Egwene supo desde el principio que su extraña cautividad sería difícil, pero aun así creía que abrazar el dolor como hacían los Aiel sería la parte más fácil. Después de todo, la habían golpeado duramente cuando había pagado su toh con las Sabias por mentir; la habían azotado con la correa una tras de otra, por turno, de modo que tenía experiencia. Había que llevar hacia adentro el dolor y acogerlo como parte de uno mismo. Aviendha decía que había que ser capaz de sonreír alegremente y de cantar mientras lo peor del dolor seguía atenazando. Eso no era fácil ni mucho menos.
Aquella primera mañana antes de amanecer, en el estudio de Silviana, hizo cuanto pudo mientras la Maestra de las Novicias empleaba una zapatilla de suela dura sobre sus nalgas desnudas. No hizo esfuerzo alguno para reprimir los sollozos cuando llegaron ni después para contener los gritos. Cuando sintió necesidad de patear, lo hizo hasta que la Maestra de las Novicias le sujetó las piernas con una de las suyas, un tanto torpemente debido a la falda, y después se puso a golpear con las puntas de los pies en el suelo mientras sacudía violentamente la cabeza. Intentó llevar el dolor hacia su interior, aspirarlo como el aire. El dolor era algo tan inherente a la vida como respirar. Así era como veían la vida los Aiel. Pero ¡Luz, cómo dolía!
Cuando finalmente tuvo permiso para ponerse de pie después de lo que le pareció muchísimo tiempo, hizo un gesto de dolor al sentir el roce de la ropa interior y de la falda del vestido al deslizarse sobre la carne. El paño blanco parecía pesar como plomo. Trató de dar la bienvenida al calor abrasador, pero costaba. Costaba mucho. Con todo, le pareció que los sollozos cesaban enseguida por sí solos y que el flujo de lágrimas se secaba rápidamente. No gimoteó ni se retorció. Se observó en el espejo de pared, con su desgastado marco dorado. ¿Cuántas miles de mujeres se habían mirado en aquel espejo a lo largo de los años? A las que se disciplinaba en ese cuarto se les ordenaba que estudiaran su reflejo después y que pensaran por qué se las había castigado, pero no era ése el motivo por el que se miraba. Seguía teniendo enrojecida la cara, pero ya parecía casi… sosegada. A despecho del abrasador dolor en las nalgas, se sentía tranquila. ¿Debería intentar cantar? Tal vez no. Sacó un pañuelo de lino blanco de una manga y se secó cuidadosamente las mejillas.
Silviana la observó con una expresión satisfecha antes de dejar la zapatilla en el estrecho armario que había enfrente del espejo.
—Creo que capté tu atención desde el principio, o en caso contrario habría sido más dura. Quizá te guste saber que mandé hacer las preguntas que me indicaste y Melare ya planteó algunas. La mujer es realmente Leane Sharif, aunque sólo la Luz sabe cómo… —No acabó la frase y sacudió la cabeza; llevó la silla a la parte posterior del escritorio y tomó asiento—. Se siente muy desasosegada por ti, más que por sí misma. Se encuentra en las celdas abiertas y puedes visitarla en tu tiempo libre, si es que tienes. Daré las instrucciones pertinentes. Y ahora mejor será que corras si quieres comer algo antes de tu primera clase.
—Gracias —dijo Egwene, que se giró hacia la puerta.
Silviana soltó un sonoro suspiro.
—¿Y la reverencia, pequeña? —Mojó la pluma en el tintero engastado en plata y se puso a escribir en el libro de castigos con su letra pulcra y meticulosa—. Te veré a mediodía. Por lo visto vas a ingerir de pie tus dos primeras comidas tras tu vuelta a la Torre.
Egwene podría haberlo dejado así, pero por la noche, mientras esperaba a que las Asentadas se reunieran en la Antecámara del Tel’aran’rhiod, se había marcado la estrecha línea por la que debía caminar. Tenía intención de luchar, pero debía hacerlo dando la impresión de aceptar la situación. Al menos hasta cierto punto. Dentro de los límites impuestos por ella misma. Desobedecer todas las órdenes significaría simplemente ser obstinada —y tal vez la llevara a acabar en una celda, donde no podría hacer nada—, pero ciertas órdenes no debía obedecerlas si quería mantener un mínimo de dignidad. Y eso era algo que debía conservar. Algo más que un mínimo. No podía permitirles que negaran quién era, por mucho que insistieran en ello.
—La Amyrlin no hace reverencias a nadie —contestó de forma sosegada, plenamente consciente de la reacción que provocaría.
El gesto de Silviana se endureció y tomó de nuevo la pluma.
—Te veré a la hora de la cena también. Te sugiero que te marches sin añadir una sola palabra más, a no ser que quieras pasarte el día entero tendida sobre mis rodillas.
Egwene se marchó sin hablar. Y sin hacer la reverencia. Una línea fina, tanto como un cable tendido sobre un profundo foso. Pero tenía que recorrerla.
Para su sorpresa, Alviarin caminaba de un lado para otro en el pasillo; envuelta en el chal de flecos blancos y rodeándose con los brazos, tenía la mirada perdida en el vacío. Egwene sabía que ya no era la Guardiana de Elaida, aunque no el motivo de que se la hubiera destituido de manera tan fulminante. Espiar en el Tel’aran’rhiod sólo le proporcionaba atisbos y fragmentos; era un reflejo inestable del mundo de vigilia en muchos sentidos. La normalmente fría Blanca no lo parecía tanto en ese momento. De hecho, parecía agitada, tenía los labios entreabiertos y los ojos le echaban chispas. Egwene no le hizo reverencia, pero Alviarin se limitó a asestarle una mirada venenosa antes de entrar en el estudio de Silviana. Una línea muy fina.
Un poco más adelante en el corredor había dos Rojas que observaban, una carirredonda, la otra, esbelta, ambas de mirada fría, con los chales envueltos sobre los brazos de manera que los largos flecos resaltaban de forma perceptible. No eran las mismas dos que había visto al despertarse, pero no se encontraban allí por casualidad. No es que fueran exactamente vigilantes, aunque tampoco dejaban de serlo exactamente. A ellas no les hizo reverencia tampoco. La observaron inexpresivamente.
Antes de que Egwene hubiera dado media docena de pasos por el corredor de baldosas rojas y verdes, a su espalda empezaron a sonar los aullidos de dolor de una mujer, apenas amortiguados por la gruesa puerta del estudio de Silviana. Así que Alviarin estaba recibiendo castigos, y no los aguantaba muy bien si empezaba a chillar a pleno pulmón tan pronto. A menos que intentara abrazar el dolor como ella, cosa que no parecía probable. Ojalá supiera por qué le habían impuesto ese castigo a Alviarin, si es que era impuesto. Un general tenía exploradores así como ojos y oídos para informarle sobre su enemigo. Ella sólo contaba consigo misma y lo poco que pudiera descubrir en el Mundo Invisible. Sin embargo, cualquier pizca de información podría resultar útil, de modo que tenía que rebuscar para dar con todas las que pudiera.
Con desayuno o sin él, volvió al pequeño cuarto del sector de novicias para lavarse la cara con agua fría en el palanganero y para peinarse el cabello. El peine, que había llevado guardado en la escarcela, era uno de los contados objetos personales que le habían dejado conservar. Por la noche, las ropas que llevaba puestas cuando la capturaron desaparecieron y las reemplazaron las blancas de novicia, pero los vestidos níveos y las mudas que colgaban en las perchas clavadas en la pared impoluta eran realmente suyos. Guardados cuando había ascendido a Aceptada, todavía llevaban pequeñas etiquetas con su nombre hecho con puntadas y cosidas al dobladillo. La Torre nunca desperdiciaba nada. Nunca se sabía cuándo un juego de ropa podría quedarle bien a una chica nueva. Pero no tener más que ropa de novicia no la convertía en tal, aunque Elaida y las otras lo pensaran.
Hasta que estuvo segura de que ya no tenía la cara enrojecida y en tanto que su aspecto no reflejara fielmente que era tan dueña de sí misma como se sentía, no salió del cuartito. Cuando se tenían tan pocas armas, la apariencia podía convertirse en una. Las mismas dos Rojas aguardaban en la galería descubierta para seguirla.
El refectorio donde las novicias tomaban las comidas se hallaba en el nivel más bajo de la Torre, a un lado de la cocina principal. Era una estancia grande de paredes blancas, sencilla aunque las baldosas mostraban los colores de todos los Ajahs y llena de mesas, cada una de las cuales podía acomodar a seis u ocho mujeres en pequeños bancos. Había un centenar o más de mujeres de blanco sentadas a esas mesas, charlando mientras desayunaban. Elaida debía de estar alborozada por el número de novicias. La Torre no había tenido tantas hacía años. Sin duda, el rumor de la ruptura de la Torre había bastado para meter en algunas cabezas la idea de ir a Tar Valon. Egwene no estaba impresionada. Esas mujeres apenas llenaban la mitad del comedor, si acaso, y había otro parecido un piso más arriba, cerrado hacía siglos. Una vez que tuviera el mando de la Torre, ese segundo refectorio volvería a abrirse y aun así las novicias tendrían que comer por turnos, algo desconocido desde bastante antes de la Guerra de los Trollocs.
Nicola la vio tan pronto como entró en la estancia —era como si hubiese estado pendiente de su aparición— y dio un codazo a las novicias que tenía a uno y otro lado. El silencio se hizo en las mesas y todas las cabezas se giraron conforme Egwene se deslizaba por el pasillo central formado por las mesas. No miró a derecha ni a izquierda.
A mitad de camino a la puerta de la cocina, una novicia baja y delgada, de largo cabello oscuro, sacó de repente el pie y la zancadilleó. Recuperando el equilibrio cuando casi se iba de bruces al suelo, se giró fríamente. Otra escaramuza. La joven tenía la tez pálida propia de Cairhien. Teniéndola tan cerca, a Egwene no le cupo duda de que le harían la prueba para Aceptada a menos que tuviera otros defectos. Sin embargo, a la Torre se le daba bien arrancar de cuajo esos fallos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Alvistere —contestó la joven, cuyo acento confirmó lo que su rostro apuntaba—. ¿Por qué lo quieres saber? ¿Para irle con cuentos a Silviana? No te servirá de nada. Todas dirán que no han visto nada.
—Qué pena, Alvistere. Quieres convertirte en Aes Sedai y renunciar a la facultad de mentir, pero sin embargo quieres que otras lo hagan. ¿A ti te parece eso coherente?
—¿Quién eres tú para sermonearme? —espetó la joven, que se había puesto colorada.
—La Sede Amyrlin. Una prisionera, pero aun así la Sede Amyrlin.
Alvistere abrió mucho los ojos, y los cuchicheos se desataron en el comedor cuando Egwene entró en la cocina. No habían creído que siguiera reivindicando su título estando vestida de blanco y durmiendo entre ellas. Más valía desengañarlas cuanto antes respecto a eso.
La cocina era grande, una estancia de techo alto con baldosas grises donde los espetones de asar en los largos hogares de piedra estaban inmóviles, pero los fogones y los hornos de hierro irradiaban bastante calor para que hubiera empezado a transpirar inmediatamente de no haber sabido cómo hacer caso omiso. Había trabajado en esa cocina muy a menudo y parecía seguro que volvería a hacerlo. La flanqueaban comedores por tres lados, el de Aceptadas y el de Aes Sedai, además del de las novicias. Laras, Maestra de las Cocinas, anadeaba de aquí para aquí, sudorosa la cara y con el delantal impoluto del que se podrían sacar tres vestidos de novicia, a la par que agitaba el largo cucharón de madera como un cetro mientras dirigía a cocineras, pinches y fámulas que obedecían tan prestamente como habrían hecho por cualquier reina. Puede que más rápido. No era probable que una reina le atizara a alguien un sopapo y un cucharazo por moverse despacio.
Muchos platos de comida iban a parar a bandejas, algunas de plata labrada, otras de madera tallada y quizá dorada, que unas mujeres sacaban por la puerta que daba al comedor principal de las hermanas. No eran criadas de cocina con la blanca Llama de Tar Valon bordada en la pechera, sino mujeres de aire digno con ropas de paño bien cortadas y en algún caso con un toque de bordado, las criadas personales de las hermanas que recorrerían la larga subida a las estancias de los Ajahs.
Cualquier Aes Sedai podía comer en sus aposentos si quería, aunque ello significara encauzar para volver a calentar los alimentos, pero la mayoría bajaba al comedor porque gustaba de tener compañía en las comidas. O al menos así había sido. Aquel flujo constante de mujeres que salían cargadas con bandejas cubiertas con paños era una confirmación de que una red de fisuras envolvía completamente la Torre Blanca. Debería haber sentido satisfacción por ello. Elaida se erguía sobre una plataforma que estaba a punto de desmoronarse bajo sus pies. Pero la Torre era el hogar y lo único que sintió fue tristeza. Y también cólera contra Elaida. ¡Ésa se merecía que la depusieran sólo por lo que había hecho a la Torre desde que tenía la Vara y la Estola!
Laras la miró largamente, metida la barbilla de manera que acabó teniendo hasta cuatro papadas, y después volvió a blandir el cucharón y a observar por encima del hombro de una pinche. La mujer había ayudado a Siuan y a Leane a escapar una vez, de modo que su lealtad a Elaida era débil. ¿Volvería a ayudar a otra ahora? Desde luego hacía todo lo posible por no mirar hacia donde se encontraba Egwene. Otra ayudante de cocina, que seguramente no la distinguía de cualquier otra novicia, una mujer sonriente que todavía estaba formando la segunda papada, le tendió una bandeja de madera con una taza grande de té humeante y un plato grueso, vidriado en blanco, con aceitunas, pan y queso fresco que Egwene cargó de vuelta al comedor.
El silencio se hizo de nuevo y de nuevo todas las miradas se centraron en ella. Naturalmente. Sabían que había visitado a la Maestra de las Novicias. Estaban esperando ver si desayunaba de pie. Habría querido sentarse muy despacio en el duro banco de madera, pero se obligó a tomar asiento con normalidad. Lo cual prendió de nuevo el fuego, por supuesto. No tan abrasador como antes, pero aun así lo bastante fuerte para que tuviera que rebullir sin poder remediarlo. Lo curioso era que no sentía realmente ganas de torcer el gesto ni de retorcerse. De ponerse de pie sí, pero lo otro no. El dolor formaba parte de ella. Lo aceptaba sin resistirse. Intentó abrazarlo en una bienvenida, pero eso parecía estar todavía fuera de su alcance.
Partió un trozo de pan —también allí había gorgojos en la harina, por lo visto— y poco a poco se reanudaron las conversaciones, en voz baja, ya que de las novicias se esperaba que no hicieran mucho ruido. También se reanudó la charla en su mesa, aunque nadie hizo intención de incluirla. Tanto mejor. No estaba allí para hacer amigas entre las novicias. Ni para que ellas la vieran como una más. No, su propósito era otro.
Dejó el refectorio con las novicias después de devolver la bandeja a la cocina, y a la salida encontró a otro par de Rojas esperándola. Una era Katerine Alruddin, vulpina en el vestido gris con abundantes cuchilladas rojas, la mata de cabello negro como ala de cuervo cayéndole en ondas hasta la cintura y el chal echado por los codos.
—Bébete esto —dijo imperiosamente Katerine al tiempo que le tendía una taza de peltre que sostenía en la esbelta mano—. Todo, ojo.
La otra Roja, de tez oscura y rostro cuadrado, se ajustó el chal con aire impaciente a la par que torcía el gesto. Por lo visto no le gustaba actuar como una criada aunque sólo fuera por asociación. O tal vez le repugnaba lo que había en la taza.
Egwene reprimió un suspiro y bebió. La suave infusión de horcaria tenía el aspecto y el sabor de agua ligeramente marrón y un levísimo atisbo a menta. Casi un recuerdo de menta más que el propio gusto. La primera taza la había tomado poco después de despertarse; las Rojas que estaban de servicio en ese momento se habían mostrado ansiosas de dejar de tenerla escudada y volver a sus asuntos. Katerine había dejado pasar un poco la hora, pero incluso sin tomar esta taza Egwene dudaba que hubiera sido capaz de encauzar con cierta fuerza durante bastante tiempo todavía. Y desde luego sin fuerza suficiente para que fuera útil.
—No quiero llegar tarde a mi primera clase —dijo mientras le devolvía la taza. Katerine la cogió, aunque pareció sorprendida de haberlo hecho. Egwene se deslizó en pos de las novicias antes de que la hermana hiciera alguna objeción. O se acordara de llamarle la atención por no haber hecho una reverencia.
La primera clase, impartida en un cuarto sencillo y sin ventanas donde ocho novicias ocupaban bancos para treinta o más, fue el desastre que esperaba de principio a fin. Pero no para ella, sin embargo, porque aunque sufrió las consecuencias, no le importó. La instructora era Idrelle Menford, una mujer desgarbada, de mirada dura, que ya era Aceptada cuando Egwene había llegado a la Torre por primera vez. Seguía llevando el vestido blanco con las siete bandas de colores en el repulgo y los puños. Egwene tomó asiento al final de un banco, de nuevo sin consideración hacia la sensibilidad de sus posaderas, que algo se había aliviado, pero no mucho. Beber el dolor.
De pie sobre una pequeña plataforma en la parte delantera del cuarto, Idrelle la miró con desprecio y un punto de satisfacción al verla de blanco otra vez. Casi suavizó el ceño, gesto perenne en ella.
—Todas habéis creado más que simples bolas de fuego —le dijo a la clase—, pero veamos qué es capaz de hacer la chica nueva. Solía tenerse en mucho, ¿sabéis? —Varias novicias soltaron risitas disimuladas—. Crea una bola de fuego, Egwene. Adelante, pequeña.
¿Una bola de fuego? Era una de las primeras cosas que aprendían las novicias. ¿Qué se traía entre manos? Abriéndose a la Fuente, Egwene abrazó el saidar y dejó que la inundara. La horcaria sólo dejó pasar una pizca, un hilillo cuando estaba acostumbrada a sentir torrentes, pero aun así era Poder y, aunque hilillo, le transmitió toda la vida y todo el gozo del saidar, toda la percepción intensificada de sí misma y del cuarto que la rodeaba. Y la percepción de sí misma implicó que el trasero escocido volviera a sentir la zapatilla como si acabara de azotarla, pero no rebulló. Aspirar el dolor. Le llegaba el suave aroma a jabón del aseo matinal de las novicias, veía una venilla palpitando en la frente de Idrelle. Una parte de ella deseaba atizar un bofetón a la mujer con un flujo de Aire; pero, dada la cantidad de Poder que controlaba ahora, Idrelle apenas lo notaría. En cambio, encauzó Fuego y Aire para formar una pequeña bola de fuego verde que flotó ante ella. Era algo ridículo y pálido, de hecho, transparente.
—Muy bien —dijo sarcásticamente Idrelle. Oh, sí. Había querido empezar por demostrar a las novicias lo débil que era el encauzamiento de Egwene—. Suelta el saidar. Y ahora, clase…
Egwene agregó una bola azul, después una marrón y una gris, y las hizo girar unas alrededor de las otras.
—¡Suelta la Fuente! —espetó bruscamente Idrelle.
Una bola amarilla se sumó a las otras, y una blanca, y por último, una roja. Añadió rápidamente anillos de fuego, uno dentro de otro, alrededor de las bolas giratorias. Esta vez el primero fue rojo, porque quería que fuera el más pequeño, y el verde el último y más grande. De haber podido elegir un Ajah, habría sido el Verde. Siete anillos de fuego rotaron sin que hubiera dos que lo hicieran en la misma dirección, alrededor de siete bolas de fuego que realizaban una intrincada danza en el centro. Serían pálidos y transparentes, pero aun así resultaba una exhibición impresionante, más allá de dividir los flujos en catorce formas. Hacer malabares con el Poder no era en absoluto más fácil que hacerlos con las manos.
—¡Deja de hacer eso! —gritó Idrelle—. ¡Para ya! —El brillo del saidar envolvió a la maestra y una vara de Aire se descargó violentamente en la espalda de Egwene—. ¡He dicho que pares! —La vara golpeó otra vez, y otra.
Egwene mantuvo tranquilamente los anillos dando giros y las bolas danzando. Después de los lacerantes zapatillazos de Silviana resultaba fácil absorber el dolor de los golpes de Idrelle. Aunque no bien recibido. ¿Llegaría a ser capaz de sonreír mientras la golpeaban?
Katerine y la otra Roja aparecieron en la puerta.
—¿Qué pasa aquí? —demandó la hermana de cabello azabache. Los ojos de su compañera se abrieron como platos cuando vio lo que Egwene estaba haciendo. Era más que improbable que alguna de las dos fuera capaz de dividir los flujos hasta ese punto.
Todas las novicias se pusieron de pie rápidamente e hicieron una reverencia cuando las Aes Sedai entraron, por supuesto. Egwene permaneció sentada.
—No quiere parar —chilló Idrelle a la par que extendía la falda con las siete bandas de colores con aire aturullado—. ¡Se lo dije, pero no hizo caso!
—Deja eso, Egwene —ordenó firmemente Katerine.
Egwene mantuvo los tejidos hasta que la mujer volvió a abrir la boca. Sólo entonces soltó el saidar y se puso de pie.
Katerine cerró la boca bruscamente y respiró hondo. El semblante conservaba la serenidad Aes Sedai, pero sus ojos echaban chispas.
—Irás corriendo al estudio de Silviana y le dirás que desobedeciste a tu instructora y que interrumpiste la clase. ¡Ve!
Deteniéndose el tiempo suficiente para alisarse la falda —cuando obedeciera no debía hacerlo con asomo alguno de ansiedad o de prisa— Egwene se abrió paso entre las dos Aes Sedai y se deslizó pasillo adelante.
—Te dije que corrieras —espetó secamente a su espalda Katerine.
Un flujo de Aire azotó las nalgas aún sensibles. Aceptar el dolor. Otro golpe. Inhalar el dolor como aire. Un tercero, lo bastante fuerte para hacerla trastabillar. Recibir el dolor con los brazos abiertos.
—Suéltame, Jezrail —gruñó Katerine.
—No pienso hacerlo —respondió la otra hermana con un fuerte acento teariano—. Estás yendo demasiado lejos, Katerine. Un palmetazo o dos está permitido, pero castigarla más le corresponde a la Maestra de las Novicias. Luz, a este paso la dejarías incapacitada para caminar antes de llegar ante Silviana.
—Está bien. —Katerine jadeaba—. Pero ya puede añadir a su lista de faltas desobedecer a una hermana. Y preguntaré, Egwene, así que no te creas que puedes hacer que se te ha olvidado.
Cuando entró en el estudio de la Maestra de las Novicias, Silviana enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
—¿Tan pronto de vuelta? Saca la zapatilla del armario, pequeña, y dime qué has hecho ahora.
Después de otras dos clases y dos visitas más al estudio de Silviana —se negaba a ser objeto de mofa, y si una Aceptada no quería que realizara algo mejor de lo que la propia Aceptada era capaz de hacer, entonces no tendría que ordenarle que lo hiciera— además de la cita ordenada previamente para el mediodía, la mujer de rostro severo decidió que tendría que recibir la Curación como primera cosa todos los días.
—En caso contrario, a no tardar tendrás demasiados moretones para azotarte sin hacerte sangrar. Sin embargo no creas que esto va a influir en mí para darte con menos fuerza. Si llegas a necesitar la Curación tres veces al día, tanto más fuerte te azotaré para compensarlo. Si es preciso cambiaré a la correa o a la vara. Porque voy a conseguir que tengas la cabeza en su sitio, pequeña. Lo haré, créeme.
Aquellas tres clases que dejaron a tres Aceptadas muy abochornadas tuvieron otra consecuencia. Su aprendizaje cambió a sesiones a solas con Aes Sedai, algo que normalmente estaba reservado para Aceptadas. Lo cual significaba subir la larga espiral de corredores adornados con tapices hasta los sectores de los Ajahs, donde había hermanas apostadas en las entradas, como guardias; en realidad lo eran. Las visitantes de otros Ajahs no eran bienvenidas en el mejor de los casos. De hecho, no vio a ninguna Aes Sedai cerca del sector de otro Ajah que no fuera el suyo.
A excepción de Asentadas, rara vez vio hermanas por los corredores fuera de los sectores a no ser en grupo, siempre con el chal puesto y por lo general con Guardianes siguiéndolas de cerca, pero esto no era como el miedo que atenazaba al campamento fuera de las murallas. Aquí siempre eran hermanas del mismo Ajah juntas, y cuando dos grupos se cruzaban se dejaban con el saludo en la boca cuando no intercambiaban miradas fulminantes. En plena canícula la Torre conservaba un ambiente fresco, pero ahora el aire irradiaba una especie de helor febril cuando hermanas de dos Ajahs distintos se acercaban demasiado. Incluso las Asentadas a las que reconoció caminaban con paso vivo. Las pocas que la reconocieron le echaron largas y escrutadoras miradas, pero la mayoría parecía distraída. Pevara Tazanovni, una bonita y regordeta Asentada del Rojo, casi tropezó con ella un día —no pensaba hacerse a un lado, ni siquiera por una Asentada— pero Pevara continuó apresuradamente, como si no se hubiese dado cuenta. En otra ocasión, Doesine Alwain, delgada como un muchacho aunque elegantemente vestida, hizo lo mismo cuando iba enfrascada en una conversación con otra Amarilla. Ninguna de las dos se fijó en ella. Ojalá supiera quién era la otra.
Sabía el nombre de diez «comadrejas» que Sheriam y las otras habían enviado a la Torre con intención de socavar la posición de Elaida, y le habría gustado mucho entrar en contacto con ellas, pero no las conocía en persona y preguntar por ellas sólo conseguiría atraer la atención sobre esas mujeres. Había confiado en que una de ellas la parara e hiciera un aparte con ella o que le pasara disimuladamente una nota, pero ninguna lo hizo. Su batalla tendría que librarla sola, a excepción de Leane, a menos que oyera algo por casualidad que pusiera cara a esos nombres.
No se desentendió de Leane, naturalmente. La segunda noche que pasaba en la Torre bajó a las celdas abiertas después de cenar a pesar de lo agotada que estaba. La media docena de habitaciones en el primer sótano era donde se retenía a mujeres encauzadoras a las que no era necesario recluir bajo estrecha vigilancia. En cada habitación había una gran jaula con enrejado de hierro que iba del suelo de piedra hasta el techo de piedra, con un espacio redondo de cuatro pasos de diámetro y lámparas de pie hechas de hierro para proporcionar luz. En la celda de Leane había dos Marrones sentadas en bancos pegados a la pared, así como un Guardián, un hombre de hombros anchos y hermoso rostro con algunas pinceladas de blanco en las sienes. Alzó la vista cuando Egwene entró y después continuó afilando la daga contra una piedra.
Una de las Marrones era Felaana Bevaine, esbelta y con un cabello rubio y largo que brillaba como si se lo cepillara varias veces al día. Dejó de escribir en un cuaderno de notas encuadernado en cuero que apoyaba en una escribanía portátil.
—Ah, eres tú, ¿verdad? —dijo con voz ronca—. Bueno, Silviana dijo que podías visitarla, pequeña, pero no le des nada sin enseñárnoslo antes a Dalevien o a mí, y no metas ruido.
Enseguida se puso a escribir otra vez. Dalevien, una mujer fornida con hebras grises en el corto y oscuro cabello, no levantó la vista de su tarea, el cotejo de dos libros, uno abierto encima de cada rodilla. El brillo del saidar la envolvía y era ella la que mantenía el escudo de Leane, pero no era preciso mirarlo una vez que estaba tejido.
Egwene corrió sin pérdida de tiempo hacia la jaula y metió las manos entre el enrejado para apretar las de Leane.
—Silviana me dijo que por fin creyeron que eres quien decías ser —empezó entre risas—, pero no esperaba encontrarte en medio de semejante lujo.
Sólo se le podía llamar lujo cuando se lo comparaba con las pequeñas y oscuras celdas donde una hermana podía quedar retenida a la espera de juicio, con juncos en el suelo por lecho y una manta sólo si tenía suerte, pero el alojamiento de Leane parecía razonablemente cómodo. Tenía una cama pequeña que parecía más blanda que las que había en los cuartos de novicias, una silla con el respaldo de listones equipada con un cojín de borlas azules, y una mesa en la que había tres libros y una bandeja con los restos de la cena. Hasta tenía palanganero, si bien la jarra y la palangana blancas estaban desportilladas y el espejo tenía burbujas; un biombo lo bastante opaco para dar cierta intimidad y que sólo fuera una figura borrosa detrás de él tapaba el orinal.
—Oh, soy muy popular —contestó vigorosamente Leane, que también rió. Hasta su actitud era lánguida, la viva imagen de una domani seductora a despecho del sencillo vestido de paño oscuro, pero la viveza de la voz permanecía desde antes de que decidiera rehacerse como quería ser—. He tenido un continuo afluir de visitas a lo largo del día, de todos los Ajahs excepto el Rojo. Hasta las Verdes trataron de convencerme de que les enseñara cómo Viajar, y principalmente querían echarme mano porque «pretendía» ser Verde ahora. —Se estremeció de forma muy exagerada para que fuera verdad—. Eso sería tan malo como volver con Melare y Desala. Qué horrible mujer esa Desala. —La sonrisa se le borró igual que desaparecería la niebla bajo un sol de mediodía—. Me dijeron que os habían vestido de blanco. La mejor de las alternativas, supongo. ¿Os han dado horcaria? A mí también.
Sorprendida, Egwene miró hacia la hermana que mantenía el escudo y Leane resopló con desdén.
—Costumbre —dijo—. Si diera un palmetazo a una mosca no le haría daño, pero la costumbre señala que una mujer en las celdas abiertas está escudada siempre. ¿Y a vos os dejan andar por todas partes?
—No exactamente —respondió secamente Egwene—. Hay dos Rojas esperando fuera para escoltarme a mi cuarto y escudarme mientras duermo.
—Vaya. —Leane suspiró—. Yo estoy en una celda, a vos os tienen vigilada, y a las dos se nos sale la horcaria por las orejas. —Echó una mirada de reojo a las dos Marrones. Felaana seguía enfrascada en lo que escribía. Dalevien pasaba páginas de los dos libros apoyados en las rodillas y empezó a murmurar entre dientes. El Guardián debía de tener intención de afeitarse la barba con aquella daga a juzgar por lo afilada que la estaba dejando. No obstante, parecía tener puesta la atención en la puerta, principalmente. Leane bajó la voz—. Bien, pues ¿cuándo escapamos?
—No lo haremos —contestó Egwene, y explicó sus razones y su plan casi en un susurro mientras observaba a las hermanas por el rabillo del ojo. Le contó a Leane todo lo que había visto. Y lo que había hecho. Costaba decir cuántas veces la habían zurrado ese día y cómo se había comportado en esas sesiones, pero era preciso para convencer a la otra mujer de que no se vendría abajo.
—Me doy cuenta de que queda descartada cualquier ofensiva por nuestra parte, pero había confiado en… —El Guardián se movió y Leane se quedó callada, pero el hombre se limitó a enfundar la daga. Se cruzó de brazos, estiró las piernas y se recostó en la pared, clavados los ojos en la puerta. Daba la impresión de que podría estar de pie en un abrir y cerrar de ojos—. Laras me ayudó a escapar una vez —continuó en tono quedo—, pero no sé si volvería a hacerlo. —Se estremeció y esta vez no era fingido. La habían neutralizado cuando Laras las había ayudado a huir a Siuan y a ella—. De todos modos lo hizo más por Min que por Siuan o por mí. ¿Estáis segura de lo que hacéis? Es una mujer dura, esa Silviana Brehon. Justa, según tengo entendido, pero lo bastante dura para partir el hierro. ¿Estáis completamente segura, madre? —Al responderle Egwene de forma afirmativa, Leane suspiró de nuevo—. Bien, entonces seremos dos gusanos mordisqueando la raíz, ¿verdad? —No era una pregunta.
Visitó a Leane todas las noches que el agotamiento no la arrastraba a la cama nada más cenar, y la encontraba sorprendentemente optimista para ser una prisionera confinada en una celda. El afluir de visitas de hermanas a Leane continuaba, y ella dejaba caer en las conversaciones los chismes que Egwene le sugería. Esas visitantes no podían ordenar que se castigara a una Aes Sedai, ni siquiera a una retenida en celdas abiertas, aunque unas pocas se enfadaron lo suficiente para desear poder hacerlo; además, oír tales cosas de una hermana tenía más peso que oírlas de alguien a quien veían como una novicia. Leane hasta podía discutir abiertamente, al menos hasta que las visitas se marchaban enfadadas. Pero informó que muchas no lo hacían. Unas cuantas coincidían con ella. Con cautela, vacilando, tal vez en un punto y no en otros, pero estaban de acuerdo. Y lo que era casi igual de importante, al menos para Leane, algunas de las Verdes decidieron que, puesto que se la había neutralizado y, en consecuencia, no había sido Aes Sedai durante un tiempo, tenía derecho a pedir su admisión en cualquier Ajah una vez que volviera a ser una hermana. No todas, ni mucho menos, pero «algunas» era mejor que «ninguna». Egwene empezó a pensar que Leane en su celda estaba teniendo más repercusión que ella deambulando libremente por ahí. Bueno, libre por llamarlo de algún modo. No es que estuviera celosa. El trabajo que estaban haciendo era importante, y daba igual cuál de las dos conseguía mejores resultados siempre y cuando se consiguieran. Pero había veces en las que esa idea le hacía más cuesta arriba el paseo hasta el estudio de Silviana. Con todo, había tenido éxito. En cierto modo.
En la desordenada sala de estar de Bennaer Nalsad, los libros se apilaban al azar en montones por todo el suelo de baldosas, y las estanterías estaban abarrotadas de huesos y cráneos y pieles curadas de mamíferos, aves y reptiles junto con ejemplares disecados de algunos de los especímenes más pequeños; un lagarto grande, de color marrón, descansaba sobre el enorme cráneo de un oso, tan quieto que uno creía que también estaba disecado hasta que parpadeaba. Esa primera tarde, la Marrón shienariana le pidió que realizara un exhaustivo conjunto de tejidos, uno detrás de otro. Bennaer se hallaba sentada en un sillón de respaldo alto, a un lado del hogar de mármol con vetas marrones, y Egwene, con evidentes molestias, tomó asiento en uno de los otros. No la había invitado a sentarse, pero Bennaer tampoco se había opuesto.
Egwene realizó todos los tejidos que le pidió hasta que la Marrón, como sin darle importancia, le dijo que hiciera el de Viajar, y entonces se limitó a sonreír y a enlazar las manos sobre el regazo. La hermana se echó hacia atrás y se arregló ligeramente la falda de seda de color marrón intenso. Los ojos de Bennaer eran azules y penetrantes, y el oscuro cabello, sujeto en una redecilla de plata, presentaba pinceladas grises a montones. Tenía manchas de tinta en dos dedos y una a un lado de la nariz. Sostenía una taza de porcelana con té, pero no le había ofrecido a Egwene.
—Me parece que hay pocas cosas del Poder que no sepas ya, pequeña, sobre todo considerando tus maravillosos descubrimientos. —Egwene inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento por el cumplido. Algunas de esas cosas eran realmente descubrimientos suyos, y ahora tampoco es que importara mucho, de todos modos—. Pero eso no significa en absoluto que no tengas nada que aprender. Recibiste muy pocas lecciones como novicia antes de que te… —La Marrón miró el vestido blanco de Egwene con el entrecejo fruncido y carraspeó—. Y aún menos lecciones como… Bueno, después. Dime, si puedes, qué errores cometió Shein Chunla que condujeron a la Tercera Guerra del Muro de Garen. ¿Cuáles fueron las causas de la Gran Guerra del Invierno entre Andor y Cairhien? ¿Qué provocó la Rebelión Weikin y cómo terminó? La mayoría de la historia parece ser el estudio de guerras, y las partes importantes de ellas son el cómo y el porqué comenzaron y el cómo y el porqué concluyeron. Muchísimas guerras no habrían tenido lugar si la gente hubiese prestado atención a los errores que otros habían cometido. ¿Y bien?
—Shein no cometió errores —contestó lentamente Egwene—, pero tenéis razón. Aún me queda mucho que aprender. Ni siquiera sé los nombres de esas otras guerras. —Se levantó y se sirvió una taza de té de la tetera de plata que había sobre la mesa auxiliar. Aparte de la bandeja de plata que imitaba un tejido de cuerdas, en el tablero había un lince disecado y el cráneo de una serpiente. ¡Era tan grande como el de un hombre!
Bennaer frunció el entrecejo, pero no por el té. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de eso.
—¿Qué quieres decir con que Shein no cometió errores, pequeña? Vaya, pero si lo fastidió todo de la forma más chapucera que imaginarse pueda.
—Mucho antes de la Tercera Guerra del Muro de Garen, Shein estaba haciendo exactamente lo que la Antecámara le decía y nada que no le dijera —respondió Egwene mientras volvía al sillón. Puede que tuviera lagunas en otras partes de la historia, pero Siuan se había prodigado sobradamente en aleccionarla respecto a las equivocaciones que habían tenido otras Amyrlin. Y esta pregunta en particular le dio pie para hablar del tema. Sentarse con normalidad le costó un gran esfuerzo.
—¿A qué te refieres?
—Intentó dirigir la Torre con mano de hierro, sin concesiones ni conciertos, pisoteando toda oposición sin el menor miramiento. La Antecámara se hartó, pero no se ponía de acuerdo con la sustituta, de modo que en lugar de deponerla se hizo algo peor. La dejaron en el puesto, pero imponiéndole penitencias cada vez que intentaba emitir una orden de cualquier tipo. De cualquier tipo. —Sabía que estaba hablando como si fuera ella la que daba la clase, pero debía hacerlo. No rebullir en la dura madera del asiento para tener una postura más cómoda no era nada fácil. Acoger el dolor—. Las Asentadas dirigieron a Shein y a la Torre; mal, porque cada Ajah tenía sus propias metas y ninguna mano las moldeaba en una meta de la Torre. El mandato de Shein estuvo marcado de guerras por todo el mapa. Finalmente, las propias hermanas se cansaron de las chapucerías de la Antecámara y en uno de los seis amotinamientos en la historia de la Torre se derrocó a Shein y a la Antecámara. Sé que supuestamente murió en la Torre por causas naturales, pero en realidad la asfixiaron en la cama, en el exilio, cincuenta y un años más tarde, tras descubrirse un complot para volver a sentarla en la Sede Amyrlin.
—¿Amotinamientos? —repitió Bennaer con incredulidad—. ¿Seis? ¿Exiliada y asfixiada?
—Todo está reflejado en los anales secretos, en el decimotercer depósito. Aunque supongo que no debería haberos hablado de ello. —Egwene dio un sorbo de té y torció el gesto. Sabía a rancio. No era de extrañar que Bennaer no hubiera probado el suyo.
—¿Anales secretos? ¿Decimotercer depósito? Si existiera algo así, y creo que de haberlo yo lo sabría, ¿por qué no deberías haberme hablado de ello?
—Porque por ley la existencia de los anales secretos, al igual que sus contenidos, sólo los pueden conocer la Amyrlin, la Guardiana y las Asentadas. Ellas y las bibliotecarias que cuidan de esos documentos, en cualquier caso. Hasta la propia ley es parte del decimotercer depósito, así que supongo que tampoco debería haberos hablado de eso. Pero si podéis tener acceso de algún modo o preguntar a alguien que lo sepa y os lo diga, descubriréis que tengo razón. Seis veces en la historia de la Torre, cuando la Amyrlin era peligrosamente disgregadora o peligrosamente incompetente y la Antecámara no actuó, las hermanas se alzaron para deponerla. —Ea. No habría podido plantar la semilla más hondo si hubiera utilizado una pala. Ni haber remachado el clavo con más contundencia si hubiera usado un martillo.
Bennaer la miró de hito en hito un momento y después se llevó la taza a los labios. Se puso a carraspear tan pronto como la infusión le llegó a la lengua y empezó a dar ligeros toques en las salpicaduras de la falda con un delicado pañuelo rematado con puntilla.
—La Guerra del Gran Invierno —dijo con voz enronquecida mientras dejaba la taza en el suelo, al lado de su sillón— empezó a finales del año seiscientos setenta y uno… —No volvió a mencionar registros secretos ni amotinamientos, pero no hacía falta. Más de una vez durante la lección su voz se fue apagando hasta caer en el silencio en tanto que la mirada ceñuda se le quedaba como prendida en algo que hubiera más allá de Egwene; a ésta no le cupo duda de lo que era.
—Sí, Elaida cometió un error vital ahí —dijo Lirene Doirellin más tarde ese día mientras iba de aquí para allí delante del hogar de su sala de estar. La hermana cairhienina era sólo un poco más baja que Egwene, pero el nerviosismo con el que movía los ojos de un sitio a otro le daba el aire de una criatura acosada, un gorrión temeroso de los gatos y convencido de que los había a montones en la vecindad. La falda de color verde oscuro sólo llevaba cuatro discretas cuchilladas rojas a pesar de que antaño había sido Asentada—. Esa proclamación suya, encima de intentar secuestrarlo, no habría podido mantener al chico al’Thor más alejado de la Torre que si lo hubiera hecho a propósito. Oh, Elaida ha cometido errores, vaya que sí.
Egwene quería preguntar sobre Rand y el secuestro —¿secuestro?— pero Lirene no le dio ocasión ya que siguió con los errores de Elaida, todo el tiempo sin dejar de pasear de aquí para allí mientras echaba rápidas miradas y se retorcía las manos sin ser consciente de ello. Egwene no sabía si podía considerar esa sesión un éxito o no, pero al menos no había sido un fracaso. Y se había enterado de algo.
Ni que decir tiene que no todas sus intentonas salieron tan bien.
—Esto no es un debate —manifestó Pritalle Nerbaijan. El tono era absolutamente sosegado, pero los verdes ojos rasgados irradiaban acaloramiento. Sus aposentos más parecían los de una Verde que los de una Amarilla, con varias espadas desnudas colgadas en las paredes y un tapiz de seda que representaba hombres combatiendo contra trollocs. Asía la empuñadura de la daga sujeta al ceñidor de plata. No era un cuchillo de cinturón normal y corriente; era una daga con una hoja de casi un pie de largo y con una esmeralda coronando el pomo de la empuñadura. El porqué había accedido a darle clase era un misterio, dado su desagrado por la enseñanza. Quizá porque era Egwene—. Estás aquí para una lección sobre los límites del poder. Una lección muy básica, adecuada para una novicia.
Egwene habría querido rebullir en la banqueta de tres patas que Pritalle le había dado para que se sentara, pero en lugar de eso se concentró en el escozor, enfocó la mente en absorberlo. En darle la bienvenida. Ya había hecho tres visitas a Silviana y presentía que la cuarta estaba a punto de caer cuando todavía faltaba una hora para la comida.
—Dije simplemente que si se ha podido degradar a Shemerin de Aes Sedai a Aceptada, entonces el poder de Elaida no tiene límites. Al menos, ella cree que no los tiene. Pero si se acepta eso, entonces no los tiene.
Los dedos de Pritalle se ciñeron con más fuerza sobre la empuñadura de la daga hasta que los nudillos se le pusieron blancos, aunque aparentemente seguía sin ser consciente de ello.
—Puesto que crees saber más que yo —dijo fríamente—, puedes visitar a Silviana cuando hayamos acabado.
Tal vez fue un éxito parcial. Egwene no creía que la cólera de Pritalle fuera por su causa.
—Espero un comportamiento adecuado por tu parte —le dijo firmemente Serancha Colvine otro día. El término para describir a la hermana Gris era «fruncida». Una boca fruncida, una nariz fruncida que parecía estar detectando constantemente un mal olor. Hasta los ojos azules daban la impresión de estar fruncidos en un gesto desaprobador. De otro modo habría sido bonita—. ¿Entendido?
—Entendido —contestó Egwene mientras se sentaba en la banqueta que había colocada delante del sillón de respaldo alto de Serancha. La mañana era fría y un pequeño fuego ardía en el hogar de piedra. Beber el dolor. Darle la bienvenida al dolor.
—Respuesta incorrecta —formuló Serancha—. La correcta habría sido una reverencia y «Entendido, Serancha Sedai». Me propongo hacer una lista de tus fallos para que se la lleves a Silviana cuando hayamos acabado. Empezaremos de nuevo. ¿Entendido, pequeña?
—Entendido —repuso Egwene sin levantarse de la banqueta. Ni con serenidad Aes Sedai ni sin ella, el rostro de Serancha se tornó púrpura. Al final, la lista ocupaba cuatro páginas en letra apretada y menuda. ¡Empleó más tiempo escribiendo que dando clase! Ningún éxito ahí.
Y entonces le llegó el turno a Adelorna Bastine. La Verde saldaenina se las arreglaba para, de algún modo, parecer majestuosa a pesar de la delgadez y de ser de su misma estatura; tenía un aire regio y autoritario que habría intimidado a Egwene de haberlo permitido ésta.
—He oído que causas problemas —dijo mientras cogía un cepillo del cabello con el envés de marfil de una mesita con incrustaciones que había al lado de su sillón—. Si lo intentas conmigo descubrirás que sé cómo utilizar esto.
Y Egwene lo descubrió, sin intentarlo. Tres veces se encontró tumbada sobre las rodillas de Adelorna y la mujer demostró que, efectivamente, sabía cómo usar un cepillo del pelo para algo más que cepillarse el cabello. Así fue como una clase de una hora pasó a durar dos.
—¿Puedo irme ya? —dijo finalmente Egwene mientras se secaba las mejillas con calma, lo mejor que podía con un pañuelo que estaba empapado. Inhalar el dolor. Absorber el fuego—. Se supone que he de llevar agua para el Rojo y no quiero llegar tarde.
Adelorna miró el cepillo con el entrecejo fruncido antes de soltarlo en la mesa que Egwene había derribado dos veces con las patadas. Entonces miró ceñuda a Egwene, intensamente, como si quisiera penetrarle el cráneo con los ojos.
—Ojalá estuviera Cadsuane en la Torre —murmuró—. Creo que encontraría en ti un desafío. —Parecía haber un dejo de respeto en su voz.
Ese día hubo un cambio decisivo. Para empezar, Silviana decidió que Egwene habría de recibir la Curación dos veces al día.
—Pareces pedir que te peguen, pequeña. Es pura cabezonería y no te lo voy a tolerar. Acabarás afrontando la realidad. La próxima vez que me visites veremos qué te parece la correa. —La Maestra de las Novicias dobló la enagua de Egwene sobre la espalda de la joven e hizo una pausa—. ¿Estás sonriendo? ¿Acaso he dicho algo gracioso?
—Es que recordé algo divertido —explicó Egwene—. Nada importante.
Nada importante para Silviana al menos. Había descubierto cómo dar la bienvenida al dolor. Estaba combatiendo una guerra, no una única batalla, y cada vez que la castigaban, cada vez que la mandaban a Silviana, era señal de que había disputado otra batalla y no había claudicado. El dolor era una medalla de honor. Aulló y pateó con tanta fuerza como siempre mientras la zapatilla la golpeaba, pero después, mientras se secaba las mejillas, canturreó para sus adentros. Era fácil recibir con alegría una medalla de honor.
La actitud entre las novicias empezó a cambiar al segundo día de su cautividad, al parecer, por obra de Nicola y Areina —que trabajaba en los establos y a menudo iba a visitar a Nicola; estaban tan unidas, siempre con las cabezas juntas y esbozando sonrisas misteriosas, que Egwene se preguntó si se habrían hecho amigas de almohada—. Nicola y Areina habían obsequiado a todas con reseñas sobre ella. Reseñas muy hinchadas. Las dos mujeres la habían hecho parecer una combinación de todas las hermanas legendarias en la historia de la Torre, así como de Birgitte Arco de Plata y de la mismísima Amaresu entrando en batalla con la Espada del Sol enarbolada. La mitad parecía sentir un temor reverencial por ella, y las demás un desprecio declarado o enfado con ella por alguna razón. Algunas cometieron la estupidez de emular su comportamiento en las clases, pero una oleada de visitas a Silviana suprimió aquello. En la comida de su tercer día de estancia en la Torre, casi dos docenas de novicias comieron de pie y con la cara roja por la vergüenza, Nicola entre ellas. Y, sorprendentemente, Alvistere. El número descendió de golpe a siete a la hora de la cena, y al cuarto día sólo quedaban Nicola y la chica cairhienina. Y ahí acabó todo.
Esperaba que algunas se sintieran resentidas por el hecho de que ella continuara negándose a someterse mientras que ellas habían vuelto al buen camino con tanta rapidez, pero por el contrario sólo pareció menguar el número de las que estaban enfadadas o se mostraban despreciativas y aumentaron las que le demostraban respeto. Ninguna intentó hacerse amiga suya, cosa que le pareció muy bien. Ni que llevara vestido blanco ni que no, era una Aes Sedai, y no se considerada apropiado que una Aes Sedai fuera amiga de una novicia. Se corría el riesgo de que la chica empezara a creerse por encima de las demás y se buscara problemas. Con todo, las novicias comenzaron a acudir a ella en busca de consejo o ayuda para aprender las lecciones. Al principio sólo fue un puñado, pero el número aumentaba de día en día. Estaba dispuesta a ayudarlas a aprender, lo que por lo general era sólo cuestión de fortalecer la seguridad en sí misma de la chica o de convencerla de que tener precaución era juicioso o conducirla paso a paso por la ejecución de un tejido que le daba problemas. A las novicias se les tenía prohibido encauzar sin que hubiera presente una Aes Sedai o una Aceptada, aunque de todos modos casi siempre lo hacían a escondidas, pero ella era una hermana. No obstante, se negaba a ayudar a más de una a la vez. El rumor de que acudían a ella grupos se propagaría, de eso no le cabía duda, y entonces no sería la única a la que enviarían al estudio de Silviana. Haría ese recorrido tan a menudo como fuera necesario, pero no quería ser causante de las visitas de otras. En cuanto a aconsejar… Manteniendo como se mantenía a las novicias bien lejos de los hombres, dar consejo no resultaba difícil. Aunque las tensiones entre amigas de almohada podían ser tan destempladas como cualquiera ocasionada por hombres.
Una tarde a última hora, cuando regresaba de otra visita a Silviana, oyó por casualidad a Nicola que hablaba con dos novicias que no podían tener más de quince o dieciséis años. Egwene casi no se acordaba de haber tenido esa edad. Era como si hubiese pasado una vida entera. Marah era una rechoncha murandiana de ojos azules y pícaros, y Namene una domani alta y delgada que soltaba risitas constantemente.
—Preguntadle a la madre —decía Nicola. Unas pocas novicias habían empezado a llamar así a Egwene, aunque nunca donde alguien que no fuera de blanco pudiera oírlas. Eran bobas, pero no tontas redomadas—. Siempre está dispuesta a dar un consejo.
—No querría molestarla —dijo Namene, que soltó una risita y se retorció.
—Además —añadió Marah con cierta cadencia en la voz—, dicen que siempre da el mismo consejo, vaya que sí.
—Y también es un buen consejo. —Nicola alzó una mano y fue enumerando con los dedos—. Obedecer a las Aes Sedai. Obedecer a las Aceptadas. Trabajar mucho. Y después trabajar mucho más.
Mientras se deslizaba hacia su cuarto, Egwene sonrió. Había sido incapaz de conseguir que Nicola se comportara como era debido mientras era la Amyrlin declarada, pero parecía que tendría éxito mientras iba disfrazada de novicia. Asombroso.
Había algo más que podía hacer por ellas: consolarlas. Por imposible que pudiera parecer al principio, el interior de la Torre cambiaba a veces. La gente se perdía al intentar encontrar estancias en las que habían estado docenas de veces. Se veían mujeres que salían de las paredes o entraban en ellas, y que a menudo vestían ropa de corte anticuado, a veces con atuendos extravagantes, vestidos que parecían simples piezas de tela de colores envueltas alrededor del cuerpo, o tabardos bordados, largos hasta el tobillo, puestos encima de pantalones, y cosas aún más extrañas. Luz, ¿cuándo habría querido una mujer llevar un vestido que le dejaba el busto totalmente al aire? Egwene podía comentarlo con Siuan en el Tel’aran’rhiod, de modo que sabía que esas cosas eran señal de la proximidad del Tarmon Gai’don. Una idea desagradable, pero no se podía hacer nada al respecto. No se podía cerrar los ojos a la verdad; el propio Rand era un heraldo de la Última Batalla. Algunas hermanas de la Torre tenían que saber lo que significaba todo aquello, pero absortas en sus propios asuntos no hacían el menor esfuerzo para tranquilizar a las novicias, que lloraban de miedo. Egwene se ocupó de hacerlo.
—El mundo está lleno de maravillas —le dijo a Coride, una chica de cabello claro que sollozaba en su cama, tendida boca abajo. Sólo tenía un año menos que ella, pero Coride seguía siendo, sin la menor duda, una cría a pesar de llevar año y medio en la Torre—. ¿Por qué sorprenderse si alguna de esas maravillas aparece en la Torre Blanca? ¿Qué mejor lugar? —Nunca mencionaba la Última Batalla a esas chicas. No creía probable que eso les sirviera de consuelo.
—¡Pero se metió a través de una pared! —gimió Coride, que alzó la cabeza. Tenía la cara enrojecida y con manchas, y las mejillas le brillaban de lágrimas—. ¡Una pared! Y entonces no pudimos encontrar la clase, y Pedra tampoco pudo, y se enfadó con nosotras. Pedra nunca se enfada. ¡Ella también estaba asustada!
—Pero seguro que Pedra no se puso a llorar. —Egwene se sentó al borde de la cama y la complació ser capaz de no hacer un gesto de dolor. Los colchones de las novicias no tenían fama de ser blandos precisamente—. Los muertos no pueden hacer daño a los vivos, Coride. No pueden tocarnos. Ni siquiera parece que nos vean. Además, esas mujeres eran iniciadas de la Torre o pertenecían al servicio. Ésta era su casa tanto como lo es para nosotras. Y, en cuanto a habitaciones y pasillos que no están donde se supone que deberían, recuerda que la Torre es un lugar de maravillas. Recuerda eso y no te asustarás por esas cosas.
Era un razonamiento a su parecer endeble, pero Coride se limpió las lágrimas y juró que no se volvería a asustar. Por desgracia, había ciento dos más como ella, y no a todas se las tranquilizaba con tanta facilidad. Todo ello hacía que el enfado de Egwene con las hermanas que estaban en la Torre se incrementara aún más.
El día no lo dedicaba sólo a lecciones, a confortar a novicias y a recibir los castigos de la Maestra de las Novicias, aunque esto último ocupaba un montón del tiempo al cabo del día. Silviana no se había equivocado al suponer que no dispondría de mucho tiempo libre. A las novicias siempre se les daban quehaceres, que a menudo eran tareas inútiles para tenerlas ocupadas ya que la Torre tenía más de un millar de criados de ambos sexos, sin contar los obreros, pero el trabajo físico ayudaba a forjar el carácter, como siempre había creído la Torre. Además, supuestamente contribuía a mantener a las novicias demasiado cansadas para pensar en hombres. Sin embargo, a Egwene la tenían agobiada con muchas más tareas de las que se daban a las novicias. Algunas se las asignaban hermanas que la consideraban una fugitiva, otras se las encargaba Silviana con la esperanza de que el cansancio embotaría las aristas de su «rebeldía».
A diario, detrás de una u otra comida, fregaba ollas sucias con sal gorda y un cepillo duro en el obrador que había fuera de la cocina principal. De cuando en cuando, Laras asomaba la cabeza, pero nunca hablaba. Y nunca utilizó con ella el largo cucharón, ni siquiera cuando la sorprendía frotándose los riñones, doloridos por estar metida de cabeza en un gran caldero, en vez de estar restregando. Laras repartía cucharazos a diestro y siniestro a pinches y ayudantes que trataban de hacerle jugarretas a Egwene, como se tenía por costumbre con las novicias a las que mandaban a trabajar en la cocina. Se suponía que lo hacía únicamente porque —tal como anunciaba en voz alta cada vez que descargaba un fuerte golpe— tenían tiempo de sobra para jugar cuando no estuvieran trabajando, pero Egwene se daba cuenta de que Laras no era tan rápida cuando alguien daba un azote a una de las verdaderas novicias o le volcaba un vaso de agua fría por la nuca. Al parecer tenía una especie de aliada. Lo malo es que no se le ocurría cómo aprovecharse de ello.
Acarreaba baldes de agua cargados en los extremos de un palo apoyado en los hombros para la cocina, para el sector de las novicias, para el sector de las Aceptadas, subiendo todo el trecho hasta los sectores de los Ajahs. Llevaba comidas a hermanas a sus aposentos, rastrillaba paseos de los jardines, arrancaba malas hierbas, hacía recados a hermanas, servía a Asentadas, barría suelos, fregaba suelos, restregaba suelos de rodillas, y eso sólo era parte de la lista. Jamás remoloneaba en esos quehaceres, y no era sólo porque no estaba dispuesta a dar a nadie una excusa para llamarla perezosa. En cierto modo, veía esas tareas como un castigo por no haber preparado debidamente las cosas antes de convertir la cadena del puerto en cuendillar. Los castigos había que sobrellevarlos con dignidad. Con tanta dignidad como cualquiera podía tener restregando suelos, se entiende.
Además, visitar el sector de las Aceptadas le daba ocasión de ver la opinión que tenían de ella. Había treinta y una en la Torre, pero en cualquier momento algunas se hallaban dando clases a novicias y otras recibiendo clases a su vez, así que rara vez encontraba a más de diez o doce en sus cuartos, distribuidos en torno al hueco de nueve plantas que rodeaba un pequeño jardín. No obstante, la noticia de que llegaba se extendía siempre con rapidez y nunca le faltaba audiencia. Al principio muchas de ellas trataban de apabullarla con órdenes, en especial Mair, un arafelina regordeta de ojos azules, y Asseil, una delgada tarabonesa de cabello claro y ojos marrones. Eran novicias cuando Egwene había llegado a la Torre, y ya le tenían envidia por su rápido ascenso a Aceptada cuando se había marchado. Con ellas, una de cada dos frases era que recogiera esto o que llevara aquello allí. Para todas era la «novicia» que había ocasionado tantas dificultades, la «novicia» que creía ser la Sede Amyrlin. Llevaba cubos de agua hasta que la espalda le dolía, sin protestar, pero aun así se negaba a obedecer sus órdenes. Lo que le costó más visitas a la Maestra de las Novicias, naturalmente. Sin embargo, conforme los días pasaban y sus constantes visitas al estudio de la Silviana no surtían efecto, el flujo de órdenes menguó y por último cesó por completo. En realidad ni siquiera Asseil y Mair habían tenido intención de ser mezquinas, sino actuar como creían que debían en tales circunstancias, y estaban perplejas en cuanto a qué hacer con ella.
Algunas Aceptadas daban muestras de tener miedo de los muertos andantes y de los cambios que se producían en el interior de la Torre, y cada vez que Egwene veía un semblante muy pálido o unos ojos llorosos repetía las mismas cosas que les decía a las novicias. No dirigiéndose directamente a la mujer, cosa que podría tener el efecto contrario de hacerla encerrarse en sí misma en lugar de tranquilizarla, sino como si estuviera hablando para sí misma. Funcionaba con las Aceptadas igual que con las novicias. Muchas daban un respingo cuando empezaba o abrían la boca como si fueran a decirle que se callara, pero ninguna lo hacía, y al marcharse siempre dejaba atrás un semblante pensativo. Las Aceptadas seguían saliendo a las galerías con antepechos de piedra cuando llegaba ella, pero la observaban en silencio, como preguntándose qué era. Al final les enseñaría lo que era. A ellas y también a las hermanas.
Cuando una mujer de blanco servía a Asentadas y a hermanas y se quedaba inmóvil, de pie en un rincón, no tardaba en pasar a ser parte del mobiliario aun en el caso de ser notoria. Si reparaban en ella, cambiaban de conversación, pero pese a ello consiguió pillar muchos fragmentos, con frecuencia sobre confabulaciones para vengar tal desaire o tal agravio hecho por otro Ajah. Cosa extraña, la mayoría de las hermanas parecían contemplar a los otros Ajahs de la Torre como peores enemigos que las hermanas del campamento, fuera de la ciudad, y las Asentadas no se comportaban mucho mejor. Le entraban ganas de emprenderla a bofetadas con ellas. Sí, cierto, era positivo para las relaciones cuando las otras hermanas regresaran a la Torre, pero aun así…
También pilló otras cosas. El increíble desastre que le había sobrevenido a una expedición enviada contra la Torre Negra. Algunas de las hermanas no parecían creerlo, pero daban la impresión de estar intentando convencerse a sí mismas de que era imposible que tal cosa hubiese ocurrido. Sobre más hermanas capturadas tras una gran batalla y de algún modo obligadas a jurar lealtad a Rand. De esto último ya había tenido algunos indicios con anterioridad y le gustaba tan poco como que hubiera hermanas vinculadas a Asha’man. Ser ta’veren o el Dragón Renacido no servía de excusa. Jamás ninguna Aes Sedai había jurado fidelidad a un hombre. Hermanas y Asentadas discutían sobre quién tenía la culpa, con Rand y los Asha’man a la cabeza de la lista. Pero un nombre surgía una y otra vez: Elaida do Avriny a’Roihan. También hablaban de Rand, de cómo encontrarlo antes del Tarmon Gai’don. Sabían que se aproximaba a pesar de no hacer nada para tranquilizar a novicias y Aceptadas, y estaban desesperadas por dar con él.
A veces se arriesgaba a hacer un comentario, una mención a que Shemerin fuera despojada del chal en contra de toda costumbre, una sugerencia de que el edicto de Elaida respecto a Rand era la mejor forma de conseguir que él se cerrara en banda. Pronunciaba palabras de conmiseración por las hermanas capturadas por los Asha’man, por las capturadas en los pozos de Dumai —dejando caer el nombre de Elaida— o lamentando el abandono que había llevado a tener basuras pudriéndose en las otrora prístinas calles de Tar Valon. En ocasiones, esos comentarios le reportaban más visitas al estudio de Silviana y, además, más tareas, pero sorprendentemente a menudo eso no ocurría. Tomaba buena nota de las hermanas que simplemente le decían que se callara. O, mejor aún, que no decían nada. Algunas hasta asentían con la cabeza antes de controlar el desliz.
Algunas de las tareas conllevaban encuentros interesantes.
La mañana del segundo día que pasaba en la Torre se encontraba en el Jardín Acuático y utilizaba un rastrillo de bambú de mango largo para «pescar» los detritos que flotaban en los estanques. La noche anterior había descargado una tormenta y el ventarrón había volado hojarasca y hierba sobre la superficie de los estanques entre las hojas intensamente verdes de los nenúfares y los lirios acuáticos, e incluso un gorrión muerto que enterró tranquilamente en uno de los arriates. Dos Rojas paradas sobre uno de los puentes en arco que salvaban los estanques se apoyaban en el pretil de piedra labrada como delicado encaje a la par que los observaban a ella y a los peces que nadaban por debajo en un remolino de rojos, dorados y blancos. Media docena de cornejas salieron volando de repente de uno de los cedros y se alejaron silenciosamente hacia el norte. ¡Cornejas! Se suponía que los jardines de la Torre estaban salvaguardados contra cornejas y cuervos. Las Rojas ni siquiera parecieron darse cuenta.
Egwene estaba en cuclillas junto a uno de los estanques para lavarse las manos de tierra tras haber enterrado al pobre pájaro, cuando Alviarin apareció arrebujada en el chal de flecos blancos como si la mañana siguiera siendo ventosa y fría, en lugar de soleada y apacible. Era la tercera vez que veía a Alviarin y en cada ocasión se encontraba sola en lugar de tener compañía de otras Blancas. Sin embargo, había visto grupos de Blancas por los pasillos. ¿Sería indicio de algo? En tal caso no se le ocurría de qué, a no ser que a Alviarin la hubiese rechazado su propio Ajah por alguna razón. Era imposible que las cosas se hubieran degradado hasta ese punto.
Sin quitar la vista de las Rojas, Alviarin se acercó a Egwene por el sendero de gravilla que se extendía, sinuoso, entre los estanques.
—Muy bajo has caído —dijo cuando estuvo cerca—. Debe de haber sido un golpe fuerte.
Egwene se incorporó y se secó las manos en la falda antes de coger el rastrillo de nuevo.
—No soy la única. —Había tenido otra sesión con Silviana antes del amanecer y cuando se marchó del estudio había encontrado a Alviarin esperando para entrar. Era un ritual diario para la Blanca y la comidilla en el sector de las novicias; todas ellas le daban a la lengua con especulaciones sobre el motivo—. Mi madre siempre dice que no hay que llorar por lo que no tiene arreglo. Parece un buen consejo dadas las circunstancias.
Unas tenues chapetas se marcaron en las mejillas de Alviarin.
—Pues parece que tú lloras un montón. Sin parar, según todos los rumores. A buen seguro que escaparías de eso si pudieras.
Egwene recogió otra hoja de roble en el rastrillo y la sacudió sobre el cubo de madera con hojas mojadas que tenía a los pies.
—Tu lealtad hacia Elaida no es muy firme, ¿verdad?
—¿Por qué dices eso? —inquirió la Blanca, desconfiada. Echó una ojeada a las dos Rojas, que parecían prestar más atención a los peces que a Egwene en ese momento, y se acercó a ella, como invitándola a hablar en voz baja.
Egwene sacó unas largas hebras de hierbas que debían de haber llegado desde las llanuras que había al otro lado del río. ¿Debía mencionar la carta que esta mujer había escrito a Rand en la que prácticamente le prometía poner la Torre Blanca a sus pies? No, esa información podría ser valiosa, pero era el tipo de cosa que sólo se podía utilizar una vez.
—Te despojó de la estola de Guardiana y ordenó que hicieras penitencia. Difícilmente puede ser tal cosa un incentivo a la lealtad.
El semblante de Alviarin se mantuvo impasible, pero la tirantez de los hombros se aflojó visiblemente. Rara vez las Aes Sedai dejaban entrever tanto. Debía de estar sometida a una tensión muy fuerte para que tuviera tan poco autocontrol. Lanzó otra ojeada fugaz a las Rojas.
—Piensa en tu situación —dijo casi en un susurro—. Si quieres escapar de ella, bueno, podrías encontrar una salida.
—Estoy satisfecha con mi situación —se limitó a contestar Egwene.
Alviarin enarcó las cejas en un gesto de incredulidad, pero tras echar otro vistazo a las Rojas —una las observaba ahora en lugar de estar atenta a los peces— se deslizó sendero adelante bastante deprisa, casi a punto de iniciar un trote.
Cada dos o tres días la Blanca aparecía mientras Egwene realizaba sus quehaceres, y aunque nunca le ofreció abiertamente ayuda para escapar utilizaba ese término con frecuencia y empezó a denotar frustración cuando Egwene se negó a tragarse el anzuelo. Porque tenía que ser eso. Egwene no confiaba en esa mujer. Tal vez era por la carta, sin duda pensada para atraer a Rand a la Torre y a las garras de Elaida, o puede que fuera por el modo de esperar a que Egwene hiciera el primer movimiento, posiblemente que suplicara. Era probable que Alviarin tratara de ponerle condiciones. En cualquier caso no tenía intención de huir a no ser que no le quedara otra opción, de modo que siempre le daba la misma respuesta:
—Estoy satisfecha con mi situación.
Alviarin había empezado a rechinar los dientes cuando la oía decir eso.
El cuarto día estaba a gatas restregando el suelo de baldosas azules y blancas cuando las botas de tres hombres, acompañados por una hermana vestida con ropas de seda gris y complejos bordados rojos, pasaron junto a ella. Tras continuar unos pocos pasos, las botas se detuvieron.
—Es ella —dijo una voz masculina con acento illiano—. Me la han indicado. Creo que hablaré con ella.
—Sólo es una de las novicias, Mattin Stepaneos —le respondió la hermana—. Queríais pasear por los jardines.
Egwene metió el cepillo de fregar en el cubo de agua jabonosa y se puso a restregar otro tramo de baldosas.
—Así la Fortuna me clave su aguijón, Cariandre, esto será la Torre Blanca, pero sigo siendo el legítimo rey de Illian y si quiero hablar con ella, con vos como carabina para que sea todo muy correcto y decente, entonces hablaré con ella. Me han contado que es del mismo pueblo que al’Thor. —Un par de botas, limpias hasta hacerlas brillar, se acercaron a Egwene.
Sólo entonces se puso de pie, con el cepillo chorreando agua en una mano. Utilizó el envés de la otra para retirarse el cabello de la cara. Contuvo las ganas de frotarse los riñones a pesar de lo mucho que deseaba hacerlo.
Mattin Stepaneos era achaparrado y estaba casi completamente calvo. Llevaba barba pulcramente recortada a la moda illiana y tenía la cara cubierta de arrugas. Sus ojos eran penetrantes, airada la mirada. La armadura le habría encajado mejor que la chaqueta de seda verde bordada con abejas doradas en las mangas y las solapas.
—¿Sólo una de las novicias? —murmuró—. Creo que os equivocáis, Cariandre.
La regordeta Roja, prietos los labios, se apartó de los dos sirvientes con la Llama de Tar Valon bordada en la pechera del uniforme y se reunió con el hombre calvo.
—Es una novicia que recibe muchos castigos y que tiene que fregar el suelo. Vamos. Debe de ser muy agradable estar en los jardines esta mañana.
—Lo que debe de ser agradable es charlar con alguien que no sea una Aes Sedai y, además, todas del Ajah Rojo, ya que os las arregláis para que no me acerque a las demás. Y, para colmo, los criados que me habéis facilitado podrían ser mudos de nacimiento, y creo que los guardias de la Torre también tienen orden de cerrar el pico cuando estén conmigo.
Calló cuando otras dos Rojas se aproximaron. Nesita, regordeta y de ojos azules, además de irascible como una serpiente durante la muda, hizo una sociable inclinación de cabeza a Cariandre mientras que Barasine le tendía a Egwene la taza de peltre, demasiado conocida a esas alturas. Parecía que las Rojas tenían su custodia en cierto modo —al menos sus vigilantes y guardaespaldas eran siempre Rojas— y rara vez dejaban pasar mucho tiempo de la hora prometida antes de que alguna apareciera con la taza de horcaria. Apuró la infusión y devolvió la taza. Nesita parecía desilusionada porque no protestó ni rehusó, pero es que no tenía sentido hacerlo. Una vez había rechazado la infusión y Nesita había ayudado a verterle el repulsivo líquido garganta abajo valiéndose de un embudo que llevaba preparado en la escarcela. Eso habría sido un estupendo espectáculo de dignidad delante de Mattin Stepaneos.
El hombre observó el intercambio con desconcertado interés, aunque Cariandre le tiró de la manga al tiempo que lo apremiaba de nuevo a dar el paseo por los jardines.
—¿Las hermanas te traen agua cuando tienes sed? —preguntó él después de que Barasine y Nesita se alejaron.
—Es una infusión con la que creen que mejorará mi estado de ánimo —le contestó—. Tenéis buen aspecto, Mattin Stepaneos. Considerando que sois un hombre al que Elaida ha secuestrado. —Ésa historia era también motivo de cháchara en el sector de las novicias.
Cariandre gruñó y abrió la boca, pero él se adelantó, tensa la mandíbula.
—Elaida me salvó evitando que al’Thor me asesinara —dijo, a lo que la Roja asintió con gesto de aprobación.
—¿Y por qué pensasteis que corríais peligro con él? —preguntó Egwene.
El hombre refunfuñó.
—Mató a Morgase en Caemlyn y a Colavaere en Cairhien. Destruyó la mitad del Palacio del Sol para asesinarla, según me han contado. Y oí que los Grandes Señores de Tear habían sido envenenados o acuchillados en Cairhien. ¿Quién sabe a qué otros dirigentes habrá matado, para luego deshacerse de sus cuerpos?
Cariandre volvió a asentir, sonriente. Cualquiera habría pensado que era un niño recitando sus lecciones. ¿Es que esa mujer no sabía nada sobre los hombres? Él se dio cuenta del gesto de la Roja y apretó más las mandíbulas mientras que cerraba los puños un momento.
—Colavaere se ahorcó ella misma —dijo Egwene, asegurándose de que el tono de su voz sonara paciente—. El Palacio del Sol sufrió esos daños cuando después alguien intentó matar al Dragón Renacido, puede que los Renegados, y, según Elayne Trakand, a su madre la mató Rahvin. Rand ha proclamado su apoyo a las aspiraciones de Elayne al Trono del León así como al Trono del Sol. Rand no ha matado a ninguno de los nobles cairhieninos que se rebelaron contra él ni a los Grandes Señores que han hecho lo mismo en Tear. De hecho, nombró a uno de ellos Administrador de Tear.
—Creo que eso es muy… —empezó Cariandre mientras se subía el chal a los hombros, pero Egwene continuó sin hacer caso de ella.
—Cualquier hermana os podría haber dicho todo eso. Si hubiera querido. Si se hablaran entre ellas. Pensad por qué sólo veis hermanas Rojas. ¿Habéis visto hermanas de dos Ajahs diferentes hablando entre ellas? Os han raptado y os han subido a bordo de una nave que se hunde.
—Es más que suficiente —espetó Cariandre, por encima de la última frase de Egwene—. Cuando acabes de fregar este suelo irás a ver a la Maestra de las Novicias y le pedirás que te castigue por haraganear. Y por ser irrespetuosa con una Aes Sedai.
Egwene sostuvo la mirada furiosa de la mujer con aire sosegado.
—Apenas me queda tiempo después de que acabe de limpiar para la hora de mi lección con Kiyoshi. ¿Puedo visitar a Silviana después de la lección?
Cariandre se ajustó el chal, aparentemente desconcertada por su tranquilidad.
—Ése es un problema que tendrás que solucionar tú —dijo finalmente—. Vamos, Mattin Stepaneos. Ya habéis contribuido a que esta pequeña gandulee suficiente.
No tuvo tiempo para cambiarse el vestido húmedo ni para peinarse el cabello después de abandonar el estudio de Silviana; no podía entretenerse si quería llegar a tiempo a la clase de Kiyoshi sin tener que ir corriendo, cosa que se negaba a hacer. Llegó tarde, y resultaba que la alta y esbelta Gris era puntillosa respecto a la puntualidad y la pulcritud, lo que la llevó de vuelta, poco más de una hora después, a las rodillas de Silviana entre chillidos y pataleos al recibir los fuertes correazos. Esta vez, totalmente aparte de abrazar el dolor, hubo otra cosa que la ayudó a superarlo. El recuerdo de la expresión pensativa de Mattin Stepaneos mientras Cariandre lo conducía corredor abajo y el hecho de que volviera la cabeza dos veces para mirarla. Había plantado otras semillas y tal vez lo que brotara de ellas resquebrajaría por completo las grietas de la plataforma en la que se apoyaba Elaida. Suficientes semillas acabarían derribándola.
El séptimo día de su cautividad acarreaba agua Torre arriba de nuevo, esta vez al sector del Ajah Blanco, cuando de repente se frenó en seco al sentir como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Dos mujeres con chales de flecos grises descendían por el corredor espiral en su dirección, seguidas de un par de Guardianes. Una era Melavaire Simeinellin, una corpulenta cairhienina vestida con fino paño gris y con mechones grises en el oscuro cabello. La otra, de ojos azules y cabello rubio oscuro, ¡era Beonin!
—¡Así que fuiste tú la que me traicionó! —espetó Egwene, iracunda. Una idea le vino a la cabeza. ¿Cómo podía Beonin haberla traicionado después de jurarle lealtad?—. ¡Debes de ser del Ajah Negro!
Melavaire se irguió todo lo posible, lo que no era mucho ya que medía varias pulgadas menos que Egwene, se puso en jarras plantando los puños en las amplias caderas y abrió la boca para pegar un bocinazo. Egwene había recibido una lección de la Gris y, aunque normalmente era una mujer afable, cuando se enfadaba era de temer.
—Déjame que hable a solas con ella, Melavaire —pidió Beonin, que posó una mano en el brazo de la mujer rellenita.
—Confío en que lo harás con contundencia —repuso Melavaire con aire estirado—. ¡Que se le haya ocurrido siquiera esa acusación…! ¡Mencionar siquiera esas cosas…! —Sacudió la cabeza con desagrado y se apartó un poco corredor arriba, seguida de su Guardián, un tipo achaparrado y más ancho que ella incluso, con aspecto de oso, pero que se movía con la gracia felina de un Guardián.
Beonin hizo un gesto y esperó a que su propio Guardián, un hombre delgado con una larga cicatriz en la cara, se reuniera con ellos. Se ajustó el chal varias veces.
—Yo no he traicionado nada —dijo en voz baja—. No habría prestado ese juramento de no ser porque la Antecámara me habría hecho azotar si hubiese descubierto los secretos que sabes. Puede que hasta más de una vez. Razón de sobra para jurar, ¿no? Nunca fingí aprecio por ti, pero mantuve ese juramento hasta que te capturaron. Pero ya no eres Amyrlin, ¿verdad? No estando prisionera, no cuando no hay esperanza de rescatarte, cuando rechazas que se te rescate. Y de nuevo eres una novicia, de modo que ya había dos razones para no mantener ese juramento más tiempo. Esa cháchara sobre rebelión era una niñería. La rebelión acabó. La Torre Blanca volverá a estar unida de nuevo y yo no lo lamentaré.
Descargando el palo de los hombros, Egwene soltó los baldes de agua y se cruzó de brazos. Había tratado de mantener una conducta serena —bueno, salvo cuando recibía los castigos— pero este encuentro habría puesto a prueba la impasibilidad de una piedra.
—Das muchas explicaciones —adujo secamente—. ¿Acaso intentas convencerte a ti misma? No funcionará, Beonin. No funcionará. Si la rebelión ha acabado, ¿dónde está el raudal de hermanas acudiendo a ponerse de rodillas ante Elaida y a aceptar el castigo? Luz, ¿qué más has traicionado? ¿Todo? —Parecía probable. Había visitado el estudio de Elaida varias veces en el Tel’aran’rhiod, pero la bandeja de correspondencia de la mujer siempre estaba vacía. Ahora sabía la razón. Unas chapetas rojas habían aparecido en las mejillas de Beonin.
—¡Te repito que yo no he traicionado a n…! —Lo último fue un sonido estrangulado y la Gris se llevó la mano a la garganta como si ésta se negara a que la mentira saliera de la lengua. Eso demostraba que no era del Ajah Negro, pero también probaba otra cosa.
—Has traicionado a las comadrejas. ¿Están todas en las celdas del sótano?
Los ojos de Beonin se desviaron velozmente corredor arriba. Melavaire hablaba con su Guardián, que inclinaba la cabeza hacia la de ella. Achaparrado o no, la verdad es que era más alto que Melavaire. El de Beonin, Tervail, la observaba con expresión preocupada. La distancia era mucha para que cualquiera de los tres hubiera oído algo, pero Beonin se acercó más a Egwene y bajó la voz.
—Elaida las tiene vigiladas, aunque me parece que los respectivos Ajahs se guardan para sí lo que descubren. Pocas hermanas quieren contarle a Elaida más de lo imprescindible. Era necesario, compréndelo. No podía volver a la Torre y guardar su secreto. Habrían acabado descubriéndose antes o después.
—Entonces tendrás que prevenirlas. —Egwene era incapaz de evitar que un timbre de desprecio asomara a su voz. ¡Esa mujer dividía cabellos con una cuchilla! Daba la excusa más endeble para decidir que su juramento ya no tenía validez y después traicionaba a todas las mujeres que había ayudado a elegir. ¡Vaya mierda!
Beonin guardó silencio unos instantes mientras toqueteaba el chal, aunque cuando finalmente habló, sorprendió a Egwene.
—Ya he puesto sobre aviso a Meidani y a Jennet. —Eran las dos Grises que había entre las comadrejas—. He hecho cuanto he podido por ellas. Las demás se hundirán o saldrán a flote por sí mismas. Ha habido hermanas a las que han agredido por el mero hecho de pasar demasiado cerca del sector de otros Ajahs. Lo que soy yo, no tengo ganas de regresar a mis aposentos con el chal y los verdugones por toda vestimenta por tratar…
—Considéralo como un castigo —la interrumpió Egwene. ¡Luz! ¿Hermanas agredidas? Las cosas estaban peor de lo que había imaginado. Tuvo que recordarse que aquel terreno tan bien abonado ayudaría a que sus semillas crecieran.
Beonin volvió a dirigir la mirada corredor arriba, y Tervail dio un paso hacia ella antes de que Beonin sacudiera la cabeza. Tenía el semblante sosegado a pesar del rubor de las mejillas, pero por dentro debía de estar experimentando una gran agitación.
—Sabes que podría mandarte a la Maestra de las Novicias, ¿verdad? —dijo con voz tensa—. Tengo entendido que te pasas la mitad del día chillando en su estudio. Supongo que no te agradaría hacer más visitas, ¿no es cierto?
Egwene le sonrió. No hacía ni dos horas que había logrado sonreír en el momento en el que la correa de Silviana dejó de azotarla. Esto era mucho más difícil.
—¿Y quién sabe lo que podría chillar? ¿Sobre juramentos, tal vez? —La otra mujer se puso muy pálida, como si se hubiera quedado sin sangre en la cara. No, no quería que eso saliera a la luz—. Quizás hayas conseguido persuadirte de que ya no soy tu Amyrlin, Beonin, pero es hora de que empieces a convencerte de que aún lo sigo siendo. Pondrás sobre aviso a las demás, te cueste lo que te cueste. Diles que no se acerquen a mí a no ser que les mande aviso de lo contrario. Ya hay demasiada atención puesta en ellas. Pero, a partir de ahora, me buscarás todos los días por si acaso tengo instrucciones para ellas. Ahora tengo algunas, de hecho. —Enumeró rápidamente las cosas que quería que sacaran a colación en las conversaciones: Shemerin despojada del chal y degradada a Aceptada, la complicidad de Elaida en los desastres de la Torre Negra y los pozos de Dumai, todas las semillas que ella había plantado. Ahora no se plantarían una a una, sino esparcidas a puñados.
—Yo no puedo hablar por otros Ajahs —arguyó Beonin cuando Egwene hubo terminado—, pero en el Gris las hermanas hablan de la mayoría de esas cosas a menudo. Los informadores están muy ocupados últimamente. Los secretos que Elaida confiaba en mantener ocultos están saliendo a la luz. Estoy segura de que debe de ocurrir lo mismo en los otros. Quizá no sea necesario que yo…
—Adviérteles y despacha mis instrucciones, Beonin. —Egwene levantó el palo y se lo apoyó en los hombros, rebullendo hasta dar con la postura más cómoda que pudo encontrar. Dos o tres de las Blancas usarían el cepillo o la zapatilla con ella, además de mandarla a ver a Silviana, si pensaban que no se apresuraba lo suficiente. Abrazar el dolor, incluso darle la bienvenida, no significaba que fuera buscándolo innecesariamente—. Recuerda. Es un castigo que te he impuesto.
—Lo haré —contestó Beonin con evidente renuencia. La expresión de sus ojos se endureció de repente, pero no fue por Egwene—. Sería agradable ver depuesta a Elaida —dijo con un tono desagradable antes de regresar presurosa junto a Melavaire.
Aquel encuentro desagradable se convirtió en una victoria inesperada y dejó a Egwene muy complacida, sin importar que Ferane acabara decidiendo que había sido muy lenta. La Asentada Blanca era regordeta, pero tenía tanta fuerza en el brazo como Silviana.
Esa noche bajó casi a rastras a las celdas abiertas después de cenar a despecho de lo mucho que deseaba meterse en la cama. Aparte de las lecciones y de gritar bajo la correa de Silviana —la última vez justo antes de la cena—, la mayor parte del día lo había dedicado a llevar agua. Le dolían los hombros y la espalda. Le dolían los brazos, las piernas. Se tambaleaba por el agotamiento. Curiosamente, no había vuelto a sufrir aquellas horribles jaquecas desde que la habían hecho prisionera ni había tenido más de esos sueños tenebrosos que la dejaban desasosegada aun cuando no lograra recordarlos, pero le parecía que esa noche iba camino de padecer una buena migraña. Lo que dificultaría distinguir los verdaderos sueños, y había tenido algunos buenos últimamente sobre Rand, Mat, Perrin, incluso Gawyn, aunque la mayoría de los sueños sobre él eran sólo eso, sueños.
Tres hermanas Blancas que conocía de pasada vigilaban a Leane: Nagora, una mujer delgada con el cabello claro enroscado en un moño bajo, sentada muy derecha para compensar su corta estatura; Norine, encantadora con los grandes y límpidos ojos, pero a menudo tan ambigua como cualquier Marrón; y Miyasi, alta y con el cabello gris acerado, una mujer estricta que no toleraba tonterías y que veía tonterías por doquier. Nagora, envuelta en la luz del saidar, mantenía el escudo de Leane, pero discutían sobre algún tipo de lógica que Egwene no supo discernir por lo poco que oyó. Ni siquiera era capaz de distinguir si había dos posturas en el debate o si había tres. No se alzaba la voz, no se agitaba el puño y los semblantes conservaban la sosegada máscara Aes Sedai, pero la frialdad en sus voces dejaba claro que si no fueran Aes Sedai estarían gritándose o incluso intercambiando golpes. Por la nula atención que le prestaron era como si Egwene no hubiera entrado.
Observándolas de reojo se acercó al enrejado de hierro todo lo posible y se aferró a él con ambas manos para sostenerse. ¡Luz, qué cansada estaba!
—Hoy he visto a Beonin —dijo quedamente—. Está en la Torre. Afirma que el juramento que me prestó ya no tiene validez porque he dejado de ser la Sede Amyrlin.
Leane soltó una exclamación ahogada y se aproximó tanto que rozaba las barras de hierro.
—¿Nos traicionó ella?
—La imposibilidad inherente de estructuras encubiertas es algo dado por sentado —afirmaba tajantemente Nagora, la voz cual un martillo de hielo—. Por sentado.
—Lo niega, y el caso es que le creo —susurró Egwene—. Pero admite haber traicionado a las comadrejas. Elaida sólo las tiene bajo vigilancia de momento, pero le dije a Beonin que les advirtiera y dijo que lo haría. Al parecer ya ha puesto sobre aviso a Meidani y a Jennet, pero ¿por qué traicionarlas para después confesarles que lo ha hecho? Y añadió que le gustaría ver depuesta a Elaida. ¿Por qué huyó a la Torre si aún quiere verla derrocada? Eso es tanto como admitir que nadie más ha abandonado nuestra causa. Se me escapa algo, pero estoy tan cansada que no veo qué es. —Un bostezo que casi no consiguió tapar con la mano le hizo crujir las mandíbulas.
—En cuatro de los cinco axiomas de la racionalidad de sexto orden se sugiere la existencia de estructuras encubiertas —expuso Miyasi con idéntica firmeza—. Se sugiere contundentemente.
—La supuesta racionalidad de sexto orden ha sido descartada como una aberración por cualquiera con intelecto —intervino Norine en un timbre algo cortante—. Pero las estructuras encubiertas son fundamentales para cualquier posibilidad de comprender lo que está ocurriendo aquí, en la Torre, a diario. La propia realidad está cambiando, varía de día en día.
—Algunas creyeron siempre que Elaida tenía espías entre nosotras —comentó Leane mientras echaba una ojeada a las Blancas—. Si Beonin es una de ellas, el juramento que os prestó la habría frenado hasta que se convenció a sí misma de que ya no erais la Amyrlin. Pero si la recepción que tuvo aquí no era la que esperaba, podría haber cambiado su lealtad. Beonin ha sido ambiciosa siempre. Si no obtuvo lo que se merecía según su punto de vista… —Extendió las manos—. Beonin siempre espera que se le dé lo que se le debe y puede que un poco más.
—La lógica siempre es aplicable al mundo real —dijo despectivamente Miyasi—, pero sólo una novicia pensaría que el mundo real puede aplicarse a la lógica. Los ideales deben ser los Primeros Principios, no el mundo material.
Nagora cerró la boca bruscamente, hosca la expresión, como si le hubieran arrancado las palabras de la boca. Norine, ligeramente ruborizada, se apartó de los bancos para acercarse a Egwene. Las otras dos la siguieron con la mirada y ella pareció notarlo porque se ajustó el chal con aire incómodo, primero hacia un lado y luego hacia el otro.
—Pequeña, pareces exhausta. Ve a dormir.
No había nada que Egwene deseara más que acostarse, pero antes tenía que conseguir respuesta a una pregunta. Sólo que debía ir con mucho cuidado. Las tres Blancas parecían estar pendientes de ella ahora.
—Leane, ¿las hermanas que te visitan siguen haciéndote las mismas preguntas?
—He dicho que te vayas a la cama —espetó secamente Norine. Dio una palmada, como si de esa forma a Egwene no le quedara más remedio que obedecer.
—Entiendo a qué os referís —contestó Leane—. Sí, las hacen. Y quizás eso dé cierto grado de confianza.
—Nada significativo, entonces —contestó Egwene.
Norine se puso en jarras. Poca frialdad había en su semblante y en su voz, y ni asomo de vaguedad en su actitud.
—Puesto que te niegas a ir a la cama, pásate a ver a la Maestra de las Novicias y dile que has desobedecido a una hermana.
—Por supuesto —contestó Egwene, que dio media vuelta para marcharse. Ya tenía la respuesta: Beonin no había transmitido el tejido del Viaje y ello significaba que seguramente tampoco había transmitido ninguna otra cosa; quizá sí cabía tener cierto grado de confianza. Además, Nagora y Miyasi se dirigían hacia ella. Sólo le faltaba que la llevaran a rastra al estudio de Silviana, algo que al menos Miyasi era muy capaz de hacer. Tenía los brazos más fuertes incluso que Ferane.
La mañana del noveno día de su regreso a la Torre, antes de que apuntaran las primeras luces del día, Doesine en persona entró al cuartito de Egwene para darle su dosis matinal de Curación. Fuera, la lluvia caía con un apagado fragor. Las dos Rojas que la habían vigilado mientras dormía le administraron la horcaria, miraron con el ceño fruncido a Doesine y se marcharon deprisa. La Asentada Amarilla resopló con desdén cuando la puerta se cerró tras ellas. Usó el antiguo método de Curación que hizo dar un respingo de impresión a Egwene como si la hubieran metido en un estanque helado y la dejó con un apetito voraz para el desayuno. Así como sin dolor en las posaderas. Era una sensación extraña; una se podía adaptar a cualquier cosa con el tiempo, y un trasero magullado ya le parecía algo normal. Pero el uso del antiguo método, que era el que había recibido cada vez que le hacían la Curación desde su llegada a la Torre, ratificaba que Beonin había guardado algunos secretos, aunque cómo lo había conseguido seguía siendo un misterio para ella. La propia Beonin sólo había dicho que la mayoría de las hermanas consideraban meros rumores los comentarios sobre tejidos nuevos.
—No tendrás la jodida intención de rendirte, ¿verdad, pequeña? —dijo la Amarilla mientras Egwene se metía el vestido por la cabeza. Su lenguaje estaba muy reñido con su aspecto elegante, el vestido azul con bordados en hilo de oro y en las orejas y el cabello, zafiros.
—¿Acaso debe rendirse nunca la Sede Amyrlin? —le preguntó Egwene mientras sacaba la cabeza por el cuello del vestido. Echó los brazos hacia atrás para abrocharse los botones de hueso teñido en blanco.
Doesine volvió a resoplar, aunque a Egwene le pareció que esta vez no era con desdén.
—Un valeroso curso de acción, pequeña. Sin embargo, apuesto a que esa Silviana te meterá jodidamente en cintura a no mucho tardar. —Pero se marchó sin llamarle la atención por referirse a sí misma como la Sede Amyrlin.
Egwene tenía otra cita con la Maestra de las Novicias antes de desayunar —no había fallado un solo día hasta ahora— e, inmediatamente después del decidido esfuerzo de Silviana por deshacer el trabajo de Doesine de una tacada, dejó de llorar tan pronto como la correa cesó de descargase sobre ella. Cuando se incorporó del extremo del escritorio donde había una almohadilla de cuero que tenía la superficie desgastada por el roce de quién sabía cuántos cuerpos de mujer —almohadilla puesta allí con el único propósito de tumbarse encima— y la enagua y la falda se deslizaron sobre el sensible y colorado trasero, no sintió ganas de torcer el gesto por el dolor. Aceptaba el calor lacerante, lo recibía de buen grado, se caldeaba con ese fuego igual que pondría las manos a calentar frente a la chimenea una fría mañana invernal. Había una gran semejanza entre su trasero y un flameante hogar en aquel momento. Sin embargo, al mirarse en el espejo vio un semblante sereno. Con las mejillas enrojecidas, pero sereno.
—¿Cómo se pudo degradar a Shemerin a Aceptada? —preguntó mientras se limpiaba las lágrimas con el pañuelo—. He preguntado y no hay disposiciones para tal sanción en la ley de la Torre.
—¿Cuántas veces te han mandado venir a mi presencia por hacer esas preguntas? —inquirió Silviana mientras colgaba la correa de cola dividida en el estrecho armario, junto con la almohadilla de cuero y el látigo flexible—. Habría jurado que te habrías dado por vencida hace mucho tiempo.
—Siento curiosidad. ¿Cómo, si no había disposiciones?
—No hay disposición, pequeña, pero tampoco prohibición —contestó suavemente Silviana, como si hablara realmente con una niña—. Es una laguna legal que… En fin, no entraremos en esa materia. Sólo conseguirías ganarte otra sesión de correazos. —Sacudió la cabeza, tomó asiento detrás del escritorio y apoyó las manos sobre el tablero—. El problema fue que Shemerin lo aceptó. Otras hermanas le dijeron que hiciera caso omiso del edicto, pero, una vez que comprendió que argumentar en su defensa no haría cambiar de idea a la Amyrlin, se mudó al sector de las Aceptadas.
El estómago de Egwene protestó de forma sonora, deseoso de tomar el desayuno, pero ella no había terminado todavía. De hecho, estaba sosteniendo una conversación con Silviana, por extraño que fuera el tema que trataban.
—Pero ¿por qué se fugó? A buen seguro sus amigas tratarían de hacerla entrar en razón.
—Algunas hablaban con sensatez. Otras… —dijo Silviana secamente. Movió las manos como los platillos de una balanza, subiéndolas alternativamente—. Otras trataron de hacerla entrar en razón a la fuerza. Me la mandaron casi tan a menudo como te mandan a ti. Yo trataba esas visitas como penitencias privadas, pero a ella le faltaba tu… —Enmudeció de golpe, se recostó en el sillón y observó a Egwene por encima de los dedos unidos por las puntas—. Vaya, vaya. Has conseguido que charle. No es que esté prohibido, desde luego, pero aun así no es muy apropiado dadas las circunstancias. Ve a desayunar —añadió mientras tomaba la pluma y abría la tapadera plateada del tintero—. Te apuntaré de nuevo para mediodía, ya que sé que no vas a hacer una reverencia. —Había un levísimo dejo de resignación en su voz.
Cuando Egwene entró en el refectorio de las novicias, la primera que la vio se puso de pie y de repente se produjo un fuerte ruido de patas de banco al arrastrarse sobre el suelo de baldosas de colores cuando las otras se levantaron también. Se quedaron de pie delante de los bancos, en silencio, mientras Egwene recorría el pasillo central en dirección a la cocina. De pronto, Ashelin, una chica rolliza y bonita de Altara, entró corriendo en la cocina y, antes de que Egwene llegara a la puerta, volvía a salir con una bandeja en las manos, en la que había la habitual taza gruesa de humeante té y el plato con pan, aceitunas y queso. Egwene alargó las manos hacia la bandeja, pero la chica de tez olivácea se dirigió presurosa a la mesa más cercana y la dejó delante de un banco vacío, tras lo cual retrocedió ofreciendo un atisbo de reverencia. Por suerte para ella ninguna de las escoltas de Egwene de la mañana eligió ese momento para echar un vistazo al comedor. Y por suerte para todas las novicias que estaban de pie.
Encima del banco situado frente a la bandeja había un cojín, un puro harapo con más parches de distintos colores que tejido original, pero no dejaba de ser un cojín. Egwene lo levantó y lo puso en el extremo de la mesa antes de sentarse. Acoger de buen grado el dolor resultó fácil. Se deleitó con el calor que irradiaba su cuerpo castigado. Un quedo susurro se extendió por el refectorio, un suspiro colectivo. Hasta que no se metió una aceituna en la boca, las novicias no se sentaron.
Estuvo a punto de escupirla —si no se había podrido ya, poco le faltaba— pero la Curación la había dejado famélica, así que sólo escupió el hueso en la palma de la mano y lo dejó en el plato antes de ayudarse a pasar el mal sabor con un sorbo de té. ¡El té tenía miel! A las novicias sólo se les proporcionaba miel en ocasiones especiales. Procuró no sonreír mientras vaciaba el plato; y lo dejó totalmente vacío, porque incluso recogió las migajas de pan y de queso humedeciéndose la yema del dedo con saliva, pero no fue nada fácil no sonreír. Primero, Doesine —¡una Asentada!—; después, la resignación de Silviana; y ahora, esto. La reacción de las dos hermanas era mucho más importante que lo ocurrido con las novicias y lo de la miel, pero todo ello señalaba una misma cosa: estaba ganando la guerra.