EPILOGO Recuerda el viejo dicho

La estancia de paredes rojas con el techo pintado caprichosamente con aves y peces dando brincos entre nubes y olas bullía con escribientes que recorrían los pasillos existentes entre las alargadas mesas que cubrían el suelo. Aparentemente ninguno intentaba escuchar —la mayoría de ellos parecían aturdidos, y con motivo—, pero a Suroth le desagradaba su presencia. Por fuerza tenían que oír parte de lo que se hablaba y eran unas noticias potencialmente graves. Sin embargo, Galgan había insistido. Tenían que trabajar para mantener la mente ocupada y olvidarse de las desastrosas nuevas llegadas de casa; además, todos eran hombres y mujeres de confianza. ¡Había insistido! Por lo menos el viejo canoso no iba vestido de militar esa mañana. Los amplios pantalones azules y la corta chaqueta roja de cuello alto, con hileras de botones dorados con su símbolo estampado en relieve, eran el último grito en Seandar o, lo que era lo mismo, el no va más de la moda en el imperio. ¡Cuando vestía la armadura o incluso el uniforme rojo simplemente la miraba a veces como si fuera un soldado bajo su mando!

Bueno, una vez que Elbar llegara con la noticia de la muerte de Tuon, haría matar a Galgan. El hombre llevaba las mejillas embadurnadas con ceniza, del mismo modo que ella. El barco prometido por Semirhage había sido portador de las nuevas sobre la muerte de la emperatriz y que el imperio se sacudía por la rebelión en todas las regiones. No había emperatriz ni Hija de las Nueve Lunas. Para la plebe el mundo se tambaleaba al borde de la destrucción. Y también para algunos de la Sangre. Muertos Galgan y unos pocos más, no quedaría nadie que se opusiera a que Suroth Sabelle Meldarath se proclamara emperatriz. Intentó no pensar en el nuevo nombre que tomaría. Pensar en un nombre nuevo antes de tiempo traía mala suerte.

Fruncido el entrecejo de forma que se le pronunciaban las arrugas del rostro, Galgan bajó la vista al mapa extendido ante ellos y puso la uña lacada en rojo sobre las montañas de la costa meridional de Arad Doman. Suroth no sabía cómo se llamaban esas montañas. El mapa mostraba todo Arad Doman y tenía tres marcadores: una cuña roja y dos círculos blancos separados en una larga línea de norte a sur.

—¿Ha conseguido Turan una cifra precisa de los hombres que salieron de esas montañas para unirse a Ituralde cuando éste penetró en Arad Doman, Yamada?

Efraim Yamada también iba tiznado con cenizas puesto que era de la Sangre —aunque fuera de la Sangre baja— y llevaba el cabello cortado al estilo tazón y cola en vez de una estrecha cresta a través del cuero cabelludo, por lo demás, completamente afeitado. Sólo los plebeyos que había alrededor de la mesa, fuera cual fuera el rango, no las llevaban. Yamada, canoso y alto, ancho de hombros y caderas estrechas, con el peto azul y dorado, aún conservaba parte de su atractivo juvenil.

—Informa de al menos cien mil, capitán general. Puede que un cincuenta por ciento más de esa cifra.

—¿Y cuántos salieron después de que Turan cruzó la frontera?

—Posiblemente doscientos mil, capitán general.

Galgan suspiró y se puso derecho.

—Así que Turan tiene un ejército por delante y otro detrás, seguramente toda la fuerza de Arad Doman, y entre los dos está en desventaja numérica.

¡El muy necio! ¡Exponiendo lo que era relevantemente obvio!

—¡Turan tendría que haber arramblado con todas las espadas y lanzas de Tarabon! —espetó Suroth—. ¡Si sobrevive a esta catástrofe pagará con su cabeza!

Galgan la miró y enarcó una ceja canosa.

—Dudo mucho que Tarabon sea tan leal como para aguantar eso ahora mismo —replicó secamente—. Además, tiene damane y raken. Deberían poder contrarrestar su inferioridad numérica. Y, hablando de damane y raken, he firmado la orden de ascender a Tylee Khirgan a teniente general y a la Sangre baja, ya que vos habéis vacilado en hacerlo, así como la orden de mandar a la mayoría de esos raken de vuelta a Amadicia y Altara. Chisen no ha encontrado todavía a quienquiera que organizara esa pequeña confusión en el norte, y no me gusta la idea de que quienquiera que fuera esté al acecho para aparecer de golpe en cuanto Chisen vuelva a la Brecha de Molvaine.

Suroth resopló y asió la falda plisada azul entre los puños prietos antes de conseguir dominarse. ¡No dejaría que ese hombre la hiciera demostrar emociones!

—Os estáis extralimitando, Galgan —dijo fríamente—. Yo tengo el mando de los Precursores y, por ahora, tengo el mando del Retorno, de modo que no firmaréis órdenes sin mi aprobación.

—Teníais el mando de los Precursores, que ahora forman parte del Retorno —repuso sosegadamente el hombre, y Suroth saboreó una amarga hiel. Las noticias llegadas del imperio lo habían envalentonado. Con la emperatriz muerta, Galgan se proponía ser el primer emperador en una historia de novecientos años. Al parecer iba a tener que morir por la noche—. En cuanto a que tengáis el mando del Retorno… —Se interrumpió al sonido de botas pesadas en el corredor.

De repente, Guardias de la Muerte, equipados con armadura y la mano sobre la empuñadura de la espada, ocuparon el umbral. Las duras miradas recorrieron la estancia, escrutadoras, bajo los yelmos rojos y verdes. Sólo cuando se sintieron satisfechos se apartaron de la entrada y dejaron a la vista el corredor lleno de Guardias de la Muerte, humanos y Ogier. Suroth apenas reparó en ellos. Sólo tenía ojos para la pequeña mujer de oscura tez, afeitada la cabeza, ataviada con un vestido azul plisado y las mejillas embadurnadas de ceniza. Las noticias corrían de boca en boca por toda la ciudad. Ella no habría podido llegar a palacio sin enterarse de la muerte de su madre, de la muerte de su familia, pero su semblante era una máscara adusta. Suroth cayó de hinojos al suelo en un gesto automático. A su alrededor la Sangre hizo otro tanto mientras los plebeyos se postraban.

—Bendita sea la Luz por haberos traído sana y salva de vuelta, alteza —dijo en un coro con el resto de la Sangre. De modo que Elbar había fracasado. Daba igual. Tuon no tomaría el nuevo nombre ni se convertiría en emperatriz hasta que hubiese acabado el duelo. Todavía podía morir y dejar libre el camino para una nueva emperatriz.

—Mostradles lo que el capitán Musenge me trajo, oficial general Karede —ordenó Tuon.

Un hombre alto con tres largas plumas oscuras en el yelmo se agachó para sacar con cuidado el bulto que había dentro de un saco de lona, que dejó caer en las baldosas verdes. El repulsivo hedor a podrido empezó a extenderse por la estancia. Después se adelantó y se paró delante de Suroth.

Le costó un momento reconocer la nariz ganchuda de Elbar en aquel amasijo de carne putrefacta, pero no bien lo hizo cayó de bruces, postrada sobre las baldosas. Pero no con desesperación. Podría recuperarse de aquello. A no ser que hubieran sometido a interrogatorio a Elbar.

—Mis ojos están bajos, alteza, porque uno de los míos os haya ofendido hasta el punto de tener que pagarlo con su cabeza.

—Ofendido. —Tuon parecía calibrar las palabras—. Sí, podría decirse que me ofendió. Intentó matarme.

Las exclamaciones ahogadas resonaron por toda la estancia y, antes de que Suroth tuviera tiempo siquiera de abrir la boca, el oficial general de la Guardia de la Muerte le plantó una bota en el trasero al tiempo que asía la cresta y tiraba hacia atrás, levantándole el tronco del suelo. No se resistió. Eso sólo habría incrementado la deshonra.

—Mis ojos están profundamente bajos porque uno de los míos fuera un traidor, alteza —dijo con voz enronquecida. Ojalá hubiera sido capaz de hablar con naturalidad, pero el maldito hombre le tenía la espalda doblada hacia atrás hasta el punto de que lo milagroso era que pudiera hablar—. De haberlo sospechado lo habría sometido a interrogatorio yo misma. Pero si intentó involucrarme, alteza, entonces es que mintió para ocultar a su verdadero señor. Albergo ciertas ideas al respecto que compartiré con vos en privado, si se me permite. —Con un poco de suerte le cargaría el muerto a Galgan. El hecho de que hubiese usurpado su autoridad contribuiría a reforzar la teoría.

Tuon miraba por encima de la cabeza de Suroth. Sus ojos buscaron la mirada de Galgan, la de Abaldar y Yamada, la de todos los presentes de la Sangre, pero no la de Suroth.

—Es de sobra sabido que Zaired Elbar era el hombre de Suroth. No hacía nada que ella no ordenara. En consecuencia, Suroth Sabelle Meldarath no existe ya. Esta da’covale servirá a los Guardias de la Muerte en lo que ellos tengan a bien mandar hasta que el cabello le crezca suficiente para estar decente cuando se la envíe al mercado de esclavos para venderla como propiedad.

Suroth ni siquiera pensó en el cuchillo que tenía intención de utilizar para cortarse las venas, un cuchillo que estaba en sus aposentos, fuera de su alcance. Era incapaz de pensar en nada. Se puso a chillar, a lanzar un aullido ininteligible, antes de que empezaran siquiera a despojarla de la ropa cortándola en pedazos.


El sol andoreño resultaba cálido después de Tar Valon. Pevara se quitó la capa y se puso a atarla detrás de la silla de montar mientras el acceso se cerraba con un parpadeo; la arboleda Ogier de Tar Valon desapareció. Ninguna había querido que las vieran marcharse. Regresarían a la arboleda por la misma razón a no ser que las cosas fueran muy mal. En cuyo caso muy bien podía ocurrir que no regresaran jamás. Había pensado que esta tarea la debía llevar a cabo alguien en quien se combinaran unas habilidades diplomáticas de máximo nivel y el coraje de un león. Bueno, ella no era cobarde; al menos eso sí podía decirlo de sí misma.

—¿Dónde aprendiste el tejido para vincular un Guardián? —preguntó de repente Javindhra mientras guardaba su capa de manera similar.

—Tendrías que recordar que una vez sugerí que a las hermanas Rojas les vendría bien tener Guardianes. —Pevara se ajustó los guantes rojos de montar sin mostrar preocupación por la pregunta. La había esperado antes incluso—. ¿Por qué te sorprende que sepa el tejido? —A decir verdad se lo había tenido que pedir a Yukiri y había pasado muchos apuros para disimular sus razones para hacerlo. No obstante, dudaba que Yukiri sospechara algo. Que una Roja vinculara un Guardián era tan probable como que una mujer volara. Sólo que ése era exactamente el motivo para Viajar a Andor, para lo que habían ido todas.

Si Javindhra se encontraba allí se debía exclusivamente a la orden expresa de Tsutama, dada cuando Pevara y Tarna no consiguieron reunir suficientes nombres que le parecieran bien a la Altísima. La angulosa Asentada no se tomó la molestia de disimular ante Pevara el desagrado que le producía, aunque sí lo había soterrado delante de Tsutama. Tarna también estaba allí, naturalmente; la gélida Guardiana de cabello claro se había dejado atrás la estola, pero la falda pantalón gris lucía bordados rojos hasta la rodilla. A la Guardiana de Elaida le resultaría muy difícil tener un Guardián, si bien a los hombres los albergarían en la ciudad, lejos de la Torre, pero aun así había sido idea suya desde el principio y, si no deseosa, sí se mostraba decidida a tomar parte en ese primer experimento. Además, la necesidad de aumentar el número de hermanas había sido determinante, ya que sólo habían encontrado otras tres hermanas dispuestas a considerar la idea. La tarea primordial de las Rojas durante mucho tiempo, encontrar hombres capaces de encauzar y conducirlos a la Torre para amansarlos, tendía a despertar rechazo hacia todos los varones, así que las pistas habían sido pocas y espaciadas. Jezrail era una teariana de cara cuadrada que conservaba una miniatura del muchacho con el que había estado a punto de casarse en lugar de ir a la Torre. Sus nietos habrían sido abuelos en la actualidad, pero seguía hablando de él con cariño. Desala, una preciosa cairhienina de grandes ojos oscuros y un carácter deplorable, cuando tenía ocasión se pasaba toda la noche bailando hasta agotar a varios hombres. Y Melare, regordeta e ingeniosa, a la que le encantaba conversar, mandaba dinero a Andor para pagar la educación de sus sobrinos nietos como antes había hecho con sus sobrinos y sobrinas.

Cansada de rebuscar pistas tan insignificantes, cansada de tantear delicadamente a fin de descubrir si hablaban en serio, Pevara había convencido a Tsutama de que con seis sería suficiente para empezar. Y también que un grupo más numeroso podría provocar alguna reacción funesta. Después de todo, que el Ajah Rojo al completo —o incluso la mitad— apareciera en la así llamada Torre Negra podría hacer pensar a los hombres que los atacaban. Era imposible saber hasta qué punto estaban cuerdos todavía. Eso era algo en lo que habían coincidido, aunque a espaldas de Tsutama. No vincularían hombres que denotaran algún indicio de locura. Es decir, si podían vincular alguno.

Los ojos y oídos del Ajah habían enviado numerosos informes sobre la Torre Negra, y algunos hasta habían conseguido empleo en ella, de modo que no les costó trabajo localizar el camino de tierra muy frecuentado que conducía desde la ciudad a un grandioso portal de arco doble, negro, de casi cincuenta pies de altura y diez espanes de ancho, rematado con almenas por encima de un pico central de piedra, con la punta hacia abajo y flanqueado por un par de negros torreones almenados que se alzaban al menos unos quince espanes. En realidad no había puertas que cerraran el portal, y el muro de piedra negra que se extendía al este y al oeste hasta perderse de vista, marcado a intervalos por los cimientos de baluartes y torres, en ningún punto medía más de cuatro o cinco pasos, que Pevara alcanzara a ver. Las malas hierbas crecían a lo largo de la irregular parte superior y se agitaban con el aire. Esos muros inacabados daban la impresión de que nunca se terminarían y hacían que el enorme portal pareciera ridículo.

Los tres hombres que salieron al camino no eran en absoluto ridículos, sin embargo. Vestían largas chaquetas negras y llevaban espada a la cadera. Uno de ellos, un tipo joven y delgado con bigote enroscado, lucía una insignia de plata en forma de espada prendida en el alto cuello. Uno de los Dedicados. Pevara resistió el impulso instintivo de pensar en él como un equivalente de una Aceptada, y a los otros dos, como los de novicias. Las novicias y las Aceptadas estaban protegidas y guiadas hasta que sabían lo suficiente sobre el Poder para convertirse en Aes Sedai. Según todas las informaciones recibidas, a soldados y Dedicados se los consideraba preparados para combatir casi inmediatamente después de aprender a encauzar. Desde el primer día se los tenía compelidos, es decir, se los presionaba para que absorbieran tanto saidin como pudieran y lo utilizaran casi de forma continua. Compeler provocaba la muerte de hombres, y a eso lo llamaban «bajas de instrucción», como si pudieran ocultar muertes tras palabras insustanciales. La idea de perder novicias o Aceptadas de esa forma le helaba la sangre a Pevara, aunque al parecer los hombres se lo tomaban con calma.

—Os deseo una buena mañana, Aes Sedai —dijo el Dedicado con una leve inclinación cuando frenaron los caballos delante de él. Una inclinación de cabeza mínima y sin apartar la vista un instante de ellas. Hablaba con acento de Murandy—. Bien, ¿qué buscan seis hermanas aquí, en la Torre Negra, esta bonita mañana?

—Venimos a ver al M’Hael —contestó Pevara, que se las arregló para que la palabra no se le atragantara. Significaba «líder» en la Antigua Lengua, pero la implicación de adoptar ese término por sí solo, como un título, le otorgaba un significado mucho más fuerte, como si liderara todo y a todos.

—Ah, conque ver al M’Hael, ¿no? ¿Y de qué Ajah he de anunciaros?

—El Rojo —repuso Pevara y lo vio parpadear. Muy satisfactorio. Aunque poco útil.

—El Rojo —repitió el hombre joven con tono inexpresivo. La sorpresa no le había durado mucho—. Muy bien, pues. Enkazin, al’Seen, quedaos vigilando mientras voy a ver qué tiene que decir el M’Hael sobre esto.

Se dio media vuelta y la plateada línea vertical de un acceso apareció ante él y se ensanchó en una abertura del tamaño de una puerta. ¿Sería ese tamaño el máximo que era capaz de crear? Había habido discusiones respecto a si vincular hombres que fueran lo más fuertes posible o los que fueran débiles. Estos últimos podrían ser más fáciles de controlar, en tanto que los fuertes serían, sin lugar a dudas, más útiles. No habían llegado a un consenso; cada hermana tendría que decidir por sí misma. El joven cruzó rápidamente el acceso y lo cerró antes de que ella tuviera tiempo de ver más que una plataforma blanca de piedra, con escalones que subían por un lado y una piedra negra cuadrangular que podría ser uno de los bloques del muro, pulida hasta brillar al sol, colocada encima.

Los otros dos se quedaran en medio del doble arco como para impedir que las hermanas entraran. Uno era saldaenino, un hombre delgado de nariz ancha, cerca de la madurez, que tenía cierto aire de escribiente, algo cargado de hombros como si pasara largas horas inclinado sobre un escritorio; el otro era un muchacho, poco más que un crío, que se retiraba el cabello oscuro de los ojos con los dedos aunque la brisa se los volvía a echar encima enseguida. Ninguno de los dos parecía sentirse inquieto ni lo más mínimo por encontrarse solos delante de seis hermanas. Si es que estaban solos. ¿Habría más en esas torres? Pevara se abstuvo de alzar la vista hacia lo alto de los torreones.

—Eh, tú, chico —dijo Desala con una voz que repicaba como campanillas. Unas campanillas en las que se dejaba entrever un asomo de ira. La forma casi infalible de irritarla era hacer daño a un crío—. Deberías estar en casa con tu madre y estudiando. ¿Qué haces aquí?

El chico enrojeció intensamente y volvió a retirarse el pelo de los ojos.

—Saml está bien, Aes Sedai —intervino el saldaenino mientras le daba palmaditas en el hombro al muchacho—. Aprende deprisa y no hace falta enseñarle dos veces lo mismo para que lo pille. —El chico se puso muy erguido, con una expresión de orgullo en la cara, y metió los pulgares en el cinturón. ¡Con una espada, a su edad! Sí, cierto, el hijo de un noble llevaría practicando varios años la esgrima al llegar a la edad de Saml al’Seen, ¡pero no lo dejarían ir por ahí con una espada!

—Pevara —dijo fríamente Tarna—, nada de niños. Yo sabía que los había aquí, pero nada de niños.

—¡Luz! —exclamó Melare. La yegua blanca percibió la agitación de su amazona y sacudió la cabeza arriba y abajo—. ¡Por supuesto que nada de niños!

—Sería una abominación —intervino Jezrail.

—Sí, nada de niños —convino rápidamente Pevara—. Creo que deberíamos no decir nada más hasta que veamos a maese… al M’Hael.

Javindhra aspiró sonoramente el aire por la nariz.

—¿Nada de niños para qué, Aes Sedai? —inquirió Enkazin, ceñudo—. ¿Nada de niños para qué? —repitió cuando ninguna de ellas le contestó.

Ya no tenía aire de escribiente. Los hombros algo hundidos seguían igual, pero algo en los ojos rasgados pareció de repente… peligroso. ¿Estaría asiendo la parte masculina del Poder? Esa posibilidad le provocó un escalofrío en la columna vertebral a Pevara, pero se resistió al deseo de abrazar el saidar. Algunos hombres encauzadores parecían capaces de percibir si una mujer estaba en contacto con la Fuente. Enkazin daba ahora la impresión de ser capaz de actuar con precipitación.

Esperaron en silencio salvo el esporádico golpeteo de un casco contra el suelo, mientras Pevara se obligaba a tener paciencia y Javindhra rezongaba entre dientes. Pevara no alcanzaba a entender lo que decía, pero era fácil distinguir lo que era rezongar. Tarna y Jezrail sacaron libros de las alforjas y se pusieron a leer. Bien. Que esos Asha’man vieran que no estaban preocupadas. El problema era que ni siquiera el muchacho parecía impresionado. Él y el saldaenino se limitaron a seguir plantados en medio del doble arco, vigilantes, sin apenas parpadear.

Pasada una media hora, un acceso mayor se abrió y el murandiano lo cruzó.

—El M’Hael os recibirá en palacio, Aes Sedai. Pasad. —Señaló el acceso con un gesto de la cabeza.

—¿Nos mostrarás tú el camino? —inquirió Pevara mientras desmontaba. El acceso era más grande, pero habría tenido que agacharse para cruzarlo a caballo.

—Hay alguien al otro lado para guiaros. —Soltó una risotada—. El M’Hael no trata con los de mi clase.

Pevara archivó mentalmente aquello para rumiarlo más tarde. Tan pronto como la última de ellas lo hubo cruzado, cerca de la blanca plataforma de piedra con su bloque negro reluciente como un espejo, el acceso desapareció con un parpadeo, pero no estaban solas. Cuatro hombres y dos mujeres vestidos con toscas ropas de paño se ocuparon de tomar las riendas de los caballos, y un hombre corpulento de tez oscura que lucía en el alto cuello de la chaqueta tanto el alfiler de la espada de plata como una sinuosa figura esmaltada en rojo y dorado, un dragón, les dedicó una mínima inclinación de cabeza.

—Seguidme —dijo lacónicamente, con acento teariano. Tenía unos ojos penetrantes como taladros.

El palacio del que había hablado el murandiano era simplemente eso, un edificio de dos plantas, en mármol blanco y rematado con cúpulas picudas y esbeltas torres al estilo de Saldaea, y que la plataforma blanca separaba de un amplio espacio de terreno desnudo y endurecido. No era grande comparado con otros palacios, pero la mayoría de los nobles vivían en construcciones bastante más pequeñas y menos espléndidas. Una ancha escalinata de piedra subía a un amplio rellano, delante de unas puertas gemelas. Cada una de ellas lucía un puño enfundado en guantelete que aferraba tres rayos tallados, grandes y dorados. Esas puertas se abrieron antes de que el teariano llegara ante ellas, pero no se veía a ningún sirviente. El hombre debía de haber encauzado. Pevara volvió a sentir un escalofrío. Javindhra masculló entre dientes, y esta vez sonó como una plegaria.

El palacio podría haber pertenecido a cualquier noble al que le gustaran los tapices que representaban batallas y suelos de baldosas rojas y negras, salvo que allí no había señales de un cuerpo de servicio. Tenía criados, pero entre ellos no había informadores del Ajah Rojo, por desgracia; sin embargo, ¿es que por costumbre no quería que estuvieran a la vista mientras no se los necesitara o acaso les había ordenado que no aparecieran por las estancias? Tal vez lo había hecho para que nadie viera la llegada de seis Aes Sedai. Ese curso de razonamiento conducía a pensamientos que Pevara prefería no tomar en consideración. Había aceptado los riesgos antes de salir de la Torre Blanca. No tenía sentido recrearse en ellos.

La cámara a la que el teariano las condujo era un salón del trono donde un círculo de columnas negras con el fuste contorneado en espiral sostenían lo que debía de ser la cúpula más grande del palacio, y cuyo interior estaba cubierto con capas doradas y contenía muchas lámparas doradas que colgaban de cadenas doradas. Altas lámparas de pie con espejos se alineaban asimismo a lo largo de las paredes circulares. Unos cien hombres con chaqueta negra se hallaban de pie a uno y otro lado del salón. Hasta donde alcanzaba a ver Pevara, todos llevaban la espada y el dragón; hombres de semblantes duros, rostros maliciosos, expresiones crueles. Tenían los ojos clavados en ella y las otras hermanas.

El teariano no las anunció, sino que se limitó a unirse a la masa de Asha’man y las dejó para que recorrieran el trecho a través de la estancia. Allí las baldosas también eran rojas y negras. A Taim debían de gustarle esos colores en particular. Él se encontraba arrellanado en lo que sólo podía describirse como un trono, un inmenso sillón profusamente tallado y dorado —uno como cualquier otro solio que Pevara había visto— ubicado sobre un estrado de mármol blanco. Se centró en él y no sólo para evitar sentir todos aquellos ojos de hombres encauzadores siguiéndola. Mazrim Taim atraía su mirada. Alto, la nariz ganchuda, irradiaba un aire de fortaleza física. Y también de tenebrosidad. Estaba sentado, cruzados los tobillos y un brazo colgando sobre el pesado reposabrazos del trono; sin embargo, daba la impresión de poder saltar en un estallido de violencia de un momento a otro. Un detalle interesante era que en la negra chaqueta, bordada con dragones en azul y dorado enroscados en las mangas desde el puño hasta el codo, no llevaba los alfileres del cuello.

—Seis hermanas del Ajah Rojo —dijo él cuando se pararon a corta distancia del estrado. Aquellos ojos… En comparación, se había quedado corta al pensar que los del teariano eran como taladros—. Obviamente no habéis venido para amansarnos a todos. —En el salón sonaron risas—. ¿Por qué vinisteis pidiendo hablar conmigo?

—Soy Pevara Tazanovni, Asentada de las Rojas —dijo—. Ésta es Javindhra Doraille, también una Asentada Roja. Las otras son Tarna Feir, Desala Nevanche…

—No pregunté vuestros nombres —la interrumpió fríamente Taim—. Pregunté por qué habéis venido.

Aquello no iba bien. Consiguió reprimir un profundo suspiro, aunque habría querido darlo. De cara al exterior estaba tranquila, pero por dentro se preguntaba si no acabaría el día vinculada a la fuerza. O muerta.

—Queremos hablar sobre vincular Asha’man como Guardianes. Después de todo, vosotros habéis vinculado a cincuenta y una hermanas. En contra de su voluntad. —Más valía que supiera desde el principio que estaban al tanto de eso—. No obstante, nuestra intención no es vincular hombres en contra de su voluntad.

Un hombre alto, de cabello dorado, que se encontraba cerca del estrado, la miró con sorna.

—¿Y por qué íbamos a permitir que unas Aes Sedai tomaran…? —Algo invisible le golpeó el lateral de la cabeza con tanta fuerza que los pies perdieron contacto con el suelo antes de caer hecho un ovillo sobre las baldosas, cerrados los ojos y con un hilillo de sangre manándole por la nariz.

Un hombre enjuto, con la línea del cabello gris retirándose en la frente y barba dividida, se inclinó para tocar con un dedo la cabeza del hombre tirado.

—Está vivo —dijo mientras se incorporaba—, pero tiene una fisura en el cráneo y la mandíbula fracturada. —Por el tono de la voz podría estar hablando del tiempo. Ninguno de los hombres hizo intención de curarlo. ¡Ninguno!

—Tengo cierta habilidad en la Curación —dijo Melare mientras se recogía la falda y empezaba a moverse hacia el hombre caído—. La suficiente para eso, creo. Con tu permiso.

—No lo tienes —repuso Taim a la par que sacudía la cabeza—. Si Mishraile sigue vivo a la caída de la noche, recibirá la Curación. Tal vez el dolor le enseñe a contener la lengua. ¿Decías que queréis vincular Guardianes? ¿Unas Rojas?

La última palabra estaba cargada de menosprecio, cosa que Pevara decidió pasar por alto. La mirada de Tarna habría podido convertir el sol en un carámbano, sin embargo. Pevara posó la mano en el brazo de la otra mujer en un gesto admonitorio al tiempo que hablaba.

—Las Rojas tienen experiencia con hombres capaces de encauzar. —Se alzaron murmullos entre los Asha’man presentes. Murmullos coléricos, pero también hizo caso omiso de ellos—. No les tenemos miedo. La costumbre puede ser tan difícil de cambiar como la ley, a veces más, pero se ha tomado la decisión de cambiar la nuestra. De ahora en adelante, las hermanas Rojas pueden vincular Guardianes, pero sólo varones encauzadores. Cada hermana puede vincular tantos como con los que pueda sentirse cómoda. Considerando el caso de las Verdes, por ejemplo, creo que no es probable que puedan ser más de tres o cuatro.

—Está bien.

Pevara parpadeó a despecho de sí misma.

—¿Está bien? —Debía de haberle entendido mal. Era imposible que lo hubiera convencido con tanta facilidad.

Los ojos de Taim parecían estar trepanándole el cráneo. Extendió las manos en un gesto burlón.

—¿Qué esperabas que dijera? ¿Lo que es justo es justo? ¿En la cifra equiparable? Acepta ese «está bien» y pregunta quién os dejará que lo vinculéis. Además, debes recordar el viejo dicho: que el Señor del Caos el mando tome.

Las carcajadas varoniles retumbaron en el salón.

Pevara no había oído nunca un dicho así. Aquellas risas hicieron que el vello de la nuca se le pusiera de punta.

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