2 La mano del oscuro

Beonin se despertó al rayar el día, como tenía por costumbre, a pesar de que los faldones de la entrada dejaban entrar poca luz. Las costumbres eran buenas siempre y cuando fueran buenas costumbres, y ella había adquirido unas cuantas a lo largo de los años. El aire dentro de la tienda conservaba un resto del frío nocturno, pero no encendió el brasero. No pensaba quedarse mucho. Encauzó brevemente para encender el farol de latón y después calentó el agua de la jarra blanca vidriada y se lavó la cara en el palanganero desvencijado con el espejo lleno de burbujas. Todo lo que había dentro de la tienda circular era inestable, desde la minúscula mesa hasta el catre estrecho, y el único mueble resistente era una silla de respaldo bajo, tan tosca que parecía sacada de la cocina de una humilde granja. Sin embargo estaba acostumbrada a apañárselas. No todos los juicios que había emitido allí donde se le había encomendado hacerlo habían sido en palacios. Hasta la aldehuela más humilde merecía que se hiciera justicia. Había dormido en graneros e incluso en cobertizos para que eso se cumpliera.

Con lentitud, se puso el mejor traje de montar que tenía allí, uno liso de seda en color gris que estaba muy bien cortado, y se calzó las cómodas y calientes botas que le llegaban a la rodilla, tras lo cual se puso a cepillarse el cabello dorado oscuro con un cepillo que tenía el mango y la parte posterior de marfil y que había pertenecido a su madre. La imagen reflejada en el espejo se veía ligeramente distorsionada y, por alguna razón, eso la irritaba esa mañana.

Alguien llamó en el faldón de la entrada rascando con los dedos.

—Desayuno, Aes Sedai, si dais vuestro permiso —dijo alegremente un hombre con acento murandiano.

Soltó el cepillo y se abrió a la Fuente.

No tenía criada personal, por lo que con frecuencia una cara nueva le llevaba las comidas, pero recordaba al hombre robusto y canoso de sonrisa permanente que entró al darle permiso, cargado con una bandeja cubierta con un paño blanco.

—Por favor, déjalo en la mesa, Ehvin —dijo al tiempo que soltaba el saidar, y sus palabras se vieron recompensadas con una sonrisa más amplia del hombre, una profunda reverencia por encima de la bandeja y otra más al marcharse. Demasiadas hermanas olvidaban las pequeñas cortesías para con quienes estaban por debajo de ellas. Esos detalles de educación eran el lubricante de la vida diaria.

Con una mirada carente de entusiasmo a la bandeja, reanudó la tarea de cepillarse el pelo, un ritual que repetía dos veces al día y que siempre le había resultado relajante. Sin embargo, esa mañana, en lugar de disfrutar al sentir deslizarse el cepillo por el pelo, se tuvo que obligar a completar las cien pasadas de rigor antes de dejar el cepillo en el palanganero, junto al peine a juego y un espejo de mano. Hubo un tiempo en el que habría podido dar clases de paciencia a las colinas, pero eso se había ido haciendo más y más difícil a partir de Salidar. Y casi imposible desde Murandy. De modo que se había ejercitado para habituarse a ello, igual que había hecho para ir a la Torre Blanca en contra del deseo expreso de su madre y como había hecho para aceptar la disciplina de la Torre, además de sus enseñanzas. De jovencita había sido obstinada, siempre aspirando a más. La Torre le había enseñado que podía lograr más si aprendía a controlarse, y se enorgullecía de esa habilidad.

Con autocontrol o sin él, ingerir sin prisas el desayuno de ciruelas cocidas y pan le resultó tan difícil como completar el ritual del cepillado. Las ciruelas eran pasas, y puede que incluso estuvieran pasadas, para empezar; las habían cocido hasta dejarlas hechas papilla, y estaba segura de que se le habían escapado unas cuantas de las motitas negras que se veían en la corteza del pan. Intentó convencerse de que cualquier cosa que le crujía entre los dientes era simplemente un grano de cebada o una semilla de centeno. Aquella no era la primera vez que había comido pan que tuviera gorgojos, pero tampoco era algo de lo que se pudiera disfrutar. El té tenía asimismo un regusto raro, como si también empezara a estropearse.

Cuando finalmente colocó de nuevo el paño blanco sobre la bandeja de madera tallada, estuvo a punto de soltar un suspiro. ¿Cuánto faltaba para que no quedara nada comestible en el campamento? ¿Estaría ocurriendo lo mismo en Tar Valon? Tenía que ser así. La mano del Oscuro estaba tocando el mundo, un pensamiento tan lúgubre como un campo sembrado de piedras dentadas. Pero la victoria llegaría. Se negaba a considerar otras opciones. El joven al’Thor era responsable de muchas cosas, de muchísimas, pero lo conseguiría —¡tenía que conseguirlo!— de algún modo. De algún modo. Pero el Dragón Renacido estaba fuera del ámbito de su competencia; lo único que podía hacer era contemplar desde lejos el desarrollo de los acontecimientos. Nunca le había gustado sentarse a un lado y mirar.

Todo ese cavilar amargo era inútil. Era hora de moverse. Se levantó tan deprisa que volcó la silla hacia atrás, pero la dejó tirada sobre la lona del suelo.

Asomó la cabeza por el faldón de entrada y encontró a Tervail en un taburete, en la pasarela, con la oscura capa echada hacia atrás e inclinado sobre la espada enfundada que estaba apuntalada entre las botas. El sol —dos tercios de una dorada y brillante bola— aún salía por el horizonte, pero los nubarrones que había en la dirección contraria y que se amontonaban alrededor del Monte del Dragón eran indicio de más nieve a no tardar. O quizá lluvia. La caricia del sol casi era cálida tras la noche previa. Fuera lo uno o lo otro, con suerte ella estaría bajo techo, cómoda y abrigada, dentro de poco.

Tervail se dio por enterado de su presencia con un cabeceo sin interrumpir lo que parecía ser una indolente observación de todos los que tenía al alcance de la vista. De momento sólo eran trabajadores, hombres vestidos con toscas ropas de paño que cargaban cestos a la espalda, u hombres y mujeres, vestidos con ropas igualmente toscas, que conducían carros de ruedas altas cargados con haces de leña, sacos de carbón y barriles de agua que avanzaban entre traqueteos por la calle marcada de rodadas. Al menos su escrutinio habría parecido indolente a quien no tuviera el vínculo de Guardián con él. Su Tervail estaba tan concentrado como una flecha lista para salir disparada. Sólo estudiaba a los hombres, y su mirada se retardaba en aquellos a los que no conocía personalmente. Con dos hermanas y un Guardián asesinados a manos de un hombre capaz de encauzar —casi podía descartarse que hubiera dos asesinos de ese tipo— todo el mundo sentía recelo de los hombres desconocidos. Es decir, todos los que estaban enterados de lo ocurrido. La noticia apenas se había divulgado.

Cómo creía Tervail que reconocería al asesino escapaba a su comprensión, a no ser que el hombre llevara un cartel que lo anunciara, pero no pensaba reprenderlo porque intentara cumplir con su obligación. Delgado como una tralla, con una poderosa nariz y una ancha cicatriz a lo largo de la mandíbula, recuerdo de una herida recibida estando a su servicio, era poco más que un muchacho cuando lo encontró, raudo como un felino y ya por entonces uno de los mejores espadachines de su nativa Tarabon, y en todos los años transcurridos desde entonces no había habido un solo instante en el que sus facultades menguaran. Había salvado su vida veinte veces como poco. Dejando aparte salteadores o bandoleros demasiado ignorantes para reconocer a una Aes Sedai, hacer cumplir la ley podía ser peligroso cuando una parte u otra se desesperaba al fallar la resolución en su contra, y a menudo Tervail había visto el peligro antes incluso que ella.

—Ensilla a Pinzona para mí y trae tu caballo —le dijo—. Vamos a cabalgar un poco.

Tervail enarcó ligeramente una ceja y medio miró en su dirección antes de sujetar la vaina con la espada al lado derecho del cinturón y echar a andar a paso vivo pasarela abajo, hacia las hileras de caballos estacados. Jamás hacía preguntas innecesarias. Quizás estaba más agitado interiormente de lo que ella pensaba.

Se agachó para entrar de nuevo en la tienda, envolvió cuidadosamente el espejo de mano, junto con el cepillo y el peine, en un pañuelo de seda tejido en la trama teariana de laberinto en blanco y negro y lo metió todo en uno de los dos bolsillos grandes que tenía el interior de su buena capa gris. El chal, pulcramente doblado, y una cajita de ébano de talla intrincada fueron a parar al otro. La caja contenía unas cuantas piezas de joyería, algunas heredadas de su madre y las demás de su abuela materna. Ella casi nunca se ponía joyas aparte del anillo de la Gran Serpiente, pero siempre llevaba consigo la caja, el cepillo, el peine y el espejo cuando salía de viaje, esos recuerdos de unas mujeres cuya memoria había amado y honrado, así de como lo que le habían enseñado. Su abuela, una notable letrada de Tanchico, le había infundido el amor por las complejidades de la ley, en tanto que su madre había demostrado que siempre era posible superarse. Los abogados rara vez se hacían ricos, aunque Colaris había alcanzado un nivel más que acomodado, y, a despecho de su desaprobación, su hija Aeldrine se había hecho mercader y había amasado una considerable fortuna con la compraventa de tintes. Sí, siempre era posible superarse, si se aprovechaba cuando se presentaba el momento, como había hecho ella cuando Elaida a’Roihan depuso a Siuan Sanche. Ni que decir tiene que desde entonces las cosas no habían llegado, ni mucho menos, hasta donde había previsto. Rara vez ocurría así. Tal era la razón por la que una mujer inteligente siempre preparaba vías alternativas.

Un gato gris, flaco y con muescas en las orejas, empezó a restregarse contra los tobillos de Beonin. Había gatos por todo el campamento; aparecían allí donde hubiera Aes Sedai reunidas, mansos como animales domésticos por muy salvajes que hubieran sido antes. Al cabo de unos segundos sin que le rascara las orejas, el gato se alejó orgulloso como un rey en busca de alguien que le hiciera caso. No sería por falta de candidatas.

Unos minutos antes sólo se veían trabajadores y carreteros, pero ahora el campamento había empezado a bullir de actividad. Grupos de novicias vestidas de blanco —a los que llamaban «familias»— caminaban apresuradamente por las pasarelas de camino a las clases que se impartían en cualquier tienda lo bastante grande para acogerlas, o incluso a cielo raso. Las que pasaban corriendo a su lado hacían un alto en su cháchara pueril para hacerle reverencias perfectas a su paso. Verlas nunca dejaba de asombrarla. O de despertar su enojo. Un buen número de esas «pequeñas» había entrado en la madurez o incluso era mayor —¡no eran pocas las que peinaban canas y hasta había algunas abuelas!— pero aun así se sometían a las antiguas rutinas tan bien como cualquier muchacha que había visto llegar a la Torre. ¡Y eran tantas! Una constante avalancha, aparentemente interminable, discurría en tropel por las calles. ¿Cuántas habría perdido la Torre a costa de centrarse en localizar a las chicas nacidas con la chispa y las que ya estaban a punto de encauzar por sí mismas a través de un manejo torpe mientras se dejaba que las demás encontraran el camino a Tar Valon como pudieran o como se las ingeniaran? ¿Cuántas se habían perdido por la insistencia de que ninguna chica con más de dieciocho años podía someterse a la disciplina? El cambio no era algo que ella hubiese buscado nunca —la ley y las tradiciones gobernaban la vida de una Aes Sedai, unos cimientos de estabilidad sólidos como un lecho de rocas— y algunos cambios, como el de esas familias de novicias, le parecían demasiado radicales para seguir adelante con ellos, pero ¿cuánto más había perdido la Torre?

También había hermanas que caminaban por las pasarelas, normalmente en parejas o incluso en tríos y seguidas por sus Guardianes. El río de novicias se dividía alrededor de las Aes Sedai en medio de remolinos de reverencias, remolinos que hacían irregulares las miradas intensas dirigidas a las hermanas, las cuales fingían no darse cuenta. Eran muy pocas las Aes Sedai que no iban envueltas en el brillo del Poder. Beonin estuvo a punto de chasquear la lengua en un gesto irritado. Las novicias sabían que Anaiya y Kairen habían muerto —ni siquiera se habían planteado ocultar las piras funerarias— pero decirles cómo habían perecido las dos hermanas sólo habría servido para asustarlas. Sin embargo, hasta las más nuevas, inscritas en el libro de novicias en Murandy, llevaban vestidas de blanco el tiempo suficiente para darse cuenta de que el hecho de que las hermanas fueran de un sitio a otro henchidas de saidar era totalmente inusitado. Eso por sí mismo acabaría por asustarlas inútilmente. No era probable que el asesino atacara en público, con docenas de hermanas alrededor.

Cinco hermanas montadas que se dirigían despacio hacia el este, ninguna de ellas envueltas en la luz del saidar, atrajeron su atención. A cada una de ellas la seguía un pequeño séquito compuesto generalmente por una secretaria, una criada, quizás un criado también por si acaso hubiera que levantar cosas pesadas, y algunos Guardianes. Todas llevaban echada la capucha, pero no costaba mucho identificar quién era quién. Varilin, también como ella del Gris, era alta como un hombre, en tanto que Takima, la Marrón, era menuda. La capa de Saroiya era muy vistosa, con bordados blancos —por fuerza tenía que usar el saidar para que la prenda conservara esa reluciente blancura—, y un par de Guardianes que seguían a Faiselle la señalaban con tanta claridad como su capa de un intenso color verde. Lo cual hacía que la última, envuelta en una capa de color gris oscuro, fuera Magla, la Amarilla. ¿Qué encontrarían cuando llegaran a Darein? Sin duda no serían negociadoras de la Torre; ya no. Quizá pensaban que debían cumplir las formalidades, de todos modos. Frecuentemente, la gente seguía haciendo lo mismo de antes cuando actuar así ya no tenía sentido ni servía para nada. Sin embargo, ésa era una circunstancia que no se prolongaba mucho con las Aes Sedai.

—Casi no parecen ir juntas, ¿verdad, Beonin? Cualquiera diría que se han encontrado por casualidad al ir a caballo en la misma dirección.

Adiós a la pizca de intimidad que le proporcionaba la capucha. Por suerte, estaba acostumbrada a contener suspiros o cualquier cosa que pudiera revelar más de lo que ella quería. Las dos hermanas que se habían parado a su lado eran altas, de huesos finos, cabello oscuro y ojos castaños, pero ahí acababa todo parecido entre ellas. El rostro estrecho de Ashmanaille, con la nariz picuda, rara vez reflejaba expresión alguna. El vestido de seda, con cuchilladas plateadas, daba la impresión de que acabara de sacarlo del vestidor la camarera de una gran dama, y unos bordados de espirales plateadas adornaban los bordes de la capa y la capucha forradas de piel. El vestido de paño oscuro de Phaedrine tenía arrugas, amén de varias manchas; la capa oscura no llevaba adornos y le hacía falta algún zurcido. La mujer fruncía el entrecejo demasiado a menudo y en ese momento lo estaba haciendo. De no ser por ese gesto habría resultado bonita. Formaban una extraña pareja de amigas la Marrón de aspecto normalmente descuidado y la Gris que prestaba tanta atención a su ropa como a cualquier otra cosa.

Beonin echó una ojeada rápida a las Asentadas que se marchaban. Parecían cabalgar en la misma dirección por casualidad, más que ir juntas. Que ese detalle se le hubiera pasado por alto daba la medida de su estado de ánimo esa mañana.

—Quizá vayan meditando sobre lo ocurrido anoche, ¿no te parece, Ashmanaille? —dijo mientras giraba la cabeza hacia las fastidiosas recién llegadas. Fueran o no bienvenidas, había que guardar las formas.

—Al menos la Amyrlin está viva —repuso la otra Gris—, y por lo que me han contado, seguirá viva y… sana. Ella y Leane, las dos. —Ni siquiera el hecho de que Nynaeve hubiera logrado Curar la neutralización a Siuan y a Leane había logrado que ninguna hermana se sintiera cómoda al hablar de ello.

—Vivas y cautivas es mejor que acabar decapitadas, supongo, pero no mucho más. —Cuando Morvrin la había despertado para contarle las nuevas, había resultado muy difícil compartir el entusiasmo de la Marrón. O lo que podía considerarse entusiasmo tratándose de Morvrin, que exhibía una ligera sonrisa. Beonin ni siquiera se había planteado cambiar de planes, sin embargo. Los hechos eran los hechos y había que afrontarlos. Egwene estaba prisionera, y no había vuelta de hoja—. ¿No estás de acuerdo, Phaedrine?

—Desde luego —replicó secamente la Marrón. ¡Secamente! Claro que así era Phaedrine, siempre tan sumida en lo que quiera que le hubiera llamado la atención que olvidaba cómo tenía que comportarse. Y aún no había acabado—. Pero no es por eso por lo que te buscábamos. Ashmanaille dice que tienes muchos conocimientos sobre asesinatos. —Una ráfaga repentina les sacudió las capas, pero Beonin y Ashmanaille asieron las suyas con suavidad, en tanto que Phaedrine dejó que la suya ondeara al viento, sin quitar ojo a Beonin.

—A lo mejor has reflexionado sobre los homicidios que hemos tenido aquí, Beonin —intervino suavemente Ashmanaille—. ¿Querrás compartir tus conclusiones con nosotras? Phaedrine y yo hemos reflexionado sobre el tema, pero no hemos llegado a ninguna parte. Mi experiencia está centrada en cuestiones civiles. Sé que has llegado al fondo de cierto número de muertes anómalas.

Pues claro que había pensado en los asesinatos. ¿Acaso había una sola hermana en el campamento que no lo hubiera hecho? De hecho, no habría podido evitar pensar en eso aunque lo hubiera intentado. Descubrir a un asesino era un placer, una experiencia mucho más satisfactoria que arreglar una disputa sobre lindes. Era el delito más atroz, el robo de lo que jamás podría recuperarse, todos los años que no se vivirían, todo lo que se podría haber hecho en esos años. Y éstas eran las muertes de Aes Sedai, lo que sin duda lo convertía en algo personal para todas las hermanas del campamento. Esperó a que la última bandada de mujeres vestidas de blanco, dos de ellas con el pelo canoso, hicieran una reverencia antes de alejarse presurosas. El número de novicias en las pasarelas empezaba por fin a disminuir. Los gatos parecían seguirlas. Las novicias eran más proclives a las caricias que las hermanas.

—El hombre que apuñala por codicia, la mujer que envenena por celos, son una cosa, y esto, otra muy distinta —contestó una vez que las novicias estuvieron lo bastante lejos para no oírla—. Hay dos asesinatos, casi con seguridad cometidos por un mismo hombre, pero con más de una semana de diferencia entre uno y otro. Eso implica paciencia y planificación. El motivo no está claro, pero no parece probable que eligiera a sus víctimas al azar. Sabiendo de él únicamente que puede encauzar, hay que empezar a contemplar qué relación había entre las víctimas. En este caso, Anaiya y Kairen eran ambas del Ajah Azul. Así que me pregunté ¿qué relación tiene el Ajah Azul con un hombre que encauza? Y la respuesta fue Moraine Damodred y Rand al’Thor. Y Kairen también estuvo en contacto con él, ¿no?

—No estarás sugiriendo que él es el asesino —dijo Phaedrine, que frunció el entrecejo tanto que casi puso ceño. Realmente se estaba propasando.

—No —contestó fríamente Beonin—. Digo que hay que seguir la relación, la cual nos lleva a los Asha’man. Hombres que encauzan. Que encauzan y que saben Viajar. Hombres que tienen razones para temer a las Aes Sedai, tal vez más a unas que a otras en particular. Una conexión no es una prueba —admitió de mala gana—, pero da que pensar, ¿verdad?

—¿Por qué iba a venir aquí dos veces un Asha’man y en cada ocasión a matar a una hermana? Eso suena como si el asesino fuera detrás de esas dos y no de otras. —Ashmanaille sacudió la cabeza—. ¿Cómo habría sabido en qué momento estarían solas Anaiya y Kairen? No pensarás que anda al acecho disfrazado como un trabajador. Por lo que tengo entendido, esos Asha’man son demasiados arrogantes para hacer una cosa así. A mi entender, es más probable que tengamos a un verdadero trabajador capaz de encauzar y que guarda algún tipo de rencor.

Beonin resopló con desdén. Notó que Tervail se acercaba; debía de haber corrido para regresar tan pronto.

—¿Y por qué habría tenido que esperar hasta ahora? A los últimos trabajadores se los contrató en Murandy, hace más de un mes.

Ashmanaille abrió la boca, pero Phaedrine se le adelantó con la rapidez de un gorrión lanzándose a coger una miga de pan.

—Podría acabar de aprender a hacerlo. Un encauzador espontáneo, como antes. He oído conversaciones de los trabajadores. Hay tantos que admiran a los Asha’man como los que los temen. He oído decir a algunos que ojalá tuvieran valor para presentarse en la Torre Negra.

La ceja izquierda de la otra Gris se movió en un amago de enarcarse, que era tanto como si cualquier otra mujer arqueara ambas hasta casi la raíz del pelo. Las dos eran amigas, pero a Ashmanaille no debía de hacerle gracia que Phaedrine le quitara la palabra de la boca de esa forma.

—Un Asha’man podría descubrirlo, estoy convencida —fue todo lo que dijo, sin embargo.

Beonin dejó que le llegara la presencia de Tervail, el cual esperaba ahora detrás de ella, a sólo unos pocos pasos. El vínculo le transmitía un flujo constante de calma imperturbable y paciencia tan persistente como las montañas. Ojalá pudiera utilizarlo del mismo modo que recurría a su fortaleza física.

—Eso es poco menos que imposible, y no me cabe duda de que estarás de acuerdo conmigo —dijo con voz queda.

Romanda y las otras se habrían pronunciado a favor de esa «alianza» absurda con la Torre Negra, pero a partir de ese momento habían luchado como carreteros borrachos respecto a cómo implementarla, cómo redactar el acuerdo, cómo presentarlo, cada detalle desmenuzado, vuelto a unir y dividido de nuevo. Era algo condenado al fracaso, gracias a la Luz.

—He de irme —les dijo y se volvió para tomar las riendas de Pinzona que le tendía Tervail. El alto castrado zaino del Guardián era lustroso, potente y veloz, un corcel de guerra entrenado. Por el contrario su yegua marrón era achaparrada y lenta, pero siempre había preferido la resistencia a la velocidad. Pinzona podía seguir en marcha mucho después de que monturas más altas y poderosas se hubieran dado por vencidas. Con el pie ya en un estribo y agarrada con las dos manos a la silla, una en la perilla y la otra en el alto arzón, hizo una pausa—. Dos hermanas muertas, Ashmanaille, y ambas Azules. Busca hermanas que las conocieran y entérate de qué más tenían en común. Para localizar al asesino debes seguir las conexiones.

—Dudo mucho que conduzcan a los Asha’man, Beonin.

—Lo importante es dar con el asesino —repuso mientras se aupaba a la silla, e hizo volver grupas a Pinzona y la taconeó antes de que la otra mujer tuviera oportunidad de añadir algo. Un final brusco y descortés, pero no tenía más consejos que dar y ahora parecía que el tiempo apremiaba. El sol ya se había alzado sobre el horizonte y seguía ascendiendo. Después de tanto tiempo, éste apremiaba; ¡y cómo!

El trayecto hasta la zona de Viaje que se utilizaba para las salidas fue corto, pero había casi una docena de Aes Sedai que esperaban en fila fuera del alto cercado de lona, algunas con caballos, otras sin capa, como si esperaran encontrarse bajo techo dentro de poco, y una o dos llevaban puestos los chales por alguna razón. Alrededor de la mitad iba acompañada por Guardianes, varios de los cuales vestían las capas de colores cambiantes. En lo único en lo que todas las hermanas coincidían era que el brillo del saidar las envolvía. Por supuesto, Tervail no mostró sorpresa por su destino, pero no fue eso sólo, sino que el vínculo del Guardián siguió transmitiendo una calma constante. Confiaba en ella. Un relámpago plateado surgió dentro del cercado, y después de un espacio de tiempo suficiente para poder contar despacio hasta treinta, un par de Verdes que eran incapaces de abrir un acceso sin ayuda entraron juntas con cuatro Guardianes que conducían caballos. La costumbre en cuanto a la intimidad ya se había incorporado también al Viaje. A menos que alguna te permitiera ver cómo tejía un acceso, tratar de descubrir adónde se dirigía se consideraba tan indiscreto como preguntar directamente de qué asunto se ocupaba. Beonin esperó pacientemente montada en Pinzona y a su lado Tervail, altísimo a lomos de Martillo. Al menos allí las hermanas respetaron que llevara echada la capucha. O quizá tenían sus propios motivos para guardar silencio. En cualquier caso, no tuvo que hablar con nadie. En aquel momento le habría resultado insoportable.

La fila menguó rápidamente y a no tardar Tervail y ella desmontaron a la cabeza de una fila mucho más corta, con sólo tres hermanas. Tervail apartó a un lado el faldón de lona para que pasara ella primero. Colgada de palos altos, la lona del cercado cerraba un espacio cuadrado de casi veinte pasos de lado donde la helada nieve fangosa cubría el suelo, una superficie irregular con huellas de pisadas y de cascos de caballos que se montaban unas sobre otras, y marcada en el centro por una línea recta como filo de navaja. Todas usaban el centro. El suelo emitía un tenue brillo; quizás empezaba a deshelarse otra vez y se embarraría todo, bien que podría volver a helarse. La primavera tardaba más en llegar allí que en Tarabon, pero no faltaba mucho.

Tan pronto como Tervail soltó el faldón de la entrada, ella abrazó el saidar y tejió Energía casi de un modo acariciador. Ese tejido la fascinaba, la recuperación de algo que se creía perdido para siempre y sin lugar a dudas el mayor descubrimiento de Egwene al’Vere. Cada vez que lo tejía experimentaba esa sensación de maravilla, tan familiar de novicia e incluso de Aceptada, que no había vuelto a sentir desde que había alcanzado el chal. Algo nuevo y maravilloso. La plateada línea vertical apareció ante ella, justo encima de la marca del suelo, y de repente se convirtió en una brecha que se ensanchó dando la impresión de que lo que se veía a través rotaba hasta que tuvo ante sí un agujero cuadrado en el aire de más de dos pasos de alto por dos de ancho, y que daba a unos robles de gruesas ramas cargados de nieve. Una ligera brisa sopló a través del acceso y le agitó la capa. A menudo había disfrutado paseando por ese robledal o sentada en una de las ramas bajas leyendo durante horas, aunque nunca cuando estaba nevado.

Tervail no reconoció el sitio y pasó a través del acceso, espada en mano y tirando de las riendas de Martillo; los cascos del caballo levantaron polvo de nieve al pasar al otro lado. Los siguió un poco más despacio y, de mala gana, dejó que el tejido se disipara. Realmente era maravilloso.

Encontró a Tervail contemplando lo que se erguía por encima de las copas de los árboles a corta distancia, un pálido y grueso fuste que se alzaba contra el cielo. La Torre Blanca. Tenía el rostro impasible y el vínculo parecía rebosar quietud.

—Creo que planeas algo peligroso, Beonin. —Aún sostenía la espada en la mano, aunque la había bajado.

Ella posó la mano en el brazo izquierdo del hombre. Eso debería bastar para tranquilizarlo; jamás estorbaría el brazo con el que manejaba el arma si hubiera verdadero peligro.

—No más de lo que sea pre…

No acabó la frase; a unos treinta pasos de distancia, una mujer caminaba lentamente hacia ella, a través de los inmensos árboles. Antes tenía que haber estado detrás de un roble. La Aes Sedai llevaba un vestido pasado de moda, y llevaba el cabello blanco y largo peinado hacia atrás y recogido en una redecilla de plata adornada con perlas que le caía hasta la cintura. Era imposible. Sin embargo, aquella cara de rasgos firmes, ojos rasgados y oscuros y nariz aguileña era inconfundible. Inconfundible, pero Turanine Merdagon había muerto cuando Beonin era Aceptada. Entre un paso y el siguiente, la mujer desapareció.

—¿Qué ocurre? —Tervail giró rápidamente sobre sí mismo al tiempo que levantaba la espada y miró en la dirección en la que ella había estado mirando—. ¿Qué te ha asustado?

—El Oscuro está tocando el mundo —musitó. ¡Era imposible! Imposible, pero ella no era dada a las ilusiones y las fantasías. Había visto lo que había visto. El escalofrío que la sacudió no tenía nada que ver con estar metida en nieve hasta los tobillos. En silencio, elevó una plegaria. «Que la Luz ilumine todos mis días de vida. Que encuentre abrigo en la mano del Creador con la esperanza cierta y segura de salvación y renacimiento».

Cuando le contó que había visto a una hermana que hacía más de cuarenta años que había muerto, Tervail no trató de desecharlo como una alucinación, sino que se limitó a musitar una plegaria entre dientes. No percibió que estuviera asustado, sin embargo. Ella lo estaba, y mucho, pero Tervail no. Los muertos no podían despertar miedo en un hombre que vivía cada día como si fuera el último para él. No se mostró optimista cuando le reveló lo que pensaba hacer. Bueno, al menos en parte. Lo hizo mientras se miraba en el espejo de mano y tejía con muchísimo cuidado. No era tan ducha con la Ilusión como le habría gustado. El rostro reflejado en el espejo cambió cuando el tejido actuó sobre él. No era un gran cambio, pero ya no era un semblante de Aes Sedai, no era el de Beonin Marinye, sólo el de una mujer que se parecía ligeramente a ella, aunque con el cabello bastante más claro.

—¿Quieres llegar hasta Elaida? —inquirió él, receloso. De repente el vínculo transmitió tensión—. Te propones acercarte y entonces deshacer la Ilusión, ¿verdad? Te atacará y… No, Beonin. Si hay que hacerlo, deja que me encargue yo. Hay demasiados Guardianes en la Torre para que los conozca a todos, y nunca esperaría que un Guardián la atacara. Puedo hincarle una daga en el corazón antes de que se dé cuenta de lo que pasa. —Como demostración, una pequeña daga apareció en la mano derecha del hombre con una rapidez relampagueante.

—Lo que he que hacer, lo haré yo misma, Tervail. —Invirtió la Ilusión y ató el tejido antes de preparar otros cuantos por si acaso las cosas salían mal. También invirtió ésos, y entonces empezó uno más, un tejido muy complejo que se puso a sí misma. Eso ocultaría su capacidad de encauzar. Siempre se había preguntado por qué con unos tejidos, como la Ilusión, no había problema para que actuaran sobre una misma mientras que con otros, como la Curación, era imposible conseguir que actuaran en el propio cuerpo. Cuando había planteado esa pregunta siendo Aceptada, Turanine había respondido con aquella voz memorable de timbre grave: «Igual podrías preguntar por qué el agua es húmeda y la arena seca, pequeña. Céntrate en lo que es posible y no en por qué hay cosas que no lo son». Un buen consejo, si bien nunca había conseguido aceptar la segunda parte. Los muertos caminaban. «Que la Luz ilumine todos mis días…» Ató el último tejido y se quitó el anillo de la Gran Serpiente, que guardó en la escarcela. Ahora podía encontrarse al lado de cualquier Aes Sedai sin que la reconociera por lo que era—. Siempre has confiado en mi criterio sobre lo que es mejor —añadió—. ¿Aún confías?

El semblante del hombre continuó tan impasible como el de una hermana, pero a través del vínculo le llegó una repentina conmoción.

—Por supuesto, Beonin.

—Entonces encárgate de Pinzona y ve a la ciudad. Alquila cuarto en una posada hasta que vaya a buscarte. —El hombre abrió la boca, pero Beonin alzó la mano en un gesto admonitorio—. Ve, Tervail.

Lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista entre los árboles conduciendo a los dos caballos por las riendas. Se volvió hacia la Torre. Los muertos caminaban. Pero lo único que importaba era llegar hasta Elaida. Sólo eso.


Las ráfagas de viento sacudían los vidrios de las ventanas. El fuego en el hogar de mármol blanco había caldeado el aire hasta el punto de que la humedad se había condensado en los cristales y se deslizaba como gotas de lluvia. Sentada detrás del escritorio dorado, con las manos enlazadas serenamente sobre el tablero, Elaida do Avriny a’Roihan, la Vigilante de los Sellos, la Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin, mantenía el semblante sosegado mientras escuchaba despotricar a la persona que tenía delante, un hombre encorvado de hombros que agitaba el puño.

—… ir atado y amordazado la mayor parte del viaje, confinado día y noche en un camarote que más merecía llamarse alacena! Por ello exijo que se castigue al capitán del barco, Elaida. Lo que es más, exijo una disculpa vuestra y de la Torre Blanca. ¡Así la Fortuna me clave su aguijón! ¡La Amyrlin ya no tiene derecho a secuestrar reyes! ¡La Torre Blanca no tiene derecho! Exijo que…

Volvía a repetirse otra vez. Ese hombre casi no hacía una pausa para respirar. Resultaba difícil mantener la atención puesta en él y los ojos de Elaida se desviaron hacia los coloridos tapices de las paredes, a las rosas rojas perfectamente arregladas sobre los pedestales blancos de las esquinas. Qué fastidioso mantener una aparente calma mientras aguantaba la diatriba, cuando lo que deseaba era incorporarse y darle una bofetada. ¡Qué audacia la de ese hombre! ¡Hablarle así a la Sede Amyrlin! Pero aguantar tranquilamente servía mejor a su propósito. Dejaría que se agotara él mismo.

Mattin Stepaneos den Balgar era musculoso y puede que de joven fuera guapo, pero los años no lo habían tratado bien. La barba blanca que dejaba descubierto el labio superior estaba pulcramente recortada, pero el pelo había desaparecido de la mayor parte del cuero cabelludo, la nariz estaba rota en más de un sitio y el gesto ceñudo profundizaba arrugas en el rostro arrebatado que no necesitaban marcarse más. La chaqueta de seda verde, con bordados en las mangas de las Abejas Doradas de Illian, se había cepillado y limpiado bien, a falta de una hermana que hiciera el trabajo encauzando, pero era la única chaqueta que había llevado en el viaje y no habían salido todas las manchas. El barco que lo transportaba había viajado lento y había llegado tarde el día anterior pero, por una vez, Elaida no se sentía disgustada por la tardanza de alguien. Sólo la Luz sabía qué desbarajuste habría hecho Alviarin si el hombre hubiera llegado según lo previsto. Esa mujer merecía ir al tajo del verdugo aunque sólo fuera por el berenjenal en el que había metido a la Torre, un atolladero del que tendría que sacarla ella, cuanto más por atreverse a coaccionar a la Sede Amyrlin.

Mattin Stepaneos se interrumpió bruscamente e incluso medio reculó un paso sobre la alfombra tarabonesa. Elaida borró el ceño de la cara. Pensar en Alviarin siempre le hacía poner ese gesto furibundo a menos que tuviera cuidado.

—¿Vuestros aposentos os parecen cómodos? —dijo para romper el silencio—. ¿Os parecen adecuados los sirvientes?

El hombre parpadeó ante el repentino cambio de tema.

—Las estancias son muy cómodas y los sirvientes adecuados —contestó en un tono mucho más comedido, tal vez por recordar el gesto ceñudo—. Aun así, yo…

—Vos deberíais estarle agradecido a la Torre, Mattin Stepaneos, y a mí. Rand al’Thor tomó Illian sólo unos días después de que salisteis de la ciudad. También se adueñó de la Corona de Laurel. La Corona de Espadas, fue el nombre que le puso. ¿Acaso pensáis que habría vacilado en cortaros la cabeza para tomarla? Sé que vos no habrías renunciado de forma voluntaria. Os he salvado la vida. —Ea. Así creería ahora que todo se había hecho en su propio beneficio.

El necio tuvo la temeridad de resoplar con desdén y se cruzó de brazos.

—Todavía no soy un viejo perro de caza desdentado, madre. He afrontado la muerte muchas veces defendiendo Illian. ¿Creéis que temo tanto a la muerte que preferiría ser vuestro «invitado» el resto de mi vida? —Con todo, era la primera vez que se dirigía a ella con el título adecuado desde que había entrado en la habitación.

La dorada caja ornamentada del reloj que había pegado contra la pared repicó y unas figurillas de oro, plata y esmalte se movieron en tres niveles. En el más alto, el que había por encima de la esfera del reloj, un rey y una reina se arrodillaron ante una Sede Amyrlin. A diferencia de la que reposaba sobre los hombros de Elaida, la estola de esa pequeña Amyrlin todavía llevaba siete colores. Aún no había tenido tiempo para mandar llamar al esmaltador. ¡Había tanto que hacer que era mucho más importante!

Ajustándose la estola sobre el vestido de seda de color rojo intenso, se reclinó en el sillón dorado de forma que la Llama de Tar Valon, realizada con piedras de la luna engastadas en el alto respaldo, le quedara directamente encima de la cabeza. Se proponía que ese hombre fuera consciente de todos los símbolos que señalaban quién era y lo que representaba. De haber tenido la Vara rematada con la Llama a mano, la habría sostenido frente a la torcida nariz del hombre.

—Un muerto no puede reivindicar nada, hijo mío. Desde aquí y con mi ayuda es posible que podáis reclamar vuestra corona y vuestra nación.

Mattin Stepaneos entreabrió la boca e inhaló profundamente, como un hombre que aspirara el olor del hogar que había creído que no volvería a ver nunca.

—¿Y cómo prepararéis eso, madre? Tengo entendido que la Ciudad la controlan esos… Asha’man —balbució levemente al pronunciar el maldito nombre—, y Aiel que siguen al Dragón Renacido.

Alguien había estado hablando con él y le había contado demasiadas cosas. Las noticias que le llegaran sobre los acontecimientos tenían que ser racionadas de forma muy estricta. Por lo visto habría que sustituir a su criado. Sin embargo, la esperanza había borrado la ira de su voz y eso era positivo.

—Recuperar vuestra corona requerirá hacer planes y llevará tiempo —le dijo, ya que de momento no tenía ni idea de cómo se podría conseguir. No obstante, su intención era hallar la forma. Raptar al rey de Illian había tenido por objeto demostrar su poder, pero devolverle el trono robado lo demostraría mucho más. Devolvería la gloria a la Torre en todo su esplendor, como en los tiempos en que los tronos temblaban si la Sede Amyrlin fruncía el entrecejo.

»Estoy segura de que seguís cansado del viaje —añadió mientras se ponía de pie. Así, como si lo hubiera emprendido por voluntad propia. Confiaba en que él fuera lo bastante inteligente para fingir que tal era el caso. A los dos les convenía más en los días que se avecinaban—. Almorzaremos juntos a mediodía y discutiremos qué puede hacerse. Cariandre, escolta a Su Majestad a sus aposentos y encárgate de buscar un sastre. Necesitará ropa nueva. Regalo mío. —La regordeta ghealdana Roja, que había estado de pie y tan callada como un ratón junto a la puerta de la antesala, se adelantó suavemente para tocarle el brazo. El hombre vaciló, reacio a marcharse, pero Elaida continuó como si ya se encaminaran hacia la puerta—. Y dile a Tarna que venga, Cariandre. Hoy hay mucho trabajo que hacer —añadió esto último expresamente para él.

Por fin Mattin Stepaneos se dio media vuelta y Elaida se sentó de nuevo antes de que hubiera llegado a la puerta. Tres cajas lacadas descansaban sobre el tablero, colocadas con precisión; una era la de la correspondencia, donde guardaba cartas e informes de los Ajahs recibidos recientemente. El Rojo compartía todo lo que descubrían sus informadoras —o eso creía—, pero lo de los otros Ajahs seguía llegando con cuentagotas, aunque habían presentado algunas informaciones desagradables a lo largo de la última semana. Desagradables en parte porque indicaban contactos con las rebeldes que debían de llegar más allá de esas absurdas negociaciones. No obstante, fue la carpeta gruesa de cuero con relieves dorados la que abrió. La propia Torre generaba suficientes informes como para enterrar el escritorio si hubiera intentado leerlos todos, y Tar Valon producía diez veces más. Los amanuenses se encargaban de la inmensa mayoría y seleccionaban sólo los más importantes para que los leyera ella. Con todo, seguía siendo un gran montón.

—¿Queríais verme, madre? —preguntó fríamente Tarna mientras cerraba la puerta tras ella. No había falta de respeto en el tono; la mujer de cabello rubio era fría por naturaleza, y los ojos azules semejaban charcos helados. A Elaida eso no le importaba. Lo que la irritaba era que la estola de un rojo intenso que Tarna llevaba al cuello era poco más que una cinta ancha. El vestido, de color gris pálido, lucía cuchilladas rojas en suficiente número para demostrar el orgullo por su Ajah, así que ¿por qué era tan estrecha la estola? Pero Elaida confiaba mucho en esa mujer y, en los últimos tiempos, eso era un artículo muy escaso.

—¿Qué noticias hay del puerto, Tarna? —No hacía falta indicar cuál. Sólo el Puerto del Sur tenía una esperanza de seguir operativo sin grandes reparaciones.

—Únicamente barcos fluviales de poco calado pueden entrar —informó Tarna mientras cruzaba por la alfombra hasta detenerse delante del escritorio. Por su tono habríase dicho que hablaba de la posibilidad de que lloviera. Nada la desconcertaba—. Pero el resto hace turno para amarrar en la parte de la cadena que es cuendillar y así poder descargar en barcazas. Los capitanes de barco protestan porque se tarda bastante más, pero al menos de momento nos las arreglamos.

Elaida apretó los labios y tamborileó los dedos en el tablero. De momento. No podía iniciar las obras de reparación de los puertos hasta que las rebeldes se desmoronaran finalmente. Hasta el momento no habían lanzado ningún asalto, gracias a la Luz. Eso podría empezar con soldados sólo, pero ciertamente las hermanas acabarían entrando en liza, algo que debían de querer evitar tanto como ella. Pero echar abajo las torres portuarias como requerirían las reparaciones, dejando los puertos abiertos e indefensos, podría conducir a las rebeldes a intentar actos desesperados. ¡Luz! La lucha debía evitarse si había alguna posibilidad. Su intención era que ese ejército entrara en el redil de la Guardia de la Torre una vez que las rebeldes comprendieran que estaban acabadas y regresaran a la Torre. Una parte de Elaida ya pensaba como si Gareth Bryne dirigiera la Guardia de la Torre para ella. Un hombre infinitamente mejor para el puesto de mayor que Jimar Chubain. ¡Entonces sí que el mundo conocería la influencia de la Torre Blanca! No quería que sus soldados se mataran unos a otros tanto como no quería que la Torre se debilitara si las Aes Sedai se mataban unas a otras. Las rebeldes eran suyas tanto como las que estaban dentro de la Torre y estaba decidida a hacérselo entender así.

Tomó la hoja de papel que reposaba encima del montón de informes y le echó una rápida ojeada.

—Por lo visto, y en contra de mi orden expresa, las calles no se han limpiado. ¿Por qué?

Un brillo de inquietud asomó a los ojos de Tarna; era la primera vez que Elaida la veía preocupada.

—La gente está asustada, madre. No sale de su casa a no ser para algo imprescindible e incluso entonces lo hace con renuencia. Dicen que se han visto muertos caminando por las calles.

—¿Eso se ha confirmado? —inquirió quedamente Elaida, que tuvo la sensación de que la sangre se le quedaba helada de repente—. ¿Alguna hermana los ha visto?

—De las Rojas, no, que yo sepa. —Las otras hablarían con ella como la Guardiana, aunque no con franqueza, no para hacerle confidencias. ¿Y cómo, en nombre de la Luz, se podía remediar eso?—. Pero la gente en la ciudad se mantiene firme en lo que dice. Ha visto lo que ha visto.

Despacio, Elaida soltó la hoja a un lado. Sentía un estremecimiento. Bien. Había leído todo lo que había encontrado referente a la Última Batalla, incluso estudios y Predicciones tan antiguos que no se habían traducido de la Antigua Lengua y se habían cubierto de polvo en los rincones más oscuros de la biblioteca. El chico al’Thor había sido un heraldo, pero ahora parecía que el Tarmon Gai’don iba a llegar antes de lo que cualquiera había imaginado. Varias de esas antiguas Predicciones, que databan de los primeros tiempos de la Torre, decían que la aparición de los muertos sería la primera señal, un amago de diluirse la realidad a consecuencia de que el Oscuro cobraba fuerza. Las cosas empeorarían, y a no mucho tardar.

—Que los Guardias de la Torre saquen de sus casas a los hombres sanos y en buenas condiciones físicas, a rastras si es preciso —ordenó sosegadamente—. Quiero esas calles limpias y quiero que se me informe que han empezado a hacerlo hoy. ¡Hoy!

Las claras cejas de la otra mujer se enarcaron en un gesto de sorpresa; ¡había perdido su gélido autocontrol habitual!

—Como ordenéis, madre —fue cuanto dijo, por supuesto.

Elaida irradiaba serenidad, pero sólo era una farsa. Lo que tuviera que pasar, pasaría. Y todavía no tenía dominio sobre el chico al’Thor. ¡Y pensar que una vez lo había tenido justo a su alcance! Si entonces lo hubiera sabido… Maldita Alviarin y triplemente maldita aquella proclamación de incurrir en anatema cualquiera que se pusiera en contacto con él sin hacerlo a través de la Torre. La habría retirado si no hubiera parecido una debilidad y, en cualquier caso, el daño ya estaba hecho más allá de cualquier posible reparación. Con todo, pronto volvería a tener a Elayne de nuevo en su mano, y la casa real de Andor era la clave para ganar el Tarmon Gai’don. Eso lo había pronosticado ella en una Predicción tenida largo tiempo atrás. Y leer la noticia de la rebelión contra los seanchan extendiéndose por todo Tarabon había sido muy grato. No todo era una maraña de brezos clavándosele desde todas partes.

Al revisar el segundo informe torció el gesto. A nadie le gustaban las alcantarillas, pero era un tercio de la sangre vital de una ciudad, siendo los otros dos el comercio y el agua potable. Sin las alcantarillas Tar Valon caería presa de una docena de enfermedades que superarían todo cuanto pudieran hacer las hermanas para evitarlo, por no mencionar la pestilencia que las basuras podridas en las calles debían de estar soltando ya. Aunque de momento el comercio estaba reducido a un goteo, el agua seguía entrando por el extremo de la ciudad río arriba y se distribuía a las torres de depósito de agua repartidas por toda la urbe y de allí a las fuentes, ya fueran normales u ornamentales, de las que todo el mundo podía hacer uso libremente, pero ahora parecía que los desagües en el extremo de la isla río abajo se hallaban casi atascados. Mojando la pluma en el tintero, garabateó «QUIERO ESOS CONDUCTOS DESATRANCADOS MAÑANA» en el encabezado de la página y firmó debajo. Si los amanuenses tuvieran dos dedos de frente el trabajo ya estaría en marcha, pero si de algo no acusaría nunca a ese colectivo era de tener caletre. El siguiente informe consiguió que también ella enarcara las cejas.

—¿Ratas dentro de la Torre? —¡Aquello ya pasaba de castaño oscuro! ¡Había que ponerle remedio!—. Que alguien compruebe las salvaguardas, Tarna. —Esas defensas habían aguantado desde que la Torre se había construido, pero quizá se habían debilitado después de tres mil años. ¿Cuántas de esas ratas serían espías del Oscuro?

Sonó una llamada a la puerta, que se abrió un momento después para dar paso a una Aceptada regordeta, llamada Anemara, que extendió la falda de rayas en el repulgo para hacer una profunda reverencia.

—Con vuestro permiso, madre, Felaana Sedai y Negaine Sedai traen a una mujer que encontraron deambulando por la Torre. Dice que quiere elevar una petición a la Sede Amyrlin.

—Dile que espere y ofrécele té, Anemara —dijo Tarna en tono enérgico—. La madre está ocupada…

—No, no —la interrumpió Elaida—. Que pasen, pequeña, que pasen. —Hacía mucho que no acudía nadie a hacerle una petición. Pensaba concederle lo que fuera a no ser algo demasiado ridículo. A lo mejor así se reanudaba la afluencia de peticionarias. También hacía mucho que ninguna hermana se presentaba ante ella sin haberla emplazado. Quizá las dos Marrones también ponían punto final a esa falta de comparecencias.

Pero sólo entró en el despacho una mujer y cerró cuidadosamente la puerta tras ella. Por el traje de montar de seda gris y la buena capa parecía una noble o una comerciante próspera, suposición que reforzaba la actitud de seguridad de la mujer. Elaida estaba segura de que nunca la había visto y, sin embargo, había algo vagamente familiar en el rostro enmarcado por el cabello que era incluso más claro que el de Tarna.

Elaida se puso de pie y dio la vuelta al escritorio con las manos extendidas y una sonrisa poco habitual en ella. Su intención era que pareciera acogedora.

—Al parecer tienes una petición que hacerme, hija. Tarna, sírvele un poco de té. —La tetera de plata que había en una bandeja, también de plata, colocada sobre la mesa auxiliar debía de conservarse templada al menos.

—La petición fue algo que dejé que creyeran a fin de llegar ante vos sin magulladuras, madre —respondió la mujer con acento tarabonés al tiempo que hacía una reverencia y, a mitad de la inclinación, el rostro le cambió al de Beonin Marinye.

Tarna abrazó el saidar y tejió un escudo sobre la mujer, pero Elaida se contentó con ponerse en jarras.

—Decir que estoy sorprendida de que oses presentarte ante mí sería quedarme corta, Beonin.

—Me las arreglé para ser parte de lo que podría llamarse el consejo rector de Salidar —manifestó sosegadamente la Gris—. Me aseguré de que cada vez que se reunieran no hicieran nada y propagué el rumor de que muchas de ellas eran realmente vuestras partidarias encubiertas. Las hermanas se miraban unas a otras con tanta desconfianza que creo que pensé para mí que la mayoría habría regresado a la Torre en ese momento, pero entonces surgieron otras Asentadas, además de las Azules. Cuando me quise dar cuenta habían elegido su propia Antecámara y el consejo rector quedaba disuelto. No obstante, seguí haciendo todo cuanto estaba en mi mano. Sé que me ordenasteis que me quedara con ellas hasta que todas estuvieran dispuestas a volver, pero ahora eso ocurrirá seguramente en cuestión de días. Si se me permite decirlo, madre, fue una excelente decisión no someter a juicio a Egwene. Para empezar, posee el don de descubrir nuevos tejidos, mejor aún que Elayne Trakand o Nynaeve al’Meara. En segundo lugar, antes de que la ascendieran, Lelaine y Romanda luchaban entre ellas por el puesto de Amyrlin. Estando viva Egwene volverán a luchar, pero ninguna puede vencer, ¿verdad? Creo que muy pronto muchas hermanas empezarán a seguirme de vuelta aquí. En una semana o dos, Lelaine y Romanda se encontrarán solas con los restos de su supuesta Antecámara.

—¿Cómo supiste que la chica al’Vere no sería juzgada? —demandó Elaida—. ¿Cómo supiste siquiera que seguía viva? ¡Quítale el escudo, Tarna!

Tarna obedeció y Beonin hizo una inclinación de cabeza como un gesto de agradecimiento. Un agradecimiento mínimo. Esos enormes ojos azules podrían hacer que Beonin pareciera constantemente sobresaltada, pero era una mujer muy serena, dueña de sí misma. Combinaba esa presencia de ánimo con una entusiasta dedicación a la ley, además de ambición —de la que tenía no poca—, y Elaida había comprendido de inmediato que Beonin era la indicada para enviarla en pos de las hermanas huidas de la Torre. ¡Y había fallado rotundamente! Oh, sí, parecía haber sembrado algo de disensión pero, en realidad, no había conseguido nada de lo que se esperaba de ella. ¡Nada! Descubriría que la recompensa era proporcional a su fracaso.

—Egwene puede entrar en el Tel’aran’rhiod simplemente con dormir, madre. Yo misma he estado allí y la he visto, pero tengo que usar un ter’angreal. No he podido conseguir traer ninguno de los que las rebeldes tienen. Sea como sea, habló con Siuan Sanche en sus sueños, según han dicho, aunque creo que lo más probable es que fuera en el Mundo de los Sueños. Por lo visto le contó que estaba prisionera, pero que no podía decir dónde, y prohibió cualquier intento de rescate. ¿Puedo servirme un té?

Elaida estaba tan estupefacta que no podía hablar, así que hizo un gesto hacia la mesa auxiliar y la Gris volvió a efectuar una reverencia antes de acercarse a la tetera de plata y rozar cautelosamente la superficie con el envés de la mano. ¿Que la chica podía entrar en el Tel’aran’rhiod? ¿Y que había ter’angreal que permitían hacerlo? El Mundo de los Sueños era casi una leyenda. Y, según las pizcas de información que los Ajahs se habían dignado compartir con ella, la chica había descubierto de nuevo el tejido para Viajar y también había hecho otros hallazgos. Ése había sido el factor determinante en su decisión de preservarla para la Torre, pero ¿además eso también?

—Si Egwene puede hacer eso, madre, tal vez es realmente una Soñadora —adujo Tarna—. La advertencia que le hizo a Silviana…

—No tiene sentido, Tarna. Los seanchan siguen en Altara y sólo han tocado un poco de Illian. —Por lo menos los Ajahs estaban dispuestos a pasar todo lo que descubrían sobre los seanchan. O, más bien, confiaba en que le estuvieran pasando todo. La idea de que no fuera así endureció el tono de su voz—. A menos que aprendan a Viajar ¿se te ocurre alguna otra precaución que tenga que tomar más allá de las que ya he tomado? —No se le ocurría, por supuesto. Así que la chica había prohibido que la rescataran. A primera vista era algo positivo, pero también indicaba que seguía considerándose Amyrlin. Bueno, Silviana le quitaría esa tontería de la cabeza a no tardar en caso de que no lo consiguieran las hermanas que le daban clase—. ¿Se le puede hacer beber suficiente poción de la que toma para impedir que entre en el Tel’aran’rhiod?

Tarna se encogió ligeramente —a nadie le gustaba esa poción infame, ni siquiera las Marrones que la habían conseguido para probarla— y sacudió la cabeza.

—Podemos hacer que duerma a lo largo de toda la noche, pero no serviría para nada al día siguiente. Además ¿quién sabe si eso afectaría a su habilidad?

—¿Os sirvo una taza, madre? —preguntó Beonin, que sostenía una fina taza blanca en los dedos—. ¿Tarna? La noticia más importante que tengo es…

—No quiero té —repuso secamente Elaida—. ¿Traes algo que salve tu piel por tu miserable fracaso? ¿Sabes el tejido de Viajar o de ese Rasar o…

¡Había tantos! Tal vez todos eran Talentos y habilidades que se habían perdido, pero por lo visto la mayoría ni siquiera tenían nombre aún. La Gris la observó por encima de la taza, el rostro muy tranquilo.

—Sí —contestó finalmente—. No puedo crear cuendillar, pero sé hacer que los nuevos tejidos de Curar funcionen tan bien como casi cualquier hermana, y los conozco todos. —En su voz asomó un dejo de excitación—. El más maravilloso es el de Viajar. —Sin pedir permiso se abrió a la Fuente y tejió Energía. Una línea vertical, plateada, apareció contra una pared y se ensanchó para ofrecer una vista de robles nevados. Un viento frío sopló en el estudio y agitó las llamas del hogar—. Eso se llama un acceso y sólo se puede usar para llegar a un lugar que se conoce bien. En caso contrario no se puede abrir. Para ir a algún sitio que no se conoce bien, se utiliza Rasar en lugar de Viajar. —Cambió el tejido y la abertura menguó hasta reducirse a la línea plateada y después ésta volvió a expandirse. Los robles habían sido reemplazados por negrura y una barcaza pintada de gris, equipada con barandilla y puerta, que flotaba sobre la nada junto a la abertura.

—Suelta el tejido —ordenó Elaida.

Tenía la sensación de que si caminaba hacia aquella plataforma la oscuridad se extendería hasta el límite visual en cualquier dirección. Que podría estar cayendo eternamente en ella. Sintió náuseas. La abertura —el acceso— desapareció. Sin embargo, el recuerdo perduró.

Tomó de nuevo asiento detrás del escritorio, abrió la caja lacada más grande y decorada con rosas rojas y volutas doradas. De la bandeja superior tomó una pequeña talla de marfil, una golondrina de cola bifurcada que los años habían oscurecido con una pátina amarillo oscuro, y acarició las alas curvadas con el pulgar.

—No enseñarás estas cosas a nadie sin que yo te dé permiso.

—Pero… ¿por qué no, madre?

—Algunos Ajahs se oponen a la madre casi tan enérgicamente como esas hermanas que están al otro lado del río —aclaró Tarna.

Elaida asestó una mirada malévola a su Guardiana, pero aquel semblante frío la absorbió sin alterarse lo más mínimo.

—Yo decidiré quién es… digna de confianza para que los aprenda, Beonin. Quiero que prometas… No, quiero que lo jures.

—De camino aquí vi hermanas de diferentes Ajahs que se lanzaban miradas fulminantes unas a otras. Fulminantes. ¿Qué ha ocurrido en la Torre, madre?

—Júralo, Beonin.

La mujer se quedó tanto tiempo mirando la taza que sostenía que Elaida empezó a pensar que iba a negarse. Sin embargo, la ambición se impuso. Se había atado a las faldas de la Amyrlin con la esperanza de promocionarse y ahora no iba a renunciar a ello.

—Por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento, juro que no enseñaré los tejidos que he aprendido entre las rebeldes a nadie sin el permiso de la Sede Amyrlin. —Hizo una pausa y dio un sorbo de la taza—. Algunas hermanas que están en la Torre quizá son menos de fiar de lo que pensáis. Intenté impedirlo, pero ese «consejo rector» envió a diez hermanas de vuelta a la Torre para propagar ese cuento sobre el Ajah Rojo y Logain.

Elaida reconoció pocos de los nombres que la Gris enumeró, hasta que llegó al último. Aquél la hizo sentarse muy recta, bruscamente.

—¿Mando que las arresten, madre? —preguntó Tarna, aún tan fría como el hielo.

—No. Que las vigilen. Que se vigile a cualquiera que se relacione con ellas. —De modo que existía un canal de comunicación entre los Ajahs dentro de la Torre y las rebeldes. ¿Hasta dónde había calado la putrefacción? ¡Por muy profundo que hubiera llegado, ella la limpiaría!

—Eso podría resultar difícil considerando cómo están las cosas, madre.

Elaida dio un palmetazo en el tablero con la mano libre, un golpe seco.

—No he preguntado si será difícil. ¡He dicho que se haga! Y dile a Meidani que la invito a cenar conmigo esta noche. —La mujer había sido insistente en sus tentativas de reanudar una amistad que había terminado hacía muchos años. Ahora sabía el porqué—. Ve y haz eso ahora.

Una sombra pasó fugaz por el rostro de Tarna mientras hacía una reverencia.

—No te preocupes —añadió Elaida—. Beonin es libre de enseñarte todos los tejidos que sepa.

Después de todo confiaba en Tarna, y sus palabras dieron una expresión más animada a su semblante, ya que no más calidez. Cuando la puerta se cerró detrás de su Guardiana, Elaida apartó a un lado la carpeta de cuero, apoyó los codos sobre el escritorio y clavó la mirada en Beonin.

—Bien, enséñame todo.

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