7 Un medallón frío

Soldados seanchan. ¡Qué puñetas! Era lo único que le faltaba a Mat, con los dados rodando dentro de su cabeza.

—Noal, busca a Egeanin y la pones sobre aviso. Olver, tú ve a advertir a las Aes Sedai, y a Bethamin y a Seta. —Esas cinco estarían juntas o, al menos, cerca unas de otras. Las dos antiguas sul’dam seguían a las hermanas como si fueran su sombra cada vez que salían del carromato que compartían todas. Luz, esperaba que a ninguna se le hubiera ocurrido ir a la ciudad otra vez. ¡Eso sería como meter a una comadreja en un gallinero!—. Yo me acercaré a la entrada e intentaré descubrir si tenemos problemas.

—Ella no responderá a ese nombre —masculló Noal mientras se deslizaba entre la cama y la mesa. Se movía con agilidad para alguien que parecía haberse roto la mitad de los huesos del cuerpo en un momento u otro—. Sabes que no.

—Y tú sabes a quién me refiero —le replicó secamente Mat al tiempo que miraba hacia Tuon y Selucia, ceñudo. Esta estupidez del nombre era culpa de ellas. Selucia le había dicho a Egeanin que ahora su nombre era Leilwin Sin Barco, y ése era el que usaba la otrora capitana seanchan. Bueno, pues él no estaba dispuesto a tolerar ese tipo de cosas, ni para sí mismo ni para ella. La mujer tenía que entrar en razón, antes o después.

—Sólo lo comento —respondió Noal—. Vamos, Olver.

Mat fue tras ellos, pero antes de que llegara a la puerta Tuon le habló.

—¿Y a nosotras no nos adviertes que nos quedemos dentro del carromato, Juguete? ¿No dejas a nadie que nos vigile?

Los dados le decían que tendría que buscar a Harnan o uno de los otros Brazos Rojos y apostarlo fuera, aunque sólo fuera para evitar accidentes.

—Diste tu palabra —respondió sin vacilar, no obstante, mientras se ponía el sombrero. La sonrisa que recibió en respuesta merecía la pena correr el riesgo. Que lo asparan, pero cómo se le iluminaba el semblante al sonreír. Las mujeres eran siempre un juego de azar, pero a veces una sonrisa era premio de sobra.

Desde la entrada vio que los días de Jurador sin presencia seanchan habían llegado a su fin. Justo al otro lado de la calzada, enfrente de donde estaba instalado el espectáculo, varios centenares de hombres se despojaban de la armadura, descargaban carretas, montaban tiendas en filas ordenadas, colocaban líneas de estacas para atar caballos. Todo llevado a cabo con gran eficacia. Vio taraboneses con el velo de malla colgando del yelmo y petos pintados a rayas azules, amarillas y verdes, así como hombres que evidentemente pertenecían a la infantería apilando picas y colgando arcos mucho más cortos que el arco de Dos Ríos y vestidos con el mismo tipo de armadura. Supuso que debían de ser amadicienses. Ni los soldados de Tarabon ni los de Altara solían ir a pie; además, los altaraneses al servicio de los seanchan llevaban la armadura con marcas diferentes por alguna razón. También había seanchan, por supuesto, puede que unos veinte o treinta, que él viera. No cabía error con aquellas armaduras pintadas, de láminas imbricadas, ni aquellos extraños yelmos semejantes a una cabeza de insecto.

Tres soldados se acercaron caminando sin prisa a través de la calzada; eran hombres delgados, encallecidos. Las chaquetas azules, con el cuello a rayas blancas y verdes, eran bastante sencillas a despecho de los colores y denotaban el uso de la armadura encima, si bien no indicaban rango. En ese caso, no eran oficiales, pero aun así podían resultar tan peligrosos como víboras rojas. Dos de los tipos podrían haber pasado por oriundos de Murandy o incluso de Dos Ríos, pero el tercero tenía los ojos rasgados como un saldaenino y la piel de color miel. Sin pararse, echaron a andar hacia el interior del espectáculo.

Uno de los cuidadores de caballos apostados en la entrada lanzó un silbido de tres notas agudas que empezaron a repetirse como un eco por todo el recinto en tanto que el otro, un tipo bizco llamado Bollin, puso la jarra de cristal delante de los tres.

—Es un céntimo de plata cada uno, capitán —dijo con engañosa suavidad. Mat había oído hablar al hombre en ese mismo tono un instante antes de atizarle a otro mozo con una banqueta en la cabeza—. Los niños pagan cinco cobres si me llegan más arriba de la cintura, y tres si son más bajos, pero sólo los niños a los que hay que llevar en brazos pasan gratis.

El seanchan de tez color miel alzó una mano como si pensara empujar a Bollin para apartarlo, pero entonces vaciló y endureció más el gesto, si tal cosa era posible. Los otros dos se pusieron en guardia a su lado, prietos los puños, cuando el sonido de pies a la carrera anunció la llegada de todos los hombres del espectáculo, aparentemente, tanto artistas con el atuendo chillón como mozos con ropas toscas de paño. Todos llevaban una cachiporra de algún tipo en la mano, incluido Luca, vestido con una chaqueta de un rojo intenso con bordados de estrellas doradas y las botas altas vueltas en la pantorrilla, y Petro, con el torso al aire, que tenía un carácter más tranquilo y agradable que ningún otro hombre que Mat conociera, pero que en esos momentos mostraba una expresión tormentosa.

Luz, aquello tenía visos de convertirse en una masacre, con los compañeros de esos tres tipos a menos de cien pasos y con todas las armas a mano. Era la situación en la que Mat Cauthon debería quitarse de en medio. De manera subrepticia tanteó los cuchillos de arrojar que guardaba en las mangas y se encogió de hombros a fin de notar el que llevaba colgado un poco más abajo de la nuca. Imposible comprobar los que ocultaba debajo de la chaqueta o dentro de las botas sin que se dieran cuenta. Ahora los dados sonaban como un trueno constante. Empezó a planear cómo sacar a Tuon y al resto de allí. Aún tenía que seguir con ella un poco más.

Antes de que el desastre abriera la puerta apareció otro seanchan —una mujer— con armadura a rayas azules, verdes y amarillas, pero con el yelmo sujeto contra la cadera derecha. También ella tenía los ojos rasgados y la tez ambarina, con alguna que otra cana en el negro cabello muy recortado. Era casi un pie más baja que cualquiera de los otros tres y no había plumas en su yelmo, sólo una pequeña cresta en la parte delantera, semejante a una punta de flecha de bronce, pero los tres soldados se pusieron firmes cuando la vieron.

—Bien ¿por qué será que no me sorprende encontrarte aquí en lo que parece el bonito comienzo de un disturbio, Murel? —El acento lento, que arrastraba las palabras, tenía cierto timbre nasal—. ¿Qué es lo que pasa aquí, pues?

—Pagamos nuestra entrada, portaestandarte —repuso el hombre de tez ambarina con el mismo acento gangoso—, y entonces dijeron que teníamos que pagar más por ser soldados del imperio.

Bollin abrió la boca, pero la mujer lo hizo callar al alzar la mano. Tal era la respuesta que su presencia despertaba. Recorrió con la mirada a los hombres agrupados en un prieto semicírculo que llevaban las cachiporras y la detuvo un momento en Luca para sacudir la cabeza; después se posó en Mat.

—¿Visteis lo que ocurrió?

—Lo vi —respondió Mat—. Intentaban entrar sin haber pagado.

—Esto te vendrá bien, Murel —dijo la mujer, con lo que provocó un parpadeo de sorpresa por parte del hombre—. Os vendrá bien a los tres. Significa que no gastaréis vuestro dinero. Y no lo gastaréis porque vais a estar confinados en el campamento durante diez días, y dudo que este espectáculo se quede aquí tanto tiempo. También se os descontarán a los tres diez días de paga. Se supone que tendríais que estar descargando carretas para que los nativos no piensen que nos consideramos mejores que ellos. ¿O queréis que se os acuse de causar disensión en las tropas? —Los tres hombres palidecieron visiblemente. Por lo visto era un cargo muy grave—. Ya suponía que no. Y ahora, quitaos de mi vista y poneos a trabajar antes de que aumente a un mes entero el castigo en lugar de una semana.

—Sí, abanderada —respondieron al unísono y luego cruzaron la calzada corriendo lo más deprisa posible al tiempo que se quitaban las chaquetas. Hombres duros, pero la abanderada lo era más aún.

Sin embargo, la seanchan no había acabado. Luca se adelantó e hizo una exagerada reverencia, pero ella cortó las palabras de agradecimiento que iba a pronunciar, fueran cuales fueran.

—No me caen bien los tipos que amenazan a mis hombres con porras —arrastró las palabras, con la mano libre apoyada en la empuñadura de la espada—, ni siquiera a Murel, sobre todo cuando hay tanta desigualdad. Aun así, esto demuestra que tenéis coraje. ¿Alguno de vosotros, muchachos, quiere llevar una vida de gloria y aventuras? Cruzad la calzada conmigo y os alistaré. Tú, el de la chaqueta roja de fantasía. Tienes pinta de lancero nato, a mi entender. Apuesto a que puedo hacer de ti un verdadero héroe en nada de tiempo. —Una onda de negativas con la cabeza se extendió por los hombres reunidos, y algunos, al ver que ya no habría jaleo, empezaron a alejarse, entre ellos, Petro. Luca estaba como si lo hubieran noqueado. Otros parecían haberse quedado estupefactos por la oferta. Actuar en un espectáculo estaba mejor pagado que el oficio de soldado, además de evitar que la gente te clavara espadas—. Bueno, mientras sigáis aquí a lo mejor puedo convenceros. No os haréis ricos, pero la paga llega puntual por regla general y siempre hay la posibilidad de saquear si se da la orden. Ocurre de vez en cuando. La calidad de la comida varía, pero casi siempre es caliente, y por lo general es suficiente para llenar el estómago. Las jornadas son largas, pero eso sólo significa que estaréis lo bastante cansados para dormir de un tirón por la noche. Eso, cuando no tengáis también trabajo de noche. ¿Alguien interesado ya?

Luca se sacudió para salir del estupor.

—Gracias, capitán, pero no —dijo con la voz medio estrangulada. Algunos idiotas creían que a los militares los halagaba que alguien pensara que eran de rango superior al que tenían. A algunos militares idiotas les hacían mella tales halagos—. Disculpadme, por favor, tenemos que poner en marcha una función, y a la gente no le va a hacer gracia tener que esperar mucho más para verla. —Con una última y cautelosa mirada a la mujer, como si temiera que fuera a agarrarlo por el cuello de la chaqueta, se volvió hacia los hombres que tenía detrás—. Todos vosotros, regresad a vuestras plataformas. ¿Qué hacéis holgazaneando aquí? Lo tengo todo controlado. Volved a vuestras plataformas antes de que la gente empiece a reclamar que se le devuelva el dinero. —Lo que habría sido un desastre en su opinión. De darle a elegir entre devolver el dinero y tener un disturbio, Luca habría sido incapaz de decidir qué era peor.

Con la gente del espectáculo de vuelta a su representación y Luca alejándose a buen paso a la par que lanzaba ojeadas hacia atrás, la mujer se volvió hacia Mat, el único hombre que quedaba aparte de los dos mozos de la entrada.

—¿Y vos, qué? Por vuestro aspecto podríais llegar a oficial y darme órdenes. —La idea parecía hacerle gracia.

Mat sabía lo que la mujer estaba haciendo. La gente que hacía cola había visto a tres soldados seanchan volver corriendo al campamento y quién sabía con seguridad el porqué, pero ahora la habían visto a ella dispersar a una muchedumbre por sí misma. Le habría ofrecido un puesto en la Compañía como portaestandarte sin dudar.

—Sería muy mal soldado, abanderada —contestó mientras se tocaba el ala del sombrero, y la seanchan se echó a reír.

Cuando se daba media vuelta, oyó a Bollin decir en voz muy suave:

—¿Es que no has oído lo que le dije a ese hombre? Es un céntimo de plata por ti y otro por tu esposa. —Sonó el tintineo de monedas al caer en la jarra de cristal—. Gracias.

Las cosas habían vuelto a la normalidad. Y los dados seguían repicando con estrépito dentro de su cabeza. En su camino a través del recinto pasó delante de las plataformas donde los acróbatas volvían a dar volteretas para el público, los malabaristas a hacer malabares, los perritos de Clarine a correr encima de grandes bolas de madera y los leopardos de Miyora a sostenerse sobre las patas traseras dentro de una jaula que apenas parecía lo bastante resistente para contenerlos. Decidió ir a ver cómo marchaban las cosas con las Aes Sedai. Los leopardos se las habían recordado. Puede que los soldados rasos se pasaran el día trabajando, pero apostaría algo a que al menos los oficiales entrarían a echar un vistazo a no mucho tardar. Confiaba en Tuon, por extraño que pudiera parecer, y Egeanin tenía bastante sentido común para quitarse de en medio cuando había seanchan por los alrededores, pero el sentido común parecía escasear entre las Aes Sedai. Incluso Teslyn y Edesina, que habían sido damane durante un tiempo, corrían riesgos absurdos. Joline, que no había tenido esa experiencia, parecía creer que era invulnerable.

Ahora todo el mundo en el espectáculo sabía que las tres mujeres eran Aes Sedai, pero su carromato grande, cubierto con un enlucido desvaído por las lluvias, seguía estando cerca de las carretas de almacenaje con cubiertas de lona, cerca de las hileras de caballos. Luca había estado dispuesto a cambiar la disposición de algunos carromatos para ubicar a una Augusta Señora que le había dado un salvoconducto, pero no para unas Aes Sedai que lo ponían en peligro con su presencia, además de que estaban prácticamente sin un céntimo. La mayoría de las mujeres del espectáculo se mostraban bien dispuestas hacia las hermanas, y los hombres, cautelosos en mayor o menor grado —casi siempre ocurría así con las Aes Sedai—, pero seguramente Luca las habría echado a la calle para que se las arreglaran como pudieran de no ser por el oro de Mat. Las Aes Sedai representaban más una amenaza que otra cosa mientras estuvieran en zonas controladas por los seanchan. Mat Cauthon no recibía palabras de agradecimiento por ello; tampoco es que estuviera esperando que se las dieran. Se habría conformado con un mínimo de respeto, algo bastante improbable. Después de todo, las Aes Sedai eran Aes Sedai.

A los Guardianes de Joline, Blaeric y Fen, no se los veía por ninguna parte, así que no tuvo que dar explicaciones para entrar en el carromato. Sin embargo, cuando se acercaba a los escalones manchados de barro en la parte trasera del carromato, el medallón de la cabeza de zorro que llevaba debajo de la camisa se puso helado en contacto con el torso, y luego más frío aún. Permaneció petrificado como una estatua durante un momento. ¡Esas necias estaban encauzando allí! Saliendo del estupor, subió los escalones de dos en dos y abrió con un portazo.

Las mujeres que esperaba encontrar dentro estaban todas presentes: Joline, una Verde esbelta y guapa, de ojos grandes; y Teslyn, una Roja de hombros estrechos que por el gesto parecía que masticara piedras; y Edesina, una Amarilla atractiva más que guapa, con las ondas del negro cabello cayéndole hasta la cintura. Las había salvado a las tres de los seanchan, había sacado a Teslyn y a Edesina de las casetas de las damane, pero su gratitud era variable, por no decir inexistente. Bethamin, tan atezada como Tuon pero alta y con bonitas curvas, y la rubia Seta habían sido sul’dam antes de verse obligadas a ayudar a rescatar a las tres Aes Sedai. Las cinco compartían el carromato, las Aes Sedai para no perder de vista a las antiguas sul’dam, y las antiguas sul’dam para no perder de vista a las Aes Sedai. Ninguna era consciente de la tarea que realizaba, pero la desconfianza mutua se encargaba de que la llevaran a cabo de continuo. A la que no esperaba encontrar allí era a Setalle Anan, que había dirigido La Mujer Errante en Ebou Dar antes de que, por alguna razón, decidiera que formaría parte de aquel rescate. Claro que Setalle era de las que arrollaban. Y, de hecho, era de las que se entremetían. Se inmiscuía constantemente entre Tuon y él. Sin embargo, lo que hacían las mujeres no se lo había esperado.

En el centro de la carreta, Bethamin y Seta estaban rígidas como los postes de una valla, metidas hombro contra hombro entre las dos camas que no se podían levantar para sujetar contra las paredes, y Joline abofeteaba a Bethamin una y otra vez, primero con una mano y luego con la otra. Lágrimas silenciosas se deslizaban por las mejillas de la mujer alta, y Seta parecía temerse que ella sería la siguiente. Edesina y Teslyn, cruzadas de brazos, observaban con el semblante inexpresivo, en tanto que la señora Anan demostraba su desaprobación con un ceño por encima del hombro de Teslyn. Si su desaprobación era por las bofetadas o porque Bethamin se las hubiera merecido, Mat no lo sabía ni le importaba.

Llegó hasta las mujeres de una zancada, asió el brazo alzado de Joline y la hizo girar de un tirón.

—¿Pero qué diantre estáis…? —Eso fue todo cuanto tuvo tiempo de decir antes de que la mujer usara la otra mano para propinarle un bofetón tan fuerte que los oídos le pitaron.

»Esto ya es la gota que colma el vaso —dijo, y todavía con puntitos negros bailándole en los ojos se sentó en la cama más cercana y tumbó a la sorprendida Joline sobre sus rodillas.

La mano derecha cayó en el trasero de la mujer con un sonoro cachete que arrancó un chillido sobresaltado de ella. El medallón se puso aún más frío y Edesina soltó un respingo cuando vio que no ocurría nada, pero Mat intentó no perder de vista a las otras dos hermanas y tampoco a la puerta por si llegaban los Guardianes de Joline, mientras sujetaba a ésta para que no se moviera y le propinaba cachetazos tan deprisa y tan fuerte como podía. Sin saber cuántas enaguas o prendas interiores llevaba debajo del rozado vestido de paño azul, quería asegurarse de dejarle marca. Parecía como si con la mano fuera marcando el compás de los dados que repicaban dentro de su cabeza. Revolviéndose y pataleando, Joline empezó a soltar maldiciones que en nada tenían que envidiar a las de un carretero al tiempo que el medallón adquiría un tacto gélido contra su pecho, pero a no tardar consiguió que en el acerbo vocabulario de la Aes Sedai se intercalaran aullidos. Su brazo no tendría punto de comparación con el de Petro, pero distaba mucho de ser débil. La práctica con el arco y el bastón de combate fortalecía los músculos.

Edesina y Teslyn parecían haberse quedado tan petrificadas como las dos antiguas sul’dam —bueno, Bethamin estaba sonriendo, pero daba la impresión de estar tan estupefacta como Seta—; sin embargo, cuando Mat empezaba a pensar que los chillidos de Joline superaban sus imprecaciones, la señora Anan intentó pasar entre las dos Aes Sedai. ¡Sorprendentemente, Teslyn hizo un gesto perentorio para que se quedara donde estaba! Muy pocas mujeres u hombres discutían las órdenes de una Aes Sedai, pero la señora Anan asestó a la hermana Roja una gélida mirada y se abrió hueco metiendo el hombro entre las dos Aes Sedai al tiempo que mascullaba algo que hizo que las dos la miraran con curiosidad. También tuvo que bregar para pasar entre Bethamin y Seta, lo que Mat aprovechó para descargar una última tanda de azotes y después empujó a la hermana Verde para quitársela de encima de las rodillas. De todos modos, la mano empezaba a escocerle. Joline aterrizó en el suelo con un golpe seco que la hizo soltar otra exclamación.

Plantándose delante de él, tan cerca que estorbó a Joline en su intento de incorporarse rápidamente, la señora Anan lo observó cruzada de brazos de un modo que hacía más pronunciado el busto que mostraba generosamente el escote bajo. A despecho del vestido que llevaba no era ebudariana —no con esos ojos color avellana—, pero llevaba grandes aros de oro en las orejas, un Cuchillo de Esponsales, con el mango adornado de gemas rojas y blancas por sus hijos e hijas, colgado de un grueso collar de plata al cuello, y una daga de hoja curva metida en el cinturón. La falda de color verde oscuro estaba recogida y cosida en el lado izquierdo para dejar a la vista las enaguas rojas. Con pinceladas grises en el cabello, volvía a ser la majestuosa posadera ebudariana, segura de sí misma y acostumbrada a dar órdenes. Mat esperaba que lo reprendiera —¡era tan buena como las Aes Sedai a la hora de abroncar a la gente!— pero le sorprendió cuando al hablar lo hizo en un tono y con un aire pensativos.

—Joline debe de haber intentado deteneros, al igual que Teslyn y Edesina, pero fuera lo que fuera lo que hicieron, no les funcionó. Creo que eso significa que poseéis un ter’angreal capaz de desbaratar los flujos del Poder. He oído que existe ese tipo de objetos. Se supone que Cadsuane Melaidhrin posee uno, o así afirman los rumores. Sin embargo nunca he visto uno y me encantaría hacerlo. No intentaré arrebatároslo, pero os agradecería que me lo mostraseis.

—¿Cómo es que conocéis a Cadsuane? —demandó Joline mientras intentaba sacudirse la falda en la zona del trasero, pero al primer palmetazo hizo un gesto de dolor y renunció a limpiar la falda a la par que asestaba una mirada fulminante a Mat para demostrarle que seguía teniéndolo presente en su mente. Las lágrimas aún le brillaban en los grandes ojos castaños, así como en las mejillas, pero Mat pensó que aunque tuviera que pagar por ello había merecido la pena.

—Dijo algo sobre la prueba para alcanzar el chal —comentó Edesina.

—Dijo: «¿Cómo ibas a pasar la prueba para ganar el chal si te quedas pasmada en momentos así?» —añadió Teslyn.

La señora Anan apretó los labios un instante, pero si el comentario la perturbó recobró la compostura en un abrir y cerrar de ojos.

—Recordaréis que he dirigido una posada —dijo secamente—. Mucha gente visitaba La Mujer Errante y muchas personas hablaban, quizá más de lo debido.

—Ninguna Aes Sedai habría hablado de eso —empezó Joline, que entonces se giró rápidamente. Blaeric y Fen empezaban a subir la escalerilla. Los dos eran de las Tierras Fronterizas y, por ende, hombres de talla alta. Mat se puso de pie con rapidez, listo para usar los cuchillos si era necesario. Podrían vapulearlo, pero no sin derramar sangre por ello.

Sorprendentemente, Joline se lanzó hacia la puerta y se la cerró a Fen en las narices, tras lo cual echó el pestillo. El saldaenino no hizo intención de abrirla, pero Mat estaba seguro de que esos dos lo estarían esperando cuando se marchara. Al volverse, los ojos de Joline eran brasas al rojo vivo, hasta con las lágrimas, y parecía haberse olvidado de la señora Anan de momento.

—Si se os ocurre alguna vez pensar siquiera que… —empezó mientras sacudía el dedo delante de él.

Mat adelantó un paso y plantó el índice delante de la cara de la mujer con tal rapidez que ella retrocedió de un salto y chocó contra la puerta. De la que salió rebotada y soltando otro chillido mientras le aparecían unas incipientes chapetas en las mejillas. A Mat le importaba un bledo si eran de cólera o de turbación. Joline abrió la boca, pero él no estaba dispuesto a dejarle meter baza.

—De no ser por mí estaríais llevando un collar de damane al cuello, y vosotras también, Edesina y Teslyn —empezó con tanto acaloramiento en la voz como el que le irradiaba de los ojos—. A cambio, todas habéis tratado de intimidarme. Hacéis las cosas a vuestro aire y nos ponéis en peligro a todos. ¡Os ponéis a encauzar cuando sabéis jodidamente bien que hay seanchan justo al otro lado de la calzada! Podrían tener una damane con ellos, o una docena, por lo que sabéis. —Dudaba que hubiera alguna, pero dudar no era tener la certeza, en cualquier caso, y no pensaba compartir esas dudas con ellas, y menos en ese momento—. Bien, habré aguantado algunas cosas, aunque más vale que sepáis que estoy hasta la coronilla, y que lo que no voy a consentir es que me golpeéis. Volved a abofetearme y juro que os acribillo el trasero a golpes el doble de fuertes para que os escueza el doble que ahora. ¡Os lo prometo!

—Y no intentaré impedírselo la próxima vez si lo hace —dijo la señora Anan.

—Ni yo —abundó Teslyn, a la que hizo eco Edesina tras un par de segundos.

Joline se había quedado como si le hubieran asestado un golpe entre los ojos con un martillo. Muy satisfactorio para Mat. Siempre y cuando consiguiera resolver cómo evitar que Blaeric y Fen le rompieran los huesos.

—Y ahora ¿alguna querría explicarme por qué puñetas decidisteis poneros a encauzar como si fuera la Última Batalla? ¿Tenéis que mantenerlas así, Edesina? —Señaló con la cabeza a Seta y a Bethamin. Sólo era una conjetura con cierta base, pero Edesina abrió mucho los ojos un instante, como si pensara que su ter’angreal no sólo detenía los flujos del Poder, sino que le permitía verlos. En cualquier caso, al cabo de un instante las dos seanchan se sostenían de pie en una postura normal. Bethamin empezó a secarse sosegadamente las lágrimas con un pañuelo de lino blanco, en tanto que Seta se sentaba en la cama más próxima y se ceñía los brazos sobre el torso, temblorosa; parecía más conmocionada que Bethamin.

Ninguna de las Aes Sedai se mostró inclinada a hablar, de modo que la señora Anan lo hizo en su lugar.

—Hubo una discusión. Joline quería ir a ver a esos seanchan por sí misma y no había manera de convencerla de lo contrario. Bethamin decidió meterla en cintura, como si no tuviera idea de lo que ocurriría. —La posadera sacudió la cabeza en un gesto de fastidio—. Intentó tumbar a Joline sobre sus rodillas, y Seta la ayudó. Entonces Edesina las sujetó con flujos de Aire. Es una suposición —aclaró cuando todas las Aes Sedai le asestaron una mirada intensa—. No seré capaz de encauzar, pero sé usar los ojos.

—Eso no justifica lo que sentí —dijo Mat—. Aquí se estaba encauzando una gran cantidad de Poder.

La señora Anan y las tres Aes Sedai lo estudiaron inquisitivamente al tiempo que las miradas sostenidas parecían sondear en busca del medallón. No se iban a olvidar del ter’angreal, eso era bien cierto. Joline continuó con la explicación.

—Bethamin encauzó. Nunca había visto el tejido que usó, pero durante unos instantes, hasta que perdió el contacto con la Fuente, hizo que unas chispas se agitaran todo en derredor de nosotras tres. Creo que habría usado todo el Poder que hubiera podido absorber.

Los sollozos sacudieron repentinamente a Bethamin. Se dobló hasta casi llegar al suelo.

—No era mi intención —gimió, los hombros estremecidos y el semblante contraído—. Pensé que ibais a matarme, pero no quería hacerlo. No quería. —Seta empezó a mecerse atrás y adelante mientras contemplaba a su amiga con horror. O quizás a su antigua amiga. Las dos sabían que un a’dam podía retenerlas, y tal vez a cualquier sul’dam, pero bien podrían haber negado el verdadero alcance de lo que significaba eso. Cualquier mujer capaz de usar un a’dam podía aprender a encauzar. Seguramente habían intentado negar con todas sus fuerzas ese duro hecho, olvidarlo. Sin embargo, llegar a encauzar lo cambiaba todo.

Por la Luz bendita, era lo único que faltaba, como si no hubiera ya bastantes problemas.

—¿Y qué vais a hacer al respecto? —Sólo una Aes Sedai podía manejar aquello—. Ahora que ha empezado ya no podrá parar. Eso lo sé.

—Dejarla morir —repuso duramente Teslyn—. Podemos tenerla escudada hasta que haya ocasión de librarnos de ella, y entonces que se muera.

—No podemos hacer eso —intervino Edesina, que parecía escandalizada. Aunque, al parecer, no lo estaba por la idea de dejar morir a Bethamin—. Una vez que la dejemos ir, será un peligro para cualquiera que esté cerca.

—No volveré a hacerlo —sollozó Bethamin, casi suplicante—. ¡No!

Apartando a Mat de un empellón como si fuera una percha de chaquetas, Joline se enfrentó a Bethamin puesta en jarras.

—No dejarás de hacerlo. No puedes una vez que se ha empezado. Oh, es posible que al principio transcurran unos meses entre intento e intento de encauzar, pero volverás a intentarlo un vez, y otra y otra, y en cada ocasión el peligro aumentará. —Con un suspiro, bajó las manos a los costados—. Eres demasiado mayor para inscribirte en el libro de novicias, pero no hay vuelta de hoja. Tendremos que enseñarte. Al menos lo suficiente para que no representes un peligro para cualquiera.

—¿Enseñarle? —chilló Teslyn con un timbre estridente y poniéndose en jarras ella—. ¡Yo digo que la dejemos morir! ¿Sabes acaso cómo me trataron estas sul’dam cuando me tuvieron prisionera?

—No, ya que nunca has entrado en detalles, aparte de gimotear sobre lo espantoso que fue —replicó secamente Joline, que después añadió en tono muy firme—: Pero no pienso dejar que muera ninguna mujer si puedo evitarlo.

La cosa no acababa ahí, claro. Cuando una mujer quería discutir, podía seguir y seguir aunque fuera ella sola, y allí todas querían discutir. Edesina apoyó a Joline, al igual que la señora Anan, como si tuviera tanto derecho a opinar como las Aes Sedai. Y lo más increíble fue que Seta y Bethamin se pusieron de parte de Teslyn, negando el deseo de aprender a encauzar, agitando las manos y discutiendo a voces y con tanto fervor como las demás. Muy sabiamente, Mat aprovechó la ocasión para escabullirse del carromato y cerrar suavemente la puerta tras él. Las Aes Sedai volverían a poner su atención en él a no tardar y no había necesidad de recordárselo con su presencia. Al menos dejaría de preocuparse sobre dónde estaban los jodidos a’dam y si las sul’dam intentarían utilizarlos de nuevo. Eso ya se había solucionado de una vez por todas.

No se había equivocado respecto a Blaeric y a Fen. Lo estaban esperando al pie de los escalones y la expresión de sus semblantes era tormentosa, como poco. Sin duda sabían bien lo que le había ocurrido a Joline, aunque resultó que no sabían quién era el culpable.

—¿Qué ha pasado ahí dentro, Cauthon? —demandó Blaeric, la mirada de sus ojos azules tan penetrante que podría abrir agujeros. El más alto de los dos, aunque por muy poco, se había tenido que afeitar el mechón de cola de caballo al estilo shienariano y tampoco le hacía gracia que el pelo le estuviera empezando a crecer cubriéndole todo el cuero cabelludo.

—¿Has estado tú involucrado? —inquirió fríamente Fen.

—¿Y cómo iba estarlo? —contestó mientras bajaba al trote los escalones como si no tuviera ninguna preocupación—. Es Aes Sedai, por si no os habéis dado cuenta. Si queréis saber qué ha pasado, os sugiero que le preguntéis a ella. Yo no soy tan majadero como para hablar de ello, tenedlo por seguro. Lo único es que yo no le preguntaría justo ahora. Aún siguen discutiendo ahí dentro. Aproveché la oportunidad para escabullirme mientras aún tenía la piel intacta.

Quizá no había sido la mejor elección de palabras que había podido hacer. El semblante de los dos Guardianes se tornó aún más tormentoso, por imposible que pudiera parecer tal cosa. No obstante, dejaron que siguiera su camino sin que Mat tuviera que recurrir a los cuchillos. Además, tampoco ninguno de los dos parecía muy ansioso por entrar en el carromato. Por el contrario, se acomodaron en los peldaños a esperar, los muy tontos. Dudaba que Joline se mostrara muy comunicativa con ellos, pero sí que podía descargar parte de su irritación en los Guardianes porque lo sabían. De estar en su lugar, habría buscado tareas que lo mantuvieran alejado de ese carromato durante… Oh, digamos que un mes o dos. Eso podría ser de ayuda. De algo. Las mujeres tenían una gran memoria para ciertas cosas. A partir de ahora tendría que estar vigilante con Joline. Aun así, seguía pensando que había merecido la pena.

Con los seanchan acampados al otro lado de la calzada y con Aes Sedai discutiendo y mujeres encauzando como si nunca hubieran oído hablar de los seanchan y con los dados matraqueando en su cabeza, ni siquiera ganarle dos partidas de guijas a Tuon esa noche consiguió que sintiera otra cosa que recelo. Se fue a dormir —en el suelo, ya que le tocaba a Domon usar una de las dos camas; Egeanin siempre ocupaba la otra— con los dados rebotándole dentro del cráneo, pero estaba seguro de que el día siguiente sería mejor que el que se acababa. Bueno, nunca había presumido de tener razón siempre. Pero ojalá no se equivocara tan a menudo.

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