El sol se alzaba muy por encima de las montañas mientras Karede cabalgaba a través de los árboles en dirección a la llamada Hoz de Malvide, situada a unas dos leguas de distancia. La brecha de cinco millas de anchura en las montañas albergaba la calzada de Ebou Dar a Lugard, una milla al sur de su posición. A corta distancia de la Hoz, sin embargo, encontraría el campamento que Ajimbura le había localizado. El hombrecillo de las colinas no había sido tan necio de intentar entrar en el campamento, de modo que Karede ignoraba si cabalgaba hacia una trampa mortal en vano. No, en vano no. Por la Augusta Señora Tuon. Cualquier Guardia de la Muerte estaba dispuesto a dar la vida por ella. Su honor era el deber, y el deber a menudo conllevaba la muerte. En el cielo sólo se veían nubes blancas esponjosas, sin amenaza de lluvia. Siempre había esperado morir a la luz del sol.
Llevaba consigo un grupo reducido; uno era Ajimbura, claro, que los guiaba montado en su castaño de patas blancas. El nervudo hombrecillo se había cortado la trenza pelirroja con hebras blancas, hecho que daba medida de su devoción. Las tribus de las colinas tomaban esas trenzas como trofeos a los que mataban en las eternas disputas enquistadas entre familias y no tener una era quedar deshonrado a los ojos de todas las tribus y familias, ser un cobarde autoproclamado. Esa devoción era por Karede más que por la Augusta Señora o el Trono de Cristal, pero la propia devoción de Karede era tal que venía a ser lo mismo. Dos de los guardias cabalgaban detrás de Karede con la armadura roja y verde, bruñida hasta hacerla brillar, igual que la suya. Hartha y un par de Jardineros caminaban al lado con las hachas de largo mango echadas al hombro y mantenían el paso de los caballos sin dificultad. También sus armaduras relucían. Melitene, la der’sul’dam de la Augusta Señora, que llevaba el largo y canoso cabello atado ese día con una cinta roja, montaba un gris de paso alto; la correa plateada de un a’dam la unía por la muñeca izquierda al cuello de Mylen. Poco podía hacerse para que esas dos ofrecieran un aspecto más impresionante, pero el a’dam y el vestido azul de Melitene, con los pliegues rojos en la falda y la pechera, en los que se marcaban rayos bifurcados, llamarían la atención a buen seguro. Considerando todo en conjunto, nadie se fijaría en Ajimbura. Los demás se habían quedado con Musenge por si acaso se trataba realmente de un lugar de gran peligro.
Se había planteado utilizar a otra damane en lugar de Mylen. La diminuta mujer, con ese rostro al que nunca se le podía poner una edad, casi saltaba en su silla por la impaciencia de volver a ver a la Augusta Señora. No mantenía una apropiada actitud de tranquilidad. Aun así, no podía hacer nada sin Melitene, y como arma era una nulidad, algo que le había hecho agachar la cabeza cuando él se lo había indicado a la der’sul’dam. Había necesitado que la consolara su sul’dam, que la acarició mientras le decía las hermosas Luminarias del Cielo que hacía y lo maravillosa que era su Curación. Hasta pensar eso le daba escalofríos a Karede. Enfocándolo como algo abstracto podía considerarse algo maravilloso lo de que las heridas desaparecieran en cuestión de segundos, pero creía que tendría que estar al borde de la muerte antes de permitir que nadie lo tocara con el Poder. Y sin embargo, si de ese modo hubiese podido salvar la vida de su esposa Kalia… No, las armas se habían quedado atrás, con Musenge. Si hoy se libraba una batalla sería de otro tipo.
El primer trino de pájaro que oyó no parecía distinto de los demás que había oído esa mañana, pero se repitió un poco más adelante, y una tercera vez. Sólo un trino en cada ocasión. Localizó a un hombre encaramado en un alto roble, con una ballesta que lo fue siguiendo mientras pasaba a caballo por delante. Verlo no era sencillo; el peto y el yelmo sin visera estaban pintados de un color verde apagado que se camuflaba con el follaje del árbol. Aún así la tira de tela roja atada al brazo izquierdo había ayudado. Si su verdadera intención hubiera sido mantenerse oculto, se la habría quitado.
Karede hizo un gesto a Ajimbura y el nervudo hombrecillo le sonrió de un modo que lo hizo parecer una rata amojamada de ojos azules, antes de dejar que el castaño que montaba se retrasara hasta quedar detrás de los guardias. Ese día llevaba el largo cuchillo debajo de la chaqueta. Lo tomarían por un criado.
A no tardar, Karede entraba en el campamento propiamente dicho. No había tiendas ni refugios de ningún tipo, pero sí largas hileras de caballos estacados ordenadamente y muchos más hombres con petos verdes. Las cabezas se volvieron para observar el paso del grupo, pero eran pocos los que estaban de pie y menos aún los que sostenían una ballesta. Un buen número de ellos dormía en sus mantas, sin duda cansados de la dura cabalgada que habían hecho durante la noche. De modo que el canto del pájaro les había indicado que no eran bastantes para representar un peligro. Su aspecto era el de soldados bien entrenados, pero eso ya había esperado que fuera así. Lo que no tenía previsto era el reducido número de hombres. Oh, sí, los árboles quizás ocultaban algunos, pero sin duda en el campamento no había más de siete u ocho mil, demasiados pocos para haber llevado a cabo la campaña que Loune le había descrito. De repente sintió una repentina presión en el pecho. ¿Dónde estaban los demás? La Augusta Señora podría encontrarse con uno de los otros grupos. Confiaba en que Ajimbura estuviera tomando nota del número de efectivos.
No habían llegado muy lejos cuando un hombre bajo montado en un pardo de gran alzada le salió al paso y frenó donde tuvo que parar o llevárselo por delante. Llevaba afeitada la parte delantera de la cabeza y daba la impresión de habérsela empolvado, nada menos. Sin embargo, no era un petimetre. La oscura chaqueta sería de seda, pero la cubría el mismo tipo de peto verde apagado que el de los soldados rasos. Los ojos inexpresivos denotaron dureza al examinar a Melitene y Mylen, y a los Ogier. El semblante no le cambió cuando volvió la mirada hacia Karede.
—Lord Mat nos describió esa armadura —dijo con un modo de hablar aún más rápido y comiéndose más palabras que los altaraneses—. ¿A qué debemos el honor de una visita de la Guardia de la Muerte?
¿Lord Mat? Por la Luz bendita, ¿quién era lord Mat?
—Furyk Karede —se presentó—. Deseo hablar con un hombre que se hace llamar Thom Merrilin.
—Talmanes Delovinde —se presentó a su vez el hombre, actuando por fin con cortesía—. ¿Queréis hablar con Thom? Bien, no veo nada malo en ello. Os llevaré hasta él.
Karede taconeó a Aldazar para seguir a Delovinde. El hombre no había mencionado lo que era obvio, que a él y los otros no se les permitiría marcharse para que no llevaran la noticia de la ubicación del ejército. Tenía algo de modales. O no les permitirían marcharse a no ser que su plan absurdo funcionara. Musenge le daba sólo una posibilidad de éxito de cada diez, y una de cada cinco de conservar la vida. Personalmente calculaba unos porcentajes más grandes en contra, pero tenía que intentarlo. Y la presencia de Merrilin hablaba a favor de la presencia de la Augusta Señora.
Delovinde desmontó delante de una curiosa escena doméstica entre los árboles, gente en banquetas de campaña o en mantas alrededor de un pequeño fuego, al pie de un anchuroso roble, donde se calentaba un recipiente con agua. Karede desmontó e indicó a los guardias y a Ajimbura que hicieran otro tanto. Melitene y Mylen siguieron en sus monturas para aprovechar la ventaja de la altura. Entre la gente se encontraba nada menos que la señora Anan, que había sido propietaria de la posada donde él se hospedaba en Ebou Dar; la mujer estaba sentada en una banqueta de tres patas y leía un libro. Ya no llevaba uno de esos vestidos escotados que tanto le había gustado contemplar, pero del ceñido collar seguía colgando el pequeño cuchillo enjoyado sobre el imponente busto. La mujer cerró el libro y le dirigió un leve cabeceo como si acabara de regresar a La Mujer Errante tras estar ausente unas pocas horas. Los ojos de color avellana se mostraban muy sosegados. Quizás el complot era más complejo de lo que el Buscador Mor había pensado.
Un hombre alto, delgado, de cabello blanco y bigotes casi tan largos como los de Hartha, se hallaba sentado con las piernas cruzadas en una manta de rayas, a un lado de un tablero de guijas y enfrente de una mujer esbelta que llevaba el cabello tejido en multitud de trencillas rematadas con cuentas. El hombre enarcó una ceja al ver a Karede, sacudió la cabeza y volvió a estudiar atentamente el tablero cuadriculado. Por su parte, la mujer le asestó una mirada de puro odio; a él y a los que lo acompañaban. Un viejo sarmentoso de largo cabello blanco estaba acomodado en otra manta con un crío notablemente feo y jugaban a algo sobre un trozo de paño rojo que llevaba un dibujo reticular de rayas negras semejante a una telaraña. Se sentaron erguidos y el chico observó a los Ogier con interés mientras el hombre dejaba cernida en el aire una mano como si fuera a asir un cuchillo guardado dentro de la chaqueta. Un hombre peligroso; y precavido. Quizás era Merrilin.
Dos hombres y dos mujeres sentados juntos en banquetas de campaña se encontraban charlando cuando Karede llegó donde estaba el grupo; pero, al acercarse, una de las mujeres, de semblante severo, se puso de pie y clavó los azules ojos en los suyos casi como si lo desafiara. Portaba una espada colgada de una ancha correa de cuero que llevaba en bandolera, como lo hacían algunos marinos. Llevaba muy recortado el pelo, aunque no al estilo de la Sangre baja, y tenía las uñas cortas y ninguna lacada, pero estaba seguro de que era Egeanin Tamarath. Un tipo corpulento, con el cabello tan corto como ella y una de esas raras barbas illianas, se puso de pie a su lado, con una mano sobre la empuñadura de una espada corta; lo miraba fijamente, como si quisiera secundar el desafío de la mujer. La otra mujer, bonita, de cabello largo y oscuro y la boca semejante a un capullo de rosa, se puso de pie; durante un instante pareció que caería de rodillas, postrada, pero después se irguió y lo miró directamente a los ojos. El último hombre, un tipo delgado con un extraño gorro rojo, que parecía tallado en madera oscura soltó una risotada y la rodeó con los brazos. La mirada entre risueña y burlona que le asestó a Karede podría haberse descrito como triunfal.
—Thom —dijo Delovinde—, éste es Furyk Karede. Quiere hablar con un hombre que «se hace llamar» Thom Merrilin.
—¿Conmigo? —inquirió el hombre delgado de cabello blanco, y se incorporó torpemente. Parecía que tenía la pierna derecha un poco rígida. ¿Alguna antigua herida mal curada, tal vez?—. Pero no «me hago llamar» Thom Merrilin. Es mi nombre, aunque me sorprende que lo sepáis. ¿Qué queréis de mí?
Karede se quitó el yelmo; pero, antes de abrir la boca, una mujer bonita con grandes ojos marrones se adelantó precipitadamente, seguida de otras dos. Las tres tenían esos semblantes Aes Sedai que en un momento aparentaban veinte años y al siguiente el doble, y al otro, una cifra entre medias. Resultaba desconcertante.
—¡Ésa es Sheraine! —gritó la mujer bonita, fija la vista en Mylen—. ¡Soltadla!
—No lo entiendes, Joline —le dijo una de las mujeres que estaba con ella, enfadada. De labios finos y nariz ancha, parecía capaz de partir piedras a mordiscos—. Ya no es Sheraine. Nos habría traicionado si se le hubiese presentado la ocasión.
—Teslyn tiene razón, Joline —intervino la tercera mujer. Atractiva más que bonita, tenía el pelo negro y le caía en ondas hasta la cintura—. Nos habría traicionado.
—Lo dudo, Edesina —espetó Joline—. La liberarás de inmediato —le dijo a Melitene—, o te… —De repente soltó una exclamación ahogada.
—Te lo advertí —manifestó Teslyn con aspereza.
Un hombre joven con un sombrero negro de ala ancha se acercó a galope en un castaño oscuro de hocico chato y pecho ancho, y desmontó de un salto.
—¿Qué puñetas pasa aquí? —demandó mientras se acercaba al fuego a zancadas.
Karede no le hizo caso. La Augusta Señora Tuon había llegado junto al hombre joven, montada en un animal blanco y negro y marcas en la capa como no había visto nunca. Selucia se encontraba a su lado, en un caballo pardo, la cabeza envuelta en un pañuelo escarlata, pero él sólo tenía ojos para la Augusta Señora. Un negro y corto cabello le cubría la cabeza, pero jamás confundiría ese rostro. Ella sólo le dedicó una mirada inexpresiva antes de volver a observar al hombre joven, y Karede se preguntó si lo habría reconocido. Seguramente no. Hacía mucho tiempo que había servido en su guardia personal. No miró hacia atrás, pero sabía que las riendas de la montura de Ajimbura las sostenía ahora uno de los guardias. En apariencia desarmado y cortada la característica trenza, no tendría problemas para salir del campamento. Los centinelas ni siquiera verían al hombrecillo. Y enseguida Musenge sabría que la Augusta Señora se encontraba, efectivamente, allí.
—Nos ha escudado, Mat —dijo Joline.
El joven se quitó bruscamente el sombrero y fue hacia el caballo de Melitene como si se propusiera asir las riendas. Tenía las piernas largas, aunque no se lo podría considerar alto, y llevaba un pañuelo negro de seda anudado al cuello con las puntas colgando sobre el pecho. Eso lo identificaba como aquel al que todo el mundo llamaba el Juguete de Tylin, como si ser el capricho de la reina fuera su rasgo más notable. Y seguramente era así. Los «juguetes» rara vez tenían algo más. Lo extraño era que no parecía lo bastante atractivo para eso. Sin embargo parecía estar en forma.
—Soltad el escudo —le dijo como si esperara que lo obedeciera. Karede enarcó las cejas. ¿Y ése era el juguete? Melitene y Mylen soltaron una exclamación ahogada casi a la par, y el joven soltó una breve y seca risa—. ¿Veis? Conmigo no funciona. Ahora vais a soltar los escudos de una puñetera vez u os sacaré de la puñetera silla de un tirón y os zurraré unos buenos azotes en el trasero.
El semblante de Melitene se ensombreció. Pocas personas se atrevían a hablarle así a una der’sul’dam.
—Suelta los escudos, Melitene —dijo Karede.
—La marath’damane estaba a punto de abrazar el saidar —replicó en lugar de obedecer—. A saber de qué habría sido capaz si…
—Suelta los escudos —repitió firmemente—. Y suelta el Poder.
El joven cabeceó con aire satisfecho y entonces giró de repente y apuntó con el dedo a las tres Aes Sedai.
—¡Y ahora no me vengáis con puñetas y empecéis con lo de siempre! Ha soltado el Poder. Haced lo mismo. ¡Vamos!
De nuevo asintió con la cabeza, como si estuviese seguro de que lo habían obedecido. Por la forma que lo miraba Melitene, a lo mejor lo estaba. ¿Sería acaso un Asha’man? Quizás un Asha’man podía detectar de algún modo si una damane encauzaba. No parecía muy probable, pero era lo único que se le ocurría a Karede. No obstante, eso no cuadraba con la forma en la que, según se decía, Tylin trataba al joven.
—Un día de éstos, Mat Cauthon, alguien te va a enseñar a tener el respeto debido a una Aes Sedai, y espero estar allí para verlo —dijo Joline con acritud.
La Augusta Señora y Selucia se echaron a reír a carcajadas. Era estupendo comprobar que ella se las había ingeniado para conservar los ánimos en su cautividad. Sin duda la compañía de su doncella había ayudado a ello. Pero era hora de continuar, hora de lanzar su loca apuesta.
—General Merrilin —dijo—, habéis combatido una campaña corta pero notable y habéis hecho milagros al conseguir que vuestro ejército no fuera detectado, pero vuestra suerte está a punto de acabarse. El general Chisen ha adivinado vuestro verdadero propósito. Ha hecho dar media vuelta a su ejército y marcha hacia la Hoz de Malvide a toda velocidad. Llegará dentro de dos días. Tengo diez mil hombres no muy lejos de aquí, suficientes para inmovilizaros hasta que él llegue. Pero la Augusta Señora Tuon podría correr peligro, y quiero evitarlo. Dejadme marchar con ella y yo dejaré que vos y vuestros hombres partáis sin obstáculos. Podríais estar al otro lado de las montañas, en la Brecha de Molvaine, antes de que Chisen llegue, y en Murandy antes de que os alcance. La otra opción es el exterminio. Chisen tiene suficientes hombres para aniquilaros. No sería una batalla. Cien mil hombres contra ocho mil sería una matanza.
Le escucharon todos con la cara tan inexpresiva como quien oye llover. Estaban bien adiestrados. O quizá se habían quedado anonadados al deshacerse los planes de Merrilin en el último momento.
Merrilin se atusó el bigote blanco con los nudillos. Parecía disimular una sonrisa.
—Me temo que os habéis equivocado conmigo, oficial general Karede. —En lo que tardó en pronunciar la frase, el tono de su voz se tornó tremendamente resonante—. Soy un juglar, una posición superior a la de bardo de la corte, desde luego, pero no un general. El hombre al que buscáis es Matrim Cauthon. —Hizo una ligera reverencia al tiempo que señalaba al hombre joven, que se estaba poniendo de nuevo el sombrero de copa plana.
Karede frunció el ceño. ¿El juguete de Tylin era el general? ¿Estaban jugando con él?
—Tenéis alrededor de cien Guardias de la Muerte hombres y unos veinte Jardineros —dijo calmosamente Cauthon—. Por lo que tengo entendido, con ésos sería suficiente para plantar batalla a cinco veces más su número de la mayoría de los soldados, y a la vista yo tengo más de seiscientos. En cuanto a Chisen, si es el tipo que retrocedió por la Hoz, aun en el caso de que haya imaginado lo que me traigo entre manos no podría llegar aquí en menos de cinco días. Los últimos informes de mis exploradores lo sitúan moviéndose a buen paso hacia el sudoeste, a lo largo de la calzada de Ebou Dar, lo más deprisa posible. La verdadera cuestión, sin embargo, es ésta: ¿podéis conducir a Tuon hasta el palacio de Tarasin sana y salva?
Karede se sintió como si Hartha le hubiese soltado una patada en la tripa y no sólo porque el hombre utilizara el nombre de la Augusta Señora de una manera tan familiar.
—¿Queréis decir que me dejáis llevarla conmigo? —inquirió, sin dar crédito a sus oídos.
—Si ella confía en vos, sí. Y si podéis conducirla a palacio sana y salva. Corre peligro hasta que llegue allí. Por si no lo sabéis, todo vuestro jodido Ejército Invencible está dispuesto a cortarle el cuello o machacarle la cabeza con una piedra.
—Lo sé —dijo Karede con más tranquilidad de la que sentía. ¿Por qué iba ese hombre a liberar a la Augusta Señora después de que la Torre Blanca se había tomado el trabajo de raptarla? ¿Por qué, después de aquella corta y sangrienta campaña?—. Moriremos todos si es necesario para ponerla a salvo. Lo mejor será ponernos en marcha de inmediato. —Antes de que ese hombre cambiara de parecer. Antes de que él despertara de ese sueño febril, porque era eso lo que parecía.
—No tan deprisa. —Cauthon se volvió hacia la Augusta Señora—. Tuon, ¿confías en este hombre para que te lleve a salvo al palacio de Ebou Dar?
Karede reprimió el impulso de dar un respingo. ¡Por muy general y lord que fuera ese hombre no tenía derecho a usar así el nombre de la Augusta Señora!
—Confío mi vida a la Guardia de la Muerte —repuso sosegadamente la Augusta Señora—, y a él más que a ningún otro. —Le regaló una sonrisa a Karede. Incluso de pequeña, sus sonrisas eran contadas—. ¿Por casualidad conserváis todavía mi muñeca, oficial general Karede?
Él le hizo una reverencia ceremoniosa. Su modo de hablarle le indicaba que seguía estando bajo el velo.
—Mil perdones, Augusta Señora. Lo perdí todo en el Gran Incendio de Sohima.
—Eso significa que la guardasteis durante diez años. Os doy mis condolencias por la pérdida de vuestra esposa y de vuestro hijo, aunque él sucumbió valerosamente y tuvo una buena muerte. Pocos hombres entrarían en un edificio en llamas una vez. Él salvó a cinco personas antes de que el fuego lo superara.
Karede sintió un nudo en la garganta. Se había interesado en saber de su vida. Sólo fue capaz de hacer otra reverencia, ésta más pronunciada.
—Basta de eso —masculló Cauthon—. Vais a terminar por golpearos la cabeza contra el suelo si seguís así. Tan pronto como ella y Selucia hayan recogido sus cosas, os las llevaréis fuera de aquí y cabalgaréis a galope tendido. Talmanes, pon en pie a la Compañía. No es que no me fíe de vos, Karede, pero creo que dormiré más tranquilo al otro lado de la Hoz.
—Matrim Cauthon es mi esposo —dijo la Augusta Señora con voz alta y clara. Todo el mundo se quedó petrificado en el sitio—. Matrim Cauthon es mi esposo.
Karede sintió como si Hartha lo hubiese pateado otra vez. No, Hartha, no. Aldazar. ¿Pero qué locura era aquélla? Cauthon tenía el aspecto del hombre que ve llegar volando una flecha hacia la cara y sabe que no va a poder esquivarla.
—El jodido Matrim Cauthon es mi esposo. Es ésa la palabra que utilizas, ¿verdad?
Esto tenía que ser un sueño producto de la fiebre.
Tuvo que pasar un minuto antes de que Mat fuera capaz de hablar. Así se abrasara, pero pareció que pasaba una hora antes de que fuera capaz de moverse. Cuando lo consiguió, se quitó el sombrero de golpe, se plantó delante de Tuon en dos zancadas y asió las riendas de la cuchilla. Ella lo miraba desde su posición ventajosa, fría como cualquier reina en su jodido trono. Todas esas batallas con los puñeteros dados rodando dentro de su cabeza, todas esas escaramuzas y ataques, y se tenían que parar cuando ella decía esas pocas palabras. Bueno, al menos esta vez sabía lo que había ocurrido y que era jodidamente fatídico para Mat Cauthon.
—¿Por qué? Bueno, sabía que lo dirías antes o después, pero ¿por qué ahora? Me gustas, puede que sea más que eso, y disfruto besándote —le pareció que Karede soltaba un gruñido ahogado—, pero no te has comportado como una mujer enamorada. La mitad del tiempo eres fría como el hielo y la otra mitad te la pasas casi siempre chinchándome.
—¿Enamorada? —Tuon parecía sorprendida—. Tal vez lleguemos a amarnos, Matrim, pero siempre he sabido que me casaría para servir al imperio. ¿Qué quieres decir con que sabías que iba a decirlo antes o después?
—Llámame Mat. —Sólo lo llamaba Matrim su madre, cuando estaba metido en un lío. Y sus hermanas, cuando le iban con cuentos a su madre para meterlo en líos.
—Tu nombre es Matrim. ¿Qué querías decir?
Mat suspiró. Esa mujer nunca pedía mucho. Sólo hacer las cosas a su modo. Igual que casi todas las mujeres que conocía.
—Pasé a través de un ter’angreal a otro lugar, puede que a otro mundo. La gente de allí no es realmente gente, tienen aspecto de serpientes, pero responden a tres preguntas que uno les haga y sus respuestas siempre son verdad. Una de las respuestas que me dieron fue que me casaría con la Hija de las Nueve Lunas. Pero tú no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué ahora?
Una leve sonrisa asomó a los labios de Tuon, que se inclinó sobre la silla. ¡Y le atizó un fuerte capón!
—Tus supersticiones ya son excesivas, Matrim, pero no te toleraré mentiras. Un embuste divertido, pero sigue siendo un embuste.
—La Luz sabe que es cierto —protestó mientras se calaba el sombrero. A lo mejor lo resguardaba un poco—. Podrías descubrirlo por ti misma si fueras capaz de mantener una charla con una Aes Sedai. Podrían hablarte de los alfinios y los elfinios.
—Podría ser verdad —intervino Edesina como si pensara que sería una ayuda—. Se puede llegar hasta los alfinios a través de un ter’angreal que hay en la Ciudadela de Tear, según tengo entendido, y se supone que ofrecen respuestas verdaderas. —Mat le asestó una mirada feroz. Pues menuda ayuda era con su «según tengo entendido» y su «se supone». Tuon siguió mirándolo fijamente como si Edesina no hubiese abierto la boca.
—Yo he contestado tu pregunta, Tuon, así que responde tú a la mía.
—¿Sabes que las damane pueden decir la buenaventura? —Le dirigió una mirada severa, seguramente porque esperaba que él dijera que era una superstición, pero Mat se limitó a asentir con un seco cabeceo. Había Aes Sedai que podían pronosticar el futuro. ¿Por qué no iban a hacerlo las damane?—. Le pedí a Lidya que me dijera la mía justo antes de desembarcar en Ebou Dar. Esto es lo que dijo: «Guardaos del zorro que hace levantar el vuelo a los cuervos, porque os desposará y os llevará lejos. Guardaos del hombre que recuerda el rostro de Artur Hawkwing, porque os desposará y os liberará. Guardaos del hombre de la mano roja, porque os desposaréis con él y con ningún otro». Fue tu anillo lo primero que atrajo mi mirada. —Mat toqueteó el sello de manera inconsciente y ella sonrió. Un atisbo, pero sonrisa al fin y al cabo—. Un zorro que aparentemente espantaba a dos cuervos y los hacía alzar el vuelo y nueve medias lunas. Sugerente, ¿no crees? Y ahora mismo has realizado la segunda parte, así que supe con certeza que eras tú.
Selucia dejó escapar un sonido gutural y Tuon le dijo algo moviendo los dedos. La mujercita de generosos senos se apaciguó y se ajustó el pañuelo de la cabeza, pero la mirada que asestó a Mat tendría que haber ido acompañada por una daga en la mano.
Rió con desgana. ¡A tomar vientos! El anillo era un ensayo de un tallista y lo había comprado sólo porque se le quedó encajado en el dedo; si consiguiera sacarse de la cabeza a esas jodidas serpientes se quedaría sin el recuerdo del semblante de Hawkwing, junto con todos los demás recuerdos del pasado; y, sin embargo, esas cosas le habían proporcionado una esposa. La Compañía de la Mano Roja jamás habría existido sin esos antiguos recuerdos de batallas.
—Me parece que ser ta’veren funciona conmigo tanto como con cualquier otro. —Por un instante había creído que iba a darle otro capón y le ofreció la mejor de sus sonrisas—. ¿Otro beso antes de que te vayas?
—No estoy de humor en este momento —repuso fríamente ella. Había reaparecido el juez de la horca. Todos los prisioneros debían ser condenados de inmediato—. Tal vez más tarde. Podrías regresar a Ebou Dar conmigo. Ahora tienes un lugar de honor en el imperio.
No vaciló ni un instante antes de sacudir la cabeza. No había lugar de honor aguardando a Leilwin ni a Domon, no lo había en absoluto para las Aes Sedai ni para la Compañía.
—La próxima vez que vea seanchan, va a ser en algún campo de batalla, Tuon. —Maldición, sería así. Por lo visto su vida seguía ese derrotero, hiciera lo que hiciera él—. Tú no eres mi enemiga, pero el imperio lo es.
—Tampoco tú eres mi enemigo, esposo —repuso fríamente Tuon—, pero vivo para servir al imperio.
—Bien, supongo que lo mejor será que recojas tus cosas… —Dejó la frase en el aire al oír la trápala de los cascos de un caballo que se acercaba.
Vanin sofrenó al rucio desgarbado junto a Tuon, miró a Karede y a los otros Guardias de la Muerte, y luego escupió por la mella antes de apoyarse en la alta perilla de la silla de montar.
—Hay unos diez mil soldados en una villa situada unas cinco millas al oeste de aquí —informó el hombre gordo a Mat—. Sólo un hombre seanchan, que haya podido enterarme. Los demás son altaraneses, taraboneses, amadicienses. Todos montados. La cosa es que andan preguntando por tipos con armaduras como ésa. —Señaló con un gesto de la cabeza a Karede—. Y cuentan que aquel de ellos que mate a una chica que, según la descripción, se parece un montón a la Augusta Señora, ganará cien mil coronas de oro. Babean sólo de pensarlo.
—Puedo atravesar sus líneas sin que se den cuenta —afirmó Karede. Su rostro franco tenía una expresión paternal. La voz sonaba como una espada al desenvainarse.
—¿Y si no podéis? —inquirió quedamente Mat—. Es imposible que su presencia aquí sea por casualidad. Eso es que han husmeado algún rastro vuestro. Podría ocurrir que sólo hiciera falta olisquear algo más para que consigan matar a Tuon.
—¿Acaso os proponéis no cumplir lo acordado? —El semblante de Karede se había ensombrecido. Una espada que podría utilizarse en cualquier momento. Lo peor era que Tuon lo observaba como ese juez de la horca. Maldición, si ella moría algo se marchitaría en su interior. Y la única forma de impedirlo, de asegurarse de que no pasaría, era hacer lo que odiaba más aún que trabajar. Hubo un tiempo en el que había creído que librar batallas, por mucho que odiara hacerlo, seguía siendo mejor que trabajar. Que la cifra de muertos rondara los novecientos en el espacio de unos pocos días le había hecho cambiar de opinión.
—No —contestó—. Se va con vos. Pero me dejaréis una docena de vuestros Guardias de la Muerte y algunos Jardineros. Si voy a quitaros de encima a ese ejército, los necesito para que crean que soy vos.
Tuon dejó la mayoría de los vestidos que Matrim le había comprado ya que tenían que viajar ligeros de equipaje. El pequeño ramillete de capullos de rosa hechos de seda que le había regalado lo guardó en las alforjas, plegado y envuelto en un paño de lino, con tanto cuidado como si fuera de cristal soplado. No se despidió de nadie excepto de la señora Anan —iba a echar de menos sus discusiones— así que Selucia y ella estuvieron listas enseguida para ponerse en marcha. Mylen sonrió de oreja a oreja al verla y no tuvo más remedio que dar unas palmaditas en la cabeza a la pequeña damane. Al parecer se había extendido la noticia de lo ocurrido, porque mientras cruzaba el campamento a caballo, con la escolta de los Guardias de la Muerte, hombres de la Compañía se pusieron de pie y le hicieron reverencias. Se parecía mucho a pasar revista a los regimientos en Seandar.
—¿Qué os parece él? —le preguntó a Karede una vez que hubieron dejado atrás a los soldados y se pusieron a medio galope. No hacía falta aclarar a qué «él» se refería.
—No soy quién para opinar sobre nadie, Augusta Señora —repuso seriamente. Giraba la cabeza a uno y otro lado para escudriñar los árboles que había en derredor—. Sirvo al imperio y a la emperatriz, así viva para siempre.
—Como hacemos todos, oficial general. Pero os pido que deis vuestra opinión.
—Un buen general, Augusta Señora —contestó sin vacilar—. Valiente, pero no en demasía. No se arriesgará a que lo maten sólo para demostrar lo arrojado que es, creo. Y es… contemporizador. Un hombre con muchas capas. Y si me disculpáis, Augusta Señora, un hombre enamorado de vos. Vi cómo os miraba.
¿Enamorado de ella? Tal vez. Creía que podría llegar a amarlo. Su madre había amado a su padre, se decía. ¿Un hombre de muchas capas? ¡Matrim Cauthon hacía que, en comparación, una cebolla pareciera una manzana! Se pasó la mano por la cabeza. Aún no se había acostumbrado a notarse pelo en el cuero cabelludo.
—Lo primero será rasurarme la cabeza.
—Quizá sería mejor esperar a llegar a Ebou Dar, Augusta Señora.
—No —contestó suavemente—. Si he de morir, moriré siendo quien soy. Me he quitado el velo.
—Como digáis, alteza. —Sonriente, saludó golpeando con el puño sobre el corazón con fuerza suficiente para que el metal del guantelete resonara al chocar contra el peto—. Si hemos de morir, moriremos siendo quienes somos.