V

La fiesta empezó a estar invadida por el ruido, sin ser demasiado bulliciosa y a adquirir poco a poco ese aire de intrascendencia y futilidad del que son víctimas, inevitablemente, todas las fiestas. Además y como es corriente, el ambiente se sobrecargó del olor de los licores, de demasiados cigarrillos, del frío aire de la montaña que entraba a través de las ventanas abiertas y del susurro pesado del parloteo constante de la gente. Todavía no era la medianoche.

Aquel individuo, llamado Herman Dalton, encogió sus largas piernas y se arrellanó en un butacón con un imponente cigarro cogido por un borde de la boca. Se alisó su abundante cabellera, pasándose las manos por ella a modo de suaves cepillos.

—Pero vuelvo a repetirle, Blaine — decía Dalton —, que todo tiene que tener su fin. El tiempo vendrá, si algo superior no lo impide, en que la palabra «negocios» no tendrá el menor significado. El Anzuelo, incluso ahora mismo, nos está aplastando contra la pared.

—Señor Dalton — le repuso Blaine —, si tiene usted deseos de argumentar sobre ese particular, yo le buscaré a otra persona que entienda de negocios. Yo soy el menos indicado, incluso el menor de todos dentro del Anzuelo, a despecho de la realidad de que esté trabajando allí.

—El Anzuelo nos está absorbiendo — continuó Dalton irritadamente —. Se están llevando al diablo nuestra forma de vida, están destruyendo sistemáticamente toda una serie de convenciones tradicionales y de valores éticos que han sido edificados cuidadosamente a través de siglos, por hombres a que han dedicado devotamente y con profundidad, sus vidas al servicio público. Están quebrantando y arruinando la estructura comercial, tan cuidadosamente edificada y estatuida. Nos están arruinando, lenta e inexorablemente, no a todos de una vez, sino a uno por uno. Tengamos, por ejemplo, ese llamado «carnicero vegetal». Usted planta una fila de semillas y más tarde usted llega y las arranca y donde pensaba encontrarse con patatas, en lugar de patatas tiene usted un concentrado de proteínas.

—Y bien — comentó entonces Blaine —, así tenemos que, por primera vez en sus vidas, millones de personas están comiendo carne que antes jamás pudieron pensar en comprar y que su elegante y magnífico sistema de convenciones y de valores éticos, no les permitieron nunca poder adquirir.

—Pero, ¡y los granjeros! — gritó Dalton —. Y los trabajadores de los mataderos. Sin mencionar los intereses del empaquetamiento, envíos, etc.

—Yo supongo — sugirió Blaine — que habría sido más bueno el haber vendido las semillas en exclusiva a los granjeros o a los dueños de supermercados. O que hubieran sido vendidas a la tarifa de un dólar o de dólar y medio, en vez de diez centavos el paquete. Por ese camino, se habría conservado el sistema natural competitivo de la carne y la economía continuaría sana y a salvo. Por supuesto, entonces, esos millones de personas…

—Pero usted no comprende — interrumpió Dalton —. Los negocios constituyen la sangre del cuerpo de nuestra sociedad. Destrúyalos y habrá destruido al hombre mismo.

—Lo dudo mucho — repuso Blaine.

—Pero la historia demuestra la posición preeminente del comercialismo. Ha construido el mundo como permanece hasta el día de hoy. Descubrió y abrió vías de progreso con sus pioneros, erigió las factorías, y…

—Ya comprendo, señor Dalton, ha leído usted mucha historia.

—Sí, señor Blaine, lo he hecho. Soy particularmente aficionado a…

—Entonces, quizás habrá usted caído en la cuenta de otras cosas también. Ideas, instituciones y creencias, siempre sobreviven al tiempo para el cual resultaron útiles. Eso lo hallará página tras página en toda nuestra historia… el mundo evoluciona y la gente y los métodos de vida, cambian asimismo. ¿Se le ha ocurrido pensar que los negocios, en la forma en que usted los concibe han sobrevivido a su tiempo de utilidad? Los negocios ya hicieron su contribución al mundo; pero el mundo continúa hacia delante. El concepto «negocio» es otro dodo(1 ).

Dalton se incorporó rabioso, masticando furiosamente su puro y alisándose el cabello por enésima vez.

—¡Por Dios! — gritó —, Ya veo lo que piensa usted. ¿Es esa también la mentalidad del Anzuelo?

Blaine sonrió, sin alterarse.

—No, en absoluto; esa es mi opinión estrictamente particular. No tengo la menor idea de lo que el Anzuelo pueda estar pensando. No estoy metido en política.

«Así ocurría siempre», pensó Blaine. No importaba dónde se encontrase, siempre existiría a su alrededor alguien que tratara de arrancarle una pista, una idea, un pensamiento, el más diminuto secreto que pudiera pertenecer al Anzuelo. Al igual que una bandada de buitres, cerniéndose sobre su posible víctima, sospechando, seguramente, mucho más de lo que podría ocurrir en la realidad.

La ciudad era una colmena de intrigas, de murmullos y de rumores, llevados y traídos por los «representantes», agentes activos y falsos diplomáticos de secretos intereses. Y aquel caballero de aspecto respetable que se hallaba recostado en el butacón frente a él, venía allí para establecer su protesta formal contra algún nuevo ultraje perpetrado sobre cualquier grupo comercial poderoso, a causa de cualquier nueva empresa del Anzuelo.

Dalton volvió a retreparse en el butacón. Sacó un nuevo cigarro y tiró el otro, destrozado. Sus cabellos volvieron a caerle sobre la frente como si nunca hubieran conocido un peine.

—Dice usted que no está metido en la política — continuó —. Creo recordar que me dijo en alguna ocasión que era un viajero del espacio.

Blaine afirmó con la cabeza.

—Eso significa que sale usted al espacio cósmico y visita otras estrellas.

—Supongo que así es.

—Entonces, usted es un parakino.

—Suponía que emplearía usted esa palabra al referirse a mí; pero debo advertirle con toda franqueza que tal nombre no suele emplearse regularmente entre la sociedad educada.

La respuesta se perdió en Dalton. Era un hombre inmune a toda vergüenza.

—Bien, ¿cómo podría decirla entonces?

—Realmente, señor Dalton, yo no puedo explicárselo.

—¿Y va usted solo?

—Bien, no completamente solo. Tomo conmigo una registradora.

—¿Una registradora?

—Sí, una máquina que lleva mecanismos de registro, altamente miniaturizados, por supuesto, y que conserva informes y registros de cualquier cosa que pueda ser vista.

—¿Y esa máquina viaja con usted…?

—No, no lo comprende. Yo la llevo conmigo, al igual que usted sale de su casa con una cartera de negocios.

—Entonces, ¿viajan juntas su mente y esa máquina?

—Exactamente, sí señor. Mi mente y esa máquina.

—¡No me diga!

Pero Blaine no se molestó en volver a responderle.

Dalton tomó el cigarro, que tenía nuevamente destrozado por todas partes de mordisquearlo furiosamente, y lo tiró por un rincón, intentando meterlo dentro de una papelera.

—Y volviendo a lo que estábamos hablando antes — continuó Dalton, con tono solemne y pontifical —. El Anzuelo posee todas esas cosas de mundos extraños y supongo que estarán en su derecho. Comprendo que las comprueben completamente, antes de ponerlas en el mercado. No habría nada malo que pensar contra ellos, no señor, en absoluto, si esas mercancías, esos artículos los enviasen a los mercados a través de los sistemas regulares del comercio. Pero ellos no lo hacen. No permiten de ningún modo a nadie que venda nada. Ellos tienen su propio sistema y para añadir insulto a la injuria de su conducta, llaman a sus establecimientos de negocios Puestos Comerciales. ¡Vamos, como si estuviesen tratando con un puñado de salvajes!

Blaine sonrió entre dientes. —Hace ya tiempo que alguno, en el Anzuelo, tuvo que haber tenido un marcado sentido del humor. Créame, señor Dalton, es una cosa dura de creer.

—Artículo tras artículo — continuó Dalton irritado —, están contribuyendo a arruinarnos. Año tras año están suprimiendo o cancelando comodidades para las que existía una demanda. Es como un proceso de erosión que nos está aniquilando. No es una amenaza brutal, es más bien una segura y lenta destrucción. Y ahora he oído decir que piensan abrir al público su sistema de transporte. Y ya podrá imaginarse la catástrofe que eso acarrearía al viejo sistema comercial.

—Sí, ya lo supongo — dijo Blaine —. Con eso se pondría fuera de la circulación a los carreteros y a cierto número de líneas aéreas.

—Usted sabe muy bien que eso ocurriría. No existe sistema alguno de transporte que pudiese competir con el sistema teleportador.

—Creo — repuso Blaine — que la respuesta sería que usted montase por su cuenta un sistema teleportador también. Hace años que ha podido hacerlo. Ha podido usted echar mano de mucha gente que ya no está con el Anzuelo y que le habría enseñado a establecerlo.

—¡Chiflados, fanáticos! — repuso Dalton con repugnancia.

—No, Dalton, nada de chiflados ni de fanáticos. Sólo gentes como las demás que tienen poderes paranormales y que pusieron al Anzuelo en el lugar que hoy ocupa, esto es, los verdaderos poderes que usted ahora admira en el Anzuelo y que usted deplora, en cambio, entre la demás gente, su propia gente.

—No nos atreveríamos — contestó Dalton —. Existe una situación social.

—Sí, ya sé — añadió Blaine —. La situación social. La que acaba crucificando a las gentes sencillas y felices.

—El clima moral resulta confuso a veces.

—Sí, claro, debía haberlo imaginado — concluyó Blaine.

Dalton tomó nuevamente el cigarro y lo miró con disgusto y repugnancia. Estaba apagado por un extremo y machacado por el otro. Tras vacilar un momento, acabó por tirarlo sobre una maceta de una planta exótica. Se echó hacia atrás y se puso las manos sobre el vientre, en actitud beatífica esta vez, y se puso a mirar contemplativamente el techo.

—Señor Blaine — dijo pausadamente.

—¿Sí?

—Usted es un hombre de gran discernimiento y de integridad. Y que además siente una gran impaciencia de pensamientos y de ideas. Me ha batido usted rápidamente al tratar de dos materias de conversación y me gustaría saber cómo lo ha conseguido.

—Estoy a su disposición.

—¿Cuánto le paga esa gente?

—Bastante — fue la fría respuesta de Blaine.

—Es una expresión demasiado vaga lo de bastante. Yo nunca he visto a un hombre…

—Si está tratando de comprarme, es que debe hallarse fuera de sus cabales.

—No se trata de comprarle. Digamos, alquilarle. Usted conoce los pros y los contras del Anzuelo. Usted conoce a mucha gente, y en capacidad consultiva usted es un hombre inestimable. Deberíamos discutir esto…

—Perdone, señor — dijo Blaine —. Pero yo soy totalmente inútil para usted. Bajo las presentes circunstancias, no le prestaría el menor servicio.

«Ya permanecía demasiado tiempo allí», pensó Blaine. Había comido, bebido y charlado con Dalton. Y entonces, lo que necesitaba urgentemente era marcharse y desaparecer.

Se oyó el susurro de un tejido de mujer y una mano se puso sobre su hombro.

—Shep — dijo Charline Whitier —, ha sido encantador por tu parte el que hayas venido.

Blaine se levantó y saludó a la chica.

—Y de tu parte, también, el invitarme.

Ella parpadeó vivamente.

—¿Es que te he invitado realmente?

—No — respondió Blaine —. Seamos honrados. Freddy me trajo. Espero que no te haya importado.

—Ya sabes que siempre eres bienvenido a mi casa. — Y con la mano apretó el brazo de Blaine — Hay alguien a quien debes conocer. Nos perdonará usted, señor Dalton…

—No faltaba más. Y la chica se llevó a Blaine.

—Creo que esto es algo rudo por tu parte, Charline — dijo Blaine.

—He venido a rescatarte — le dijo la chica —. Es un tipo temible. No sé cómo ha llegado hasta aquí, ya que estoy segura de no haberle invitado.

—¿Quién es exactamente? — le preguntó Blaine —. Me temo que jamás llegaría a comprenderle.

Ella se encogió de hombros.

—Es la cabeza rectora de cierta delegación de importantes negocios. Viene aquí para tratar sus penas hacia el Anzuelo.

—Sí, ya lo ha dejado entender bien claro. Se muestra airado y de lo más desgraciado.

—Todavía no has tomado ningún trago, querido — insinuó Charline.

—Acabo de terminar uno.

—¿Has comido algo? ¿Lo estás pasando bien? Tengo un nuevo dimensino, el invento del último grito…

—Quizá vaya a verlo, Charline — repuso Blaine —. Quizá más tarde. Gracias de todos modos.

—Vamos, chico, ve y tómate otro trago. Tengo que saludar a varios otros invitados. Ya me contarás que ha sido de ti en estos últimos tiempos. Hace mucho tiempo que no te veía.

Blaine sacudió la cabeza.

—Lo lamento mucho más de lo que podría expresarte con palabras. Te agradezco mucho que me lo hayas recordado.

—Bien, te veré luego.

Y se marchó; pero Blaine se le aproximó y la detuvo. —Charline —dijo —, ¿te ha dicho alguien que eres un precioso bombón?

—Nadie — repuso la chica —, absolutamente nadie. — Y poniéndose de puntillas le besó en una mejilla —. Y ahora, ve por ahí y diviértete.

Blaine permaneció observando unos instantes cómo se alejaba graciosamente la chica y se perdía entre los invitados de la fiesta.

En su cerebro comenzó a rebullir el Color de Rosa, con una pregunta implícita en aquel leve movimiento.

«Sólo un momento — le repuso mentalmente Blaine—.Permíteme manejar esta situación un poco más lejos. Después discutiremos.»

Y sintió la gratitud, la repentina sensación de haber sido reconocida.

«Nos marcharemos — dijo nuevamente Blaine telepáticamente —, hemos de hacerlo en seguida, no te preocupes. Nos hallamos ligados el uno al otro.»

Y Blaine sintió la cosa Color de Rosa removerse de nuevo en su mente. Parecía de nuevo estar también asustada; pero en seguida cambió, aceptando la situación, aunque la situación debía resultarle horrible, ya que su lugar estaba en un sitio lejano, lleno de paz y serenidad en aquella estancia azul del lejano planeta de donde procedía.

Blaine se movió sin objetivo fijo por la habitación, dando una vuelta por el bar, deteniéndose un momento a curiosear la habitación donde se había instalado el dimensino y después se dirigió al salón de descanso. Debería marcharse inmediatamente. Antes de la luz del amanecer, o se hallaba a muchas millas de distancia o debería esconderse en cualquier parte. Pasó a lo largo de pequeños grupos de personas que charlaban, saludando a algunos conocidos o con un gesto de la mano. Le llevaría algún tiempo encontrar algún coche, en el cual, un conductor olvidadizo hubiera dejado puesta la llave de arranque. Podría ser que lo hallara; pero podría ser también que fracasara en tal propósito. Y en tal caso, ¿qué camino debería tomar? Escapar hacia las colinas, quizá, y esconderse por un día o dos, hasta resolver la situación de algún modo. Charline estaría dispuesta seguramente a prestarle ayuda; pero en el fondo sólo era una parlanchina y sería muchísimo mejor que se las arreglara por su cuenta, sin que la chica supiera nada. No existía nadie en quien pudiera confiar realmente, por el momento, para recibir una ayuda determinada. Algunos de sus compañeros del Anzuelo lo harían; pero teniendo en cuenta que no fuera algo que les resultara comprometedor personalmente. Quizá existirían muchos otros, pero era imposible determinarlo. Y habría quienes le venderían sin vacilar, si con ello ganaban alguna ventaja apreciable en cualquier aspecto.

Llegó hasta la entrada del salón de descanso y le pareció que salía del interior de un frondoso y espeso bosque a una llanura barrida por el viento limpio y puro donde poder respirar mejor. Allí, el parloteo de la gente sólo llegaba como un lejano murmullo y la atmósfera parecía más respirable. Se le fue la sensación de hallarse oprimido en medio de cuerpos y mentes y de la invisible red de intrigas que le envolvían por todas partes.

Se abrió la puerta que daba al exterior y una mujer entró en el salón.

—¡Harriet! — saludó Blaine —. Tenía que suponer que vendrías a la fiesta de Charline; ahora que recuerdo nunca te has perdido una. De paso recogerás alguna información importante y…

El impacto telepático de Harriet le hirió en el cerebro.

—Shep, eres un estúpido total. ¿Qué estás haciendo aquí? (Y la imagen de un mono con un sombrero ridículo en la cabeza, una cola de caballo y un irrisorio símbolo fálico.)

—Pero, tú…

—Por supuesto. ¿Por qué no? ¿Piensas sólo en el Anzuelo? ¿Solamente en ti mismo? Secreto, seguro, pero yo también tengo un derecho a los secretos. ¿Qué otra cosa recogería un buen periodista, montones de sucios chismes, chorros de estadísticas sin fin, con una gran oreja bien abierta para captarlo todo?

Harriet Quimby dijo con dulzura y vocalmente:

—No me perdería las fiestas de Charline por nada del mundo. Se encuentra una con gente tan sorprendente…

—Mal sistema — repuso Blaine con reprobación, ya que era un mal sistema en realidad el usar de la telepatía, y nunca, desde luego, en una función social.

—¡Al infierno con todo! — continuó Harriet telepáticamente —. Pon atención a lo que voy a decirte. Se sabe por toda la ciudad. Ellos saben dónde estás y vendrán a buscarte inmediatamente, si es que no están ya aquí mismo. Vine tan pronto como pude. Habla en voz alta, estúpido. ¡Y sigamos aquí!

—Estás perdiendo tu tiempo — dijo Blaine —. No hay aquí ninguna gente sorprendente. Es el lote de gente más pobre que Charline haya podido reunir. ¡¡¡Soplones todos!!!

—Quizá. Tenemos que intentar nuestra oportunidad. Estás en la estacada al igual que Stone. Justo como todos los demás. Estoy aquí para ayudarte.

Blaine repuso en voz alta:

—He estado charlando de negocios y ha resultado algo desagradable. Y ahora precisamente salía a respirar un poco de aire puro. ¡Stone! ¿Qué sabes tú de Stone?

—No importa ahora. En tal caso me iré. No acostumbro a perder e ^tiempo. Tengo mi coche abajo en la carretera; pero no puedes marcharte sin mí. Iré delante y tendré el coche dispuesto para salir disparados. Procura rondar un poco y disimular y vete después a la cocina (un mapa de la casa con una raya roja que conducía a la cocina).

—Sé donde está la cocina.

—No cometas torpezas. Nada de movimientos repentinos, recuérdalo. Compórtate como los demás, incluso fingiendo que estás aburrido mortalmente. (Una imagen representando a una serie de señores, con los ojos semicerrados por el alcohol y el sueño, con los hombros caídos bajo el peso de un terrible aburrimiento, unas grandes orejas abiertas para escucharlo todo y una helada sonrisa en los labios). Pero procura dirigirte cuanto antes a la cocina, y entonces toma en seguida la puerta de al lado, que conduce a la carretera.

—¿No querrás decir que vas a marcharte ahora… así? — dijo Blaine en voz alta —. Mi opinión, puedo asegurarte, es frecuentemente equivocada sobre las fiestas. Pero, ¿y tú? ¿Por qué haces esto? ¿Qué consigues con hacerlo? (Perplejidad. Una persona irritada llevando en la mano un saco vacío.)

—Te quiero. (Un mosaico con dos corazones tallados y enlazados dentro.)

—Mientes. (Una pastilla de jabón lavando enérgicamente una boca.)

—No se lo digas, Shep — dijo Harriet —. Le destrozaría el corazón a Charline. Soy un periodista y estoy trabajando en una novela de la que tú formas parte.

—Olvidas una cosa. El Anzuelo puede estar esperando en la boca del cañón.

—Shep, no te preocupes. Lo tengo todo bien preparado. Les volveremos locos.

—De acuerdo, pues — repuso Blaine —. No diré una palabra. Te veré después por la fiesta. Y gracias.

La chica abrió la puerta y se marchó, y Blaine pudo oír el sonido de sus pasos atravesando el patio y bajar después las escaleras.

Blaine se volvió lentamente hacia las habitaciones llenas de gente, en plena fiesta, y mientras atravesaba la puerta de acceso, el ruido de conversaciones estalló de nuevo dándole en el rostro como una bofetada. Era el ruido de muchas personas hablando a la vez, sin importarle mucho lo que decían, ni tampoco el sentido de sus palabras, sino el simple hecho de hablar por hablar hasta formar un mar de ruido confuso y molesto. Así, resultaba que Harriet era una telépata, algo que nunca podía haber sospechado… y además periodista y con talento. «Mujeres de boca cerrada», pensó Blaine, aunque se le ocurrió imaginar si existiría una mujer en el mundo con tal virtud. Si bien Harriet, recordó Blaine, era más periodista que mujer. Se la podía poner a la altura de los mejores escritorzuelos.

Se detuvo un momento en el bar, donde tomó un whisky con hielo y soda, permaneciendo unos momentos abstraído, mientras tomaba la bebida a tragos. Debería no aparentar tener prisa; pero también debería salvar a toda costa el obstáculo de enfrascarse en cualquier conversación que le hiciera perder el tiempo. No había tiempo para ello.

Pudo haber entrado un par de minutos en el dimensino; pero aquello resultaba peligroso, podía ser identificado demasiado rápidamente y abstraerse con el encanto fascinante del dimensino.

Intercambió rápidos saludos con algunos conocidos y tuvo que charlar un momento con cierto caballero a quien no veía hacía diez días solamente, se vio obligado también a soportar dos o tres chistes subidos de color, e incluso tuvo que defenderse del asalto de una chica joven dispuesta a tenderle una clara emboscada.

Por fin, moviéndose gradual y lentamente, llegó a la cocina.

Entró en el interior y siguió hacia la escalera. La estancia se hallaba completamente vacía, una estancia fría, metálica y reluciente con el resplandor del cromo y el brillo de su calidad de fabricación. Un reloj de parea corría los segundos lentamente, colgado de un lateral, y el susurro resultaba imponente en el completo silencio de la cocina.

Blaine dejó el vaso que llevaba en la mano, todavía medio lleno de whisky, en la mesa más próxima. A seis pies de distancia, se hallaba la puerta de escape al exterior. Echó los dos primeros pasos y al bajar el tercero algo le rebulló instantáneamente en el cerebro, Volviéndose con rapidez. Freddy Bates permanecía erecto junto al refrigerador, con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta.

—Shep — dijo Bates —, si yo fuera tú ahora mismo, no lo intentaría. El Anzuelo lo tiene todo copado. No tienes ninguna oportunidad.

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