XV

Blaine esperaba sentado en la tienda a que el hombre que le atendía acabase de empaquetar una docena de salchichas, hamburguesas, unos bocadillos y una lata con café Había un par de clientes en la tienda, que no le prestaron la menor atención. Uno de ellos había terminado el desayuno y estaba leyendo un periódico. El otro, inclinado sobre el plato de comida, estaba removiendo una horrible mezcla, que más se parecía a una comida para perros, y que originariamente eran huevos y patatas fritas.

Blaine se apartó de la vista de aquellos dos hombres y miró fijamente al exterior por las ventanas de cristal que componían dos lados del edificio. La mañana era tranquila y sólo unos cuantos coches transitaban de un lado a otro y en la calle solamente un individuo marchaba a pie.

«Probablemente, habría sido una tontería, se dijo a sí mismo, el haber venido allí, pretendiendo dar con ello una seguridad a un hombre completamente fuera de sí, como era Riley». Ya que, sin duda alguna, no importaría lo que hiciese o dijese, ni lo que Riley dijera tampoco, el transportista continuaría teniendo las más profundas sospechas de él.

Aunque bien era cierto que aquello terminaría pronto, ya que se hallaban muy cerca del río Missouri, y Pierre debería encontrarse a sólo unas cuantas millas de distancia hacia el norte. Y cosa curiosa, Riley nunca le había dicho el lugar exacto a donde se dirigía con el camión. Aunque no se trataba de un hombre misterioso por sí, era evidente que intentaba guardar el secreto de lo que transportaba a toda costa, como obedeciendo a una consigna. Se apartó de la ventana y por fin el tendero acabó de empaquetarle los víveres solicitados. Pagó con un billete de cinco dólares que Riley le había dejado y se embolsó el cambio restante.

Salió a la calle y se dirigió a la estación de servicio antigua, en el gran edificio que sobresalía más allá, al borde del camino y la calle principal del pueblo, y donde Riley le estaría esperando. Era demasiado temprano para encontrar a nadie despierto todavía en la estación, así tomarían su desayuno mientras hacían tiempo suficiente para adquirir la gasolina necesaria y llenar el tanque totalmente, que ya llevaban agotado. Una vez que llegaran al río, Blaine se dirigiría hacia el norte en busca de Pierre.

La mañana era fría, casi demasiado para la estación. El aire era agradable de respirar. «Sería otro día bueno, pensó Blaine, otro día agradable de otoño».

Pero al llegar próximo a la estación de servicio, el camión no apareció a su vista por ninguna parte. Quizá Riley lo habría cambiado de lugar. Pero no, no cabía duda: Riley se había marchado solo. A riesgo de perder unos cuantos dólares y de encontrar otra estación más lejana, Riley se había desembarazado de su acompañante y se había marchado solo.

Para Blaine, aquello no constituyó ninguna gran sorpresa, ya que casi en realidad era algo que estaba esperando. Para el punto de vista de Riley, era la mejor salida, dadas las sospechas que había concebido de su extraño acompañante en la noche anterior.

Y para convencerse a sí mismo de que no estaba engañado, Blaine dio la vuelta completa al edificio. El camión había desaparecido de la vista. Dentro de poco tiempo, el pueblo comenzaría a despertar por completo y las calles se llenarían con la gente que iría a su diario quehacer. Tenía, por tanto, que salir huyendo cuanto antes mejor. Podría encontrar cualquier lugar donde esconderse durante el día, y recomenzar su camino al llegar la noche.

Permaneció unos instantes orientándose para seguir su camino.

El límite más próximo del pueblo, de eso estuvo bien seguro, quedaba hacia el este, ya que habían conducido desde el borde sur durante una o dos millas aproximadamente. Y comenzó a andar lo más d prisa posible, sin correr, y en una ocasión, un hombre salió a la puerta de su casa para no llamar la atención. Pasaron unos cuantos coches, para recoger el periódico. En otra, se tropezó con un operario que se dirigía seguramente a su trabajo, con la cesta de la comida en la mano. Ninguno de ellos le prestó atención alguna.

Las casas fueron haciéndose más y más aisladas, hasta que alcanzó el fin de la calle principal y se encontró en el campo. Allí acababa la pradera y una vasta planicie de terreno se extendía hacia lo lejos, donde pudo apreciar un revoltijo de pequeñas colinas, cada una menor que la siguiente, lo que dio a Blaine la idea de que el Missouri llevaba su curso en aquella dirección. En algún punto de aquella lejanía, el gran río discurriría con su poderosa corriente, sembrado en su camino por bancos de arena y salpicado de pequeñas islas cubiertas de sauces.

Continuó su camino a través del campo, y saltó una cerca, bajando hacia un barranco, por una empinada pendiente, en cuyo fondo discurría un pequeño arroyo, que murmuraba sus aguas contra las piedras. En una de las orillas junto al arroyuelo, crecía un pequeño boscaje de sauces. Blaine llegó y se arrodilló buscando un asiento cómodo entre los sauces. Era un lugar ideal para esconderse. Se hallaba fuera del pueblo, y por allí no había nada que hiciera a la gente aproximarse, la corriente era muy pequeña para pescar y era muy avanzado el otoño para bañarse. Confió en no ser molestado.

No habría nadie que pudiera sentir el espejo radiante de su mente, nadie que pudiera gritarle: ¡Parakino!

Cuando llegara la noche, se marcharía lejos de allí.

Se comió unos bocadillos y tomó una taza de café.

El sol llegó hasta los sauces y se filtró a través de su ramaje, haciendo un bello juego de luces y sombras.

Desde el pueblo llegaron a sus oídos sonidos lejanos, el ruido de un camión, el zumbido de una maquinaria en marcha, el ladrido de varios perros y los gritos de una mujer llamando a sus chicos. «Era un largo camino el que ya llevaba huyendo del Anzuelo», se dijo Blaine a sí mismo, mientras descansaba en el suelo, a la sombra de los sauces, y escarbando en el suelo con un palitroque que había encontrado a mano. Un largo camino desde la casa de Charline y de la vista de Freddy Bates. Y hasta aquel momento, ni siquiera había vuelto a pensar en ellos. Entonces había una pregunta que hacerse, y ahora otra también: si había sido inteligente por su parte huir del Anzuelo, si a despecho de lo que Godfrey Stone había dicho, no hubiese sido la postura más sabia haberse quedado y esperar sus oportunidades, cualquiera que hubiera sido la acción que el Anzuelo hubiese podido tomar contra él.

Y mientras permanecía sentado en aquel lugar, su mente volvió hacia la inmensa sala azul de nuevo, donde se había hallado su mente en el último viaje estelar. Volvió a ver la estancia azul nuevamente, como si hubiese sido el día antes la primera vez que la había visto, mejor aún que la primera vez. Las estrellas lejanas brillaban débilmente, alumbrando suavemente aquella estancia fantástica, que no tenía techo alguno, con su brillante suelo azul, suave y terso como un espejo y llena por todas partes de los fantásticos y extraños ornamentos, que podían ser una fornitura adecuada al lugar u objetos de arte, o aplicaciones de cualquier otro género.

Todo aquello se le hizo vivido por completo, claro y conciso, sin empañarle la visión de su mente y sin detalles borrosos.

El Color de Rosa se hallaba allí extendido en su enorme extensión. Se mostró perfectamente advertido de la presencia de Blaine, y le dijo:

—¡Bien, has vuelto de nuevo!

Y Blaine se encontró realmente allí.

Sin máquinas y sin cuerpo, sin ayuda externa alguna, sin dispositivos especiales, sólo con su mente desnuda, Sheperd Blaine había vuelto de nuevo hacia el Color de Rosa.

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