¿cuántas otra cosas más? ¿Cuál’ habría sido el total de las cosas traídas desde lejanos mundos por el Anzuelo?» Existían incontables y nuevas drogas maravillosas, una entera farmacopea, procedente de otras estrellas, traídas a la Tierra para aliviar los sufrimientos y las enfermedades del hombre. Y como consecuencia de ello, todas las viejas enfermedades que le envejecían y mataban, iban alejándose y desapareciendo de su vista como un recuerdo maldito. Dos generaciones más, sólo dos generaciones de hombres más y el concepto completo de la enfermedad sería barrido de la raza humana. La raza humana surgiría entonces como una especie de criaturas perfectamente sana de cuerpo y de espíritu.

Había igualmente nuevas cosas fabricadas y nuevos metales y muchos productos nuevos de alimentación. Existían nuevas ideas sobre la arquitectura y materiales de construcción, nuevos perfumes, creaciones literarias diferentes, y principios de arte extraterrestres. Estaba también el dimensino, un maravilloso medio de entretenimiento que había reemplazado a los clásicos medios de diversión humanos, el cine, la radio y la televisión.

En el dimensino, el espectador no se limitaba simplemente a ver y a oír, sino que participaba igualmente en la acción. El espectador se convertía en parte de la representación, se identificaba con uno de los personajes, se volvía la persona de su elección en el drama que el dimensino creaba. En casi todas las casas, en las ciudades, ya tenían su habitación con el dimensino, que permitía la maravillosa sensación de casi trasmutarse en otra persona, de evadirse de su forma ordinaria y corriente y salir a otra dimensión especial del tiempo y la circunstancia, para vivir en lugares exóticos o en fantásticas situaciones. Y todas aquellas cosas, los alimentos, los tejidos, el dimensino, las drogas, todo en fin eran monopolios del Anzuelo. Y por todo aquello el Anzuelo se había ganado el odio de la gente, el odio de no comprender, de haber sido dejados al margen, de haber sido ayudados como jamás nadie pudo haber ayudado al progreso de la raza humana.

Acabó de comerse el alimento preparado, que le supo a gloria y comprobó que el sol ya había salido y que una fresca brisa animaba todas las cosas en aquel umbral de un nuevo día. La luz del sol entró entre el boscaje de chopos de Virginia, transformando las hojas de los chopos en monedas de oro, el ganado de la granja próxima mugía y vivía, todo había recobrado el movimiento de la vida, los coches pasaban zumbando de tanto en tanto sobre la carretera y el tronar lejano de un avión rápido cruzó el cielo en la altura.

Sobre la carretera, algo más abajo del puente, un camión cerrado vaciló en su marcha, y se detuvo finalmente, tras algunos fallos de su viejo motor. El conductor se apeó del camión, levantó el capot y anduvo buscando entre la maquinaria el motivo de la avería. Se volvió de nuevo e intentó arrancarlo, inútilmente. Volvió de nuevo con un juego de herramientas en la mano, que extendió sobre el suelo.

Era un camión antiguo, con motor de gasolina y ruedas, aunque tenía la asistencia adicional de un reactor. Había ya pocos vehículos como aquél en rodaje, excepto quizá, en lugares apartados del campo. «Un transportista independiente»s, pensó Blaine Yendo delante, y arreglándoselas como mejor podía, compitiendo con los camiones de las sociedades organizadas, al trabajar a una tarifa más económica, al hacérselo todo por sí mismo.

La pintura original del camión se había perdido del chasis y del maderamen exterior; pero pintado en frescos colores recientes, aparecían sobre trozos de la chapa y de la madera signos fetichistas, que servirían, sin duda alguna, para preservar a aquel pobre hombre de todo lo malo del mundo.

Según vio Blaine, desde donde se hallaba, tenía la matrícula de Illinois.

El conductor había tomado una de las herramientas, se había metido bajo el camión y pudo oír el ruido de los martillazos que estaba dando sobre la parte averiada, seguramente. Blaine ya había terminado su desayuno. Todavía le quedaban dos patatas y una mazorca de maíz y los carbones ya estaban apagándose. Removió los carbones y puso encima más trozos de madera. Cuando el último alimento estuvo convenientemente cocido, se lo puso en un bolsillo y se dirigió hacia la carretera. Al sonido de las pisadas de Blaine, el conductor del camión se salió al exterior y se le quedó mirando.

—Buenos días — le saludó Blaine, apareciendo tan feliz como pudiera estarlo — Le vi desde allí, mientras estaba desayunando.

El conductor le miró con una sospecha en los ojos.

—Me ha sobrado comida, si la quiere usted — le dijo Blaine —. Aunque, quizá, usted ya habrá comido.

—No, no lo he hecho todavía — repuso el hombre del camión, mostrando cierto interés — Intentaba haberlo hecho en el pueblo de ahí atrás; pero estaba todo cerrado.

—Bien, entonces. — y Blaine le ofreció la comida que llevaba en el bolsillo.

El hombre tomó las patatas y la mazorca de maíz y las sostuvo en el aire como si fuera a morderlas.

—¿Quiere decir que me lo regala usted?

—Pues claro que sí — repuso Blaine —. Aunque puede usted tirármelo a la cara, si es ese su deseo. El hombre hizo un gesto de conciliación. —No, de ningún modo. El próximo pueblo se encuentra a treinta millas y con este cacharro — dijo señalando el camión — no sé cuándo podré llegar hasta allí.

—No tengo sal; pero espero que la comida le sepa bien sin ella.

—Bien — repuso el otro — ya que es usted tan amable…

—Siéntese — dijo Blaine — y coma. ¿Qué es lo que le ocurre al motor?

—No estoy seguro. Puede que sea el carburador. Blaine se despojó de la chaqueta, que tiró a un lado. Se remangó las mangas de la camisa. El hombre se sentó sobre una roca al borde de la carretera y empezó a comer. Blaine recogió una llave inglesa y saltó sobre el guardabarros.

—Oiga — le preguntó el conductor —¿dónde consiguió usted esta comida?

—Allá arriba, en la colina — repuso Blaine — el granjero tiene mucho sembrado.

—¿Quiere decir que se la ha robado?

—Bien, ¿qué haría usted si no tuviera trabajo, ni dinero y trata de volver a casa?

—¿Por dónde vive usted?

—En Dakota del Sur.

El otro hombre tomó otro bocado de comida y la boca se le llenó tanto que no pudo seguir hablando.

Blaine continuó su trabajo de mecánica bajo el capot y se dio cuenta de que el carburador tenía todas las clavijas en su sitio, excepto una. Puso la llave inglesa sobre ella, y la clavija protestó con un chirrido.

—¡Maldita clavija, tan apretada! — protestó el conductor, viendo trabajar a Blaine.

Este, finalmente desatornilló la pieza y sacó el carburador. Se sentó junto al hombre, que continuaba comiendo. —La armadura de este chisme está a punto de saltar en pedazos — dijo el conductor —. Ya empezó a darme la lata nada más salir, y ha seguido molestándome todo el viaje. Mi opinión es que habrá que enviarla al infierno.

Blaine encontró otra llave más pequeña, con la cual fue ajustando todos los cables y pernos en el carburador.

—Traté de conducir durante la noche; pero eso no es para mí. ¡Demasiado arriesgado!

—¿Vio algo?

—Si no hubiera sido por esos signos que llevo pintados en el camión, lo habría pasado mal. Llevo un revólver conmigo; pero no sirve. No se puede conducir y manejar el revólver al mismo tiempo.

—Probablemente no conseguirá nada, aunque se lo proponga.

—Le digo a usted, amigo — continuó el conductor —, que estoy preparado contra todo eso. Llevo un bolsillo lleno de balas de plata.

—¿Son caras, eh?

—Claro que sí; pero hay que ir preparados.

—Sí, es natural — convino Blaine —. Supongo que tiene razón.

—Las cosas van de mal en peor, cada año que pasa. Hay un predicador, allá en el norte.

—Tengo entendido que hay muchos predicadores.

—Sí, hay muchos de ellos. Pero todo lo que hacen es hablar y hablar. Pero este a quien me refiero, está entrando en acción.

—¡Ya está! — exclamó Blaine, abriendo el carburador al fin y mirando con interés el interior del mecanismo. El hombre se inclinó sobre Blaine para ver lo que estaba haciendo.

—Que me aspen si veo nada de particular ahí.

—Lo volveré a poner nuevamente en su sitio en otros quince minutos. Vea si puede darme una lata con aceite para engrasar estas piezas.

El conductor se puso en pie y se limpió las manos en los pantalones.

—En seguida se la doy.

Se dirigió al camión y pronto estuvo de vuelta junto a Blaine.

—Me llamo Buck. Buck Riley.

—Blaine. Puede llamarme Shep.

Y se estrecharon las manos.

Riley pareció indeciso basculando sobre sus pies.

—¿Me dijo usted que se dirigía a Dakota?

Blaine afirmó con la cabeza.

—Estoy pensando que necesito a alguien que me preste ayuda para el viaje.

—¿De veras?

—¿Puede usted conducir durante la noche?

—¡Diablos, claro que sí! — repuso Blaine.

—Usted puede conducir, mientras yo llevo el arma dispuesta.

—Creo que necesitará dormir mejor.

—Ya nos las arreglaremos los dos, de una u otra forma. Lo que tenemos que procurar es que este cacharro siga rodando. He perdido mucho tiempo, para pensar en comodidades.

—¿Se dirige usted por el camino de Dakota del Sur?

Riley afirmó con un movimiento de cabeza.

—¿Vendrá usted conmigo, pues?

—Encantado de hacerlo — repuso Blaine —. Es mucho mejor que hacer el camino a pie.

—Y podrá usted ganar algún dinero, aunque no mucho…

—Olvide lo del dinero, amigo. Lo que deseo es seguir el viaje.

Загрузка...