El fuerte repiqueteo de la lluvia en el techo de la tienda que había sonado a lo largo de casi toda la noche se había reducido a un suave murmullo cuando Faile se acercó al sillón de Sevanna, un trono de talla recargada y dorados, situado en el centro de las capas de coloridas alfombras que formaban el suelo de la tienda; se aproximó con los ojos bajos para evitar incurrir en agravio. La primavera había llegado en un visto y no visto y los braseros no estaban encendidos, pero a primera hora de la mañana todavía se notaba el frío. Con una profunda reverencia ofreció la bandeja de plata trabajada de manera que parecía hecha de cuerdas tejidas y nudos. La Aiel tomó la copa dorada de vino y bebió sin apenas dirigir una mirada en su dirección, pero aun así Faile hizo otra reverencia antes de retroceder y dejar la bandeja sobre el arcón azul reforzado con bandas de latón sobre el que ya había una jarra de plata de cuello largo y otras tres copas, y después volvió a su sitio con los otros once gai’shain presentes que se encontraban de pie entre las lámparas de pie con espejos que se alineaban a lo largo de la pared de seda roja. Era una tienda espaciosa, además de alta. Nada de bajas tiendas Aiel para Sevanna.
Con frecuencia casi ni parecía una Aiel. Esa mañana llevaba una bata roja de seda brocada, atada de manera que quedaba abierta hasta casi la cintura y que dejaba al descubierto la mitad de los generosos senos, si bien iba cargada con suficientes collares enjoyados con esmeraldas, gotas de fuego y ópalos, y sartas de perlas gruesas para que casi resultara un atavío decente. Los Aiel no se ponían anillos, pero Sevanna lucía como poco uno en cada dedo con gemas engastadas. La gruesa banda de oro y gotas de fuego, colocada sobre el pañuelo doblado de seda azul que le sujetaba el cabello rubio y largo hasta la cintura, más parecía una diadema, si no una corona. Eso no tenía nada de Aiel.
A Faile y a los otros, seis mujeres y cinco hombres, los habían hecho levantarse en plena noche para quedarse de pie junto a la cama de Sevanna —un par de colchones de plumas, puesto uno encima del otro— por si acaso la mujer se despertaba y deseaba algo. ¿Habría algún dirigente en todo el mundo que estuviera asistido por una docena de sirvientes mientras dormía? Luchó para contener un bostezo. Había muchas cosas que quizá reportaban el castigo, pero bostezar seguro que sí lo acarrearía. Se suponía que los gai’shain eran sumisos y estaban deseosos de complacer, y por lo visto eso significaba mostrarse obsequioso hasta el punto de arrastrarse. A Bain y a Chiad, tan fieras como serían en otra situación, parecía resultarles fácil. A Faile no. En el mes que casi había transcurrido desde que la habían desnudado y atado como un rompecabezas de herrero por esconder un cuchillo, la habían azotado nueve veces por infracciones pueriles que eran graves a los ojos de Sevanna. La última sarta de verdugones no se le había quitado del todo y no tenía intención de ganarse otra tanda por un descuido.
Confiaba en que Sevanna la creyera domada tras aquella noche gélida pasada al raso. Sólo gracias a Rolan y los braseros que había llevado había salido con vida de la experiencia. Esperaba que no la estuvieran domando. Si se fingía algo durante mucho tiempo acababa haciéndose realidad. Llevaba menos de dos meses prisionera, pero sin embargo ya no conseguía recordar exactamente cuántos días hacía que la habían capturado. A veces le parecía llevar las ropas blancas hacía un año o más. En ocasiones el contacto del ancho cinturón y del collar de eslabones planos de oro le resultaba algo natural. Y eso la asustaba. Se aferraba a la esperanza con todas sus fuerzas. Escaparía pronto. Tenía que escapar. Antes de que Perrin los alcanzara e intentara rescatarla. ¿Por qué no los habría alcanzado aún? Los Shaido llevaban acampados en Malden bastante tiempo. Él no la abandonaría. Su lobo venía de camino a rescatarla. Tenía que escapar antes de que lo mataran al intentarlo. Antes de que la sumisión dejara de ser fingida.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir castigando a Galina Sedai, Therava? —demandó Sevanna, que miró ceñuda a la Aes Sedai. Therava estaba sentada delante de ella, cruzada de piernas sobre un cojín azul con borlas en las esquinas, muy recta la espalda y el gesto severo—. Anoche calentó demasiado el agua para mi baño, y tiene tantos verdugones que tuve que ordenar que la golpearan en las plantas de los pies. Eso no es muy eficaz cuando hay que dejarla con posibilidades de caminar.
Faile había evitado mirar a Galina desde que Therava la había llevado a la tienda, pero los ojos se desviaron hacia la mujer por voluntad propia cuando se mencionó su nombre. Galina estaba arrodillada y erguida a mitad de camino entre las dos mujeres Aiel y ligeramente hacia un lado; en las mejillas se le marcaban las manchas marrones de magulladuras, tenía la piel húmeda y con un brillo satinado por la fuerte lluvia que le había caído encima de camino hacia allí y los pies estaban embarrados hasta los tobillos. Sólo llevaba puesto el cinturón dorado y el collar con gotas de fuego engastadas, con lo que parecía más desnuda que si estuviera desnuda del todo. Del cabello y de las cejas sólo le quedaba pelusilla. Todo el vello, de la cabeza a los pies, se lo había chamuscado el Poder Único. A Faile se lo habían contado, además de que a la Aes Sedai la habían colgado por los tobillos para propinarle la primera paliza. Había sido el tema de conversación entre los gai’shain la mitad del tiempo durante días. Sólo el puñado de personas que sabía lo que significaba la intemporalidad de su rostro aún creía que era Aes Sedai, e incluso algunas de ésas albergaban las mismas dudas que habían asaltado a Faile al encontrar a una Aes Sedai entre los gai’shain. Después de todo, tenía el rostro intemporal y el anillo, pero ¿por qué iba a permitir una Aes Sedai que Therava la tratara así? Faile se había planteado esa pregunta a menudo, aunque sin llegar a una conclusión. No dejaba de repetirse que las Aes Sedai hacían lo que hacían por razones que nadie más podía entender, aunque tal explicación no era del todo satisfactoria.
Fueran cuales fueran las razones de Galina para tolerar tales maltratos, en aquel momento había temor en los ojos de la Aes Sedai, prendidos en Therava. Jadeaba tanto que los pechos de la mujer subían y bajaban. Y no le faltaban razones para tener miedo. Cualquiera que pasara delante de la tienda de Therava seguramente oiría a Galina aullando y pidiendo clemencia dentro. Durante más de media semana Faile había visto de pasada a la Aes Sedai, de camino a algún encargo, sin cabello y vestida como iba ahora, a toda carrera, con el pánico pintado en la cara, y a diario Therava agregaba más verdugones a los que marcaban ya la espalda y las piernas de la mujer desde los hombros hasta las corvas. Cada vez que una marca empezaba a sanarse, Therava la reemplazaba por otra nueva. Faile había oído comentar a los Shaido que Galina estaba recibiendo un trato demasiado duro, pero nadie estaba dispuesto a entrometerse en los asuntos de una Sabia.
Therava, casi tan alta como la mayoría de los Aiel varones, se ajustó el oscuro chal en medio del tintineo de brazaletes de oro y marfil y miró a Galina como observaría un águila de ojos azules a un ratón. Los collares que llevaba, también de oro y marfil, parecían sencillos comparados con la opulencia de los de Sevanna, por no hablar del atuendo de oscura falda de paño y blusa blanca de algode; y, sin embargo, Faile temía a Therava mucho más que a Sevanna. Ésta podría castigarla por dar un tropezón, pero Therava sería capaz de matarla o aplastarla por capricho. Sin duda lo haría si intentaba escapar y fracasaba.
—Mientras le quede un moretón en la cara, por leve que sea, el resto de su cuerpo seguirá teniéndolos también. Le he dejado la parte delantera sin marcar para que se la pueda castigar por otros yerros.
Galina empezó a temblar mientras unas lágrimas silenciosas le resbalaban por las mejillas. Faile apartó la vista. Era penoso verla. Aun en el caso de que consiguiera apoderarse de la vara en la tienda de Therava, ¿seguiría sirviendo de ayuda la Aes Sedai para la huida? Todo parecía indicar que estaba anímicamente quebrantada por completo. Era una forma de pensar muy dura, pero un prisionero tenía que ser práctico por encima de todo. ¿La traicionaría Galina con tal de acabar con las palizas? Ya había amenazado con traicionarla si no conseguía la vara. Era Sevanna la que estaría interesada en la esposa de Perrin Aybara, pero Galina parecía tan desesperada como para intentar cualquier cosa. Faile rezó para que la mujer encontrara las fuerzas necesarias para aguantar. Naturalmente, proyectaba un plan de huida propio por si acaso Galina no mantenía su promesa de llevarlas cuando se marchara, pero sería mucho más fácil, mucho más seguro para todo el mundo, si la Aes Sedai estaba en condiciones de hacerlo. Oh, Luz, ¿por qué no los había alcanzado todavía Perrin? ¡No! Tenía que seguir centrada en lo que debía.
—No resulta tan imponente con esa traza —masculló Sevanna, que miraba su copa con gesto ceñudo—. Ni siquiera ese anillo la hace parecer una Aes Sedai. —Sacudió la cabeza, irritada. Por alguna razón que se le escapaba a Faile, para Sevanna era muy importante que todos supieran que Galina era una hermana. Incluso había tomado la costumbre de añadir el título al nombre—. ¿Por qué has venido tan temprano, Therava? Ni siquiera he desayunado. ¿Te apetece un poco de vino?
—Agua —contestó firmemente la Sabia—. En cuanto a venir temprano, el sol está casi por encima del horizonte. Y desayuno antes de que salga. Te estás volviendo tan indolente como una mujer de las tierras húmedas, Sevanna.
Lusara, una pechugona gai’shain domani, se apresuró a llenar una copa con agua de una jarra de plata. A Sevanna parecía divertirle el hecho de que las Sabias insistieran en beber únicamente agua, pero siempre tenía para complacerlas. No hacerlo habría sido incurrir en un insulto que prefería evitar. La domani de piel cobriza había sido mercader y ya había entrado de sobra en la madurez, pero las contadas canas en el negro cabello que le caía más abajo de los hombros no habían sido suficientes para salvarla. Era asombrosamente bella, y Sevanna coleccionaba a los ricos, los poderosos y los bellos, y se limitaba a llevárselos si eran gai’shain de otros. Había tantos gai’shain, que eran pocos los que protestaban porque les quitaran uno. Lusara hizo una reverencia y una grácil inclinación de cabeza al ofrecer la bandeja a Therava, todo muy correcto, pero en el camino de regreso a su sitio junto a la pared de seda le sonrió a Faile. Peor aún: fue una sonrisa conspiradora.
Faile contuvo un suspiro. La última sarta de azotes la había recibido por suspirar cuando no debía. Lusara era una de las que le habían jurado lealtad en las últimas dos semanas. Después de Aravine, Faile había intentado elegir con cuidado, pero rechazar a alguien que pedía prestarle juramento era arriesgarse a la posibilidad de crear un traidor, de modo que tenía ya demasiados seguidores, lo que hacía que hubiera un buen número sobre el que no las tenía todas consigo. Empezaba a pensar que Lusara era de fiar, o que al menos no la traicionaría a propósito, pero esa mujer trataba los planes de huida como si fuera un juego de niños, sin consecuencias si fracasaban. Por lo visto había actuado igual en el comercio y había hecho y perdido varias fortunas, pero Faile no tendría otra oportunidad de empezar de nuevo si se malograba ésta. Tampoco la tendrían Alliandre ni Maighdin. Ni Lusara. Entre los gai’shain de Sevanna, a los que habían intentado huir se los dejaba encadenados cuando no la servían o no realizaban ninguna tarea.
Therava dio un sorbo de agua y después soltó la copa en la alfombra de flores, a su lado, y clavó una mirada acerada en Sevanna.
—Las Sabias pensamos que es tiempo más que de sobra de que nos movamos hacia el nordeste. Encontraremos valles fáciles de defender en las montañas que hay allí, y podremos llegar a ellos en dos semanas incluso con lo que nos retrasarían los gai’shain. Este sitio está abierto por todos los flancos y nuestras incursiones para encontrar alimento tienen que hacerse cada vez más y más lejos.
Los verdes ojos de Sevanna sostuvieron la mirada intensa sin parpadear, cosa que Faile dudaba de haber sido capaz de hacer. A Sevanna la irritaba que las otras Sabias se reunieran sin estar ella, y con frecuencia lo pagaba con sus gai’shain, pero sonrió y dio un sorbo de vino antes de empezar a hablar con tono paciente, como si se lo explicara a alguien que no fuera lo bastante listo para entenderlo.
—Veamos, aquí hay buen suelo para plantar y tenemos sus semillas además de las nuestras. ¿Quién sabe qué tipo de suelo habrá en esas montañas? Nuestras incursiones nos proporcionan vacas, ovejas y cabras también. Aquí hay buenos pastizales. ¿Sabes los que encontraríamos en esas montañas, Therava? Aquí tenemos más agua de la que ningún clan ha tenido jamás. ¿Sabes dónde hay agua en las montañas? En cuanto a defendernos, ¿quién nos atacaría? Esos habitantes de las tierras húmedas huyen de nuestras lanzas.
—No todos huyen —replicó secamente Therava—. Incluso hay algunos que son buenos en la danza de las lanzas. ¿Y si Rand al’Thor manda a otro de los clanes contra nosotros? No lo sabremos hasta que los cuernos toquen para el ataque. —De repente sonrió, pero fue un gesto que no se reflejó en sus ojos—. Algunos dicen que tu plan es que Rand al’Thor te capture y te haga su gai’shain para así inducirlo a casarse contigo. Una idea divertida, ¿no te parece?
A despecho de sí misma, Faile se encogió. La demente idea de Sevanna de desposarse con al’Thor —¡tenía que estar loca para pensar que podría hacerlo!— era lo que la ponía a ella en peligro por parte de Galina. Si la mujer Aiel no sabía que Perrin estaba vinculado con al’Thor, Galina podía decírselo. Se lo diría si no conseguía apoderarse de esa maldita vara. Entonces sí que Sevanna no correría el menor riesgo de perderla. La tendría encadenada tan seguro como si hubiera intentado huir.
La expresión de Sevanna era cualquier cosa menos divertida. Chispeantes los ojos por la ira, se echó hacia adelante, de manera que la abertura de la bata dejó a la vista el busto por completo.
—¿Quién dice eso? ¿Quién?
Therava tomó la copa y dio otro sorbo de agua. Al comprender que no iba a contestar, Sevanna se echó hacia atrás y se arregló la bata. Sin embargo los iris seguían centelleando como esmeraldas pulidas, y, cuando habló, en sus palabras no había nada de frívolo, además de sonar con tanta dureza como la que denotaban sus ojos.
—Me casaré con Rand al’Thor, Therava. Casi lo tenía, hasta que tú y las otras Sabias me fallasteis. ¡Me casaré con él, uniré a los clanes y conquistaré todas las tierras húmedas!
Therava hizo una mueca burlona por encima de la copa.
—El Car’a’carn era Couladin, Sevanna. No he encontrado a las Sabias que le dieron permiso para entrar en Rhuidean, pero las hallaré. Rand al’Thor es una creación de las Aes Sedai. Lo instruyeron en lo que tenía que decir en Alcair Dal, y fue un día nefasto aquel en el que reveló secretos que muy pocos son lo bastante fuertes para conocer. Da gracias de que la mayoría creyó que mentía. Pero, se me olvidaba… Tú nunca estuviste en Rhuidean. Tú también creíste que esos secretos eran mentira.
Más gai’shain empezaron a pasar por los faldones de la tienda con la túnica empapada y recogida hasta las rodillas hasta que se encontraban dentro. Todos llevaban collar y cinturón dorados. Las suaves botas atadas con lazadas dejaron marcas de barro en las alfombras. Después, cuando se hubieran secado, tendrían que limpiarlas, pero que hubiera barro en la túnica era el camino más seguro para recibir una tanda de latigazos. Sevanna quería que sus gai’shain estuvieran impolutos cuando se encontraban en su presencia. Ninguna de las dos Aiel hizo caso alguno de los recién llegados. Sevanna parecía desconcertada por el comentario de Therava.
—¿Y por qué te interesa quién dio permiso a Couladin? Bah, no importa —dijo, y agitó la mano como si espantara una mosca cuando no tuvo respuesta—. Couladin está muerto. Rand al’Thor tiene las marcas, las consiguiera como las consiguiera. Me casaré con él y lo utilizaré. Si las Aes Sedai podían controlarlo, y las vi manejarlo como a un bebé, entonces yo también puedo. Con un poco de ayuda por tu parte. Y me ayudarás. ¿Convienes conmigo en que merece la pena unir de nuevo a los clanes sin importar cómo? Estuviste de acuerdo en su momento. —De algún modo, en sus palabras había algo más que un dejo de amenaza—. Los Shaido nos convertiremos en el clan más poderoso de la noche a la mañana.
Con las capuchas echadas, los gai’shain recién llegados —nueve hombres y tres mujeres, una de ellas Maighdin— se colocaron en silencio a lo largo de las paredes de la tienda. La mujer de cabello dorado tenía una expresión sombría que no se le había borrado de la cara desde el día que Therava la descubrió en su tienda. Fuera lo que fuera lo que la Sabia le hubiera hecho, lo único que Maighdin decía sobre lo ocurrido era que quería matar a esa mujer. Sin embargo, a veces sollozaba en sueños.
Therava se guardó para sí lo que quiera que pensara sobre la unión de los clanes.
—Hay muchos que están en contra de quedarse aquí. Gran parte de los jefes de septiar presionan el disco rojo de sus nar’baha todas las mañanas. Te aconsejo que hagas caso a las Sabias.
¿Las nar’baha? Eso significaba «caja de bobos» o algo muy parecido. Pero ¿qué podría ser? Bain y Chiad seguían enseñándole costumbres Aiel cuando disponían de tiempo, y nunca habían mencionado algo así. Maighdin se paró al lado de Lusara. Un delgado noble cairhienino llamado Doirmanes se detuvo junto a Faile. Era joven y muy guapo, pero se mordía el labio con nerviosismo. Si descubría lo de los juramentos de lealtad habría que matarlo. Estaba convencida de que iría corriendo a contárselo a Sevanna.
—Nos quedamos aquí —dijo Sevanna, enfadada, que arrojó la copa a las alfombras esparciendo el vino que contenía—. ¡Represento al jefe de clan y he hablado!
—Has hablado —convino calmosamente Therava—. Bendhuin, jefe del septiar de los Sal Verde ha recibido permiso para entrar en Rhuidean. Se marchó hace cinco días con veinte de sus algai’d’siswai y cuatro Sabias que atestiguarán lo que ocurra.
Hasta que uno de los recién llegados gai’shain se encontró al lado de cada uno de los que ya estaban antes, Faile y los demás no se pusieron las capuchas y empezaron a encaminarse hacia los faldones de entrada a lo largo de las paredes de la tienda mientras se recogían la túnica hasta la rodilla. Faile había cogido confianza en cuanto a dejar las piernas al aire así.
—¿De modo que intenta reemplazarme y ni siquiera se me ha informado?
—A ti no, Sevanna. A Couladin. Como su esposa, hablas en nombre del jefe de clan hasta que un jefe nuevo vuelva de Rhuidean, pero no eres jefe de clan.
Faile salió a la fría llovizna de una mañana gris y el faldón de la tienda cayó y le impidió oír lo que Sevanna respondía a eso. ¿Qué pasaba entre esas dos mujeres? A veces, como esa mañana, parecían antagonistas, pero en otras ocasiones daban la impresión de ser cómplices renuentes unidas por algo que no le resultaba cómodo a ninguna de las dos. O tal vez el propio hecho de estar comprometidas era lo que las hacía sentirse incómodas. Bueno, no veía que saber eso fuera a ayudarla a escapar, así que no tenía importancia. Sin embargo, el interrogante la desazonaba.
Seis Doncellas estaban agrupadas delante de la tienda, con los velos descansando sobre el torso y las lanzas metidas en el correaje del estuche del arco, a la espalda. Bain y Chiad menospreciaban a Sevanna por utilizar Doncellas Lanceras como guardia de honor a pesar de que no había sido nunca Doncella y por tener siempre vigilada la tienda, pero nunca había menos de seis mujeres, de noche y de día. Esas dos también miraban con desdén a las Doncellas Lanceras Shaido por permitirlo. Ni ser un jefe de clan ni hablar en nombre de uno daba tanto poder como el que poseía la mayoría de los nobles. Las manos de las Doncellas se movían velozmente en una rápida conversación. Vio el signo para «Car’a’carn» más de una vez, pero no captó lo suficiente para deducir de qué hablaban o si se referían a al’Thor o a Couladin.
Quedarse allí en medio plantada el tiempo suficiente para enterarse, si es que lo conseguía, quedaba descartado por completo. Para empezar, con los demás apresurándose ya por la fangosa calle adelante, despertaría el recelo de las Doncellas; y encima podían azotarla o, lo que era peor, utilizar los cordones de sus propias botas. Ya había probado suficientes dosis de eso por parte de algunas Doncellas por tener «ojos insolentes» y no quería más de lo mismo. Sobre todo cuando significaba tener que desnudarse en público. Ser gai’shain de Sevanna no le daba ninguna protección. Cualquier Shaido podía disciplinar a cualquier gai’shain que creyera que se había comportado de forma inapropiada. Hasta un niño podía hacerlo si le habían encargado que vigilara cómo realizaba una tarea. En segundo lugar, la lluvia fría, a pesar de lo fina que era, le empaparía las ropas de paño a no tardar. Sólo había un corto trecho hasta su tienda, alrededor de un cuarto de milla, pero no lo cubriría sin que antes la entretuvieran un rato.
Un bostezo le hizo crujir las mandíbulas mientras le daba la espalda a la gran tienda roja. Deseaba muchísimo meterse entre las mantas de su catre y disfrutar de unas cuantas horas de sueño. A mediodía habría más cosas que hacer. Ignoraba cuáles serían esas tareas. Todo sería mucho más sencillo si Sevanna estableciera quién quería que hiciera qué y cuándo, pero la mujer parecía elegir nombres al azar y siempre en el último momento. Eso hacía muy difícil planear nada, y menos una huida.
Toda clase de tiendas rodeaba la de Sevanna: las bajas y oscuras Aiel; de pico; de paredes… Las había de todo tipo, tamaño y color imaginables, separadas por una maraña de calles de tierra que ahora eran ríos de barro. Al no tener suficientes de las suyas, los Shaido se había apoderado de todas las tiendas que habían encontrado. Ahora había catorce septiares acampados en un despliegue desordenado alrededor de Malden, cien mil Shaido y otros tantos gai’shain, y según los rumores otros dos septiares más, el Morai y el Risco Blanco, llegarían dentro de unos días. Aparte de niños pequeños que chapoteaban en los charcos con perros retozones, casi toda la gente que vio mientras caminaba vestía ropas blancas manchadas de barro y cargaba cestos o sacos abultados. La mayoría de las mujeres no iban deprisa: corrían. Salvo en las herrerías, los Shaido rara vez realizaban algún tipo de trabajo, y Faile sospechaba que aún entonces lo hacían por puro aburrimiento. Con tantos gai’shain encontrar una tarea para todos ya era un trabajo en sí mismo. Sevanna ya no era la única Shaido que se metía en una bañera mientras un gai’shain le frotaba la espalda. Ninguna de las Sabias había llegado tan lejos aún, pero algunos de los otros no daban dos pasos para recoger algo caído cuando podían decirle a un gai’shain que lo hiciera.
Casi había llegado a la zona del campamento de los gai’shain, recortado contra los muros grises de Malden, cuando vio a una Sabia que se dirigía hacia ella con el oscuro chal echado por la cabeza para resguardarse de la lluvia. Faile no se paró, aunque sí dobló ligeramente las rodillas. Meira no era tan temible como Therava, pero la mujer de gesto severo era muy dura; y más baja que ella. La boca fina siempre se atirantaba más cuando se encontraba frente a una mujer más alta que ella. Faile habría imaginado que al enterarse de que su septiar, el Risco Blanco, llegaría pronto serviría para mejorar el humor de la mujer, pero la noticia no había surtido en ella ningún efecto que pudiera apreciarse.
—Así que sólo te demorabas por venir despacio —dijo Meira cuando estuvieron más cerca. Tenía los ojos tan duros como los zafiros que parecían—. Dejé a Rhiale escuchando a las otras porque temía que algún necio borracho te hubiera arrastrado a una tienda. —Dirigió una mirada feroz en derredor como si buscara a un necio borracho que estuviera a punto de hacer algo así.
—Nadie me ha acosado, Sabia —se apresuró a contestar Faile. Algunos lo habían hecho en las últimas semanas, unos ebrios y otros no, pero Rolan siempre aparecía en el momento oportuno. Dos veces el enorme Mera’din había tenido que luchar para salvarla, y en una ocasión había matado al otro hombre. Faile había esperado que hubiera todo tipo de escándalos y problemas, pero las Sabias juzgaron que había sido un combate limpio y Rolan le comentó que en ningún momento la habían mencionado. Por mucho que Bain y Chiad insistían en que eso iba en contra de todas las costumbres, el acoso sexual era un peligro constante allí para las mujeres gai’shain. Estaba segura de que Alliandre lo había sufrido al menos una vez, antes de que también ella y Maighdin tuvieran sus sombras Mera’din. Rolan negaba que les hubiera pedido que ayudaran a su gente. Decía que estaban aburridos y les apetecía tener algo que hacer—. Lamento haberme retrasado.
—No te encojas, que no soy Therava. No te golpearé por el mero placer de hacerlo. —Palabras pronunciadas con la dureza suficiente para haber salido de boca de un verdugo. Meira no golpearía a la gente por gusto, pero Faile sabía por experiencia que tenía un brazo fuerte a la hora de manejar una correa—. Bien, cuéntame qué ha dicho y qué ha hecho Sevanna. Esta agua que cae del cielo será algo maravilloso, pero es horrible tener que andar mientras lo hace.
Obedecer la orden resultaba fácil. Sevanna no se había despertado por la noche y, una vez que se levantó, de lo único que había hablado era de las ropas y las joyas que se pondría, en especial de estas últimas. Su cofre de joyas se había fabricado para guardar ropa en él, pero estaba lleno a rebosar con más gemas de las que poseía la mayoría de las reinas. Antes de ponerse una sola prenda, Sevanna había pasado un buen rato decidiendo entre distintas combinaciones de collares y anillos y se había contemplado en el espejo dorado de cuerpo entero. Había sido bochornoso. Para Faile.
Acababa de llegar a la parte de la llegada de Therava con Galina cuando todo ante sus ojos onduló. ¡Ella misma onduló! No era cosa de su imaginación. Los azules ojos de Meira se abrieron como platos; ella también lo había notado. La ondulación se repitió, incluida la propia Faile, con más intensidad que antes. Conmocionada, Faile se irguió y soltó el repulgo de la túnica. Una tercera ondulación, más intensa todavía, hizo que el mundo ondeara y, al tiempo que pasaba a través de ella, Faile tuvo la sensación de que la brisa podría arrastrarla o quizá que desaparecería en la niebla, sin más.
Respirando agitadamente, esperó que hubiera una cuarta ondulación, la que sabía que la destruiría a ella y a todo lo demás. Al no producirse, el alivio la hizo exhalar hasta el último rastro de aire que tenía en los pulmones.
—¿Qué ha pasado, Sabia? ¿Qué ha sido eso?
Meira se tocó un brazo y pareció algo sorprendida al ver que la mano no pasaba a través de carne y hueso.
—Yo… No lo sé —contestó lentamente. Se sacudió para salir del estupor y añadió—: Ve y sigue con tus asuntos, muchacha. —Se recogió el vuelo de la falda y pasó junto a Faile casi al trote, chapoteando en el barro a cada paso.
Los niños habían desaparecido de la calle, pero Faile los oía llorando dentro de las tiendas. Los perros abandonados por los pequeños temblaban y gimoteaban con la cola metida entre las patas. La gente que había en la calle se tocaba a sí misma, a los demás, Shaido y gai’shain por igual. Faile enlazó las manos con fuerza. Pues claro que era sólida. Sólo había sentido como si estuviera volviéndose tenue como niebla. Pues claro. Se recogió la túnica para evitar más lavados de los que tuviera que hacer por fuerza y echó a andar de nuevo. Y después echó a correr sin importarle si se salpicaba barro a sí misma o a cualquier otra persona. Sabía que correr no la salvaría de otra de esas ondulaciones, pero siguió corriendo tan deprisa como las piernas eran capaces de hacerlo.
Las tiendas gai’shain formaban un ancho anillo alrededor de la alta muralla de granito de Malden, y eran tan variadas como las de la zona exterior del campamento, aunque la mayoría eran pequeñas. En la suya, de pico, dos habrían dormido con incomodidad; albergaba a cuatro, contándola a ella: Alliandre, Maighdin y una antigua noble cairhienina llamada Dairaine, una de esas que trataban de ganarse el favor de Sevanna yéndole con chismes sobre los otros gai’shain. Eso complicaba las cosas, pero no tenía remedio a no ser que mataran a la mujer y Faile no permitiría tal cosa. A menos que Dairaine se convirtiera en un verdadero peligro. Dormían apiñadas como cachorros, agradecidas por el calor corporal compartido en las frías noches.
El interior de la tienda baja estaba oscuro cuando se metió agachada. El aceite de lámpara y las velas escaseaban y no se malgastaban en los gai’shain. Dentro sólo estaba Alliandre, tendida boca abajo sobre las mantas, con las ropas alzadas hasta el cuello y con un trapo húmedo, mojado en una infusión curativa, encima del trasero magullado. Al menos las Sabias ofrecían sus remedios curativos a gai’shain y Shaido por igual. Alliandre no había hecho nada malo, pero estaba entre los cinco que habían complacido menos a Sevanna el día anterior. A diferencia de otros, había aguantado bien mientras recibía el castigo —Doirmanes se había puesto a gimotear incluso antes de echarse sobre el arcón—, pero parecía hallarse entre los cinco elegidos tres días de cada cuatro. Ser reina no enseñaba cómo servir a una. Claro que Maighdin también salía elegida casi con igual frecuencia y ella era doncella de una dama, aunque no fuera muy hábil en su cometido. A Faile sólo la habían escogido una vez.
Que Alliandre ni siquiera se molestara en cubrirse, limitándose a incorporarse sobre los codos, daba la medida de hasta qué punto estaba deprimida. Con todo, se había cepillado el largo cabello. Si dejaba de hacer eso alguna vez, Faile sabría que la mujer había tocado fondo.
—¿Os ha… ocurrido algo… raro ahora mismo, milady? —preguntó, y en la voz temblorosa el miedo era evidente.
—Así es —contestó Faile, que se quedó en cuclillas junto al poste central—. No sé qué fue. Tampoco Meira lo sabe. Dudo que lo sepa alguna Sabia. Pero no nos causó daño. —Pues claro que no les había hecho daño. Por supuesto—. Y no ha cambiado en nada nuestros planes. —Bostezó mientras desabrochaba el ancho ceñidor dorado y lo soltaba en las mantas, tras lo cual asió la túnica por el dobladillo para sacársela por la cabeza.
Alliandre apoyó la cabeza en las manos y empezó a llorar quedamente.
—Jamás escaparemos. Me van a golpear de nuevo esta noche. Lo sé. Me van a apalear todos los días durante el resto de mi vida.
Con un suspiro, Faile soltó el borde de la túnica y se puso de rodillas para acariciar el cabello a su vasalla. Se tenía tanta responsabilidad arriba como abajo.
—A veces también me asalta ese temor —confesó quedamente—. Pero me niego a permitir que me controle. Huiré. Huiremos. Tienes que mantener el coraje, Alliandre. Sé que eres valerosa. Sé que trataste con Masema y conservaste la serenidad. Ahora puedes hacer lo mismo si lo intentas.
Aravine metió la cabeza en la tienda entre los faldones de la entrada. Era una mujer poco atractiva y regordeta, una noble, de eso estaba segura Faile, aunque nunca lo decía, y a despecho de la escasa luz Faile advirtió que estaba radiante.
—Milady, Alvon y su hijo tienen algo para vos.
—Tendrán que esperar unos minutos —contestó Faile. Alliandre había dejado de llorar, pero seguía tendida allí, inmóvil y callada.
—Milady, no querréis esperar para esto.
Faile se quedó sin aliento. ¿Sería posible? Parecía demasiado esperar que fuera verdad.
—Mantendré el coraje —dijo Alliandre, que levantó la cabeza para mirar a Aravine—. Si lo que tiene Alvon es lo que espero que sea, lo mantendré aunque Sevanna me someta a interrogatorio.
Recogiendo el ceñidor —estar fuera sin él y sin collar significaba sufrir un castigo casi tan severo como por tratar de huir— Faile se apresuró a salir de la tienda. La fina lluvia había dado paso a una neblina espesa, pero de todos modos se echó la capucha. Las gotitas condensadas en el aire seguían siendo frías.
Alvon era un hombre achaparrado al que su hijo Theril, un chico larguirucho, superaba en estatura. Los dos vestían túnicas hechas con lona de tienda, de un color que no llegaba a ser del todo blanco, y que llevaban manchadas de barro. Theril, el hijo mayor de Alvon, sólo tenía catorce años, pero los Shaido no lo habían creído debido a su estatura, que igualaba a la de la mayoría de los hombres amadicienses. Faile había estado dispuesta a confiar en Alvon desde el principio. Su hijo y él eran una especie de leyenda entre los gai’shain. Tres veces habían escapado y cada una de ellas les había costado más tiempo a los Shaido traerlos de vuelta. Y a despecho del feroz castigo, que se incrementaba en cada ocasión, el día que le juraron lealtad habían planeado llevar a cabo un cuarto intento de regresar con el resto de su familia. Faile no había visto sonreír nunca a ninguno de los dos, pero ahora sendas sonrisas alegraban por igual el curtido semblante de Alvon y la delgada cara de Theril.
—¿Qué tenéis para mí? —preguntó Faile mientras se ceñía apresuradamente el cinturón al talle. El corazón le latía de tal forma que temió que se le saliera del pecho.
—Fue mi Theril, milady —dijo Alvon. Tenía el oficio de leñador, y hablaba con un acento tosco que hacía casi ininteligible lo que decía—. Pasaba por casualidad por delante, ¿sabéis?, y no había nadie por allí, nadie en absoluto, así que se metió de rondón «aprisita» y… Enséñale a la señora, Theril.
El chico metió la mano en la ancha bocamanga —por lo general, las túnicas llevaban cosidos bolsillos interiores allí— y con aire tímido sacó una vara blanca y lisa que parecía de marfil, de alrededor de un pie de largo y del ancho de su muñeca.
Tras echar una ojeada a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie mirando —la calle estaba desierta a excepción de ellos tres— Faile la tomó rápidamente y la metió en una de sus mangas, en el bolsillo que había dentro. Era justo lo bastante profundo para que no se cayera, pero ahora que la tenía en su poder se resistía a soltarla. Tenía la textura del cristal y era claramente fría al tacto, más que al aire matinal. Quizás era un angreal o un ter’angreal. Eso explicaría por qué la quería Galina, aunque no la razón de que no la cogiera por sí misma. Con la mano metida en la manga, Faile asió fuertemente la vara. Galina había dejado de ser una amenaza y se había convertido en su salvación.
—Entiendes, Alvon, que Galina quizá no pueda llevaros a tu hijo y a ti con ella cuando se marche —dijo—. Sólo ha prometido que nos llevaría a mí y a quienes apresaron conmigo. Pero yo te prometo que hallaré el modo de liberaros a los dos y a los demás que me han jurado lealtad. Y, si pudiera, a todo el mundo, pero a los míos en primer lugar. Lo juro por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento. —No tenía idea de cómo lo haría, aparte de pedir a su padre que acudiera con un ejército, pero lo haría.
El leñador hizo como si fuera a escupir y luego la miró; se puso colorado y, en lugar de eso, tragó saliva.
—La Galina esa no va a ayudar a nadie, milady. Mucho decir que es Aes Sedai y tal, pero es el juguetito de esa Therava, en mi opinión, y esa Therava no la va a dejar que se largue. De todas maneras, sé que si os echo una mano para huir vais a volver por todos nosotros. No es menester los juramentos y todo lo demás. Dijisteis que queríais la vara si alguien podía echarle el guante sin que lo pillaran, y Theril la pilló para vos, eso es todo.
—Quiero ser libre —dijo Theril de repente—, pero si ponemos en libertad a cualquiera, entonces les hemos ganado. —Pareció sorprendido de haber hablado y se puso colorado como un tomate. Su padre lo miró ceñudo, pero después asintió con la cabeza, pensativamente.
—Muy bien dicho —le contestó suavemente Faile al chico—. Pero he hecho un juramento y pienso ceñirme a él. Tú y tu padre… —Enmudeció cuando Aravine, echando un vistazo hacia atrás, posó una mano en su brazo. La mujer había dejado de sonreír y ahora tenía cara de susto.
Faile giró la cabeza y vio a Rolan plantado junto a su tienda. Con sus buenas dos manos más alto que Perrin, llevaba el shoufa enrollado al cuello, con el velo negro caído sobre el ancho torso. La lluvia le daba brillo en la cara y hacía que el corto y pelirrojo cabello se le pegara al cráneo en rizos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No mucho o Aravine se habría fijado antes en él. La minúscula tienda no era gran cosa como escondrijo. Alvon y su hijo habían hundido los hombros, como si pensaran atacar al alto Mera’din. Muy mala idea. Como diría Perrin, no era cuestión de que unos ratones atacaran a un gato.
—Sigue con tus tareas, Alvon —se apresuró a decir—. Y tú también, Aravine. Vamos, marchaos.
Aravine y Alvon tuvieron suficiente sentido común para no hacerle reverencias antes de irse tras echar una última ojeada preocupada a Rolan, pero Theril alzó ligeramente la mano para tocarse la frente antes de darse cuenta y frenar el gesto. Con un intenso rubor, salió disparado en pos de su padre.
Rolan se adelantó desde el costado de la tienda y se plantó frente a Faile. Lo más extraño era que llevaba un ramillete de flores silvestres azules y amarillas en una mano. Faile era muy consciente de la vara que sostenía en el interior de la manga. ¿Dónde iba a esconderla? Cuando Therava descubriera que había desaparecido sin duda pondría patas arriba el campamento.
—Has de tener cuidado, Faile Bashere —dijo Rolan mientras le sonreía desde su imponente altura. Alliandre opinaba que no era realmente guapo, pero Faile decidió que se equivocaba. Esos ojos azules y esa sonrisa lo hacían casi hermoso—. Lo que te traes entre manos es peligroso y puede que yo no esté aquí mucho más para protegerte.
—¿Peligroso? —Sintió frío en el estómago—. ¿A qué te refieres? ¿Y dónde vas? —La idea de perder su protección le hizo sentir un repentino vacío en el estómago. Pocas mujeres de las tierras húmedas habían escapado del interés de los hombres Shaido. Sin él…
—Algunos de nosotros estamos pensando en regresar a la Tierra de los Tres Pliegues. —La sonrisa se borró en su cara—. No podemos seguir a un falso Car’a’carn, un hombre de las tierras húmedas, por si fuera poco, pero quizá se nos permita vivir nuestra vida en nuestros propios dominios. Lo estamos pensando. Llevamos mucho tiempo lejos del hogar y estos Shaido nos asquean.
Encontraría la forma de arreglárselas cuando se hubiera ido. Tendría que conseguirlo. De algún modo.
—¿Y qué es lo que estoy haciendo que es peligroso? —Intentó hablar con un timbre despreocupado, pero no resultó fácil. Luz, ¿qué le ocurriría sin él?
—Esos Shaido están ciegos incluso si no están ebrios, Faile Bashere —contestó sosegadamente. Le retiró la capucha y le puso una flor en el cabello, sobre la oreja izquierda—. Nosotros, los Mera’din, utilizamos los ojos. —Otra flor fue a parar a su cabello, al lado contrario—. Últimamente has hecho muchos amigos nuevos, y planeas escapar con ellos. Un plan osado, pero peligroso.
—¿Y se lo piensas decir a las Sabias o a Sevanna? —Se sobresaltó cuando dijo aquello en un tono impasible mientras sentía retortijones en el estómago.
—¿Por qué iba a hacerlo? —inquirió él al tiempo que añadía una tercera flor al adorno—. Jhoradin cree que se llevará a Lacile Aldorwin a la Tierra de los Tres Pliegues con él aunque sea uno de los Asesinos del Árbol. Cree que podrá convencerla para que haga una guirnalda de esponsales que pondrá a sus pies. —Lacile había encontrado a su protector metiéndose en las mantas del Mera’din que la había hecho gai’shain, y Arrela había hecho lo mismo con una de las Doncellas que la había capturado, pero Faile dudaba que Jhoradin lograra su propósito. Las dos mujeres estaban centradas en escapar, prestas como flechas apuntando al blanco—. Y ahora que lo pienso, podría llevarte conmigo si nos vamos.
Faile alzó la vista hacia él y lo observó intensamente. La lluvia empezaba a empaparle el cabello.
—¿Al Yermo? Rolan, amo a mi esposo. Te lo he dicho ya, y es verdad.
—Lo sé —contestó él sin dejar de ponerle flores—. Pero de momento sigues vestida de blanco, y lo que pasa mientras vistes de blanco se olvida cuando te lo quitas. Tu esposo no te lo puede echar en cara. Además, si nos vamos, cuando estemos cerca de una ciudad de las tierras húmedas, te dejaré marchar. Para empezar, yo jamás te habría hecho gai’shain. Ese collar y ese cinturón tienen bastante oro para que te conduzca sana y salva hasta tu esposo.
A Faile se le abrió la boca por la impresión. Se sorprendió cuando el puño golpeó por primera vez el ancho pecho del Aiel. A los gai’shain jamás se les permitía recurrir a la violencia, pero el hombre se limitó a sonreírle.
—¡Eres…! No se me ocurre una palabra lo bastante mala. ¿Así que me has hecho pensar todo el tiempo que ibas a abandonarme con estos Shaido cuando tu intención era ayudarme a escapar?
Por fin él le agarró el puño y lo paró fácilmente con aquella manaza que cubría la suya por completo.
—Si nos vamos, Faile Bashere —rió. ¡El hombre rió!—. No está decidido. Sea como sea, un hombre no debe dejar que una mujer piense que está demasiado ansioso.
De nuevo se sorprendió a sí misma, esta vez por empezar a reírse y a llorar al mismo tiempo, tan fuerte que tuvo que apoyarse en él o se habría ido al suelo. ¡Ese puñetero sentido del humor Aiel!
—Estás muy hermosa con flores en el pelo, Faile Bashere —musitó mientras le ponía otra—. Y sin ellas. Y, de momento, todavía vistes de blanco.
¡Luz! Tenía la vara, apoyada contra el brazo la fría superficie, pero no había posibilidad de entregársela a Galina hasta que Therava volviera a dejarla andar libremente por el campamento, no había forma de estar segura de que la mujer no la traicionaría antes de ese momento, llevada por la desesperación. Rolan le ofrecía una salida, «si» es que los Mera’din decidían marcharse, pero él seguiría intentando engatusarla para llevarla a sus mantas mientras vistiera de blanco. Y si los Mera’din decidían no marcharse, ¿delataría alguno de ellos sus planes de huida? ¡Si daba crédito a lo que decía Rolan, todos lo sabían! Esperanza y peligro, todo se unía de forma inextricable. Qué embrollo.
Resultó que no se había equivocado respecto a la reacción de Therava. Justo antes de mediodía, hicieron salir a todos los gai’shain al exterior y les mandaron que se desnudaran del todo. Cubriéndose lo mejor que podía con las manos, Faile se acurrucó junto a otras mujeres que llevaban el cinturón y el collar de Sevanna —les habían hecho que se los pusieran de inmediato tras desnudarse— apiñadas en un grupo apretado por mor de la decencia mientras los Shaido revolvían las tiendas de los gai’shain y arrojaban todo fuera, al barro. Faile sólo podía pensar en el escondrijo dentro de la villa y rezar. Esperanza y peligro, y no había forma de desenmarañarlos.