Tuon y Selucia no eran las únicas mujeres que le daban problemas a Mat, por supuesto. A veces parecía que la mayoría de los problemas que había tenido en la vida provenían de ellas, cosa que no entendía en absoluto ya que siempre procuraba tratarlas bien. Hasta Egeanin contribuía con su parte de preocupaciones, aunque era la parte más pequeña.
—Tenía razón. Crees que puedes casarte con ella —dijo arrastrando las palabras cuando le pidió ayuda con Tuon.
Ella y Domon estaban sentados en la escalerilla del carromato, ambos con un brazo rodeando al otro. Un hilillo de humo salía de la pipa de Domon. Era un bonito día y la mañana estaba mediada, aunque algunas nubes empezaban a agruparse y amenazaban con lluvia dentro de unas horas. Los artistas ofrecían sus actuaciones a los habitantes de cuatro pueblos pequeños que, combinados, quizás igualaban en tamaño a Cruce de Runnien. Mat no tenía ganas de ver la función. Oh, sí, todavía le gustaba ver el número de los contorsionistas y aún más el de acróbatas y equilibristas femeninas, pero cuando uno veía hacer malabares y tragar sables y fuego y cosas por el estilo todos los días, hasta Miyora y sus leopardos pasaban a ser… Bueno, menos interesantes, ya que no vulgares y corrientes.
—Da igual lo que piense yo, Egeanin. ¿Queréis contarme lo que sepáis de ella? Tratar de descubrir algo sobre esa mujer es como pescar con una venda sobre los ojos o como atrapar un conejo en un zarzal sin protegerse las manos.
—Me llamo Leilwin, Cauthon. No olvides eso nunca más —dijo en un tono más adecuado para dar órdenes sobre la cubierta de un barco, y los ojos parecían querer remachar la orden como dos martillos azules—. ¿Por qué iba a ayudarte? Apuntas demasiado alto para ti, un topo aspirando al sol. Podrías enfrentarte a la ejecución sólo por decir que quieres desposarla. Es ofensivo. Además, he dejado todo eso atrás. O me ha dejado a mí —añadió amargamente. Domon la estrechó con el brazo con el que la rodeaba.
—Pues, si habéis dejado atrás todo eso, ¿qué os importa lo ofensivo que pueda resultar mi deseo de casarme con ella?
Domon se quitó la pipa de la boca el tiempo suficiente para echar un anillo de humo a la cara de Mat.
—Si no quiere ayudarte, no insistas. —Lo dijo en el mismo tono de mando que si estuviera en la cubierta de un barco.
Egeanin masculló entre dientes. Parecía discutir consigo misma. Finalmente, sacudió la cabeza.
—No, Bayle. Tiene razón. Si me han dejado a la deriva, entonces he de encontrar un barco nuevo y otro rumbo. No puedo volver a Seanchan nunca, así que tanto da si corto el cabo y acabo de una vez.
Lo que sabía sobre Tuon eran rumores en su mayor parte —al parecer la familia imperial vivía tras altos muros incluso cuando estaba a plena vista y sólo escapaban murmullos de lo que ocurría al otro lado de esos muros—, pero aun así bastaron para que a Mat se le pusieran de punta los pelos de la nuca. ¿Su futura esposa había mandado asesinar a un hermano y a una hermana? ¡Después de que ellos intentaron matarla a ella, cierto, pero aun así! ¿Qué clase de familia era una cuyos miembros se iban matando unos a otros? La Sangre seanchan y la familia imperial, para empezar. La mitad de sus hermanos habían muerto, asesinados la mayoría de ellos, y puede que otros también. Algo de lo que Egeanin —Leilwin— tenía que contar era conocido generalmente entre los seanchan, y poco más reconfortante. A Tuon se la había instruido en la intriga desde la infancia, se la había instruido en el uso de armas y para luchar sin estar armada, fuertemente custodiada pero esperando que fuera su propia y última línea defensiva. A todos los que nacían de la Sangre se les enseñaba a fingir, a encubrir sus intenciones y ambiciones. El poder variaba constantemente entre la Sangre, algunos para ascender más, otros para caer, y ese baile se danzaba también en la familia imperial, sólo que más rápido y con más peligro. La emperatriz —empezó a añadir «así viva para siempre», y casi se ahogó al tragarse las palabras, tras lo cual cerró los ojos varios segundos antes de continuar—, la emperatriz había dado a luz muchos hijos, como hacían todas las emperatrices para que de ese modo, entre los que sobrevivieran, hubiera uno apto para gobernar después de ella. Ni un estúpido ni un necio ascendería al Trono del Cristal. A Tuon se la juzgaba muy lejos de ser cualquiera de esas dos cosas. ¡Luz! La mujer con la que iba a casarse era tan peligrosa como un Guardián y una Aes Sedai en un solo ser. Y podría ser igual de perjudicial.
Mantuvo varias conversaciones con Egeanin —tenía buen cuidado en llamarla Leilwin a la cara o de lo contrario se le echaría encima con una daga, pero seguía pensando en ella como Egeanin— en un intento de descubrir más cosas, pero lo que sabía sobre la Sangre era principalmente de las conclusiones de lo que se veía desde fuera, y los conocimientos que tenía de la corte imperial, tal como admitió ella misma, eran poco más que los que tuviera un golfillo de Seandar. El día que regaló la yegua a Tuon había cabalgado junto al carromato de Egeanin mientras sostenían una de esas conversaciones infructuosas. Había acompañado a Tuon y a Selucia durante un tramo, pero las dos siguieron mirándolo de soslayo para después intercambiar una mirada y soltar risitas tontas. Por lo que les habían contado a las gitanas, ni la más mínima duda. Un hombre podía aguantar esa situación hasta un punto.
—Un regalo inteligente, esa yegua —dijo Egeanin, que se inclinó hacia el borde del asiento para asomarse y echar un vistazo a la hilera de carromatos. Domon llevaba las riendas, aunque a veces lo hacía ella, pero conducir un tiro de caballos no estaba entre las habilidades que se aprendían en un barco—. ¿Cómo lo sabías?
—¿Saber qué? —preguntó Mat.
La mujer se puso derecha y se ajustó la peluca. Mat no sabía por qué seguía llevando esa cosa. Su cabello negro aún era corto, pero no más que el de Selucia.
—Lo de los regalos de cortejar. Entre la Sangre, cuando se corteja a alguien más encumbrado, un regalo tradicional es algo exótico o singular. Y lo mejor es si se puede relacionar el regalo de algún modo con uno de los deleites de quien lo recibe. Es bien sabido que a la Augusta Señora le encantan los caballos. También es bueno tu reconocimiento de que no esperas ser su igual. Tampoco es que esto vaya a funcionar, ya sabes. No tengo ni idea de por qué sigue aquí ahora que has dejado de vigilarla, pero no creerás que va a pronunciar realmente las palabras. Cuando se case será por el bien del imperio, no porque cualquier holgazán como tú le regale un caballo o la haga sonreír.
Mat rechinó los dientes para no soltar un juramento. ¿Que había reconocido qué? No era de extrañar que uno de los juegos de dados se hubiera parado. Tuon dejaría que olvidara aquello cuando nevara el solsticio del Día Solar. De eso estaba completamente seguro.
Si la puñetera Leilwin Sin Barco le daba pequeños dolores de cabeza, las Aes Sedai se las arreglaban para que no fueran tan leves. Era lo que más les gustaba. Ya se había resignado a que se pasearan tranquilamente por todos los pueblos y villas en que paraban para preguntar cosas y hacer la Luz sabía qué más. No le quedaba otra que resignarse al no haber forma de impedírselo. Aseguraban que tenían cuidado —al menos Teslyn y Edesina lo hacían; Joline replicaba secamente que era un necio por preocuparse—, pero aun así una Aes Sedai con cuidado seguía siendo claramente una mujer relevante, tanto si alguien sabía reconocer lo que era como si no. Al no tener dinero para seda, habían comprado rollos de fino paño en Jurador, y las costureras trabajaban con tanto empeño para las Aes Sedai como lo hacían por el oro de Mat, así que iban de aquí para allí vestidas como ricas mercaderes y tan seguras de sí mismas como cualquier noble que hubiera pisado este mundo. Nadie vería dar cinco pasos a cualquiera de ellas sin darse cuenta de que esa mujer esperaba que el mundo se adaptara a ella. Tres mujeres así, que además iban con un espectáculo ambulante, sin duda eran motivo de curiosidad y daban que hablar. Al menos Joline dejaba el anillo de la Gran Serpiente guardado en la escarcela. Las otras dos habían perdido los suyos cuando las prendieron los seanchan. Mat creía que si hubiera visto a Joline con el anillo puesto se habría echado a llorar.
No recibió más informes de sus actividades por parte de las antiguas sul’dam. Joline tenía a Bethamin bajo control; la mujer alta y de tez oscura corría cuando Joline decía «corre» y saltaba cuando decía «rana». Edesina también le impartía lecciones, pero, por alguna razón, Joline consideraba a la seanchan como un proyecto personal. Que Mat viera, nunca se comportaban con dureza —no después de la azotaina—, pero cualquiera habría pensado que preparaba a Bethamin para entrar en la Torre, y Bethamin le correspondía con una especie de gratitud que dejaba claro que su lealtad había mudado. En cuanto a Seta, la mujer de pelo rubio tenía tanto miedo a las hermanas que ya no se atrevía a seguirlas. De hecho se había puesto a temblar cuando Mat se lo sugirió. Por extraño que pudiera parecer, Seta y Bethamin habían estado tan acostumbradas a cómo se veían a sí mismas las seanchan capaces de encauzar, que realmente habían pensado que las Aes Sedai no podían ser muy distintas. Eran peligrosas al no estar atadas a la correa; pero, aun así, a los perros peligrosos los podía manejar alguien que supiera cómo hacerlo, y ellas eran expertas con ese tipo de perro peligroso en particular. Ahora sabían que las Aes Sedai no eran perros de ninguna clase. Eran lobas. Seta se habría buscado otro lugar donde dormir de haber sido posible, y Mat se enteró por la señora Anan que la mujer seanchan se tapaba los ojos con las manos cada vez que Joline o Edesina enseñaban a Bethamin en el carromato.
—Estoy segura de que ve los tejidos —dijo Setalle. Mat habría jurado que la mujer tenía envidia de no ser porque dudaba que ella envidiara a nadie—. Está a medio camino de admitirlo o en caso contrario no se taparía los ojos. Antes o después cambiará de opinión y querrá aprender también. —Tal vez ahí sí que hubo cierto timbre de envidia en la voz de la mujer.
Por él, ojalá Seta cambiara de opinión antes en lugar de después. Otra estudiante les habría dejado menos tiempo libre a las Aes Sedai para causarle problemas a él. Si el espectáculo se había parado, difícilmente podía dar media vuelta sin encontrarse con Joline y Edesina atisbando desde la esquina de una tienda o de un carromato en su dirección. Por lo general, la cabeza de zorro se ponía fría sobre su pecho. No podía demostrar que realmente estaban encauzando sobre él, pero no le cabía la menor duda. No supo cuál de las dos dio con la pequeña deficiencia en su protección que había descubierto Vandene —que algo arrojado con el Poder lo golpearía—, pero después de aquello casi no podía abandonar la tienda sin recibir el impacto de una piedra y, posteriormente, de otras cosas como una lluvia de chispas encendidas del fuego de una forja, unas chispas que lo hicieron saltar y que le pusieron los pelos de punta. Estaba convencido de que Joline era la que estaba detrás de todo. Aunque sólo fuera por el detalle de que nunca se la encontraba sin ir acompañada de Blaeric o Fen o los dos para protegerla. Y le sonreía igual que un gato le sonreiría a un ratón.
Planeaba cómo pillarla sola —o hacía eso o tendría que pasarse todo el tiempo escondiéndose de ella—, cuando la Verde y Teslyn se enzarzaron en una discusión a voces que hizo que Edesina abandonara el carromato enjalbegado casi con tanta rapidez como Bethamin y Seta; éstas salieron corriendo y se quedaron mirando el carromato, boquiabiertas. La hermana Amarilla reanudó sosegadamente la tarea de cepillarse el largo y negro cabello, que alzaba con una mano y alisaba pasándole el cepillo de madera de arriba abajo con la otra. Al ver a Mat le sonrió sin dejar de cepillar el cabello. El medallón se puso frío y el griterío dejó de oírse de golpe, como si lo hubiera cortado un cuchillo.
Nunca llegó a saber qué se había dicho detrás de aquel escudo tejido con Poder. Teslyn abogaba por él de algún modo, pero cuando le preguntó sólo consiguió una de aquellas miradas suyas y silencio. Eran asuntos de Aes Sedai que no le incumbían. Con todo, fuera lo que fuera lo que había pasado allí dentro, las piedras dejaron de golpearlo y las chispas de caerle encima. Intentó darle las gracias a Teslyn, pero ella no se lo permitió.
—Si hay algo de lo que no se debe hablar, no se habla de ello —le dijo firmemente—. Te convendría aprender esa lección si vas a estar cerca de hermanas, y creo que ahora tu vida está ligada a las Aes Sedai, si no lo estaba ya antes.
Podría haberse guardado ese comentario para ella. Nunca llevó a cabo intentonas para hacerse con su ter’angreal, pero no podía decirse lo mismo de Joline y Edesina, incluso después de la discusión. No pasaba un solo día sin que esas dos trataran de intimidarlo para que se lo entregara, Edesina acorralándolo ella sola, y Joline con sus Guardianes, que le asestaban miradas fulminantes por encima de los hombros de la mujer. Cualquier ter’angreal era legítima propiedad de la Torre Blanca. Un ter’angreal se tenía que estudiar debidamente, sobre todo uno con las extrañas propiedades del que poseía él. Los ter’angreal eran potencialmente peligrosos, demasiado para dejar uno en manos de alguien no iniciado. Ninguna dijo que sobre todo en manos de un hombre, aunque Joline no le anduvo lejos. Empezó a preocuparle que la Verde ordenara a Blaeric y a Fen que se lo quitaran. Esos dos todavía sospechaban que había estado involucrado en lo que le había ocurrido a ella, y las miradas sombrías que le lanzaban indicaban que esperaban cualquier excusa para atizarle una buena tunda.
—Eso sería robar —le dijo la señora Anan en tono aleccionador mientras se arrebujaba en la capa. El día tocaba a su fin y ya se notaba el frío nocturno. Se encontraban junto al carromato de Tuon, y Mat esperaba entrar a tiempo para cenar. Noal y Olver ya estaban dentro. Al parecer Setalle iba a visitar a las Aes Sedai, cosa que hacía con frecuencia—. La ley de la Torre es muy clara a ese respecto. Provocaría una gran… controversia sobre… si se os devolvía o no, y creo que no os lo darían al final, pero Joline afrontaría una durísima penitencia por el robo, de todos modos.
—A lo mejor considera que merece la pena esa penitencia —murmuró Mat. El estómago hizo una sonora protesta. Lopin había preparado con gran orgullo paté de carne y cebollas a la crema para la comida, pero al final resultó que las dos cosas estaban echadas a perder, para mortificación del teariano, lo que significaba que desde el desayuno había ingerido un mendrugo de pan, nada más—. Sabéis una barbaridad de cosas sobre la Torre Blanca.
—Lo que yo sé, lord Mat, es que habéis cometido todos los errores posibles que un hombre puede cometer con unas Aes Sedai, aparte de matar a una. La razón de que viniera con vosotros en primer lugar en vez de irme con mi esposo y la mitad de las razones por las que sigo aquí es intentar evitar que deis demasiados pasos en falso. A decir verdad, no sé por qué me preocupo, pero lo hago, y no hay más vuelta de hoja. Si os hubieseis dejado guiar por mí no tendrías problemas con ellas ahora. No sé hasta dónde puedo remediar la situación ahora, pero todavía estoy dispuesta a intentarlo.
Mat sacudió la cabeza. Sólo había dos vías para tratar con Aes Sedai sin salir escaldado: dejarlas que lo pisotearan a uno o no acercarse a ellas. No estaba dispuesto a seguir la primera y la segunda estaba descartada ya, así que tendría que encontrar una tercera vía y dudaba que estuviera en seguir los consejos de Setalle. El consejo de una mujer respecto a las Aes Sedai por lo general era escoger el primer camino, aunque no lo expresara así. Hablaban de contemporización, pero nunca se esperaba que fueran las Aes Sedai las que contemporizaran.
—¿La mitad de las razones? ¿Y cuál es la otra…? —Gruñó como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago—. ¿Tuon? ¿Pensáis que no soy de fiar con ella?
La señora Anan se rió de él; era un sonido grato, alegre.
—Sois un granuja, milord. Bien, algunos granujas resultan buenos esposos una vez que se les ha limado un poco las aristas. Mi Jasfer era un granuja cuando lo conocí. Pero vos todavía pensáis que podéis picar de un pastel aquí, picar de otro allí y luego dar unos pasos de baile hacia el siguiente.
—De esto no hay pasos de baile que valgan para alejarse —dijo Mat con la mirada prendida en la puerta del carromato y el entrecejo fruncido. Los dados tintinearon, lejanos, en su cabeza—. Para mí no. —No estaba seguro de querer realmente seguir con ese baile, pero por mucho que quisiera o que deseara, estaba pillado y bien pillado.
—De modo que así estamos, ¿eh? —murmuró la mujer—. Vaya, pues habéis elegido a una buena para que os parta el corazón.
—Tal vez sea así, señora Anan, pero tengo mis razones. Será mejor que entre antes de que se coman todo. —Se volvió hacia la escalerilla del carromato, pero ella le puso la mano en el brazo.
—¿Podría verlo? Sólo verlo.
No cabía duda de a qué se refería. Mat vaciló y luego tiró del cordón del que colgaba el medallón y lo sacó por el cuello de la camisa. No habría sabido decir por qué. A Joline y Edesina les había negado incluso echarle un vistazo. Era una buena pieza artesanal, una cabeza de zorro de plata, tan grande como la palma de su mano. Era un escorzo y sólo se veía uno de los ojos. Todavía quedaba luz suficiente para distinguir, si uno se acercaba a él, que la mitad de la pupila estaba oscurecida para conformar el antiguo símbolo Aes Sedai. La mano de la mujer tembló ligeramente como si siguiera con un dedo el trazo alrededor de ese ojo. Había dicho que sólo quería verlo, pero Mat le permitió que lo tocara. Setalle soltó un largo suspiro.
—Antaño fuisteis Aes Sedai —dijo quedamente él, y la mano de la mujer se paralizó.
Se recobró con tanta rapidez que Mat podría muy bien habérselo imaginado. De nuevo era la majestuosa Setalle Anan, posadera de Ebou Dar, con los grandes aros dorados en las orejas y el Cuchillo de Esponsales colgado con el puño hacia abajo sobre el redondo busto, tan lejana a una Aes Sedai como era posible.
—Las hermanas creen que miento en cuanto a no haber estado nunca en la Torre. Piensan que estuve allí de joven como criada y que escuché lo que no habría debido.
—No os han visto mirando esto. —Hizo saltar el medallón sobre la palma de la mano una vez antes de ponerlo a buen resguardo por dentro de la camisa. Ella fingió no darle importancia, y él fingió no haber notado que sólo fingía.
Los labios de Setalle se curvaron en una fugaz y pesarosa sonrisa, como si supiera lo que Mat estaba pensando.
—Las hermanas lo notarían si se permitieran darse cuenta —dijo como si estuvieran charlando sobre las posibilidades de que lloviera—. Pero las Aes Sedai esperan que cuando… ocurren ciertas cosas, la mujer se alejará discretamente y tendrá la decencia de morir al poco tiempo. Yo me marché, pero Jasfer me encontró medio muerta de hambre y enferma en las calles de Ebou Dar, y me llevó a su madre. —Soltó una risita; parecía estar relatando la simple historia de una mujer cuando conoció a su esposo—. Solía llevarle también gatitos callejeros. Bueno, ahora sabéis algunos de mis secretos y yo sé algunos vuestros. ¿Nos los guardamos para nosotros?
—¿Qué es lo que sabéis de mí? —demandó, alerta al instante. Algunos de esos secretos era peligroso saberlos, y si los conocía mucha gente entonces dejaban de ser secretos.
La señora Anan echó una ojeada al carromato, fruncido el entrecejo.
—Esa chica está jugando un juego con vos tan seguro como que vos jugáis uno con ella. No es el mismo. Su actitud es más la de un general planeando una batalla que la de una joven a la que cortejan. Sin embargo, si se entera de que estáis loco por ella, se aprovechará de esa ventaja. Estoy dispuesta a daros la posibilidad de que estéis igualados. O al menos hasta donde un hombre puede estarlo con una mujer que tenga dos dedos de frente. ¿Cerramos el trato?
—Hecho —contestó fervientemente—. Hay trato. —No le habría sorprendido si en ese momento los dados se hubieran parado, pero siguieron matraqueando.
Si la fijación de las hermanas con el medallón hubiera sido el único problema que le creaban, si se hubieran contentado con levantar rumores allí donde el espectáculo se paraba, habría dicho que aquellos días eran tan tolerablemente malos como era de esperar si se viajaba con Aes Sedai. Por desgracia, para cuando el espectáculo partió de Jurador, ya se habían enterado de quién era Tuon. No que fuera la Hija de las Nueve Lunas, pero sí una Augusta Señora seanchan, alguien con rango e influencia.
—¿Me tomas por idiota? —protestó Luca cuando Mat lo acusó de contárselo a las hermanas. Se puso muy erguido junto al carromato, en jarras, la viva estampa del hombre indignado y, a juzgar por la mirada fulminante, dispuesto a luchar—. Ése es un secreto que quiero que esté bien guardado hasta que… Bueno, hasta que ella me diga que puedo usar ese salvoconducto con su protección. No serviría de mucho si me lo revoca por haber hablado de algo que quiere mantener en secreto.
No obstante, en su tono había un atisbo de excesiva seriedad, y evitaba mirar a Mat directamente a los ojos. Lo cierto era que a Luca le gustaba presumir casi tanto como el oro. Debía de haber pensado que era seguro —¡seguro!— decírselo a las hermanas y sólo se había dado cuenta del enredo que había montado después de soltarlo.
Y vaya si era un enredo, tan liado como un foso repleto de serpientes. La Augusta Señora Tuon, tan a mano, brindaba una oportunidad a la que ninguna Aes Sedai se habría podido resistir. En eso, Teslyn era tan retorcida como Joline y Edesina. Las tres visitaban a Tuon en su carromato a diario, y aparecían de improviso a su lado cuando salía a pasear. Le hablaron de treguas y tratados y negociaciones, intentaron descubrir qué conexión había entre ella y los cabecillas de la invasión, trataron de convencerla de que colaborara para concretar conversaciones a fin de poner fin a la lucha. ¡Incluso le ofrecieron ayudarla a irse del espectáculo y regresar a casa!
Por desgracia para ellas, Tuon no veía tres Aes Sedai, representantes de la Torre Blanca, tal vez el mayor poder de la tierra, ni siquiera cuando las costureras empezaron a entregarles los trajes de montar y pudieron cambiarse la mezcolanza de restos que Mat había conseguido encontrar para ellas. Tuon veía dos damane huidas y una marath’damane, y no quería saber nada de ninguna de ellas hasta que «estuvieran decentemente sujetas a la cadena». En sus propias palabras. Cuando iban a su carromato, echaba el cerrojo, y si conseguían entrar antes de que lo hubiera echado, se marchaba. Cuando la arrinconaban, o más bien lo intentaban, las rodeaba del mismo modo que habría hecho para salvar un tocón. Hablaron hasta que casi se quedaron afónicas. Y ella siguió negándose a escucharlas.
Cualquier Aes Sedai era capaz de enseñarle a tener paciencia a una piedra si había una razón para ello, pero no estaban acostumbradas a que se las tratara como si no existieran. Mat veía que la frustración iba en aumento, los ojos entrecerrados y las bocas tensas que tardaban cada vez más en aflojarse, las manos que apuñaban la falda para no asir a Tuon y sacudirla. Todo llegó a un punto crítico antes de lo que Mat había esperado y en absoluto del modo que había imaginado.
La noche siguiente de que le regalara la yegua, compartió la cena con Tuon y Selucia. Y con Noal y Olver, por supuesto. Esos dos se las ingeniaban para pasar con Tuon tanto tiempo o más que él. Lopin y Nerim, con la misma formalidad que si se encontraran en un palacio en lugar de un espacio abarrotado por el que apenas podían moverse, sirvieron una típica cena de principios de primavera, consistente en un fibroso asado de cordero con guisantes que se habían conservado en seco y nabos que habían pasado demasiado tiempo en la bodega de alguien. Aún era demasiado pronto para que se hubiera cosechado nada nuevo. Con todo, Lopin había preparado una salsa de pimienta para el cordero y Nerim había encontrado piñones para los guisantes, con lo que había comida suficiente y nada sabía a pasado, así que fue una cena tan buena como podía esperarse en aquellas circunstancias. Olver se marchó después de cenar ya que había jugado antes con Tuon, y Mat cambió de sitio con Selucia para jugar a las guijas. También se quedó Noal, a despecho de las muchas miradas elocuentes, y se puso a desbarrar sobre las Siete Torres en la desaparecida Malkier, que por lo visto habían superado a cualquier cosa de Cairhien, y a Shol Arbela, la Ciudad de las Diez Mil Campanas, en Arafel, y a todo tipo de maravillas de las Tierras Fronterizas, torres extrañas hechas de cristal más duro que el acero y un cuenco de metal de cien pasos de diámetro instalado en la ladera de una colina, y cosas por el estilo. A veces intercalaba comentarios sobre el juego de Mat: que si se estaba poniendo a descubierto por la izquierda, que si estaba tendiendo una buena trampa por la derecha, y justo cuando Tuon parecía a punto de caer en ella. Ese tipo de cosas. Mat no abrió la boca excepto para hablar con Tuon, aunque le costó apretar los dientes en más de una ocasión para no romper ese mutismo. A Tuon le parecía entretenida la cháchara de Noal.
Estudiaba el tablero y se preguntaba si tendría una pequeña posibilidad de conseguir unas tablas cuando Joline entró en el carromato a la cabeza de Teslyn y Edesina, la propia altivez en un pedestal, la impasibilidad Aes Sedai de la cabeza a los pies. Joline lucía el anillo de la Gran Serpiente. Pasando con dificultad por delante de Selucia, a la que asestaron miradas muy frías cuando la seanchan tardó en apartarse, se situaron al extremo de la estrecha mesa. Noal se quedó muy, muy quieto, echando miradas de soslayo a las hermanas mientras metía la mano debajo de la chaqueta como si el muy necio creyera que sus cuchillos podrían servirle de algo en esas circunstancias.
—Hay que poner fin a esto, Augusta Señora —empezó Joline, que de manera deliberada hizo como si Mat no estuviera. No sugería, sino que lo exponía, anunciando lo que pasaría porque así tenía que ser—. Vuestro pueblo ha traído la guerra a estas tierras, un conflicto como no habíamos visto desde la Guerra de los Cien Años, puede que desde la Guerra de los Trollocs. El Tarmon Gai’don está próximo, y esta guerra debe acabar antes de que llegue o acarreará el desastre al mundo entero. Amenaza con provocar eso, sin exageraciones. Así que ha de acabarse esa actitud enfurruñada vuestra. Llevaréis nuestra oferta a quienquiera que mande entre vosotros. Puede mantenerse la paz hasta que regreséis a vuestras propias tierras, al otro lado del océano, u os enfrentaréis a todo el poderío de la Torre Blanca, respaldado por todos los tronos desde la Tierras Fronterizas hasta el Mar de las Tormentas. La Sede Amyrlin seguramente ya los ha convocado contra vosotros. He oído que hay vastos ejércitos de las Tierras Fronterizas en el sur, y que otros ejércitos están en marcha. No obstante, mejor será poner fin a esto sin más derramamiento de sangre. Así que evitad la destrucción de vuestro pueblo y contribuid a traer la paz.
Mat no podía ver la reacción de Edesina, pero Teslyn parpadeó, lo que en una Aes Sedai era tanto como dar un respingo. Quizá no era eso exactamente lo que esperaba que dijera Joline. Por su parte, Mat gimió para sus adentros. Que Joline no era una Gris —tan experta en las negociaciones como un hábil malabarista en los juegos de manos— saltaba a la vista. Tampoco lo era él, pero creía que la Verde había encontrado la vía rápida para sacar de quicio a Tuon.
Sin embargo, Tuon enlazó las manos sobre el regazo, debajo de la mesa, y se sentó muy erguida con la vista fija al frente, como si mirara a través de las Aes Sedai. En su semblante había un gesto increíblemente severo.
—Selucia —dijo sin alzar la voz.
Desplazándose detrás de Teslyn, la mujer de pelo amarillo se agachó justo lo suficiente para asir algo que había debajo de la manta sobre la que Mat estaba sentado. Cuando se irguió, todo pareció pasar al mismo tiempo. Sonó un chasquido y Teslyn chilló al tiempo que se llevaba las manos a la garganta. La cabeza de zorro se tornó hielo sobre el torso de Mat y Joline giró la cabeza para mirar con incredulidad a la Roja. Edesina se volvió y echó a correr hacia la puerta, que abrió a medias y cerró de golpe. Contra Blaeric y Fen, ya que se oyó caer a los dos hombres por la escalerilla del carromato. Edesina se quedó inmovilizada bruscamente, muy rígida, con los brazos pegados a los costados y la falda pantalón pegada contra las piernas debido a unas ataduras invisibles. Y todo ocurrió en unos instantes en los que Selucia no se había quedado inmóvil, sino que se agachó un momento hacia la cama en la que se sentaba Noal y sacó el collar plateado de otro a’dam que cerró con un chasquido alrededor del cuello de Joline. Mat vio que era eso lo que Teslyn aferraba con las dos manos. No intentaba quitárselo, sólo lo sujetaba, pero tenía blancos los nudillos. La cara estrecha de la Roja era la viva imagen de la desesperación; en los ojos desorbitados había una mirada acosada. Joline había recobrado la calma total de una Aes Sedai, pero tocaba el collar segmentado que le ceñía el cuello.
—Si creéis que podéis… —empezó, y luego enmudeció bruscamente, prietos los labios. Un brillo furioso centelleó en sus ojos.
—¿Veis? El a’dam se puede usar para castigar, aunque eso rara vez se hace. —Tuon se puso de pie; llevaba el brazalete de un a’dam en cada muñeca, y las brillantes cadenas se extendían, serpenteantes, por debajo de las mantas de las camas. Por la Luz bendita, ¿cómo se las había apañado para meter las manos en los brazaletes?
—No —dijo Mat—. Prometiste no hacer daño a mis seguidores, Tesoro. —Tal vez no era muy inteligente por su parte utilizar ese nombre ahora, pero ya era tarde para retirar lo dicho—. Has cumplido tus promesas hasta ahora. No incumplas una ahora.
—Prometí no causar disensiones entre tus seguidores, Juguete —repuso, cortante—. Y, en cualquier caso, es obvio que estas tres no son tus seguidoras.
La mirilla deslizante, que se usaba para hablar con el conductor del carromato o para pasar comida, se abrió con un seco golpe. Tuon echó un vistazo hacia atrás y la cerró con otro golpe más seco aún. Fuera, un hombre soltó un juramento y empezó a dar golpes en la mirilla.
—El a’dam también se puede usar para dar placer, como un gran premio —le dijo Tuon a Joline, sin hacer caso del puño que aporreaba la madera detrás de ella.
Joline entreabrió los labios y sus ojos se desorbitaron. Se tambaleó y la mesa suspendida con cuerdas del techo se meció cuando la mujer se asió a ella con las dos manos para no caerse. Sin embargo, si estaba impresionada lo ocultó bien. Se alisó la falda gris oscuro una vez que se sostuvo erguida de nuevo, aunque eso no tenía que significar nada. El rostro de la mujer volvía a ser la personificación de la compostura Aes Sedai. Edesina, que miraba por encima del hombro, igualaba aquella mirada sosegada, si bien ahora llevaba puesto al cuello el tercer a’dam —aunque, pensándolo bien, tenía el semblante más pálido de lo habitual—, pero Teslyn había empezado a llorar en silencio; los sollozos le sacudían los hombros y las lágrimas le caían por las mejillas.
Noal estaba tenso; la viva imagen de un hombre dispuesto a hacer una estupidez. Mat le asestó un puntapié por debajo de la mesa y, cuando el hombre lo miró furioso, sacudió la cabeza. El ceño de Noal se hizo más profundo, pero apartó la mano de la chaqueta y se recostó en la pared. Todavía encolerizado. Bueno, allá él. Los cuchillos no servían de nada en ese momento, pero quizá las palabras sí. Sería mucho mejor que a este asunto se le pusiera fin con palabras.
—Escúchame —le dijo a Tuon—. Si piensas un poco, verás que hay un centenar de razones para que esto no funcione. Luz, pero si tú misma puedes aprender a encauzar. ¿Es que saber eso no cambia nada? No eres tan distinta de ellas. —Por el caso que le hizo, podría haberse vuelto de humo.
—Intenta abrazar el saidar —dijo Tuon arrastrando las palabras, con los ojos severos prendidos en Joline. Habló con una voz bastante suave en comparación con la expresión de su mirada, pero aun así era evidente que esperaba obediencia.
¿Obediencia? Pero si parecía una jodida pantera contemplando fijamente a tres cabras. Una pantera, curiosamente, más bella que nunca. Una hermosa pantera que podría despedazarlo con las garras con tanta facilidad como a las cabras. Bien, ya se había enfrentado a panteras en otras ocasiones, y eso pertenecía a sus propios recuerdos. Había una especie de exaltación extraña en enfrentarse a una pantera.
—Adelante —apremió Tuon—. Sabes que el escudo ha desaparecido. —Joline dejó escapar un pequeño gruñido de sorpresa y Tuon asintió con la cabeza—. Bien. Has obedecido por primera vez. Y has aprendido que no puedes tocar el Poder mientras lleves el a’dam a menos que yo lo desee. Pero ahora quiero que asas el Poder, y lo haces, aunque ni siquiera intentaste abrazarlo. —Los ojos de Joline se desorbitaron ligeramente, una pequeña grieta en su porte sosegado—. Y ahora —continuó Tuon—, quiero que no asas el Poder, y ya has perdido el contacto. Tus primeras lecciones.
Joline inhaló profundamente. Empezaba a tener una expresión… Asustada, no, pero sí intranquila.
—¡Pero qué puñetas, mujer! —gruñó Mat—. ¿Crees que puedes pasearlas por ahí con esas cadenas puestas sin que nadie se dé cuenta? —Un fuerte golpe retumbó en la puerta. Un segundo empellón produjo un ruido de madera rota. Quienquiera que estuviera golpeando la mirilla en el lado opuesto no había dejado de hacerlo. De algún modo eso no despertaba una sensación de urgencia. Si los Guardianes entraban, ¿qué podían hacer?
—Las alojaré en la carreta que están utilizando y las entrenaré de noche —barbotó bruscamente, irritada—. Y no soy en absoluto como estas mujeres, Juguete. En absoluto. Puede que fuera capaz de aprender, pero elijo no hacerlo, igual que elijo no robar ni asesinar. Ahí radica la diferencia. —Recuperando el control con un esfuerzo evidente, se sentó con las manos sobre la mesa, de nuevo centrada en las Aes Sedai. —He obtenido un éxito considerable con una mujer como vosotras. —Edesina dio un respingo y musitó un nombre en un susurro tan quedo que no se la oyó—. Sí —dijo Tuon—. Tienes que haber conocido a mi Mylen en las casetas o haciendo ejercicio. Os entrenaré tan bien como a ella. Habéis nacido con la maldición de una oscura tara, pero yo os enseñaré a sentiros orgullosas del servicio que prestáis al imperio.
—No saqué a estas tres mujeres de Ebou Dar para que tú ahora las lleves de vuelta —manifestó firmemente Mat, que se desplazó a lo largo de la cama. La cabeza de zorro se puso aún más fría, y Tuon dejó escapar una exclamación sobresaltada.
—¿Cómo has… hecho eso, Juguete? El tejido se… deshizo al tocarte.
—Es un regalo, Tesoro.
Al ponerse de pie, Selucia hizo intención de ir hacia él, agazapada, las manos extendidas en una actitud suplicante. El miedo se plasmaba en la cara de la mujer.
—No debes… —empezó.
—¡No! —dijo tajantemente Tuon.
Selucia se puso erguida y retrocedió, aunque no apartó la vista de él. Lo extraño era que el miedo se había borrado de su semblante. Mat sacudió la cabeza, desconcertado. Sabía que la pechugona mujer obedecía a Tuon al instante —al fin y al cabo era so’jhin, tan propiedad de Tuon como su caballo, y de hecho pensaba que estaba bien y era justo— pero ¿hasta qué punto había que ser obediente para perder el miedo por una orden?
—Me han irritado, Juguete —dijo Tuon mientras él ponía las manos sobre el collar de Teslyn.
Todavía temblando y con las lágrimas rodándole aún por las mejillas, la Roja no parecía creer que fuera capaz de quitarle aquello.
—También me irritan a mí. —Puso los dedos en la posición indicada, apretó, y el collar se abrió con un chasquido.
—Gracias. —Teslyn le tomó las manos y se puso a besarlas sin dejar de llorar—. Gracias, gracias.
—De nada, pero no hace falta que… —Carraspeó, incómodo—. ¿Queréis dejar de hacer eso? Teslyn… —Apartar las manos requirió no poco esfuerzo.
—Quiero que dejen de molestarme, Juguete —dijo Tuon al tiempo que él se volvía hacia Joline. Viniendo de cualquier otra persona eso habría sonado como un estallido de mal humor. La pequeña y atezada mujer lo hizo sonar como una exigencia.
—Me parece que estarán de acuerdo en eso después de lo ocurrido —repuso secamente, pero Joline alzaba la vista hacia él con gesto terco, adelantada la barbilla—. Accederéis a eso, ¿no es así?
La Verde siguió callada.
—Yo sí —se apresuró a decir Teslyn—. Todas accedemos.
—Sí, accedemos todas —añadió Edesina.
Joline lo miraba en silencio, con obstinación, y Mat suspiró.
—Podría dejar que Tesoro se quedara con vos unos cuantos días, hasta que cambiaseis de opinión. —El collar de Joline chasqueó y se abrió en sus manos—. Pero no lo haré.
Todavía sin apartar la mirada de los ojos de él, la hermana se tocó la garganta como si quisiera asegurarse de que el collar ya no estaba allí.
—¿Te gustaría ser uno de mis Guardianes? —preguntó, tras lo cual soltó una suave risa—. No hace falta que pongas esa cara. Aun en el caso de que quisiera vincularte contra tu voluntad, no podría mientras lleves puesto ese ter’angreal. Está bien, Mat Cauthon, accedo. Puede que hayamos perdido la mejor ocasión de parar los pies a los seanchan, pero ya no volveré a acosar a… Tesoro.
Tuon siseó como una gata escaldada y Mat volvió a suspirar. Lo que se ganaba por un lado, se perdía por otro.
Se pasó gran parte de la noche haciendo lo que menos le gustaba en el mundo: trabajar. Excavó un profundo agujero donde enterró los tres a’dam. Hizo el trabajo personalmente porque, cosa curiosa, Joline los quería. Después de todo eran ter’angreal, y la Torre Blanca tenía que examinarlos. Tal vez fuera cierto, pero la Torre tendría que encontrar sus a’dam en otro sitio. Estaba bastante seguro de que ninguno de los Brazos Rojos los habría entregado si les decía que los enterraran, pero no quería correr el riesgo de que volvieran a aparecer y ocasionaran más problemas. Empezó a llover antes de que el agujero le llegara a la rodilla; era una lluvia fuerte y fría, y para cuando quiso terminar estaba chorreando, empapado hasta los huesos, y con el barro hasta la cintura. Un estupendo final para una velada fantástica, y los dados matraqueando dentro de su cabeza.